2

Era alta y delgada y, a primera vista, tenía el aspecto de esas esbeltas aves zancudas que eran tan comunes en la laguna. Igual que ellas, tenía la cabeza de color gris plateado y el pelo muy corto; estando de pie se inclinaba hacia delante con la espalda arqueada y los brazos hacia atrás, sujetándose una muñeca con la otra mano. También como ellas, sus largas extremidades inferiores terminaban en un par de anchos pies de color negro.

Se les acercó dando grandes zancadas, soltó la mano derecha y se la ofreció a Brunetti.

—Soy Patrizia Fabbiani —dijo—. La directora.

—Siento que nos tengamos que conocer en estas circunstancias —dijo Brunetti recurriendo a una fórmula de cortesía; hasta que se hacía a la idea de con quién estaba tratando, siempre le parecía prudente obrar así.

—Piero, ¿se lo has contado al commissario? —preguntó la mujer al vigilante, a quien tuteaba como si fuera un amigo y no un empleado.

—Le he contado que devolví el libro al mostrador, pero que no me había dado cuenta de que le faltaban páginas —respondió sin dirigirse a ella directamente y sin permitir que Brunetti averiguase si en aquel lugar todo el mundo tenía permiso para tutear a la directora. Eso podía ser normal en una zapatería, pero no en una biblioteca.

—¿Y el resto de los libros que consultó? —preguntó Brunetti a la dottoressa.

Ella cerró los ojos y él se la imaginó abriendo volúmenes y descubriendo que algunas de sus páginas habían desaparecido.

—Hice que me los trajeran después de ver el primero. Hay tres más: a uno le faltan nueve páginas.

Supuso que no se había puesto guantes para comprobarlo. Quizá una bibliotecaria era tan incapaz de mantener las manos quietas tras ver que alguien había estropeado un libro intencionadamente como un médico viendo a una persona sangrar.

—¿Cuán grave considera la pérdida? —preguntó.

Esperaba que la respuesta le diese alguna idea sobre qué estaba en juego en un delito como aquel. La gente robaba cosas por su valor, pero Brunetti sabía que ese era un concepto muy relativo a menos que el ladrón se hubiese llevado dinero. El valor de un objeto podía ser sentimental o su precio en el mercado, en cuyo caso este vendría determinado por su rareza, su estado y la demanda existente de objetos de su clase. ¿Cómo se tasa la belleza? ¿Qué valor tiene la importancia histórica? Echó una mirada furtiva a los libros que había en el carro junto a la pared, pero la apartó inmediatamente.

Ella lo miró a la cara y, en lugar de los ojos de un ave zancuda, el comisario vio la mirada de una persona muy inteligente que comprendía que cualquier respuesta a esa pregunta era muy compleja.

La dottoressa cogió algunas hojas de papel que había en la mesa que estaba a su lado.

—Estamos elaborando una lista de los libros que ha consultado desde que vino la primera vez, incluyendo los que he visto hoy —dijo a modo de respuesta, sin hacer caso alguno a los que había en el carro que tenía detrás—. En cuanto sepamos cuáles son los títulos y podamos examinarlos, sabremos con más certeza lo que se ha llevado.

—¿Desde cuándo viene este hombre?

—Desde hace tres semanas.

—¿Podría ver los libros que ya han encontrado? —pidió Brunetti.

—Por supuesto, faltaría más —dijo ella, y se volvió hacia el vigilante—: Piero, pon un cartel en la puerta: «Cerrado por problemas técnicos». —Se dirigió a Brunetti con una sonrisa amarga—: Supongo que no deja de ser verdad.

Brunetti no consideró oportuno responder.

—¿Queda alguien en la sala de lectura? —preguntó la dottoressa Fabbiani al vigilante mientras este escribía el cartel.

—No. Hoy solamente han venido él y Tertuliano, que también se ha marchado.

Cogió la hoja de papel, sacó un rollo de cinta adhesiva de un cajón del mostrador y se fue hacia la entrada.

Oddio —dijo la dottoressa Fabbiani entre dientes—. Me había olvidado de él. Prácticamente es parte del personal, un elemento más de la biblioteca. —Y negó con la cabeza irritada por su propio descuido.

—¿A quién se refiere? —preguntó Brunetti, curioso por saber si su explicación se correspondía con la del vigilante.

—A un señor que viene a leer desde hace años —contestó—. Lee tratados religiosos y es muy amable con todo el mundo.

—Entiendo —dijo Brunetti, y decidió pasar esa información por alto, de momento—. ¿Podría explicarme cómo se accede al fondo de la biblioteca?

Ella asintió.

—Es muy fácil. Los residentes deben enseñar la carta d’identità y un documento en el que aparezca la dirección actual. Si no son residentes de la ciudad y quieren tener acceso a ciertos libros, tienen que entregar un escrito sobre el proyecto de investigación que están realizando, una carta de recomendación de una institución académica o de otra biblioteca y su carné de identidad.

—¿Cómo saben que aquí pueden llevar a cabo su investigación?

Al ver la expresión de confusión de la directora, se dio cuenta de que no había formulado bien la pregunta.

—Es decir, ¿cómo saben qué libros hay en el fondo?

Ella se sorprendió demasiado como para disimularlo.

—Todo está en línea. Solo tienen que buscar aquello que les interesa.

—Ah, claro —dijo Brunetti, avergonzado por haber hecho una pregunta tan tonta—. El sistema era diferente cuando yo estudiaba. Todo era diferente —añadió mirando a su alrededor.

—¿Usted solía venir aquí? —preguntó ella con curiosidad.

—Vine alguna vez, cuando estaba en el liceo.

—¿Qué venía a leer?

—Historia, más que nada. Los romanos. Pero a veces también leía a autores griegos. Siempre traducidos —añadió sintiendo la necesidad de confesar.

—¿Para clase? —preguntó ella.

—A veces sí; pero en general porque me gustaba.

Ella se lo quedó mirando y abrió la boca como para decir algo, pero entonces se dirigió hacia lo que él calculaba que debía de ser la parte trasera del edificio.

Se acordó de la carrera universitaria y la eternidad que solía pasar en las bibliotecas: buscar el título en el catálogo de fichas, rellenar el impreso de solicitud por duplicado (para un máximo de tres libros), entregar los impresos a la bibliotecaria, esperar a que le trajesen los libros, ir a leer a una mesa y entregarlos al final del día. Se acordó de las bibliografías y de la avidez con que las leía, esperando que le proporcionasen otros títulos sobre el mismo tema. En ocasiones un profesor mencionaba alguna fuente útil, pero en general se trataba de una excepción: la mayoría atesoraba la información de la que disponía, como si creyeran que compartiéndola con un estudiante perderían el control sobre ella para siempre.

—¿Tenían algo en común los libros que pedía el americano? —preguntó Brunetti.

—Eran libros de viajes —contestó ella—. Exploradores venecianos en el Nuevo Mundo. —Hizo ruido con las hojas de papel—. Al menos esa era la temática de lo que pedía al principio. Después de dos semanas empezó a pedir libros de escritores que no eran venecianos, y al final… —Interrumpió el relato para consultar las páginas que tenía en la mano—. Al final pedía libros sobre historia natural. Están todos aquí —dijo volviendo a prestar atención a Brunetti.

—Pero ¿qué tenían en común? —preguntó el comisario.

—Ilustraciones —dijo ella, y confirmó lo que él ya sospechaba—. Mapas, dibujos de especies hechos por exploradores y por los artistas que los acompañaban. Muchas eran acuarelas, originales de la época de impresión.

Como si lo que acababa de decir la sorprendiese, la dottoressa levantó la mano con que sujetaba las hojas para taparse la boca y cerró los ojos de golpe.

—¿Qué pasa? —quiso saber Brunetti.

—El Merian —dijo.

Brunetti parecía confundido, y ella se quedó inmóvil durante tanto tiempo que el commissario temió que estuviese a punto de sufrir algún tipo de ataque. No obstante, de pronto vio que se relajaba: dejó caer la mano y abrió los ojos.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

Ella asintió.

—¿Qué pasa? —inquirió Brunetti, aunque se cuidó de no acercarse a ella.

—Un libro.

—¿Cuál?

—Un libro de dibujos de una mujer alemana —dijo ella, que cada vez parecía más tranquila—. Nosotros tenemos una copia, y por un momento me temía que este hombre se hubiese hecho con ella. Pero me he acordado de que lo hemos prestado a otra biblioteca. —Cerró los ojos y susurró—: Gracias a Dios.

Brunetti dejó pasar un largo instante antes de atreverse a hacer la siguiente pregunta.

—¿Tiene su solicitud?

—Sí —respondió la mujer con una sonrisa, como si se alegrara de cambiar de tema—. Está en mi despacho: una carta de su universidad que explica su proyecto de investigación, con una recomendación y una fotocopia de su pasaporte.

Se dio media vuelta y cruzó la sala.

Al llegar a la puerta, la abrió con una tarjeta de plástico que llevaba colgada al cuello con un largo cordón. Brunetti la siguió y cerró la puerta tras de sí. La dottoressa lo guio a través de un extenso pasillo iluminado únicamente por luz artificial.

Al alcanzar el otro extremo, volvió a utilizar la tarjeta para entrar en una amplia sala llena de hileras de estanterías que estaban tan cerca las unas de las otras que solo se podía pasar en fila de a uno. Allí dentro el aroma era más pronunciado, y Brunetti se preguntó si la gente que trabajaba en aquel lugar dejaba de notarlo después de un tiempo. En la entrada, la dottoressa sacó un par de guantes de algodón del bolsillo. Mientras se los ponía, dijo:

—No me ha dado tiempo de mirar los otros libros que consultó, solo los de hoy. Algunos están aquí, así que podemos echar un vistazo ahora.

Miró la primera hoja y después giró a la izquierda, fue directamente hacia la tercera hilera de estanterías y, sin que se la viera siquiera molestarse en observar los lomos de los libros, se detuvo antes de llegar al final y se agachó para sacar uno de la balda inferior.

—¿Sabe dónde está todo? —preguntó él desde un extremo del pasillo.

La directora se acercó y dejó el volumen en una mesa, junto a él. Se agachó para abrir un cajón y sacó un par de guantes que le dio a Brunetti.

—Casi todo. Llevo aquí siete años. —Volvió a mirar la hoja y señaló el otro extremo del pasillo—. Estoy segura de que he recorrido cientos de kilómetros entre estas librerías.

El comentario le trajo a la memoria a un agente uniformado de Nápoles que conoció cuando estuvo destinado allí y que una vez le dijo que, tras veintisiete años en el cuerpo, había caminado al menos cincuenta mil kilómetros, mucho más que el perímetro de la Tierra. Ante la incredulidad evidente de Brunetti, el agente le explicó que eran diez kilómetros por jornada laboral, durante veintisiete años. El commissario se fijó en el pasillo e intentó estimar su longitud: ¿cincuenta metros? ¿Más?

La siguió durante veinte minutos mientras ella avanzaba de sala en sala y le iba cargando con más y más libros. A medida que pasaba el tiempo, se dio cuenta de que el olor le resultaba cada vez menos perceptible. En un momento dado, le hizo parar delante de una mesa y amontonó allí los libros que Brunetti llevaba antes de reemprender su recorrido. Se convirtió en su Ariadna, y lo guio por el laberinto mientras se detenía una vez y otra y le alcanzaba los volúmenes. Brunetti no tardó en perderse: solamente era capaz de orientarse si veía una ventana que diese a la Giudecca, pues los edificios vecinos que se observaban desde allí no le servían de pista.

Finalmente, después de darle dos libros más, la directora volvió a la primera página de la lista y Brunetti supo que habían terminado.

—Echemos un vistazo aquí mismo —dijo ella, y lo llevó hacia la mesa donde habían dejado los libros. Él esperó hasta que la directora le cogió los últimos y los posó sobre la mesa.

La dottoressa fue al primer montón, cogió el de arriba y lo abrió. Brunetti se acercó, vio la guarda anterior y después, cuando ella pasó la página, la portada. La ausencia del frontispicio era evidente únicamente por el fragmento de papel que quedaba junto a la costura. Aunque aquello no tenía el menor aspecto de herida, Brunetti no pudo evitar pensar que el libro había sufrido.

La oyó suspirar y vio cómo lo cerraba y le daba la vuelta para mirar las páginas desde abajo; sin duda, estaba buscando espacios entre las hojas de grueso papel. Con los dedos torpes por culpa de los guantes, la dottoressa posó el volumen sobre la mesa, se quitó los guantes y empezó a pasar las páginas lentamente. No tardó en encontrar el muñón de otra página cortada y luego otra y otra, y por fin llegó al final del libro.

Lo dejó aparte y cogió otro al que también le faltaba el frontispicio y otras siete páginas. Lo cerró y lo puso encima del anterior. Cuando se inclinó para coger otro volumen, Brunetti vio que algo caía sobre la encuadernación de cuero rojo que la mudó inmediatamente de un color rosado a burdeos. La mujer usó el lado de la mano para secarla.

—Qué necios somos —se dijo a sí misma.

¿A quién se refería?, se preguntó Brunetti. ¿A los que hacían cosas como esa o a los que lo permitían con su dejadez?

Se quedó a su lado mientras ella examinaba, según contó, otros veintiséis libros. A todos menos a dos les habían cortado alguna página.

Dejó el último sobre el montón y se inclinó hacia delante con las manos apoyadas en el borde de la mesa.

—También falta algún libro entero. Aunque puede que simplemente lo hayan colocado donde no toca —añadió ella, y Brunetti pensó que a menudo algunas personas se negaban a aceptar hasta los diagnósticos más evidentes.

—¿Es posible? —preguntó el comisario.

Ella miró los libros que tenía delante y dijo:

—Si me lo hubiera preguntado ayer, le hubiese dicho que nada de esto era posible.

—¿Qué les falta? —quiso saber dejando claro que no creía en la posibilidad de que estuviesen mal colocados—. ¿Algún libro que había consultado el americano?

—No, eso es lo que me extraña. Aunque son el mismo tipo de libro de viajes.

—¿Cuáles? —preguntó entonces Brunetti, a pesar de que no creía probable que pudiera reconocer siquiera uno de los títulos.

—Una traducción al alemán del Delle Navigationi et Viaggi de Ramusio y una edición en latín de 1508 del Paesi noua de Montalboddo.

Lo dijo como si hablara con otro bibliotecario o archivero, segura de que él conocía los libros y sabría estimar su valor.

—El Montalboddo es una colección de relatos sobre lo que vieron una serie de viajeros —dijo al ver que él no comprendía sus palabras—. Ramusio recopiló informes.

Brunetti sacó su libreta y anotó los autores y lo que creía que eran los títulos. Volúmenes de quinientos años de antigüedad y, sin embargo, alguien había entrado allí como Pedro por su casa y se los había llevado como si nada.

Dottoressa —dijo volviendo al problema más apremiante—, me gustaría ver la información que tiene sobre este individuo.

—Se la enseñaré con mucho gusto —dijo ella—. Espero… Espero que… —empezó a decir, pero olvidó la frase y se quedó callada.

—Si es tan amable, ocúpese de que nadie más toque los libros —pidió Brunetti—. Esta tarde vendrán mis hombres a buscar huellas dactilares. Si esto va a juicio, necesitaremos ciertas pruebas.

—¿Si va a juicio? —preguntó ella—. ¿Si va?

—Primero hay que encontrar al hombre, y cuando eso ocurra debemos tener pruebas de que es él quien se ha llevado los libros.

—Es que eso ya lo sabemos —dijo ella mirándolo como si se hubiese vuelto loco—. Es obvio.

Brunetti no dijo nada. A veces las cosas más obvias eran imposibles de demostrar, y por mucho que alguien supiese que algo era verdad, eso no solía valerle a un juez; no en ausencia de pruebas. Pero no quería tener que decírselo a la directora, así que la miró con benevolencia y señaló la puerta.

La siguió pasillo abajo hasta su despacho. Sobre el escritorio había una carpeta de cartón azul; la dottoressa se la tendió sin decir nada y después se acercó a una de las tres ventanas que daban a la iglesia del Redentor. Brunetti se preguntó si alguien podría redimir esos libros. Abrió la carpeta sobre el escritorio y empezó a leer el contenido.

Joseph Nickerson, nacido en Michigan hacía treinta y seis años, residencia actual en Kansas. Esto lo averiguó por el pasaporte, mientras que por la foto supo que el hombre tenía el pelo y los ojos claros, la nariz recta y un poco grande para su rostro, además de un pequeño hoyuelo en la barbilla. Su expresión era neutra y relajada, la cara de un hombre sin secretos, alguien con quien se podía hablar durante un vuelo corto sobre deportes o sobre lo horrible que era la situación de África. Pero no, pensó Brunetti, sobre libros antiguos.

Nickerson podía ser cualquier hombre de herencia anglosajona o norteña, y seguramente podía cambiar de aspecto poniéndose gafas y dejándose crecer el pelo, añadiendo quizá también una barba. Era tan poco notable que sería difícil de recordar, más allá de conservar una vaga idea de su expresión honesta y directa.

Eso le indicó no solo que se trataba de un profesional sino que además poseía esa cualidad de los hombres con gran confianza en sí mismos: la apariencia de una honestidad innata y natural. Un hombre que nunca alardeaba, nunca hacía juicios sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal; pero su ademán, la confianza que depositaba en uno, el interés no disimulado en lo que uno tenía que decir y la curiosidad por aprender más lo volvían irresistible. Brunetti había conocido a dos hombres con esa cualidad y, aun habiéndolos interrogado, no estaba seguro de qué sabía realmente de ellos. A lo largo de los años había acabado viéndolo como un don, igual que lo es poseer una gran belleza o inteligencia. Un don que simplemente existía y que los que lo poseían podían hacer con él lo que quisieran.

Sujetando la hoja con cuidado por una esquina, la deslizó hacia la izquierda y leyó el siguiente documento. La carta de recomendación estaba firmada por el rector de la Universidad de Kansas, en Lawrence, Kansas, y decía que Joseph Nickerson era profesor adjunto de historia europea, que su especialidad era la historia del comercio marítimo y mediterráneo, cuya asignatura impartía, y que esperaba que la biblioteca pusiera su catálogo a su disposición. Debajo de una firma ilegible se encontraba el nombre escrito a máquina.

Cogió la carta por las dos esquinas superiores y la levantó para verla a la luz que entraba por la ventana. El membrete estaba impreso sobre el papel, quizá por la misma impresora que había impreso la carta. En realidad cualquiera podía hacer eso. Si no le fallaba la memoria, Kansas estaba en alguna parte del centro de Estados Unidos; tenía la vaga sensación de que estaba a la izquierda de Iowa o como mínimo cerca de allí, pero no cabía duda de que estaba en el interior: ¿entonces?, ¿historia del comercio marítimo y mediterráneo?

—Tendré que llevarme esto —dijo, y después hizo una pregunta—: ¿Tiene su dirección o un número de teléfono de Italia?

La dottoressa Fabbiani abandonó su contemplación de la iglesia.

—A menos que aparezca ahí, no. Solo se la pedimos a los residentes que desean acceder al fondo —dijo—. ¿Qué va a pasar ahora?

Brunetti metió los papeles en la carpeta y la cerró.

—Como ya le he dicho, vendrá un equipo a buscar huellas dactilares en los libros y en la mesa donde él solía sentarse. Esperamos encontrar alguna coincidencia con las que tenemos en nuestros archivos.

—Hace que todo parezca muy rutinario.

—Lo es —dijo Brunetti.

—A mí me suena a película del salvaje Oeste. ¿Por qué motivo no se nos informa de la actividad de esta gente? ¿Por qué no nos envían fotos para que podamos protegernos de ellos? —preguntó.

No estaba enfadada sino sorprendida.

—No tengo ni idea —respondió Brunetti—. Quizá las bibliotecas donde se llevan a cabo robos no quieren que cosas así salgan a la luz.

—¿Por qué?

—¿Tienen mecenas? ¿Benefactores?

Ella se quedó parada y el commissario esperó a que hiciese la conexión.

—Tenemos tres —dijo finalmente—, pero solo cuenta el privado; el resto del dinero proviene de fundaciones.

—¿Cómo respondería el donante privado?

—¿Si se enterase de que hemos permitido que esto ocurra? —dijo antes de levantar la mano y cerrar los ojos un instante.

Respiró hondo y se preparó para enfrentarse a la verdad.

—Dos de los libros pertenecían a su familia.

—Pertenecían.

Antes de mirarlo y responder, la dottoressa observó el dibujo del parqué.

—Formaban parte de una donación bastante grande. Debe de hacer más de diez años que la hizo.

—¿Qué libros son?

Lo único que tenía que hacer era nombrar los títulos, Brunetti notó que lo estaba intentando. Abrió la boca, pero era incapaz de hablar. Miró el parqué de nuevo y por fin se dirigió a él:

—Uno de los dos que han desaparecido; al otro le ha cortado nueve páginas —consiguió decir al final—. El apellido de la familia aparece en el listado central del catálogo —comentó antes de que a él le diese tiempo de preguntar cómo sabía de dónde venían los libros.

—¿Quiénes son? —quiso saber Brunetti.

—Los Morosini-Albani —dijo, y añadió—: Ellos nos dieron el Ramusio.

Brunetti se esforzó por ocultar su asombro: que un miembro de aquella familia fuese mecenas de cualquier cosa sorprendería —ya fuera para bien o para mal— a cualquier veneciano. Aunque la rama principal de la familia había proporcionado a la ciudad al menos cuatro dux, esta solamente había dado mercaderes y banqueros. Mientras que una rama de la familia gobernaba, la otra se dedicaba al negocio de la adquisición: una división familiar que se mantuvo —si Brunetti no se equivocaba— hasta el reino del último dux Morosini, durante el siglo XVII.

Entonces los Albani decidieron retirarse de la vida pública, replegarse a su palazzo, que habían decidido construir no en el Gran Canal sino en una parte de la ciudad donde el terreno era más barato, y continuar con la pasión familiar por la adquisición de riquezas. La actual contessa, una mujer viuda con tres hijastros muy polémicos, era amiga de la suegra de Brunetti. La contessa Falier había asistido a una escuela privada de monjas con la contessa Morosini-Albani cuando esta no era más que la hija pequeña de un príncipe siciliano que se había jugado la fortuna familiar en los casinos; de la matrícula se hacía cargo una tía soltera. Mucho después, la princesa se casó con el heredero de la fortuna Morosini-Albani y así es como adquirió su título nobiliario menor y tres hijos de un matrimonio anterior. Brunetti había coincidido con ella en alguna cena en casa de los padres de Paola; la conocía y había hablado con ella, y su veredicto era que se trataba de una mujer bien educada, inteligente y muy leída.

—¿Qué miembro de la familia les dio los libros?

—La contessa —respondió ella.

Como muchos extranjeros —y cualquiera que no hubiese nacido en Venecia era igual de foráneo que el resto—, la contessa Morosini-Albani había decidido volverse más veneciana que los venecianos. Su difunto marido era miembro del Club dei Nobili, adonde iba a fumar puros y leer Il Giornale mientras farfullaba cualquier cosa sobre el poco respeto que se mostraba a la gente de mérito. Ella, por su parte, acudía a comités para la salvación de esto y de lo otro, asistía sin falta a la inauguración de la temporada de La Fenice y escribía cartas de manera frecuente y feroz a Il Gazzettino. La posibilidad de que la familia regalase algo, sobre todo libros de gran valor, demandaba una enorme credulidad por parte de Brunetti. Los Morosini-Albani eran y siempre habían sido tacaños y muy poco generosos, y la vida le había enseñado al commissario que en escasas ocasiones las personas eran capaces de grandes cambios.

No obstante, pensó, al fin y al cabo ella era siciliana, y los sicilianos eran dados a un legendario despilfarro en el mejor y en el peor sentido de la palabra. Los hijastros tenían fama de ser desagradecidos e irresponsables, así que quizá quiso fastidiarlos regalándolo todo antes de que pudieran echarle el guante ellos mismos. Quizá la contessa Falier tuviera más información.

—¿Tiene idea de cómo reaccionará la contessa cuando se entere?

La dottoressa Fabbiani se cruzó de brazos y se apoyó en el alféizar con las piernas rectas y los pies paralelos, como hacen las aves.

—Depende, supongo, de si el asunto se presenta como un descuido nuestro o no.

—Diría que se trata de un profesional que recibe encargos —dijo Brunetti queriendo insinuar que la negligencia no era un factor importante—. Probablemente trabaje para ciertos coleccionistas que quieren artículos muy específicos y que él les consigue.

Ella resopló.

—Bueno, al menos no ha dicho que los «adquiere» para ellos.

—Creo que eso hubiese sido demasiado —dijo Brunetti—, teniendo en cuenta mi empleo. —Se arriesgó a sonreír—. ¿También hace donaciones económicas a la biblioteca? —preguntó sin molestarse en nombrar a la contessa.

—Cien mil euros al año.

¿Los Morosini-Albani? Cuando se recuperó del susto lo suficiente como para hablar, Brunetti le hizo otra pregunta:

—¿Cuán importante es eso para ustedes?

—El Ayuntamiento, el Gobierno de la región y el central nos asignan fondos anuales, pero eso cubre únicamente los gastos de gestión de la biblioteca. Las cantidades que aportan los donantes nos permiten hacer adquisiciones y labores de restauración.

—Ha dicho que les dio libros, en plural. ¿Había muchos más?

Ella quiso mirar hacia otro lado, pero al no encontrar dónde, se volvió hacia Brunetti.

—Sí. Hizo una donación importante y estoy segura de que fue cosa de ella: el marido era… un Morosini-Albani. Nos ha prometido el resto de la biblioteca —dijo después de una pausa.

Al cabo de un momento añadió, casi en un susurro:

—Su familia fue el primer mecenas de Manucio.

Pero algo le impidió seguir hablando; quizá por superstición. Hablar de ello puede que impidiera que esa donación se llevara a cabo, y en ese caso la biblioteca perdería multitud de libros del más grande impresor de la más grande de las ciudades donde se imprimía.

Cuando, muy a su pesar, Brunetti tenía que ir a la escuela, su madre solía animarlo a salir de la cama diciéndole que cada nuevo día podía ofrecerle una maravillosa sorpresa. Es posible que cuando lo decía no estuviese pensando precisamente en la generosidad de los Morosini-Albani, pero sin duda no le faltaba razón.

—No se preocupe, dottoressa. No diré nada.

Aliviada, añadió:

—Su colección es… amplia. —Como queriendo aclarar lo que había dicho sobre el marido, continuó hablando—: La contessa es la única de la familia que comprende el verdadero valor de los libros y que los aprecia. No sé cómo lo aprendió porque no he tenido la osadía de preguntárselo, pero sabe mucho sobre libros antiguos, sobre impresión y conservación.

Alzó la mano trazando un amplio arco que pretendía, quizá, abarcar las habilidades de la contessa, pero hizo una breve pausa como si no estuviera segura de cuánto le podía revelar a Brunetti.

—Le he pedido consejo sobre temas de conservación en más de una ocasión. Tiene un don, una sensibilidad especial —añadió con la generosidad que él a veces encontraba entre académicos.

—Sensibilidad —repitió él.

Ella sonrió.

—«Amor» sería una palabra más acertada. Como le he dicho, nos los ha prometido.

—¿Prometido?

La directora miró alrededor del despacho.

—Después de esto —empezó a decir como si unos vándalos acabasen de destrozar el despacho y se hubiesen marchado dejando una estela de destrucción—, no volverá a confiar en nosotros.

—¿No le podría haber pasado en su propia casa?

—¿Se refiere a que alguien se la jugase?

—Sí —respondió Brunetti.

—No creo que haya alguien capaz de engañarla para quitarle algo —dijo ella.