Había sido un lunes tedioso, la mayor parte del cual la había pasado leyendo las declaraciones de los testigos de una pelea entre dos taxistas que había mandado a uno de ellos al hospital con una conmoción y el brazo derecho roto. Los testigos eran una pareja de turistas estadounidenses que habían pedido al portero del hotel que les consiguiera un taxi acuático para ir al aeropuerto; el portero, que decía que había llamado a uno de los taxistas con los que el hotel trabajaba habitualmente; el botones, que afirmaba no haber hecho más que su trabajo metiendo el equipaje de los estadounidenses en el taxi que se acercó al embarcadero; y, por último, los dos taxistas, uno de los cuales ya había declarado en el hospital. Según entendía Brunetti basándose en los diferentes relatos, el patrón de la compañía de taxis que empleaban habitualmente estaba en las inmediaciones del hotel cuando recibió la llamada del portero, pero al llegar, otro taxi ya había atracado en el embarcadero. El patrón atracó a su vez, pronunció en alto el nombre que le había dado el portero y dijo que estaba allí para llevar a la pareja al aeropuerto. Pero el otro taxista insistió en que el botones lo había parado a él y que por lo tanto la carrera era suya, aunque el botones lo negaba y decía que él simplemente estaba ayudando con las maletas. De pronto, el patrón del taxi en el que ya habían cargado el equipaje se encontró sin saber cómo en la cubierta de la otra lancha, y los estadounidenses montaron en cólera por haber perdido el vuelo.
Brunetti sabía lo que había ocurrido, aunque no podía probarlo: el botones había parado un taxi que pasaba por allí para llevarse él la comisión de la carrera en lugar de que la cobrase el portero. Las consecuencias eran evidentes: nadie iba a contar la verdad y los estadounidenses se quedarían sin comprender qué había sucedido.
Mientras reflexionaba sobre esto, Brunetti dejó de pensar un momento en el deseo que tenía de tomarse un café y se detuvo a sopesar si era posible que hubiese dado con una especie de explicación cósmica de la historia contemporánea mundial. Sonrió diciéndose a sí mismo que debía acordarse de comentárselo a Paola esa misma noche o, mejor aún, la noche siguiente, cuando fuesen a cenar a casa de sus suegros. Esperaba que la anécdota le resultase divertida al conte, que tenía gusto por las paradojas. Estaba seguro de que a su suegra le haría gracia.
Salió de su ensoñación y continuó escaleras abajo, ansioso por tomarse ese café que lo iba a ayudar a pasar el resto de la tarde en la questura. Cuando se acercaba a la entrada principal, el agente de la centralita dio un par de golpecitos en el cristal del minúsculo cubículo y le hizo una señal para que se acercase. Una vez dentro, el guardia habló por el auricular del teléfono:
—Creo que debería hablar con el commissario, dottoressa. Es quien está al mando.
Y le pasó el teléfono.
—Brunetti.
—¿Es usted commissario?
—Sí.
—Soy la dottoressa Fabbiani, la bibliotecaria jefe de la biblioteca Merula. Nos han robado; creo que han sido varios volúmenes.
Hablaba con voz temblorosa, la misma con la que había oído hablar a víctimas de atracos o agresiones.
—¿Libros del fondo? —preguntó Brunetti.
Conocía la Merula porque había acudido allí una o dos veces mientras estudiaba, pero llevaba décadas sin acordarse de ella.
—Sí.
—¿Qué se han llevado? —dijo mientras hacía una lista de las preguntas que se iban a suceder tras la respuesta.
—Todavía no estamos seguros de qué falta. De momento lo único que sé es que alguien ha cortado varias páginas de algunos volúmenes.
El comisario la oyó respirar hondo.
—¿De cuántos? —preguntó Brunetti al tiempo que tomaba un lápiz y una libreta.
—No lo sé. Lo acabo de descubrir —respondió ella con cierta tensión en la voz.
Oyó a un hombre al otro lado de la línea. Supuso que ella se había girado para contestarle, ya que por unos instantes la escuchó hablar pero apenas la oía. Después se hizo el silencio.
Repasó mentalmente el procedimiento que había seguido en las bibliotecas de la ciudad para consultar libros y preguntó:
—Tienen un registro de las personas que consultan los libros, ¿verdad?
Pensó si a la dottoressa le sorprendería que un policía le hiciese esa pregunta; si le extrañaba que supiese algo sobre bibliotecas. En cualquier caso, tardó cierto tiempo en responder.
—Por supuesto. —Bueno, eso ponía a Brunetti en su lugar, ¿no?—. Lo estamos comprobando.
—¿Y han averiguado quién lo hizo?
La siguiente pausa fue aún más larga que la anterior.
—Creemos que ha sido un académico que ha estado haciendo una investigación —dijo ella—. Tenía la documentación adecuada —añadió, como si Brunetti fuese a acusarla de negligencia, pero lo que él captó fue la típica respuesta de cualquier burócrata que empieza a formular su defensa al primer rumor de mala praxis.
—Dottoressa —empezó a decir el comisario en un tono que esperaba que reflejase todo su poder de persuasión y profesionalidad—, vamos a necesitar su ayuda para identificarlo. Cuanto antes lo encontremos, menos tiempo tendrá para vender lo que se ha llevado.
No halló motivos para ocultarle ese hecho.
—Pero los libros han quedado destruidos —dijo ella con angustia, como si hablara de la muerte de un ser querido.
Para una bibliotecaria, pensó él, dañar un libro debía de ser un acto tan horrendo como robarlo.
—Iré en cuanto pueda, dottoressa —dijo cambiando de tono para mostrar autoridad—. Se lo ruego, no toque nada. —Y antes de que ella pudiese protestar, añadió—: Me gustaría ver los documentos identificativos que les enseñó el académico.
Al ver que ella no contestaba, colgó.
Brunetti recordaba que la biblioteca estaba en el Zattere, pero la ubicación exacta se le escapaba. De pronto se acordó del guardia.
—Si alguien me busca, estoy en la biblioteca Merula. Llame a Vianello y dígale que vaya allí con dos hombres a recoger huellas.
Fuera encontró a Foa con los brazos y los tobillos cruzados, apoyado en la barandilla que bordeaba el canal. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados para protegerse del sol de principios de primavera; cuando se le acercó, habló con Brunetti antes de abrirlos.
—¿Adónde lo llevo, commissario?
—A la biblioteca Merula.
Como si quisiera terminar la frase de Brunetti, Foa continuó:
—Dorsoduro, 3429.
—¿Cómo lo sabe?
—Mi cuñado y su familia viven en el edificio de al lado; la dirección tiene que ser esa —respondió el patrón.
—Por un momento he temido que el teniente le hubiese obligado a memorizar todas las direcciones de la ciudad.
—Cualquiera que haya crecido a bordo de una lancha sabe ubicarlo todo en esta ciudad, señor. Mejor que un GPS —dijo Foa golpeándose la frente con un dedo.
Se apartó de la barandilla y se dirigió hacia la lancha, pero se detuvo en seco y se volvió hacia Brunetti:
—Por cierto, ¿sabe usted qué ha sido de ellos, señor?
—¿Qué ha sido de qué? —preguntó Brunetti confundido.
—De los GPS.
—¿Qué GPS?
—Los que se pidieron para las lanchas —respondió Foa, y Brunetti se quedó allí parado, esperando una explicación.
—El otro día estuve hablando con Martini —continuó Foa nombrando al oficial que estaba a cargo de los suministros, la persona a quien uno debía ir a ver para arreglar una radio o conseguir una linterna nueva—. Me enseñó la factura y me preguntó si sabía si estaban bien o no. El modelo que habían pedido, vaya.
—¿Y? —preguntó Brunetti, curioso por saber de dónde salía aquella conversación.
—Bueno, todos conocemos el modelo, señor. Es una porquería. Ninguno de los taxistas lo quiere, y el único que yo conozco que se lo compró un día se cabreó tanto con el cacharro que lo arrancó del parabrisas de la lancha y lo tiró por la borda. —Foa avanzó hacia la lancha y se detuvo de nuevo—. Eso fue lo que le dije a Martini.
—¿Y qué hizo él?
—¿Qué iba a hacer? El pedido se hace desde no sé qué oficina central de Roma y alguien se saca un pico por encargar los GPS, mientras otro tipo se saca otro pellizco por aprobarlo.
Se encogió de hombros y subió a la lancha.
Brunetti lo siguió, perplejo con aquella historia, pues seguramente el patrón sabía perfectamente que él tampoco podía hacer nada al respecto. Así era como funcionaban las cosas.
Foa puso el motor en marcha y dijo:
—Martini me contó que en el pedido había una docena —dijo enfatizando la cantidad.
—Y, sin embargo, solamente hay seis lanchas, ¿no? —preguntó Brunetti.
Foa no se molestó en responder.
—¿Cuánto tiempo hace de esto, Foa?
—Un par de meses. Diría que ha sido este invierno.
—¿Sabe si los hemos recibido?
El hombre levantó la barbilla y chasqueó la lengua. El gesto le recordó al comisario el de un pilluelo de la calle, por la forma tan casual de desestimar una idea ridícula.
Brunetti se vio en una encrucijada que ya le era familiar, en la que avanzar únicamente significaba acabar retrocediendo; donde para ir hacia delante había que tomar el camino perpendicular, o bien cerrar los ojos, sentarse cómodamente y no moverse en absoluto. Si hablaba con Martini y averiguaba que se habían encargado y pagado unos GPS que no habían aparecido por ninguna parte, podía estar buscándose problemas. Por otro lado, también podía husmear un poco por su cuenta y quizá así consiguiese evitar futuros desfalcos del erario público. La otra opción era dejar pasar el asunto y concentrarse en cosas más importantes o que al menos tuviesen remedio.
—¿Qué le parece, está llegando la primavera? —le preguntó al patrón.
Foa apartó la mirada un instante y sonrió: no podían estar más de acuerdo.
—Puede que sí, señor. Eso espero, porque estoy hasta las narices del frío y de la niebla.
Cuando salieron al bacino y miraron al frente, ambos contuvieron la respiración. El gesto no tenía nada de teatral ni pretendían con él escenificar ni afirmar nada. No era más que la expresión de la respuesta humana a un fenómeno de otro mundo, a algo imposible: frente a ellos se encontraba la popa de uno de los cruceros más grandes y modernos que existían. Su gigantesco trasero parecía mirarlos directamente, como si los desafiara a hacer un comentario.
Siete, ocho, nueve, hasta diez cubiertas. ¿Cómo era posible? Desde donde ellos miraban, aquel gigante tapaba las vistas de la ciudad, la luz del sol y cualquier percepción de sentido, razón o propiedad de las cosas. Siguieron a la zaga del buque, observando cómo la estela que iba creando se abalanzaba lentamente sobre ambas orillas, pequeña ola tras pequeña ola. Por Dios, ¿qué efecto podía tener sobre la piedra de la riva y sobre el material de cientos de años de antigüedad que la mantenía en su sitio el gran volumen de agua que el crucero desplazaba? De pronto una ráfaga traviesa de aire les echó encima los gases del tubo de escape del barco y durante unos instantes la atmósfera se volvió irrespirable. Con la misma rapidez, el ambiente volvió a llenarse de la dulzura de la primavera y de sus capullos y hojas verdes, hierba fresca y la alegría embriagadora de la naturaleza, que regresaba para el comienzo de una nueva función.
Decenas de metros por encima de sus cabezas se veía una multitud que bordeaba la cubierta; como un campo de girasoles, todos movieron la cabeza para admirar la belleza de la Piazza, de las cúpulas y del campanario. Por el otro lado apareció un vaporetto que se dirigía hacia ellos, y los que viajaban en él, que sin duda eran venecianos, alzaron los puños y los agitaron ante los pasajeros; pero los turistas miraban en otra dirección y no repararon en los simpáticos lugareños. Brunetti se acordó del capitán Cook: rescatado a rastras de las olas, sacrificado, cocinado y degustado por otros simpáticos lugareños. «Muy bien», se dijo entre dientes.
No mucho más allá, Foa acercó la lancha a la riva derecha del Zattere, metió marcha atrás y después punto muerto para dejar que se detuviese poco a poco. Agarró una soga del muelle, saltó al pavimento y se agachó para hacer rápidamente un nudo. Después se inclinó y tomó la mano de Brunetti para ayudarlo a saltar a tierra.
—Seguramente tardaré un buen rato —le dijo el comisario al patrón—. Vale más que vuelva.
Pero Foa no le estaba prestando atención: tenía la mirada fija en la popa del crucero mientras este avanzaba lentamente en dirección al muelle de San Basilio.
—He leído —empezó a decir Brunetti en veneciano— que no se puede tomar ninguna decisión al respecto hasta que todas las agencias se pongan de acuerdo.
—Ya lo sé —respondió Foa sin apartar la mirada del barco—. Magistrato alle Acque, Regione, la junta de la ciudad, la autoridad portuaria, no sé qué ministerio de Roma…
Hizo una pausa, inmóvil mientras el buque se alejaba sin apenas menguar. Entonces Foa recuperó la voz y nombró a algunos de los miembros de esas comisiones.
Brunetti conocía a muchos, pero no a todos, y el patrón, al decir los nombres de tres antiguos cargos electos de la ciudad de mayor rango, enfatizó los apellidos como un carpintero amartillando los últimos clavos sobre la tapa de un ataúd.
—No consigo entender por qué dividen así estas cosas —dijo Brunetti.
Al fin y al cabo, Foa provenía de una familia que había vivido siempre en la laguna y de ella: pescadores, pescaderos, marineros, patrones y mecánicos de la ACTV. A los Foa solo les faltaba que les saliesen agallas; si alguien entendía la burocracia del agua sobre la que vivía la ciudad y que la sustentaba, tenía que ser gente como ellos.
Foa le brindó la misma sonrisa que un maestro a su alumno menos avispado: afectuosa, conmovedora, de superioridad.
—¿Acaso cree que entre los ocho comités van a decidir algo?
Brunetti miró al piloto y lo vio todo claro.
—Y solamente una decisión unánime impedirá el paso a los barcos —dijo el comisario, conclusión que hizo que Foa sonriera más ampliamente.
—Pueden estar dándole vueltas a ese tema toda la vida —dijo el patrón, sintiendo auténtica admiración por la genialidad de dividir la decisión entre tantas organizaciones gubernamentales—: cobrando el sueldo, haciendo inspecciones en otros países para ver cómo se hacen allí las cosas, reuniéndose para discutir proyectos y planes…
Entonces se acordó de un artículo que había visto recientemente en Il Gazzettino.
—O empleando a sus esposas e hijos como consultores.
—¿Y qué me dice de recoger los regalitos que se caigan de las mesas de reuniones de los distintos armadores? —sugirió Brunetti, aunque sabía mientras lo decía que no era el tipo de ejemplo que debía mencionar delante de alguien del gremio uniformado.
Foa le ofreció una sonrisa simpática, pero se limitó a señalar el estrecho canal y decir:
—Por ahí, justo antes del puente. Es la puerta verde.
Brunetti le agradeció el transporte y las señas con un gesto de la mano. Un momento después oyó que el motor volvía a la vida y, cuando se volvió, la lancha policial ya estaba saliendo al canal, trazando un amplio arco en la dirección de donde habían venido.
Se dio cuenta de que el pavimento estaba mojado y de que junto a las paredes de los edificios frente a los que pasaba había charcos. Por curiosidad se acercó a la riva y miró el agua, pero esta llegaba a tan solo medio metro por debajo de sus pies. La marea estaba baja, no había habido acqua alta y no llovía desde hacía días, de modo que el agua solamente podía haber llegado allí impulsada por el paso de una embarcación. Y tenían que creerse él y el resto de los ciudadanos a los que la administración tomaba por imbéciles, que los cruceros no hacían ningún daño a la estructura de la ciudad.
¿Acaso la mayoría de los hombres que tomaban estas decisiones no eran venecianos? ¿Es que no habían nacido en la ciudad y tenían a sus hijos estudiando en las escuelas y en la universidad? Probablemente en las reuniones se hablase veneciano.
Pensó que iba a recuperar la memoria a medida que se acercase a la biblioteca, pero el entorno seguía sin sonarle. Tampoco recordaba si el palazzo era el hogar de Merula mientras este vivió en Venecia: de eso se ocupaba el Archivio Storico, no la policía, cuyos archivos no se remontaban mil años.
Al entrar por la puerta verde, Brunetti se dijo que el lugar le resultaba familiar, aunque en realidad lo que estaba viendo tenía el mismo aspecto que cualquier otro patio renacentista de la ciudad, incluyendo la escalera abierta que conducía al primer piso y un pozo con una tapa metálica que lo atrajo por el buen estado de la talla, a salvo entre aquellos cuatro muros durante siglos. Unos cuantos ángeles rechonchos sujetaban un blasón que no reconocía y, a pesar de que las alas de algunos de ellos requerían atención inmediata, el resto de las tallas se había mantenido intacto. Aventuró que era del siglo XIV. El pozo tenía una guirnalda de flores talladas que rodeaba el borde, justo por debajo de la tapa metálica, y Brunetti se sorprendió de recordar aquel elemento con tanta precisión, si bien el resto de lo que vio apenas le sonaba.
Se dirigió hacia las escaleras que aún conservaba en la memoria y cuyo pasamanos de mármol estaba salpicado de cabezas de león talladas y colocadas a intervalos regulares, cada una de ellas del tamaño de una piña. Subió y acarició dos de las cabezas de león. Al llegar al final del primer tramo, vio una puerta y, al lado, una placa de latón que decía: BIBLIOTECA MERULA.
Entró y notó que el ambiente era más fresco. A aquella hora de la tarde la temperatura se había vuelto más clemente y Brunetti empezaba a arrepentirse de llevar la chaqueta de lana, pero de pronto sintió que el sudor de la espalda se le secaba.
En un pequeño vestíbulo había un hombre joven sentado tras un mostrador. Lucía una moderna barba de dos días y tenía frente a él un libro abierto. Miró a Brunetti, sonrió y, cuando este se acercó al mostrador, preguntó:
—¿En qué puedo ayudarle?
El comisario sacó su identificación de la cartera y se la mostró.
—Ah, sí —dijo el joven—. Tendrá que hablar con la dottoressa Fabbiani, signore. Está arriba.
—¿Esto no es la biblioteca? —preguntó señalando la puerta que había detrás del joven.
—Este es el fondo moderno. Los libros antiguos están arriba; tiene que subir un piso más. Lo cambiaron todo hace diez años —añadió al ver la confusión de Brunetti, y después sonrió—. Mucho antes de que yo entrara aquí.
—Y mucho después de mi última vez aquí —dijo Brunetti, y salió a la escalera.
A falta de leones, el comisario deslizó la mano por el mármol biselado, pulido por siglos de uso. Al final encontró una puerta con un timbre a la derecha. Llamó y después de un momento le abrió la puerta un hombre unos años más joven que él, vestido con una chaqueta azul con botones de cobre y con un corte de pelo de estilo militar. Era de estatura media, fornido, y tenía los ojos azules y la nariz fina y ligeramente torcida hacia un lado.
—¿Es usted el commissario? —le preguntó.
—Sí —respondió al tiempo que le ofrecía la mano—. Guido Brunetti.
El hombre se la estrechó rápidamente.
—Piero Sartor —dijo, y dio un paso atrás para permitirle entrar en lo que parecía la taquilla de una pequeña estación de ferrocarril de provincias.
A mano izquierda había un mostrador que le llegaba a la cintura y, encima, un ordenador y dos bandejas de madera para documentos. Al otro lado, apoyado contra la pared, había un carro con ruedas con una pila de lo que parecían ser libros muy antiguos.
Por mucho que hubiese un ordenador, cosa que no existía en las bibliotecas que Brunetti visitó como estudiante, el olor seguía siendo el mismo: los libros viejos siempre le provocaban nostalgia por los siglos en los que no había vivido. Estaban impresos en papel fabricado con trapos viejos que se hacían trizas, se golpeaban, se mezclaban con agua y se batían una y otra vez. Con esa pasta se formaban enormes hojas sobre las que se imprimía, y después se doblaban incontables veces y se cosían y encuadernaban a mano. «Todo ese esfuerzo para dejar constancia y recordar quiénes somos y qué pensamos», reflexionó. Recordaba lo mucho que le gustaba el tacto y el peso de los libros, pero sobre todo le venía a la mente esa fragancia seca y suave, ese empeño del pasado por abrirse paso hacia la realidad. Cuando el hombre cerró la puerta y se dirigió a él, Brunetti salió de su ensoñación.
—Soy el vigilante. El que encontró el libro —dijo intentando eliminar todo rastro de orgullo de su voz, aunque sin éxito.
—¿El que está estropeado? —preguntó Brunetti.
—Sí, señor. Es decir, yo lo traje de la sala de lectura, y cuando la dottoressa Fabbiani lo abrió, vio que alguien había cortado unas páginas.
La indignación y algo cercano a la ira le robaron el puesto al orgullo.
—Entiendo —dijo Brunetti—. ¿Usted se encarga de traer los libros al mostrador? —preguntó con curiosidad por saber cuáles podían ser las tareas de un vigilante en aquella institución; supuso que era su puesto lo que hacía que Sartor estuviese dispuesto a hablar con la policía de forma tan inusitada.
El hombre le lanzó una repentina mirada perspicaz que podía reflejar tanto alarma como confusión.
—No, señor, pero era un libro que había leído. Bueno, trozos. Lo reconocí enseguida y pensé que no debía quedarse sobre la mesa —soltó—. Cortés. El español ese que fue a América del Sur.
Sartor no parecía seguro de cómo explicar aquello, así que prosiguió más pausadamente.
—Hablaba con tanto entusiasmo de los libros que leía que me interesé por ellos y quise echar un vistazo.
El gesto de Brunetti debía de ser de verdadera curiosidad, pues el hombre continuó explicándose:
—Es estadounidense, pero habla muy bien el italiano. Si no te lo dicen, ni te das cuenta. Si yo estaba en el mostrador cuando él esperaba a que le trajesen los libros, teníamos la costumbre de charlar un poco. —Hizo una pausa, y al ver la expresión del comisario siguió—: A media tarde tenemos un descanso, pero yo no fumo y tampoco puedo beber café —dijo, y añadió—: Es por el estómago. Ya no me sienta bien. Bebo té verde pero en los bares de por aquí no tienen; al menos no del tipo que yo bebería.
Antes de que Brunetti pudiera preguntarle por qué le estaba contando todo eso, Sartor dijo:
—Entonces tengo media hora libre. Y como no suelo querer salir, empecé a leer. Algunos de los investigadores que vienen mencionan ciertos títulos y a veces intento leerlos. —Sonrió nerviosamente, como si fuera consciente de haber traspasado algún tipo de barrera social—. Así tengo algo interesante que contarle a mi mujer cuando llego a casa.
Las sorpresas que le daba la gente siempre deleitaban a Brunetti; las personas hacían y decían las cosas más inesperadas, tanto buenas como malas. En una ocasión, un compañero le dijo que cuando su mujer estaba dando a luz a su primer hijo y llevaba ya siete horas de parto se cansó de escuchar sus quejas: Brunetti tuvo que resistir el impulso de abofetearlo. Se acordó también de la esposa de su vecino, cuyo gato salía todas las noches por la ventana de la cocina a recorrer los tejados del vecindario y volvía por las mañanas con una pinza en la boca en lugar de un ratón: una ofrenda parecida a la anécdota interesante que Sartor le brindaba a su mujer.
Brunetti, interesado en su respuesta, preguntó:
—¿Hernán Cortés?
—Sí —respondió Sartor—. Conquistó aquella ciudad de México que llamaban la Venecia del Oeste. Bueno, así la llamaban los europeos, no los mexicanos —añadió como temiendo que lo considerase un idiota.
Brunetti asintió indicando que comprendía.
—Era interesante, pero no paraba de darle las gracias a Dios siempre que mataba a un montón de gente. Eso no me pareció muy bien; pero como escribía para el rey, supongo que tenía que decir cosas así. Eso sí, lo que explicaba sobre el país y sus gentes era fascinante. A mi mujer también le gustó.
Miró al comisario y la sonrisa de aprobación de un compañero de lectura bastó para animarlo a continuar.
—Me gustaba ver lo diferentes que eran las cosas. Había leído un trozo y quería acabarlo. El caso es que cuando lo vi en el sitio donde él se suele sentar reconocí el título, Relación, y lo traje aquí abajo porque pensé que un libro como ese no debería estar tirado sobre la mesa.
Brunetti supuso que este señor sin nombre era el hombre que creían que había cortado las páginas del libro, así que preguntó:
—Si todavía estaba trabajando con el libro, ¿por qué lo trajo aquí?
—Riccardo, el del primer piso, me dijo que lo vio bajar las escaleras mientras yo estaba comiendo, cosa que nunca había hecho. Siempre viene poco después de abrir y se queda hasta la tarde. —Se quedó pensando un momento y después añadió con verdadera preocupación—: No sé cuándo come; espero que no lo haga aquí dentro.
Entonces, como avergonzado por haber confesado algo como aquello, continuó:
—De modo que subí para ver si iba a volver.
—¿Cómo podía saberlo? —preguntó Brunetti con verdadera curiosidad.
Sartor sonrió ligeramente.
—Señor, cuando uno lleva mucho tiempo trabajando aquí aprende a interpretar las señales: había recogido los lápices, los rotuladores y la libreta. No sé cómo explicarlo, pero sé si han terminado o si van a volver.
—¿Y había terminado?
El vigilante asintió con vehemencia.
—Los libros estaban apilados en el sitio donde estaba él ese día y la luz, apagada. Por eso supe que no iba a volver y devolví el libro al mostrador de préstamos.
—¿Y eso era inusual?
—Para él sí. Siempre lo recogía todo y bajaba los libros él mismo.
—¿A qué hora se marchó?
—No sé la hora exacta, señor. Antes de que yo volviese a las dos y media.
—¿Y entonces?
—Como le digo, Riccardo me dijo que se había marchado y subí para asegurarme y ver qué había hecho con los libros.
—¿Hace usted eso normalmente? —preguntó Brunetti, pues le parecía curioso que el vigilante pareciese alarmado la primera vez que se lo había preguntado.
En esta ocasión contestó con mayor soltura.
—No, señor. Pero es que antes yo me ocupaba de llevar los libros a los lectores y después los devolvía a las estanterías, y supongo que lo hice por impulso. No soporto ver los libros encima de la mesa si no hay nadie usándolos —añadió con una sonrisa muy natural.
—Entiendo —dijo Brunetti—. Continúe, por favor.
—Los bajé al mostrador de préstamos. La dottoressa Fabbiani volvía de una reunión, y cuando vio el libro de Cortés me lo pidió y al abrirlo se dio cuenta de lo que había ocurrido.
Entonces, hablando más lentamente, como si conversara consigo mismo, dijo:
—No entiendo cómo pudo hacerlo. Normalmente hay más gente en la sala.
Brunetti pasó el comentario por alto y le preguntó:
—¿Por qué abrió ese libro en concreto?
—Dijo que lo había leído en la universidad y que le encantaba el dibujo que había de la ciudad. Por eso lo cogió y lo abrió. —Se quedó pensando un momento y añadió—: Dijo que estaba encantada de verlo después de tantos años. —Vio la expresión de Brunetti y añadió—: La gente que trabaja aquí siente ese tipo de cosas por los libros, claro.
—Ha dicho que normalmente hay más personas en la sala, ¿verdad? —inquirió Brunetti sin mucha convicción.
Sartor asintió.
—Normalmente hay uno o dos investigadores y un hombre que lleva tres años leyendo a los Padres de la Iglesia, señor. Lo llamamos Tertuliano porque ese es el autor del primer libro que pidió, y se le quedó el nombre. Viene todos los días y supongo que de algún modo contamos con él como una especie de vigilante.
Brunetti se abstuvo de comentar las preferencias lectoras de Tertuliano y se contentó con sonreír.
—Lo entiendo.
—¿El qué, señor?
—Que confíen en alguien que lleva años leyendo a los Padres de la Iglesia.
El hombre sonrió nerviosamente en respuesta al tono de Brunetti.
—Quizá no fuimos lo suficientemente cuidadosos. —Al ver que el comisario no contestaba, añadió—: Con la seguridad, quiero decir. A la biblioteca viene muy poca gente, y después de un tiempo es como si los conociéramos. Por eso dejamos de sospechar de ellos.
—Peligroso —se permitió decir Brunetti.
—Como mínimo —dijo una voz de mujer que hablaba su espalda.
El comisario se dio media vuelta para conocer a la dottoressa Fabbiani.