22

Fue la segunda vez que estuve a punto de abandonar. Me dolían el cuerpo y el alma y no veía ningún horizonte en el camino que había seguido durante lo que parecía una eternidad, aunque no hubiera transcurrido más de una semana. La ciudad se asemejaba a un inmenso pulmón congestionado. No había ninguna señal de que el calor fuera a disminuir y en las mañanas colgaba sobre las calles una cortina de esmog de un azul terroso, que el sol intentaba atravesar sin gran éxito.

Permanecía sentado durante horas en la oficina con los pies encima de la mesa, sin chaqueta, con el cuello de la camisa abierto y mirando con apatía el vacío u observando un pequeño escuadrón de moscas que giraba incansable alrededor de la luz que colgaba del techo. En más de una ocasión estuve tentado de sacar la botella del cajón de la mesa, pero sabía bien lo que ocurriría en caso de hacerlo.

Llegaron algunos clientes potenciales, aunque ninguno me contrató. Uno de ellos era una mujer que estaba convencida de que su vecina intentaba envenenar a su gato. Me resultaba familiar y, de pronto, caí en la cuenta de que ya había venido con la misma queja hacía unos años y yo me la quité de encima. Supongo que había acudido a todos los detectives privados que hay en el listín telefónico y había iniciado una segunda ronda. Debería haberla echado a voces, pero me dio lástima. Estaba sumido en un mar de tristeza y todo me daba lástima, hasta el bonsái, un arce japonés que había comprado un día por capricho para alegrar la oficina y para que me hiciera compañía en esas largas horas en que nadie llamaba y nada sucedía. Estaba marchitándose a pesar de todos mis esfuerzos para salvarlo, o quizá justo por eso.

Una mañana especialmente tediosa en que hasta las moscas parecían aburridas, llamé por teléfono a Bernie Ohls para preguntarle si había alguna novedad en el Caso del Club Cahuilla, como lo habían apodado los periódicos durante los dos días escasos que Harlan Potter les concedió para que dedicaran al tema algún espacio. No había nada nuevo, me dijo Bernie. Sonaba tan apático como yo. Noté una leve ronquera en su voz e imaginé que había seguido fumando después de aquella noche en Victor’s. Había sido yo quien le había empujado a volver a fumar y me sentí culpable.

—Ni rastro de Canning. Bartlett no ha dicho nada porque no puede. Le acertaste de lleno con tu rápido saque, Marlowe. Por lo visto, la bala que le metiste en la rodilla reventó una arteria. El pronóstico no es muy esperanzador. Y los panchitos siguen sin ser identificados.

—¿Has vuelto a hablar con tus amigos de la policía de frontera de Tijuana? —le pregunté.

—¿Para qué? No saben nada y aún les importa menos. Yo creo que esos dos iban detrás de algo que les pertenecía y que se había llevado tu amigo Peterson. Y cometieron el error de ponerse en el camino de Canning y de ese mayordomo suyo.

Se detuvo para toser. Sonaba igual que un viejo sedán Nash con serios problemas de carburador.

—¿Y tú qué me cuentas? —preguntó—. ¿Sigues en contacto con el misterioso hombre que te contrató para localizar a Peterson?

—Hablamos de vez en cuando. Aún no me ha pagado.

—¿No me digas? Y pensar en todos los contratiempos que has sufrido por él.

—No te emociones, Bernie. No quiero que te ahoguen tus buenos sentimientos.

Se rio entre dientes y, acto seguido, comenzó a toser de nuevo.

—No le dejes marchar sin que te pague la pasta —dijo con voz ronca cuando se le pasó el acceso de tos—. La bebida y el tabaco nunca bajan los precios.

—Gracias por el consejo. Intentaré no olvidarlo.

Se rio de nuevo.

—Adiós, pardillo —me dijo. Lo oí resollar antes de que colgara.

Acababa de colocar el auricular en su horquilla cuando sonó de nuevo y di un salto, como de costumbre. Pensé que sería Bernie que volvía a llamarme para hacer alguno de sus ingeniosos comentarios. Pero me equivoqué.

—¿Marlowe? —era la voz de un hombre, grave y cautelosa.

—Sí, soy Marlowe.

—¿Philip Marlowe?

—Eso es.

—¿El detective privado?

—¿Le quedan muchas preguntas, amigo? —le espeté.

Se hizo un breve silencio.

—Soy Peterson. Nico Peterson.

Era la hora punta en Union Station. El edificio principal siempre me recordaba a una inmensa iglesia de adobe. Aparqué en Alameda Street y me uní a la apresurada multitud. Fue como sumergirse en un río tumultuoso y crecido, si obviamos el calor y el olor a sudor, a perritos calientes y a trenes. No había quien entendiera una palabra del sistema de megafonía, que más parecía graznar. Un mozo de estación se cruzó conmigo y ni siquiera se disculpó cuando la rueda de atrás de su carro me pasó por encima del pie.

Llegué temprano y, para hacer tiempo, me detuve en un quiosco de prensa y compré un paquete de chicles. No me gustan los chicles, pero había leído suficientes periódicos para una buena temporada y no se me ocurrió qué otra cosa podía comprar. El tipo del quiosco estaba gordo y tenía el rostro bañado en sudor. Charlamos amigablemente acerca del calor y me regaló un ejemplar del Chronicle. No lo rechacé para no hacerle un feo, pero, en cuanto estuve lo suficientemente lejos, lo arrojé a una papelera.

Estaba tan nervioso como una quinceañera de camino a su primer concierto de Sinatra.

Aún me encontraba lejos cuando, en un claro que se abrió entre la multitud, divisé a Peterson. Supe inmediatamente que era él: aquel bigote fino, el pelo ondulado y engominado, la chaqueta de un azul demasiado brillante y los pantalones claros. Imposible equivocarse. Estaba sentado en un banco bajo el gran panel de salidas, el sitio donde me había citado. Tenía el terror pintado en el cuerpo. Aferraba el asa de la maleta que se hallaba a su lado como si creyera que podían crecerle piernas de repente y salir pitando.

Me detuve titubeante, luchando con una combinación de sorpresa y confusión que me golpeó como un gancho a traición. Conocía esa maleta. Era de cuero descolorido por el tiempo y los herrajes abollados eran de metal dorado. Hacía tiempo que no la veía, pero resultaba inconfundible.

Me abrí paso a través de la multitud y me detuve frente a él.

—Hola, señor Peterson.

Alzó el rostro y me miró con una mezcla de sospecha y hostilidad. Era tal como esperaba e incluso peor. Estaba muy bronceado y un rizo negro, brillante y solitario le caía sobre la frente de una manera tan encantadora como si lo hubiera colocado, lo que era probable. Llevaba la camisa abierta y las solapas vueltas hacia fuera y dispuestas con esmero sobre la chaqueta. En el cuello tenía una fina cadena de oro, de la que colgaba un crucifijo prácticamente escondido en el abundante vello moreno y rizado del pecho.

—Soy Marlowe.

—Ah, ¿sí?

Miró más allá de mis hombros para comprobar, imagino, si había llevado refuerzos.

—He venido solo, tal como me pidió.

—¿Qué le parece si me enseña alguna identificación?

No se había levantado. Permanecía sentado observándome con atención. Intentaba aparentar despreocupación e insolencia, pero aferraba el asa de la maleta con tanta fuerza que los nudillos se veían blancos a pesar del moreno. Tenía los mismos ojos verdes que su hermana. Qué extraño resultaba, pues al mirarlos me hacían pensar en ella.

Cuando metí la mano en la chaqueta no pudo evitar estremecerse. Saqué mi permiso de conducir muy despacio y se lo mostré.

—Vale. Vamos a otra parte para hablar —me dijo.

Se puso en pie y movió los hombros para que la chaqueta cayera como debía. Era evidente que se trataba de un hombre totalmente enamorado de sí mismo.

Estábamos a punto de marcharnos cuando los números del panel de salidas cambiaron con enorme estrépito sobre nuestras cabezas. Peterson se encogió de nuevo. En ese estado de nervios hasta el crepitar de cereales en un bol suena como un pelotón de fusilamiento amartillando las armas. Estaba realmente angustiado.

Levantó la maleta.

—Parece muy pesada. ¿Por qué no llama a un mozo para que se la lleve? —le pregunté.

—No bromee, Marlowe —repuso apretando los dientes—. No estoy de humor para bromas. ¿Lleva un arma?

—No.

—¿No? ¿Qué tipo de detective es usted?

—Del tipo que no va con un arma a todas partes. Sin contar con que dos mexicanos se apropiaron de mi revólver.

No reaccionó como yo pensaba. De hecho, no reaccionó en absoluto.

Encontramos una cafetería alejada del vestíbulo principal. Nos sentamos en una mesa junto a la esquina, de cara a la puerta. No había mucha gente. Los que estaban allí miraban sin cesar sus relojes, se levantaban de un salto y salían apresurados. Entraban otros con más calma y ocupaban aquellos mismos asientos. Peterson encajó la maleta detrás de su silla, contra la pared.

—Bonita maleta —le dije.

—¿Qué?

—La maleta. Muy elegante, con herrajes dorados y todo.

—No es mía —tenía la vista fija en la puerta. Sus ojos verdes eran un poco saltones y permanecían atentos, como los de una liebre.

—Así que no está muerto —comenté.

—Es usted muy observador —soltó una desagradable risilla burlona.

La camarera se acercó y ambos pedimos un café. Peterson miraba ahora a un tipo de aspecto duro sentado en la barra, con un sombrero de fieltro gris y una corbata con un dragón dibujado.

—¿Cómo es que me ha llamado?

—¿Cómo dice?

—¿Que por qué me ha llamado a mí?

—Había oído hablar de usted y, cuando publicaron la noticia sobre Lynn, vi su nombre en el periódico.

—Así que sabía que yo andaba detrás de usted.

—¿Cómo que iba detrás de mí?

—Estuve investigando las circunstancias de su triste fallecimiento.

—¿No me diga? ¿Y por encargo de quién?

—¿No lo adivina?

En su rostro apareció una expresión amarga.

—Desde luego que lo adivino.

El tipo de la barra con el sombrero gris se terminó su café y salió silbando, con andar ocioso. Noté cómo Peterson se relajaba ligeramente.

—Hablé con Mandy Rogers —le dije.

—¿Ah, sí? —replicó con indiferencia—. Es una buena chica.

Estaba claro que Mandy ya no tenía ninguna importancia para él. Si es que alguna vez la había tenido.

—Siento lo de su hermana.

Se encogió de hombros.

—Sí, nunca tuvo suerte.

Me contuve para no pegarle.

—¿Qué quiere de mí, Peterson?

Se rascó la mandíbula con un dedo, haciendo un sonido áspero.

—Necesito que me haga un recado. Le pagaré cien pavos.

—¿Qué clase de recado?

Tenía la vista clavada de nuevo en la puerta.

—Uno fácil. Necesito que entregue esta maleta a cierta persona.

—¿Y no lo puede hacer usted?

—Estoy demasiado ocupado —soltó otra vez aquella risilla burlona, el tipo de sonido que me irritaría enormemente si tuviera que escucharlo a menudo—. ¿Quiere el trabajo o no?

—Necesito conocer algunos detalles —respondí.

Los cafés llegaron en esas enormes tazas blancuzcas que solo se encuentran en las estaciones de tren y con las cucharillas menos grasientas posibles entre todas las cucharillas grasientas. Probé el café y me arrepentí de inmediato.

—De acuerdo —Peterson bajó la voz—. Este es el trato: yo me levanto y me voy, pero dejo la maleta donde está, apoyada contra la pared. Usted espera una media hora y luego la coge y se la lleva a un tipo llamado…

—Lou Hendricks —dije.

Me contempló con su mirada de liebre.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque el señor Hendricks me invitó a dar un paseo en su gran coche negro y me amenazó con romperme las piernas si no le decía dónde se encontraba usted.

—¿No es él quien lo contrató para encontrarme? —inquirió con expresión preocupada.

—No.

—¿Tan solo lo abordó en la calle?

—Así es.

Frunció el ceño y se mordisqueó uno de los nudillos durante un rato.

—¿Y usted qué le dijo? —me preguntó finalmente.

—Le dije que desconocía su paradero y que si lo llegaba a averiguar no se lo diría. Le dije que, por lo que yo sabía, usted estaba muerto. No se lo tragó. Alguien le había soplado la verdad.

Peterson asintió mientras cavilaba. Una fina capa húmeda cubría su frente. Se pasó un dedo por el bigote, sobre el que aparecían esparcidas diminutas gotas de sudor. No resultaba una visión agradable, pero lo peor era el diminuto surco que se abría en el centro, una pálida muesca que parecía dejar al desnudo una parte de su cuerpo demasiado íntima como para ser mostrada en público.

Aparté el café a un lado y prendí un cigarrillo.

—¿Va a contarme qué sucedió, Nico?

Se encendió como un cohete.

—¡No necesito contarle nada! —exclamó colérico—. Le he ofrecido cien dólares por un trabajo, y eso es todo. ¿Está dispuesto a hacerlo?

Simulé considerarlo.

—En lo que se refiere al dinero, puedo vivir sin él. En cuanto al trabajo, ya veremos.

Sacó un pastillero de plata del bolsillo de su chaqueta, cogió una pequeña píldora blanca y se la colocó bajo la lengua.

—¿Le duele la cabeza? —le pregunté.

Debió de pensar que no merecía la pena contestar.

—Escuche, Marlowe, esto es un asunto urgente. ¿Va a coger la maleta y entregársela a la persona que hemos mencionado o no?

—Aún no lo sé. Y usted debería calmarse. Está asustado, está huyendo, y si yo soy la única persona a quien puede acudir, entonces, obviamente, tiene serios problemas. Llevo siguiéndole la pista un tiempo y hay varias cosas que quiero aclarar. ¿Me las va a contar?

Hizo un mohín de enfado y en su rostro se dibujó la cara que tenía de niño cuando se enfurruñaba.

—¿Qué quiere saber? —masculló.

—Todo, más o menos. Empecemos por la maleta. ¿Qué hay dentro para que Lou Hendricks esté tan ansioso por hacerse con ella?

—Una mercancía.

—¿Qué clase de mercancía?

—Mire, Marlowe…

Le cogí la muñeca que tenía apoyada sobre la mesa y se la retorcí hasta que oí cómo le crujían los huesos. Intentó zafarse, pero no pudo.

—¡Me está haciendo daño! —protestó.

—Sí, y más daño le voy a hacer si no empieza a hablar. ¿Qué hay en la maleta?

Intentó otra vez liberar su muñeca, pero se la retorcí con mayor fuerza.

—Suelte —gimió—. ¡Por los clavos de Cristo! Ahora se lo digo.

Abrí la mano y se desplomó hacia atrás en la silla como si todo el aire le hubiera escapado del pecho.

—Tiene un falso fondo —dijo malhumorado—. Debajo hay diez kilos de caballo repartido en veinte paquetes y envuelto en papel celofán.

—¿Heroína?

—¡Baje la voz! —echó una rápida mirada alrededor de la cafetería. Nadie nos prestaba ninguna atención—. Sí, heroína, eso es lo que he dicho.

—Para entregar a Lou Hendricks. ¿Quién la envía?

Se encogió de hombros.

—Un tipo.

Se masajeaba la muñeca con los dedos de la otra mano. Sus ojos estaban llenos de rabia. Más me valía no ponerme nunca al alcance de su pistola.

—¿Qué tipo? —le pregunté.

—Un tipo del sur.

—Dígame el nombre.

Sacó un pañuelo blanco del bolsillo superior de su chaqueta y se secó la boca.

—¿Conoce a Mendy Menéndez?

Permanecí callado un rato. No era el nombre que esperaba oír. Menéndez era un matón que había sido muy conocido en la zona. De hecho, era uno de los más importantes. Pero se había mudado a México y lo último que había oído sobre él era que operaba en Acapulco. Un buen trabajo si lo consigues. Y si puede llamarse trabajo a eso.

—Sí, lo conozco —dije finalmente.

—Él y Hendricks tienen un negocio juntos. Menéndez le envía una remesa cada dos meses más o menos y Hendricks se encarga de la distribución.

—Y usted es el correo.

—Lo he hecho unas cuantas veces. Es dinero fácil.

—¿Y trae tanta droga cada vez?

—Más o menos.

—¿Cuánto valen diez kilos de heroína?

—¿En la calle? —frunció los labios y luego esbozó una amplia sonrisa—. Dependiendo de la demanda, probablemente tanto como lo que un madero como usted ganará en toda su vida.

Sus labios eran rosados y tenían una forma casi femenina. Este no era el hombre de quien Clare Cavendish estaba enamorada, el hombre de quien había hablado con tanta pasión aquella noche en su dormitorio, sentada en el borde de la cama junto a su hermano inconsciente. Bastaba con echar un vistazo a Peterson, mirar sus ojos mezquinos y escuchar su tono lastimero para saber que ella no lo habría rozado ni con su boquilla de ébano. No, se trataba de otra persona. Y entonces supe quién era. Imagino que lo sabía desde hacía tiempo, pero es posible saber algo y, a la vez, no saberlo. Es una de las cosas que nos ayudan a soportar nuestra suerte en la vida sin que nos volvamos locos.

—¿Sabe cuántas vidas podría destrozar esa droga? —le pregunté.

Hizo una mueca de desprecio.

—¿Cree que la vida de un yonqui vale algo?

Desvié la vista hacia la brasa de mi cigarrillo. Deseé que antes de separarme de Peterson se presentara la oportunidad de partirle su bonita y bronceada cara de un buen puñetazo.

—¿Así que lo que decidió fue quedarse con el material y venderlo por su cuenta a otra persona?

—Conocía a un tipo en Frisco que me aseguró que, a cambio de un porcentaje, podía quedarse con lo que yo tuviera y vendérselo a la mafia sin que mediaran preguntas.

—Pero no funcionó.

Peterson tragó con tanta fuerza que pude oírlo. Pensé que iba a romper a llorar. Le debía de haber parecido tan sencillo el intercambio… Él entregaba la maleta y su amigo vendía la droga a un cliente con quien el propio Lou Hendricks no se atrevería a enfrentarse si llegaba a enterarse de lo sucedido. Y, mientras tanto, Peterson ya estaría en camino hacia un lugar lejano y seguro, con los bolsillos repletos de más dinero del que jamás hubiera imaginado.

—El tipo que conocía tuvo un percance fatal: su esposa descubrió que llevaba una doble vida con otra mujer y le disparó en la cara antes de pegarse ella un tiro en la cabeza.

—Menuda tragedia —dije.

—Sí. Claro. Una tragedia. Y ahí me quedé yo plantado y sin saber qué hacer, con veinte paquetes de caballo y sin nadie a quien vendérselos.

—¿Por qué no se los vendió directamente a la mafia?

—No tenía los contactos. Además —soltó una triste risa—, estaba demasiado asustado. Entonces me enteré de lo de Lynn y aún me asusté más. Todo parecía… Parecía estar cerrándose en torno a mí. Sabía lo que me ocurriría si Hendricks me echaba el guante.

—¿Por qué no renunció, sencillamente, llamó a Hendricks, le dijo que lo sentía y le devolvió la maleta?

—Claro, seguro. Hendricks me habría dado las gracias, habría cogido la mercancía y luego uno de sus chicos me habría arrancado las uñas con un par de alicates. Y eso solo para empezar. No sabe cómo se las gasta esa gente.

Se equivocaba en eso, pero no merecía la pena discutirlo. Una piel brillante había aparecido en la superficie de mi café, como un vertido de petróleo en miniatura. El humo del cigarrillo tenía un sabor acre en mi boca. Basta la proximidad de un estafador de tres al cuarto como Peterson para que te sientas contaminado.

—Vamos a retroceder un poco. Cuénteme cómo simuló su muerte —le pedí.

Soltó un suspiro irritado.

—¿Cuánto tiempo me va a retener aquí contestando sus estúpidas preguntas, Marlowe?

—Todo lo que necesitemos. Soy un hombre muy curioso. Deme ese gusto.

Estaba masajeándose otra vez la muñeca con expresión ausente. En su piel habían empezado a aparecer cardenales. No sabía que yo tenía garras de acero.

—Yo conocía a Floyd Hanson. Me dejaba entrar en el club cuando no estaba mi padre —dijo con su tono enfurruñado.

—¿Qué quiere decir?

Hizo una mueca y su rostro se afeó de repente.

—Mi padre me repudió y me prohibió acercarme a él o a su precioso Club Cahuilla. A mí me gustaba ir para emborracharme y vomitar sobre sus alfombras indias.

—¿Qué había entre usted y Hanson?

—¿Tenía que haber algo?

—Eso parece. Al dejarle entrar, corría un gran riesgo. He conocido a su padre y no me dio la impresión de que fuese un hombre tolerante. ¿Le daba dinero a Hanson para que lo dejara entrar?

Se rio. Era la primera risa auténtica que le oía.

—No, no necesitaba pagarle. Sabía algunas cosas sobre él. Cuando yo era un adolescente, una vez se me insinuó. Se disculpó diciendo que no sabía lo que le había ocurrido y me suplicó que le jurara que no se lo diría al viejo. Por supuesto, le dije a Hanson: no se lo diré. Pero le hice saber que a partir de aquel momento teníamos un acuerdo.

Sonrió, orgulloso de su inteligencia.

—El cadáver que vistió con su ropa aquella noche y dejó a un lado de la carretera… ¿de dónde salió? ¿Quién era? —le pregunté.

—Un gañán de los que trabajan en el club.

—¿Lo mató usted?

Se irguió y me miró fijamente.

—¿Qué? ¿Está bromeando?

—Entonces Hanson debió de hacerlo —me detuve un momento—. Es curioso, nunca lo tomé por un asesino, no pensé que fuese capaz.

Peterson pensó en ello.

—Nunca le pregunté por el cadáver —dijo con petulancia—. Supongo que pensé que quienquiera que fuese había muerto por causas naturales. No vi que tuviera ninguna marca. Floyd y yo le pusimos mi ropa en la parte de atrás del club y lo llevamos en una carretilla a la carretera. Había estado haciéndome el borracho toda la noche y asegurándome de que todos me vieran…

—Incluida Clare Cavendish.

—Sí —asintió—, Clare estaba allí. Yo ya había quedado con Lynn en que identificara el cadáver y organizara la incineración. Todo estaba preparado, todo estaba listo. Tenía el coche aparcado al final de la carretera y, tan pronto Floyd y yo descargamos el cadáver, conduje hacia el norte con la maleta en el maletero. Habría funcionado —estrelló un puño contra la palma de la otra mano—. Habría funcionado.

—¿Su padre sabía algo de esto?

—No creo. ¿Cómo iba a saberlo? Floyd nunca se lo habría contado —cogió una cerilla del cenicero y la hizo girar entre dos dedos y el pulgar—. ¿Dónde lo conoció?

—¿A quién? ¿A su padre? Fui al club para preguntar por usted. Hablé con Hanson, que no me sirvió de ninguna ayuda. Algún tiempo después se presentaron allí dos mexicanos, los que mataron a su hermana, para interesarse asimismo por usted. Su padre y Bartlett, el mayordomo, los cogieron y los exprimieron hasta reventarlos. Y mientras eso sucedía yo cometí el error de hacer una segunda visita. Antes de que me diera cuenta, me estaban hundiendo la cabeza en la piscina para animarme a que les contara todo lo que sabía sobre usted y su presunto paradero. Un hombre impresionante, su padre. Contundente. No es difícil comprender por qué usted y él no se llevan bien.

Miré a la camarera, que se estaba tomando un respiro en su puesto, tras el mostrador. Era una rubia desteñida de ojos tristes y con una mueca de infelicidad en la boca. Con el labio inferior ligeramente hacia fuera, soplaba hacia arriba de forma que su húmedo flequillo se separaba de la frente y volvía a caer. Sentí una punzada de lástima por ella, por la vida miserable a la que había sido condenada, trabajando sin parar todo el día entre el ruido, el olor y el flujo incesante de personas con prisa, malhumoradas e impacientes. Pero ¿quién era yo para compadecerme de ella? ¿Qué sabía sobre ella y su vida? ¿Qué sabía sobre nadie?

—Odio a ese viejo bastardo —dijo Peterson, distraído—. Me ha aguado la fiesta siempre, desde el principio.

«Claro, seguro —me hubiera gustado decirle—, el viejo tiene la culpa de todo. Siempre es la misma cantinela con la gente como tú». Pero no se lo dije.

—Sabrás que tu padre está huido —le comenté.

Aquello pareció animarle.

—¿Ha huido? ¿Por qué?

—Mató a los mexicanos. O hizo que los mataran.

—¡Vaya! —exclamó, divertido—. ¿Dónde ha ido?

—Eso le gustaría saber a un montón de gente.

—Estará viviendo en algún lugar de Europa. Tiene pasta depositada allí. Estará viviendo con un nombre falso —se rio casi con admiración—. Nunca darán con él.

Permanecimos callados un momento hasta que Peterson se removió en su asiento.

—Tengo que irme, Marlowe. ¿Qué ha decidido? ¿Entregará el material a Hendricks?

—Sí, se lo entregaré.

—Bien, pero cuidado con intentar hacerse el listo… Le haré saber a Hendricks que la maleta está en su poder.

—Haga lo que quiera.

Metió la mano en la chaqueta, sacó una billetera, la abrió sobre su regazo, bajo la mesa, y empezó a contar billetes de diez de un grueso fajo. Había un montón. Esperé que no hubiera hecho ninguna tontería con la droga de Menéndez, como coger parte y reemplazarla con un par de paquetes de yeso. Hendricks no sería tan imbécil como para dejarse engañar por aquel viejo truco.

—No quiero su dinero, Peterson.

Me lanzó una mirada de soslayo, desconfiada y calculadora.

—¿Y eso? ¿Trabaja en una organización benéfica?

—Esos billetes han pasado por manos que no me gustaría estrechar.

—Entonces ¿por qué…?

—Me cayó bien su hermana —dije con calma—. Tenía coraje. Digamos que lo hago por ella —se habría reído si no hubiera sido por mi expresión—. ¿Y qué va a pasar ahora con usted? ¿Qué planes tiene? —no me importaba nada, solo quería estar seguro de que nunca más volvería a cruzármelo.

—Tengo un amigo.

—¿Otro?

—Trabaja para una compañía de cruceros por Sudamérica. Me puede conseguir un trabajo y cuando lleguemos a Río, a Buenos Aires o a algún sitio parecido me bajaré del barco y empezaré una nueva vida.

—¿Qué clase de trabajo le ha ofrecido su amigo?

Sonrió complacido.

—Nada complicado. Ser amable con las pasajeras y ayudarles con los pequeños problemas que puedan surgir. Esa clase de trabajo.

—Así que su padre tenía razón y ahora será oficial —le dije.

—¿De qué está hablando?

—Será miembro oficial y remunerado de la honorable orden de los gigolós.

La sonrisa se borró de su rostro.

—Tiene gracia eso viniendo de un fisgón. Pero piense en esto: usted estará recorriendo las calles y espiando a maridos para sorprenderlos follando con sus amantes mientras que yo estaré balanceándome en una hamaca en el soleado sur.

Empezó a levantarse del asiento, pero lo agarré de nuevo de la muñeca y lo obligué a permanecer donde estaba.

—Tengo una última pregunta.

Se humedeció sus encantadores labios rosados, miró con anhelo la puerta y lentamente volvió a sentarse.

—¿Y es…?

—Clare Cavendish —contesté—. Me contó que ustedes mantuvieron una relación.

Abrió tanto los ojos que por poco no se le salieron de las órbitas.

—¿Le contó eso? —soltó una carcajada—. ¿De verdad?

—¿Me está diciendo que no es cierto?

Movió la cabeza de un lado a otro, pero no para negar, sino con asombro.

—No le digo que no me hubiera gustado. ¿A quién no? Pero ella jamás se fijó en mí. Una dama como ella está por encima de mis posibilidades.

Le solté la muñeca.

—Es lo único que quería saber. Ya puede irse.

Él entrecerró los ojos, sin moverse del sitio.

—Fue ella quien le contrató para seguirme, ¿verdad? —dijo, y asintió con la cabeza—. Sí, eso me cuadra.

Me miraba con lástima, igual que yo había mirado antes a la camarera.

—Él la envió a su oficina. Hablaba a menudo de usted. Fue así como yo escuché su nombre por primera vez. Él sabía que usted se enamoraría de ella, de esos ojos, de su pelo, de ese aire de doncella de hielo. Usted era la clase de hombre que caería rendido ante ella —se echó hacia atrás y una enorme sonrisa se abrió como melaza en su rostro—. ¡Caramba, Marlowe! ¡Menudo pardillo!

Peterson se levantó y se fue.

Había una cabina de teléfonos junto a la caja registradora. Entré y cerré la puerta plegable tras de mí. Dentro olía a sudor y a baquelita. A través del panel de cristal de la puerta, veía la maleta en el extremo opuesto de la cafetería, bajo la mesa y apoyada en la pared. Quizá deseaba que alguien la cogiera y saliera huyendo, pero esas cosas no suceden. Cosas así nunca suceden cuando las necesitas.

Marqué el número del Pabellón Langrishe. Contestó Clare.

—Soy Marlowe. Dile que quiero verle.

Oí cómo retenía el aliento.

—¿A quién?

—Sabes perfectamente a quién. Dile que coja un avión, el primero que haya. Podrá estar aquí esta noche. Llámame cuando llegue.

Empezó a decir algo, pero le colgué.

Volví a la mesa y la camarera se acercó. Me sonrió con gesto cansado y recogió las dos tazas.

—No se ha bebido el café —comentó.

—No importa, mi médico opina que tomo demasiado.

Le tendí un billete de cinco dólares y le dije que se quedara con el cambio. Sin dejar de sonreír, se quedó mirándome con expresión indecisa.

—Cómprese un sombrero —le dije.