Brunetti hizo una parada de camino a la questura y por fin se tomó el café, aunque se lo bebió casi a regañadientes, sabiendo que era una mera táctica de dilación en lugar de algo que estuviese haciendo por placer. Al entrar en el edificio decidió ir directamente a informar al vicequestore de lo que había ocurrido en la biblioteca. Mientras subía las escaleras que llevaban al despacho de su superior recordó una historia, sin duda apócrifa, que una vez le habían contado sobre una actriz de cine norteamericana: ¿era Jean Harlow? De ella se contaba que siempre que le regalaban un libro por su cumpleaños ella abría el paquete y decía: «¿Un libro? Gracias, pero ya tengo uno».
Estaba seguro de que la anécdota era aplicable al vicequestore Giuseppe Patta.
Al entrar en el pequeño despacho que ocupaba la signorina Elettra, vio que la silla estaba vacía y su ordenador, compuesto y sin novia. Durante las últimas semanas se ausentaba a menudo de su mesa y el vicequestore Patta, que era su superior directo, o bien no se había dado cuenta o bien, lo que era mucho más probable, no se había atrevido a hacer preguntas. Como no era su secretaria, Brunetti pensó que no era asunto suyo y no dijo nada, aunque en esa ocasión la ausencia significase que quedaba expuesto al humor que pudiera tener el vicequestore aquel día, sin previo aviso. Pero ¿por qué tenerle miedo? Se acercó a la puerta y llamó con los nudillos.
Escuchó un «avanti» y entró.
El dottor Giuseppe Patta, lo más selecto de entre los hombres palermitanos, estaba sentado frente a su escritorio metiendo su pañuelo impecablemente doblado en el bolsillo del pecho de la chaqueta. Brunetti se alegró de ver que el pañuelo era blanco, probablemente de lino, y blanqueado hasta adquirir el tono de los huesos de dinosaurio en el Gobi, el del uniforme de un árbitro de la catedral del cricket, el del primer diente de un niño. Patta jamás se permitía las libertades del modo de vestir moderno y preferiría que lo arrastrasen por las calles antes de meterse un pañuelo de color en el bolsillo del pecho. Para algunas cosas —generalmente todo lo relacionado con la moda— Patta era un hombre de principios inquebrantables; estar en la misma estancia que él era un honor.
—Buon giorno, vicequestore —dijo Brunetti resistiendo al impulso de hacer una reverencia.
Patta se acabó de colocar el pañuelo y entonces prestó atención al commissario.
—¿Es importante? —preguntó.
—Puede que sí, dottore —dijo Brunetti con tono distendido—. Creo que debería enterarse antes que la prensa; estoy seguro de que se les informará de ello.
Patta no hubiese respondido con mayor ímpetu ni aunque se le hubiera prendido fuego al pañuelo.
—¿Qué ha pasado? —La expresión de ligero desagrado se había convertido en la cara del defensor de la nación.
Brunetti se acercó a la mesa y se quedó de pie detrás de una de las sillas. Se apoyó en el respaldo y dijo:
—Nos han llamado de la biblioteca Merula, para denunciar una combinación de vandalismo y robo.
—¿Cuál de los dos, vandalismo o robo? —exigió saber Patta.
—Alguien ha cortado páginas de más de veinte libros, dottore. Y también faltan algunos volúmenes, que probablemente han sido robados.
—¿Y eso por qué? —preguntó Patta.
Brunetti dedicó una oración silenciosa a santa Mónica, símbolo de la paciencia. También era patrona de los que recibían abusos, y en consecuencia Brunetti podía invocarla en cualquiera de los dos casos, dependiendo de si Patta estaba de un humor más o menos feroz.
—Los coleccionistas buscan tanto libros como páginas sueltas de libros antiguos; tienen cierto valor.
—¿Quién ha sido?
—Un tal doctor Joseph Nickerson los ha consultado todos. Tenía una carta de recomendación de la Universidad de Kansas y se identificó con un pasaporte estadounidense.
—¿Es válido?
—Aún no he contactado con los americanos, vicequestore.
Miró la hora y se dio cuenta de que ya no valía la pena intentar averiguar nada más ese día. Patta lo escrutó y dijo:
—Me parece que no ha hecho gran cosa, Brunetti.
El comisario se encomendó de nuevo a santa Mónica.
—Acabo de llegar de allí y quería contárselo antes que nada, por si tenía usted que hablar con la prensa.
—¿Por qué iba a hacer falta? —preguntó Patta, como si le hubieran chivado que Brunetti le estaba ocultando deliberadamente algo que debería saber.
—Una de los mecenas de la biblioteca es la contessa Morosini-Albani. De hecho, ella donó al menos uno de los libros que han desaparecido y están preocupados por su posible reacción.
—Seguramente se llevará todo lo que les entregó. Eso es lo que haría cualquiera en su sano juicio.
Sin duda, era lo que cualquiera podía esperar de Patta, aunque Brunetti necesitaba más que la ayuda de los santos para creer que el vicequestore fuese a donar libros a una biblioteca.
—¿Se refería a esto con lo de la prensa? —preguntó Patta abruptamente—. ¿A que se interesarán por ella?
—Creo que cabe esa posibilidad, señor. Su familia es muy conocida en la ciudad y está claro que su hijastro ya les ha puesto la miel en la boca a los periodistas.
Mientras Patta le daba vueltas al comentario buscando el menor atisbo de crítica de la clase alta, su aspecto era fiero. Brunetti borró toda emoción de su rostro y se quedó de pie, atento, neutral, a la espera de la respuesta de su superior.
—¿Se refiere a Gianni? —quiso saber Patta.
—Sí, señor.
Brunetti lo observaba mientras Patta recorría los recodos de su memoria, que en cuanto a escándalos de cualquier tipo era elefantina, en busca de las fotos y titulares que inundaban la prensa amarilla desde hacía años. El favorito de Brunetti era: «Gianni paga i danni», porque habían hecho rimar el nombre con los desperfectos que debía pagar tras destrozar en un club de Lignano el equipo de sonido de un grupo de cuya música no había disfrutado. «Nobile ignobile» es el que publicaron después de que lo arrestaran por robar en un anticuario de Milán, y también estaba el encantador titular de la prensa británica «Conde-corado», que salió cuando lo pillaron intentando robar en una tienda de New Bond Street. Según recordaba Brunetti, en aquel entonces servía como algún tipo de agregado en la embajada italiana de Londres, así que no podían arrestarlo: todo lo que podían hacer era declararlo persona non grata y expulsarlo de Inglaterra.
Aunque Gianni no guardaba ningún tipo de relación con el robo en la biblioteca —al menos que Brunetti supiera en aquel momento—, la sola mención del apellido de la familia podía ser suficiente para llevar a cabo el milagro de san Gennaro con la prensa: una buena sacudida y la sangre volvería a fluir. El joven heredero —que ya no era joven y jamás había sido un gran hombre— había saturado la prensa de tal manera que cualquier combinación de su nombre y un delito de cualquier clase, por accidental que fuese, se podía convertir en un titular. Era de esperar que la contessa no quisiera ver su apellido expuesto a la mirada pública de aquel modo.
—¿Cree que…? —empezó a decir Patta.
Brunetti esperó, pero su superior dejó la pregunta inacabada.
Patta se quedó absorto y el comisario se dio cuenta del momento exacto en que el vicequestore recordaba que Brunetti se las había ingeniado para colarse entre la nobleza por la vía del matrimonio.
—¿La conoce? —preguntó.
—¿A la contessa?
—¿De quién más hemos hablado?
En lugar de corregirlo, Brunetti se limitó a comentar:
—He coincidido con ella alguna vez, pero no puedo decir que la conozca.
—¿Y quién sí?
—¿Quién la conoce?
—Sí.
—Mi esposa y mi suegra —respondió Brunetti a regañadientes.
—¿Cree que una de las dos hablaría con ella?
—¿Sobre qué?
Patta cerró los ojos y suspiró profundamente, como aquel que se ve obligado a tratar con seres de intelecto inferior.
—Sobre qué decir a la prensa, si es que llegan a enterarse de esto.
—¿Y qué debería decirle, señor?
—Que tiene la certeza de que este asunto se resolverá rápidamente.
—¿Gracias a la inteligencia y el duro trabajo de la policía local? —sugirió Brunetti.
Tal dosis de sarcasmo hizo que a Patta casi se le salieran los ojos de las cuencas, pero se limitó a decir:
—Algo así. No quiero que las instituciones públicas de la ciudad sean víctimas de la crítica.
Brunetti simplemente asintió. Los ciudadanos confían plenamente en la policía. Nadie debería criticar a las bibliotecas que permiten que les roben. Se preguntó si Patta opinaba que esa amnistía debía extenderse a todas las instituciones públicas de la ciudad. ¿De la provincia, quizá? ¿También a las del país?
—Mañana por la noche voy a cenar a casa de mi suegra, señor. Se lo mencionaré —dijo el comisario para recordar a su superior cuál de los dos se sentaba a la mesa con el conte y la contessa Orazio Falier y quién iba a vivir algún día en el palazzo y contemplar las fachadas de los otros palazzi al otro lado del Gran Canal.
Patta, que era un necio pero no tonto, se batió en retirada.
—Entonces lo dejo en sus manos, Brunetti. A ver qué le dicen los americanos.
—Sí, señor —dijo el comisario, y se apartó de la silla.
La signorina Elettra había regresado a su mesa, sobre la que ahora había un jarrón grande en el que estaba colocando varias docenas de tulipanes de color rojo. En el alféizar había un exceso similar de narcisos que competían por la atención de los espectadores. Pero Brunetti se decantó por la creadora de aquella exuberancia floral: aquel día llevaba un vestido de punto de color naranja y un par de zapatos tan estrechos y de tacón tan alto que tanto este como la puntera podrían provocar una herida mortal, así que no le costó demasiado esfuerzo centrarse en ella.
—¿Qué tenía que decirle hoy el vicequestore, commissario? —preguntó afablemente.
Brunetti esperó a que ella se sentase antes de apoyarse en el alféizar donde no había ningún jarrón.
—Me ha preguntado que de dónde han salido las flores —respondió él con seriedad.
Eran contadas las ocasiones en que Brunetti tenía el placer de sorprenderla y era obvio que acababa de conseguirlo, de modo que decidió seguir con la farsa un poco más.
—Es lunes, así que no hay mercado en Rialto y eso significa que las ha comprado en una floristería. —Puso cara muy seria y dijo—: Espero que el presupuesto de la oficina pueda cubrir el gasto.
Ella sonrió, tan radiante como las flores.
—Ah, pero yo jamás abusaría de esa cuenta, dottore. —Dejó pasar un instante y añadió—: Me las han enviado. —Los niveles de glucosa de su sonrisa subieron desmesuradamente—. ¿Y qué quería decirle el vicequestore de verdad?
Brunetti esperó unos segundos antes de reconocer la derrota y sonrió para mostrar su agradecimiento.
—He venido a hablarle de un robo. Bueno, unos cuantos; en la biblioteca Merula.
—¿Libros? —inquirió ella.
—Sí, y un montón de mapas y portadas que se han llevado de otros.
—Para eso podían haberlos robado enteros —repuso ella.
—¿Porque ya no valen nada? —preguntó él, sorprendido porque compartiese una opinión que él ya consideraba de la dottoressa Fabbiani.
—Si a un busto se le rompe la nariz, aún queda la mayor parte del rostro, ¿no? —preguntó ella.
—Si cortas un mapa de un libro —contestó él—, aún conservas todo el texto.
—Pero como objeto ya no vale nada —insistió ella.
—Habla como la bibliotecaria —dijo Brunetti.
—Eso espero —respondió ella—. Se pasan la vida trabajando con libros.
—Igual que los lectores —dijo el commissario.
Ella se echó a reír.
—¿Habla en serio?
—¿Sobre lo de que quitar una página no cambia el libro?
—Sí.
El comisario se ayudó con las manos para subir a la repisa y se quedó con las piernas colgando. Se observó los pies y movió uno y después el otro.
—Depende de qué se entienda por libro, ¿no cree?
—En cierto modo, sí.
—Si su objetivo es presentar un texto, entonces no importa si se arrancan los mapas.
—¿Pero? —preguntó ella.
Brunetti quería mostrarle que era capaz de ver la situación también desde el otro punto de vista.
—Pero si se trata de un objeto que capta información sobre un momento en concreto (por cómo están dibujados los mapas, por ejemplo) y representa…
De pronto se abrió la puerta del despacho de Patta y apareció él. Lanzó una mirada a Brunetti, sentado más tranquilamente que un niño en un prado lleno de flores, y luego a su secretaria, a quien había pillado confraternizando con el enemigo. Los tres ocupantes de la sala se quedaron inmóviles.
Finalmente habló Patta.
—¿Podría hablar con usted, signorina?
—Por supuesto, vicequestore —respondió ella, y tras ponerse en pie con mucha elegancia volvió a colocar la silla junto a la mesa.
Sin desperdiciar palabras con Brunetti, Patta desapareció hacia el interior de su despacho y la signorina Elettra lo siguió sin mirar al comisario. Se cerró la puerta.
Brunetti bajó de un salto y, al ver la hora, se dio cuenta de que ya podía marcharse a casa sin remordimientos.