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Brunetti sonrió para mostrar que el comentario le parecía divertido, lo que era indudablemente cierto porque más o menos reflejaba su opinión de la contessa. Sin embargo, a posteriori se dio cuenta de que la dottoressa Fabbiani estaba expresando admiración sincera por lo fiera que era la contessa; cuando Brunetti quiso hacer una descripción de su carácter, esa fue la palabra que le vino a la mente. A pesar de que a lo largo de los años la había visto tan solo seis o siete veces, había escuchado tantas conversaciones sobre ella entre su esposa y su suegra que se había formado la imagen de una mujer de opiniones increíblemente firmes. Y que además —y esta era una cualidad que él siempre había admirado— odiaba con mucho sentido común. Lo que le resultaba aún más admirable era que odiaba de forma muy democrática, dispensando su odio por igual a la Iglesia y el Estado, la izquierda y la derecha. Paola la adoraba y su madre la consideraba su amiga íntima, otra prueba del sentido de la democracia inherente a las mujeres.

Dottoressa, debo confesarle dos cosas —dijo con la esperanza de volver al asunto que les ocupaba.

Ella lo miró con cierta alarma, pero no dijo nada.

—Me refiero a mi ignorancia sobre el valor monetario de los libros que han desaparecido y sobre el mercado que pueda existir para las páginas que se han llevado. —Hizo una pausa, pero ella no tenía nada que decir ni preguntar—. Por ese motivo, creo que este caso debería llevarlo el Departamento de Robos de Arte. No obstante, ellos están en Roma y…

—¿Y tienen asuntos más importantes de los que preocuparse? —preguntó ella.

Ninguno de los dos consideró oportuno mencionar la explosión de robos en hogares, iglesias, bibliotecas y museos —incluso en la biblioteca del Ministerio de Agricultura— que había tenido lugar en los últimos años. Brunetti leía con regularidad las circulares del Departamento de Robos de Arte y de la Interpol que anunciaban los casos más importantes, no solo de cuadros y de estatuas, sino de manuscritos y libros, tanto volúmenes enteros como páginas sueltas. Cualquier cosa les valía a los nuevos vándalos de libros que campaban a sus anchas por las colecciones más antiguas de Europa.

—¿Cuántos volúmenes tienen aquí, dottoressa? —preguntó.

Ella ladeó la cabeza mientras sopesaba la pregunta.

—El fondo completo es de unos treinta mil, pero la gran mayoría están abajo, en la colección normal. Aquí arriba —dijo señalando con la mano las salas que había detrás de Brunetti—, tenemos unos ocho mil volúmenes y la colección de manuscritos, que incluye otros doscientos, aproximadamente.

—¿Algo más?

—Una colección de miniaturas persas: un comerciante las trajo de Irán a principios del siglo pasado. Si alguien las quiere ver tiene que estar acompañado del personal de la plantilla.

Esto último le recordó a Brunetti que alguien había estado con el dottor Nickerson al menos durante parte del tiempo que había pasado en la biblioteca, puede que la mayor parte.

—El hombre al que llaman Tertuliano, ¿tienen su solicitud?

—¿Qué tiene que ver él? —preguntó con ademán protector.

—Me gustaría hablar con él. Usted ha dicho que lleva viniendo tanto tiempo que es como si fuera de la casa; si es así, quizá haya visto algo que le pareciera inusual.

—No creo que eso sirva de mucho —insistió ella.

Brunetti se estaba cansando de hacer de poli bueno.

Dottoressa, no estoy seguro de que el juez de instrucción vaya a opinar lo mismo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, y él notó el cambio de tono.

—Que no cabe duda de que un juez dictaría una orden para que usted me diese su nombre y cualquier otro dato que nos ayudase a localizarlo. —Antes de que ella pudiera protestar, añadió—: Esto es una biblioteca, dottoressa, no una consulta médica ni una iglesia. Su nombre y dirección no son datos protegidos y menos aún cuando es posible que haya sido testigo de un delito. La única manera de averiguarlo es hablar con él.

—Creo que para él eso podría ser… —empezó a decir, pero se detuvo para encontrar la palabra adecuada— difícil.

—¿Por qué? —preguntó Brunetti más afablemente.

—Ha tenido problemas.

—¿De qué tipo? —Esta vez Brunetti hizo uso de la infinita paciencia que se necesita para hacer que alguien diga lo que es reacio a confesar.

Se fijó en cómo la mujer calculaba cuánto debía revelar.

—Es posible que en otro tiempo fuera cura o, como mínimo, seminarista.

Eso explicaría su interés por Tertuliano, pensó Brunetti.

—¿«Es posible»?

Ella lo miró confundida.

—¿Decidió dejar de ser cura o de estudiar para serlo, o lo obligaron?

—No lo sé —contestó ella—. Tampoco es que se lo haya preguntado.

—Pero se imagina lo que pasó, ¿no? —La inquietud con la que hablaba la directora le había hecho saltar las alarmas.

—Pero ¿por qué estamos hablando de él? —exigió saber ella—. Lo único que hace es venir, sentarse y leer. Eso no es ningún delito.

—No obstante, ver que alguien comete uno mientras estás sentado leyendo y no informar de ello sí lo es —dijo Brunetti forzando los límites de la verdad a su favor.

—Es un buen hombre —insistió ella.

Su amplia experiencia le dictaba que los hombres buenos no son necesariamente valientes y que tampoco suelen querer involucrarse en la vida de los demás.

Brunetti había leído alguna obra del teólogo hacía una eternidad —de él sabía que era un hombre de leyes y creía que era africano—, y recordaba que no le había caído nada simpático. Nunca se había cruzado con nadie que se opusiera al placer con tanta vehemencia como Tertuliano, que no parecía tener nada positivo que decir de la vida en general. Así que se imaginaba cómo podía ser aquel que quisiera leer su obra.

—¿Me enseña su solicitud? —pidió sin dejar que lo desviara del tema.

—¿De verdad necesita hablar con él? —preguntó ella.

—Sí.

—Se llama Aldo Franchini y vive en Castello, hacia el final de Via Garibaldi.

Brunetti sacó la libreta y escribió el nombre y las señas y miró a la mujer; le llamaba la atención que supiese dónde vivía el señor.

—¿Lo conoce mucho?

—No, no mucho —dijo ella, y fue a sentarse al otro lado de la mesa.

Señaló una silla y Brunetti se sentó con la esperanza de que se relajara el ambiente.

—Pero conozco a su hermano pequeño: iba a la escuela conmigo. Hace tres años me llamó y me dijo que su hermano mayor había vuelto a la ciudad; había perdido el trabajo porque había tenido algún problema con el director y eso suponía que no le iban a dar la carta de recomendación. Quería venir aquí a leer y el hermano me preguntó si yo se lo permitiría a pesar de que se hubiera quedado sin empleo.

—¿A qué se dedicaba?

—Daba clase de teología en una escuela privada para chicos, en Vicenza.

—¿Teología? —preguntó Brunetti.

Ella lo miró a los ojos.

—Por aquel entonces era cura. —Hablaba sobre él con mucha más certeza que antes.

—¿Y?

—Pensé que eso no era asunto mío —dijo ella, aunque sin el aire de superioridad moral que muchos no hubieran podido evitar.

—¿Qué hizo?

—Le dije que si su hermano era residente, no necesitaba la carta: simplemente tenía que venir con el carné de identidad y solicitar la tarjeta de lector.

—¿No le interesaba saber qué había hecho? —insistió Brunetti, pero ella no hizo caso de la pregunta.

—Si quiere leer, está en su derecho. Lo demás no es asunto mío.

—¿Le contó el hermano algo más sobre él?

—¿Esto forma parte de su investigación o es simple curiosidad?

—Cualquier hombre que quiera leer a Tertuliano me resulta interesante —dijo Brunetti, y sonrió ante su media verdad.

—Me dijo que su hermano era un lector muy ávido y que necesitaba un lugar donde hubiese libros. —Pareció tranquilizarse un poco—. Dijo que leer le sería de ayuda.

—¿Le preguntó por qué necesitaba ayuda? —insistió Brunetti, aunque dudaba que fuese así.

Ella sonrió por primera vez y desapareció todo el parecido con un ave: la dottoressa se convirtió en una mujer alta con una expresión inteligente y amable.

—Creo que a él le hubiese gustado que se lo preguntara, pero no lo hice. Me bastaba con su palabra.

—En el tiempo que lleva viniendo, ¿ha averiguado más cosas sobre él?

—No, nada. Lee a Agustín, a Jerónimo, a Máximo el Confesor… Pero como empezó por Tertuliano, lo llamamos así.

—¿Y eso?

—Los bibliotecarios somos… —empezó a decir.

Se detuvo a pensar y después siguió:

—Los bibliotecarios somos gente poco común. —Brunetti no se lo negaba—. Que cualquiera de nosotros recordase, era la primera persona que pedía la obra de Tertuliano para sentarse a leer sin más motivo. No para una investigación o para una clase universitaria, sino porque realmente le interesase el libro en sí.

La afirmación entera era un elogio implícito.

—¿Ha tenido mucho contacto con él?

—Después de un tiempo empezamos a saludarnos y de vez en cuando le preguntaba qué estaba leyendo.

—¿Y qué le parecía cuando hablaba con él?

Ella sonrió y Brunetti se dio cuenta de que en esa ocasión era para avisarlo de que no le iba a responder en serio.

—¿Se refiere a si creo que le pasa algo raro?

—Bueno, teniendo en cuenta lo que ha estado leyendo…

La dottoressa se echó a reír.

—Sí, hoy en día los Padres de la Iglesia nos pueden parecer un puñado de locos, pero quizá esperaba encontrar…

—¿Respuestas?

Levantó ambas manos como para protegerse del intento de ponerle palabras en la boca y dijo:

—No sé qué pueden ofrecernos los Padres de la Iglesia actualmente. Consuelo, quizá.

—¿Consolar a una religión moribunda o desde ella?

Ella recorrió el escritorio con la mirada y por último la posó en él.

—¿Lo es, verdad?

—Estadísticamente hablando, sí —respondió Brunetti.

Nunca tuvo claro qué sentimientos le producía eso, pero sospechaba que lo lamentaba.

—Pronto podrían estar todos en el paro —añadió—. Curas, monjas, obispos.

—No será tan pronto —rebatió ella.

—No, es probable que no —concedió Brunetti.

Entonces, para dejar atrás el ambiente enrarecido de la conversación, dijo:

—¿Podría dejar esos libros sobre la mesa, por favor?

—¿Qué van a hacer sus hombres? ¿Les echarán polvo negro? —quiso saber con evidente temor.

—Eso solo lo hacen en televisión. Ahora se usa un láser: se enfoca una luz sobre la página y se toma una foto. No daña el papel.

No le cabía duda de que a ella le estaba resultando difícil creerle, igual que le costaría a cualquiera que llevase toda la vida viendo a los técnicos de las películas y series aparecer con polvo negro y pinceles.

—Créame, no van a manchar el papel con nada. Si quiere, puede estar presente. Le prometo que se pondrán guantes.

—¿Cuándo vendrán?

—Deberían venir hoy mismo.

La señora Fabbiani abrió un cajón de su mesa y sacó una tarjeta. Brunetti se la guardó en el bolsillo sin mirarla, le dio las gracias y le tendió la mano.

—¿Eso es todo? —preguntó ella, y se estrecharon la mano.

—De momento, sí —dijo él, y se marchó de la biblioteca.