21

Dormí hasta el mediodía. ¿Cómo me sentía cuando desperté? En el barrio había una gata callejera que se acercaba a mí para que la acariciara, con la esperanza de que la adoptara y le permitiera organizarme la vida. Era una gata siamesa apolillada, pero ella creía ser la reencarnación de una princesa egipcia. Pocos días antes, al abrir la puerta trasera, me topé con la hija del faraón sentada en el porche y con los restos de lo que debía de ser un pájaro en la boca. Me lanzó una mirada mimosa y depositó con delicadeza el cadáver a mis pies. Supongo que era un regalo, una especie de adelanto previo a su mudanza a casa.

Pues yo me sentía igual que aquel pájaro, con los ojos vidriosos y tan dolorido como si me hubieran mordido todo el cuerpo. Enredado en una maraña de sábanas sudadas, contemplaba la lámpara que colgaba del techo y que parecía girar lentamente trazando una órbita elíptica. Háganme caso: no beban nunca seis bourbons después de haberse tomado tres gimlets. Cuando conseguí despegar los labios lo suficiente para abrir la boca, me sorprendió que no escapara de ella un espeso humo verde.

Me levanté y me arrastré hasta la cocina, moviéndome con gran cuidado, como un hombre muy anciano, frágil y delicado. Puse café en el filtro de la cafetera, la coloqué sobre el quemador y lo encendí. Permanecí largo tiempo inclinado levemente sobre el fregadero, con la mirada perdida en el patio trasero. La luz era tan ácida como zumo de limón. La lluvia reciente había revivido las plantas. Casi todas las flores de la papa del aire trepadora de la señora Paloosa habían dejado paso a las bayas, pero, detrás del cubo de la basura, las adelfas eran una explosión de flores rosas y media docena de colibríes aleteaba muy ocupada polinizando. Ah, la naturaleza. Lo único que afeaba el paisaje era yo, completamente resacoso.

La cafetera empezó a rugir, igual que mi estómago. Me eché una bata por encima para salir a recoger el periódico, que el repartidor había arrojado al porche. Me quedé en el frescor de la sombra, mientras recorría con la vista la portada. En la columna siete había un artículo sobre un «incidente» ocurrido en el Club Cahuilla. Un par de intrusos sin identificar habían entrado en el club, habían sido interceptados por el personal de seguridad y, en el forcejeo, dos personas habían resultado muertas. No se nombraba a Bartlett. El director del club, Floyd Henson (sic, como ellos dicen), estaba implicado en el atraco y había muerto accidentalmente cuando se encontraba bajo custodia policial. El dueño del club, Wilberforce Canning, había partido de la ciudad la noche anterior hacia un destino desconocido. Silbé mientras movía la cabeza. Cuando Harlan Potter mataba una historia, lo hacía con una eficiencia impresionante. Había que reconocerlo.

Entré de nuevo en la casa, me serví una taza de café y me lo bebí hasta el final. Estaba demasiado fuerte y tenía un regusto amargo. Aunque tal vez fuera yo quien había añadido la amargura tras leer la noticia.

Poco después, al quitarme la chaqueta del pijama, en el baño, me impresionó descubrir las marcas que me habían dejado las sogas de Bartlett en los brazos, el pecho y los costados. La coloración iba de un gris masilla a una enfermiza y sulfurosa tonalidad amarilla pasando por un pálido carmesí. Mis pulmones estaban doloridos por la presión soportada durante el largo tiempo que permanecí fuertemente atado a la silla y por el esfuerzo realizado para no estallar cuando me sumergieron la cabeza en el agua. Sin mencionar los cigarrillos que me había fumado la noche anterior en el Barney’s Beanery mientras me hundía más y más en la botella de bourbon.

Pero, por mal que me sintiera, era mejor que estar muerto. Aunque la diferencia fuese mínima.

Después de afeitarme, ducharme y adecentarme lo mejor que pude, me puse un traje gris, una camisa blanca y una corbata oscura. Es mejor vestir con sobriedad después de una noche de borrachera. Me serví otra taza de café terroso, que para entonces ya estaba tibio, la llevé al cuarto de estar, me senté en el sofá y encendí un cigarrillo para ver qué tal me sentaba. Sabía a ajenjo o, al menos, ese es el sabor que algo con tal nombre debería tener. Sospecho que la peor opción cuando estás resacoso es beber café y meterte nicotina en los pulmones, pero algo tenía que hacer.

El cartero llegó con el segundo reparto diario e introdujo mi correo a través de la ranura del buzón. El ruido que hizo al caer sobre las baldosas de la entrada me hizo dar un brinco. Así de mal me encontraba. Fui a recoger el paquete de sobres. Facturas de suministros. Una oferta de una compañía de Nebraska para venderme chuletones de primera, empaquetados en sal y enviados por correo aéreo. Un aviso de la compañía PG&E de que mi última factura de electricidad había vencido. Y un sobre color crema con mi nombre y dirección escritos con tinta violeta en una esmerada caligrafía. Lo olí. Langrishe Lace, tenue pero inconfundible ya para mí.

Me llevé la carta al sofá y, sujetándola en alto entre el índice y el pulgar, la observé. Recordé a Clare Cavendish ante la pequeña mesita de hierro forjado del invernadero escribiendo en su libreta con su elegante pluma. Aquel día parecía infinitamente lejano. Dejé el sobre en la mesa baja y continué mirándolo mientras terminaba mi cigarrillo. ¿Qué habría dentro? ¿Una carta del tipo «Estimado Fulano» para mandarme a paseo, para darme el golpe de gracia? ¿Una escueta nota acusándome de mantener relaciones poco profesionales con una cliente? ¿Una despedida con un ahí-te-quedas? ¿O era un cheque para saldar cuentas, rematado por un lacónico adiós?

Solo había una forma de averiguarlo. Cogí el sobre y deslicé un dedo bajo la solapa. Mientras lo hacía, pensé que Clare lo habría chupado y en cómo la punta pequeña y afilada de su roja lengua se habría deslizado velozmente para humedecer la cola.

Desearía saber si dispone de alguna noticia sobre el asunto para el que le contraté como investigador. Esperaba que en este tiempo hubiera realizado claros avances. Le ruego que se ponga en contacto conmigo lo antes posible.

CC

Eso era todo. No había dirección de remitente, ni saludo, ni nombre, solo las iniciales. Ella no quería correr ningún riesgo. Era la versión escrita de una patada en los huevos. Sentí una rabia inmensa, pero me dije que no debía ser tan tonto. La rabia solo hace trabajar más al hígado y no consigue nada.

Dejé a un lado la escueta y fría misiva de Clare Cavendish, me retrepé en el sofá, encendí un nuevo cigarrillo y, dado que no tenía ninguna excusa para no hacerlo, me dispuse a pensar. Desde el principio el asunto de Nico Peterson no parecía tener mucho sentido, pero a esas alturas ya no tenía sentido ninguno. Hace poco descubrí una bonita palabra: palimpsesto. El diccionario dice que es un manuscrito antiguo en el que se borró parte del texto original para escribir encima uno nuevo. El asunto del que yo me ocupaba tenía algo de eso. Estaba persuadido de que detrás de todo lo que había sucedido existía otra versión de los hechos que yo no alcanzaba a leer. Pero sabía que estaba ahí. No es posible dedicarse a un trabajo como el mío durante tantos años sin desarrollar un olfato para lo que no se ve.

Sentado en el sofá en la quietud del mediodía, volví a repensar el asunto. Lo bueno de vivir en una calle sin salida era que apenas había tráfico y, por tanto, el ruido era mínimo. Aun así no llegué a ninguna conclusión o, por lo menos, a ninguna conclusión nueva, pues seguía dándole vueltas a la misma versión. De lo que estaba seguro, de lo único que estaba seguro, era de que Clare Cavendish no encajaba en el puzle. A Nico Peterson podía llegar a entenderlo. Era el hijo de un hombre rico y su objetivo en la vida era convertirse a su vez en un hombre rico y escupirle a su padre en la cara. El problema era que no tenía ni el cerebro de su padre ni su osadía ni su brutalidad ni lo que sea que se necesita para conseguir reunir un millón de pavos. No había logrado hacerse un nombre como agente —hasta Mandy Rogers lo consideraba un inútil— y probablemente se había juntado con la gente equivocada.

Sospechaba que lo que Nico traía de contrabando para Lou Hendricks en una maleta desde México valía mucha pasta. No montas un circo semejante para simular tu muerte por simple calderilla. Y estaba prácticamente seguro de que Floyd Hanson andaba conchabado con Nico y que había suministrado a uno de sus Niños Perdidos para conseguir el cadáver que necesitaban. Mi hipótesis era que Wilber Canning no sabía nada de lo que habían planeado Hanson y Nico, y que creyó que Nico estaba muerto hasta que yo levanté la liebre. En cuanto a Gómez y López, supongo que eran los dueños del contenido de la maleta que Nico se había quedado y vinieron a buscarlo para reclamar lo que era suyo.

Quedaba Clare Cavendish. Me había contratado para encontrar a un novio que la había conmocionado en dos ocasiones. Primero, al fingir que estaba muerto, y segundo, cuando lo sorprendió vivito y coleando. Pero no terminaba de creerme aquella historia. Desde el principio me había resultado inconcebible que una mujer como aquella se liara con un hombre como Peterson. Por supuesto que hay mujeres a quienes les gusta juguetear con la mugre. Les excita arriesgar su reputación y hasta su salud. Pero Clare Cavendish no pertenecía a ese grupo. Podía imaginarla arrojándose en brazos de un canalla, pero tenía que ser un canalla de su tipo, con clase y con dinero. Cierto que se había acostado conmigo, un hombre que ignoraba cómo meter las marchas de un deportivo extranjero. Yo era incapaz de explicar el porqué. ¿Cómo iba a ser capaz si cada vez que pensaba en ello lo único que me venía a la cabeza era ella en mi cama aquella noche, inclinada sobre mí a la luz de la lámpara, rozando mis labios con sus dedos, mientras su cabello rubio caía sobre mi rostro? Quizá yo le recordaba a alguien que conocía, incluso a alguien a quien había amado. O quizá me sedujera para poder seguir utilizándome en lo que demonios estuviera metida. Aquella era una posibilidad que hubiera preferido no imaginar. Pero una vez que una idea entra en tu cabeza, ahí se queda.

Antes de pensar qué estaba haciendo, ya tenía el teléfono en la mano y estaba marcando el número. Hay ocasiones en las que sigues tu instinto igual que un perro bien entrenado trota tras los talones de su amo. Contestó una doncella, que me pidió que esperara. Escuché el resonar de sus pasos mientras se alejaba por el vestíbulo. Ecos así de fuertes solo son posibles en una casa inmensa. Recordé la mirada maravillada de Dorothea Langrishe cuando subrayó que su fortuna se levantaba sobre los pétalos exprimidos de una flor. ¡Qué mundo tan extraño!

—¿Sí? —la voz de Clare Cavendish podría haber tendido una lámina de hielo sobre el lago Tahoe.

Le dije que quería verla.

—Ah, ¿sí? —contestó—. ¿Tienes alguna noticia?

—Tengo que preguntarte algo.

—¿No puedes preguntármelo por teléfono?

—No.

Permaneció en silencio. Yo desconocía el porqué de su frialdad. Aquella noche en mi casa no nos habíamos separado en muy buenos términos, pero yo acudí cuando me llamó para que la ayudara con la sobredosis de su hermano. Eso no me convertía en Sir Galahad, pero no creía merecer aquel tono helado ni tampoco la escueta y desagradable nota que me había enviado.

—¿Qué propones? No me parece buena idea que vengas a casa —dijo.

—¿Qué te parece si quedamos a comer?

De nuevo permaneció callada unos segundos.

—De acuerdo. ¿Dónde?

—En el Ritz-Beverly —fue el primer sitio que me vino a la cabeza—. Allí quedamos tu madre y yo cuando tuvimos nuestra pequeña charla.

—Sí, ya lo sé. Madre no está en la ciudad hoy. Llegaré allí en media hora.

Me dirigí al dormitorio y me miré en el espejo del armario. El traje gris me daba un aspecto desaliñado y además tenía el mismo tono que mi cara. Me desnudé para ponerme un traje azul marino y me cambié la corbata que llevaba por una roja. Incluso pensé en sacar brillo a mis zapatos, pero no me atreví a inclinarme en el delicado estado en que me encontraba.

Al salir y descubrir el espacio vacío junto al bordillo, lo primero que pensé fue que me habían robado el Oldsmobile. Luego recordé que Travis me había quitado las llaves la noche anterior y me había enviado a casa en un taxi. Descendí la calle hacia Laurel Canyon. El sol brillaba sobre los eucaliptos y su aroma llenaba el aire. Me dije a mí mismo que no me encontraba tan mal; casi me lo creí. Pasó un taxi y di un silbido para detenerlo. El conductor era grande como un alce y tuve que mirarlo dos veces para convencerme de que se trataba del mismo italiano que me había llevado a casa la víspera cuando salí de Victor’s. Aquella ciudad se volvía más pequeña cada día. Su humor no había mejorado y maldecía cada vez que tenía que detenerse, como si hubiera una persona encargada de los semáforos que los cambiaba a rojo cuando nos aproximábamos.

Pareció ser el inicio de un día de coincidencias, pues en el Beverly me sentaron en la misma mesa donde había estado con Mamá Langrishe. También me atendió el mismo camarero. Se acordaba de mí y me preguntó azorado si esperaba a la señora Langrishe. Cuando le dije que no, sonrió como si fuera Navidad. Le pedí un vodka martini —¡qué diablos!— y le dije que lo quería tan seco como la ciudad de Salt Lake.

—Entendido, señor —me dijo muy amable y, si me hubiera guiñado un ojo, no me habría sorprendido. Era un profesional y podía detectar una resaca a kilómetros.

Miré alrededor mientras preparaban mi copa. Ni siquiera los torneados traseros y delanteras de las estatuas de Nefertiti conseguían atraer mi atención aquel día. Había varias mesas ocupadas por las típicas señoras que salen a almorzar, con sus sombreros y guantes blancos, y también unos cuantos hombres de negocios vestidos con trajes sobrios y enfrascados en intensas negociaciones. Bajo una palmera se hallaba una joven pareja sentada en una banqueta. Eran recién casados: él tenía pintada en la cara una inconfundible sonrisa bobalicona y ella, un chupetón en un lado del cuello del tamaño y el color de la concha de un mejillón. En silencio les deseé que fueran felices y que tuvieran suerte. ¿Por qué no? Incluso un hombre como yo, con la cabeza tan embotada como un corcho, no podía evitar sonreír tontamente ante tan tierno despliegue de amor juvenil.

Mi martini llegó en una reluciente bandeja. Estaba frío, con un brillo un tanto aceitoso, y tropezó contra mis dientes con un alegre tintineo plateado.

Ella no se retrasó demasiado. El camarero la acompañó hasta mi mesa. Llevaba un dos piezas blanco de lana fría, compuesto de un corpiño y una falda ajustada. Cubría su cabeza un sombrero claro de paja con una cinta negra y un ala ancha y ondulante. Me quedé mirándola boquiabierto, mientras ella me contemplaba con expresión atónita —puedo imaginarme mi aspecto—. Acerqué mi rostro y, a unos cinco centímetros de mi mejilla, ella dio un rápido beso al aire mientras murmuraba:

—Dios mío, ¿qué te ha ocurrido?

El camarero aguardaba.

—La señora tomará un martini, como yo —le dije, volviéndome hacia él.

Clare empezó a protestar, pero simulé no oírla. Nuestro almuerzo iba a ser líquido. Dejó el bolso de charol sobre la mesa y, sin apartar la vista de mí, se sentó lentamente.

—Tienes un aspecto horrible —dijo.

—Y tú tienes el mismo aspecto que el saldo bancario de tu madre.

No sonrió. No empezábamos bien.

—¿Qué te ha pasado? —me preguntó de nuevo.

—Ayer fue uno de esos días que tú describirías como «penoso». ¿Has leído esta mañana la noticia en el Chronicle?

—¿Qué noticia?

Forcé una sonrisa, enseñando los dientes.

—Los espantosos incidentes en el Club Cahuilla. No sé qué va a suceder con ese establecimiento después de esos mexicanos que han aparecido muertos y del descubrimiento de que el gerente es un sinvergüenza. Tú conoces a Floyd Hanson, por supuesto.

—Yo no diría que lo conozco.

El camarero apareció con la copa de Clare y la dejó casi con reverencia delante de ella. Vi cómo la contemplaba, con esa mirada rápida y apreciativa de los camareros. Probablemente a él también se le había quedado la boca seca. Ella le dedicó una leve sonrisa para darle las gracias y él se marchó tras una inclinación.

—Imagino que lo que dice el periódico no es lo que ocurrió en realidad, ¿no? —Clare me miraba con el único ojo que dejaba a la vista el ala flexible de su sombrero.

—Eso es bastante frecuente.

—¿Tú estabas en el club? Supongo que por eso tuviste un día… ¿Qué palabra has utilizado antes?… Penoso.

No dije nada. Continué sonriendo imperturbable, mientras miraba aquel ojo solitario e inquisitivo.

—¿Cómo es que tu nombre no aparece en el artículo? —me preguntó.

—Tengo amigos influyentes.

—¿Te refieres al padre de Linda?

—Es probable que Harlan Potter levantara el teléfono. ¿Te ha contado Linda qué relación tenemos?

Ella sonrió, aunque brevemente.

—No me lo ha contado, pero tal como habla de ti puedo adivinarla. ¿Es recíproco el sentimiento?

Prendí un cigarrillo.

—No he venido aquí a hablar de Linda Loring —dije con más aspereza de la que pretendía. Ella se estremeció un poco, lo más probable porque pensó que eso era lo que debía hacer.

—Lo siento. No era mi intención cotillear.

Abrió el bolso, sacó los cigarrillos e introdujo uno en la boquilla de ébano. Así que aquel era un día Black Russian, me dije. Me incliné hacia delante y le tendí una cerilla encendida.

—Vale —dijo, soplando el humo hacia el techo—. ¿De qué querías que habláramos?

—Me parece que solo hay un tema para nosotros, señora Cavendish.

Permaneció en silencio, valorando el tono con que había pronunciado su nombre.

—¿No crees que es un poco tarde para volver a las formalidades? —preguntó con calma.

—Creo que es mejor que nos mantengamos en el terreno profesional.

Me dedicó otra fugaz sonrisa.

—¿Eso crees?

—Bueno, no hay duda de que la nota que me enviaste tenía un carácter profesional.

Se sonrojó ligeramente.

—Sí, supongo que era bastante áspera.

—Escucha, señora Cavendish —repetí—, entre nosotros se han producido varios malentendidos.

—¿Qué malentendidos?

No era momento para permitirme el lujo de enfadarme.

—Malentendidos que me gustaría aclarar —le dije.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

—Depende de ti. Podrías empezar diciéndome la verdad sobre Nico Peterson.

—¿Diciéndote la verdad? No estoy segura de comprender qué me estás pidiendo.

Mi copa estaba vacía, no quedaba ni la aceituna. Hice una seña al camarero, que asintió y se dirigió a la barra. Me sentía repentinamente agotado. Tenía un dolor infernal en el pecho y en la parte superior de los brazos, y aquel martilleo lejano y persistente en mi cabeza ya parecía formar parte de mi vida. Necesitaba tumbarme en algún lugar fresco y sombreado y descansar largo tiempo.

—Lo que estoy diciendo no es difícil ni confuso, señora Cavendish, aunque yo tenga dificultades para comprenderlo y me encuentre confuso. Ponte en mi lugar. Al principio parecía sencillo. Te presentas en mi oficina y me pides que encuentre a tu novio, que ha desaparecido. No era la primera vez que una mujer se sentaba en la misma silla que tú ocupabas y me pedía lo mismo que tú. Los hombres tienden a ser débiles y cobardes y, cuando el amor disminuye, a menudo prefieren largarse antes que dar la cara y decirles a sus amantes que en lo que a ellos se refiere ellas ya son historia. Yo te escuché y aunque sentía que algo no casaba…

—¿El qué?

Inclinada hacia mí, me miraba con atención, la boquilla apuntando a un lado y el humo del cigarrillo ascendiendo en una línea fina y veloz.

—Como ya te he dicho antes, no conseguía emparejarte con la clase de hombre que parecía ser Nico Peterson tal como lo describiste.

—¿Qué clase de hombre?

—No tu clase de hombre —ella empezó a decir algo, pero la corté abruptamente—. Calla, déjame continuar.

Clare no era la única que podía ser áspera.

El camarero apareció con mi nuevo martini. Me alegró la interrupción. El sonido de mi propia voz empezaba a parecer un chirriante bajo obstinado y se había unido a la percusión dentro de mi cabeza. Me refresqué la boca con un sorbo de mi copa y pensé en el versículo de la Biblia que habla del ciervo que anhela las corrientes de agua. Era bueno que el salmista no conociera el vodka.

Prendí otro cigarrillo y continué:

—En cualquier caso, a pesar de mis reparos, te digo: de acuerdo, muy bien, lo encontraré. Descubro que Peterson nos ha dejado y ya se encuentra en las Eternas Praderas de Caza, pero entonces resulta que no es así, y que tú lo has visto caminando por Market Street en la moderna y atractiva ciudad de San Francisco. Vaya, qué interesante, me digo. De hecho, como diría Sherlock Holmes, estoy ante un asunto cuya solución requiere el tiempo que lleva fumarse tres pipas. Así que me pongo mi gorra de cazador y salgo de nuevo en busca de pistas. Acto seguido, empieza a morir gente asesinada a mi alrededor. Sin contar con que casi me asesinan a mí en varias ocasiones. Eso me da que pensar. Contemplo el tortuoso camino que me ha llevado hasta donde me encuentro en este momento, y en la lejanía, en el punto de partida, te veo a ti con la misma expresión inescrutable que ya me resulta familiar. Y me pregunto: ¿es esta historia tan sencilla como me pareció al principio? No, no lo creo.

Me incliné hacia delante, igual que ella, hasta que mi rostro casi tocaba el suyo.

—Así que, señora Cavendish, te pregunto: ¿es la historia tan sencilla como parecía? A esto me refería cuando te he dicho que quería que me contaras la verdad. En una ocasión me pediste que actuara como Pascal y apostara. Lo hice. Creo que perdí. Por cierto, no has tocado tu copa.

Me eché hacia atrás en la silla. Clare Cavendish miró a derecha e izquierda y frunció a continuación el ceño.

—Me acabo de dar cuenta de que esta es la mesa favorita de mi madre.

—Sí, ha sucedido por pura casualidad.

—Y, por supuesto, vosotros os sentasteis aquí, ¿no?

—En este mismo sitio.

Asintió con expresión ausente. Parecía estar pensando en muchas cosas, examinando, calculando, decidiendo. Se quitó el sombrero y lo colocó sobre la mesa, junto a su bolso.

—¿Tengo el pelo horrible?

—Tienes un pelo precioso.

Lo dije con sinceridad. Me sentía enamorado de ella de una manera dolorosa e imposible. ¡Menudo zoquete!

—¿De qué estábamos hablando? —me preguntó.

Creo que de verdad había perdido el hilo. Tal vez no sabía más de lo que yo sabía, tal vez el hecho de que me contratara para encontrar a Nico Peterson no tenía nada que ver con lo que había pasado a continuación. A pesar de todo, era posible. La vida es mucho más caótica e inconexa de lo que nos atrevemos a admitir. Como queremos que lo que nos sucede tenga un sentido, sea agradable y ocurra con un orden, no paramos de hacer teorías y de imponerlas a la naturaleza verdadera de las cosas. Es una de nuestras debilidades, pero nos aferramos a ella porque sin ella no habría vida, ni agradable ni de ningún otro tipo.

—Estábamos hablando —dije—, o más bien era yo quien estaba hablando, quien te estaba preguntando si puedes explicarme qué relación existe entre que me contrataras para buscar a Nico y que la hermana de Peterson fuera secuestrada y asesinada, que sus asesinos fuesen a su vez eliminados, que Floyd Hanson se suicidara, que Wilber Canning huyera del país y que yo mismo haya acabado sintiendo que soy la causa de que toda esa gente haya estado corriendo de aquí para allá igual que una manada de búfalos.

Alzó repentinamente la cabeza y me clavó la mirada.

—¿Qué has dicho de Floyd Hanson? El periódico decía que…

—Sé lo que el periódico decía, pero Hanson no murió por accidente. Rasgó una sábana para hacer una cuerda, se la colocó en torno al cuello igual que un nudo corredizo, ató el otro extremo a un barrote de la ventana y se colgó. Sin embargo, la ventana no era lo bastante alta y tuvo que doblar las piernas y balancearse hasta que se asfixió. Imagínate el esfuerzo y la determinación que se requiere para eso.

Su rostro se había tornado ceniciento y sus enormes ojos negros destacaban, húmedos y brillantes.

—¡Santo Dios! Pobre hombre —suspiró.

La observé con detenimiento. Sé cuando un hombre está actuando, pero nunca estoy seguro cuando se trata de mujeres.

—Este es un asunto muy sucio —dije en voz baja y de la manera más amable posible—. Lynn Peterson murió de una forma cruel y dolorosa. También Floyd Hanson, aunque tal vez se lo tenía ganado. Dos mexicanos fueron golpeados hasta la muerte y, aunque no merecen ninguna compasión, no por eso resultó menos brutal y horrible. Tal vez no entiendas el alcance del lío en que estás metida. Espero que no. O, al menos, espero que antes no lo entendieras. Pero ya no puedes seguir fingiendo que no lo entiendes. Así que ¿estás preparada para contarme lo que sabes? ¿Estás preparada para dejarme oír todo lo que, estoy convencido, me has ocultado durante este tiempo?

Tenía la mirada perdida en el espacio delante de ella, imaginando horrores. Quizá fuera cierto que era la primera vez que los veía.

—No puedo… —dijo, luego vaciló—. Yo no…

Cerró la mano y presionó sus blancos nudillos contra los labios. En una mesa cercana, una mujer la miró. Le dijo algo al hombre que se sentaba frente a ella y él giró la cabeza para observar a Clare Cavendish.

—Bebe un poco. Es fuerte, te sentará bien —le dije.

Movió la cabeza rápidamente, con el puño aún contra la boca.

—Señora Cavendish… Clare —me incliné hacia ella sobre la mesa y le hablé en un susurro agitado—, he mantenido tu nombre fuera de todo este asunto. Un policía muy porfiado…, de hecho, dos policías me han estado presionando para que les diga quién me contrató para buscar a Nico Peterson. No les he dicho nada. Les he contado que mis pesquisas para encontrar a Peterson no tienen nada que ver con las demás cosas que han sucedido, que yo me he visto implicado de casualidad. A los policías no les gustan las casualidades. Van en contra de su convicción de cómo funciona este mundo tal como ellos lo conocen. Por suerte, en este caso les venía bien creerme, por mucho que refunfuñaran. Pero si descubren que yo estaba equivocado, no creerán que se trata sencillamente de una equivocación y caerán sobre mí como la cólera de Dios. No me importa, he pasado por situaciones semejantes y aun peores. Pero si pierden la confianza en mí, llegarán hasta ti y no te gustará, créeme. Incluso si, por la razón que sea, no te importa lo que te pueda suceder, piensa en lo que un escándalo así le haría a tu madre. Ella ya vio suficiente violencia en su tiempo y ha sufrido suficiente dolor para toda una vida. No le hagas pasar otro mal trago.

Me detuve. Estaba asqueado de escuchar mi voz, y al percusionista solitario que había dentro de mi cabeza se le había unido una sección entera de percusión, un grupo de aficionados que compensaban con su energía la falta de técnica. No había comido nada desde el día anterior y el vodka me estaba quemando las tripas desnudas como un ácido. Encorvada frente a mí, con la mirada aún perdida, Clare Cavendish me pareció de repente fea y deseé encontrarme en otro lugar, en cualquier sitio lejos de allí.

—Dame tiempo. Necesito tiempo para pensar, para… —me dijo.

Esperé. Comprendí que no iba a continuar.

—¿Para qué? ¿Hay alguien con quien tengas que consultar?

Me lanzó una rápida mirada.

—No. ¿Por qué dices eso?

—No lo sé. Tengo la sensación de que estás calculando qué dirá ese alguien cuando le cuentes lo que hemos hablado aquí hoy.

Era cierto; parecía estar pensando en alguien. Y, aunque yo no sabía cómo me había dado cuenta, se trataba del mismo alguien en quien ella había estado pensando la noche que entré en su dormitorio. La mente tiene puertas que insiste en ignorar y en mantener firmemente cerradas, hasta que llega un día en que ya no es posible contener lo que hay afuera y las bisagras ceden y las puertas se abren y las cosas más asombrosas salen a la luz a trompicones.

—Dame tiempo —repitió. Había cerrado los puños y presionaba con ellos, uno junto al otro, la mesa—. Intenta comprenderlo.

—Eso es justo lo que estoy haciendo: intentando comprender.

—Lo sé, y te lo agradezco —me echó una mirada casi implorante—. De verdad.

De repente, se puso en marcha, recogió los cigarrillos y la boquilla de ébano y los metió en su bolso. Sujetó el sombrero y se lo puso. El ala caía perezosamente sobre su frente como si una brisa la hubiera dejado caer con una caricia. ¿Cómo podía haber pensado por un solo segundo que era fea? ¿Cómo podía haber pensado algo distinto a que era la criatura más adorable que nunca había visto y que jamás volvería a ver? Mi diafragma se expandió y se contrajo en un suspiro, igual que ondulan los raíles de un tren durante un terremoto. La estaba perdiendo. Estaba perdiendo a aquella mujer maravillosa, aunque nunca había sido mía en realidad. Sentí un dolor que jamás hubiera imaginado que pudiera sufrir un hombre y sobrevivir.

—No te vayas —le imploré.

Me miró y parpadeó deprisa, como si hubiera olvidado que yo seguía allí o como si ya no supiera quién era yo. Se puso en pie. Temblaba levemente.

—Es tarde —dijo—. Tengo…, tengo una cita.

Estaba mintiendo, por supuesto. No importaba. La habían educado desde muy jovencita para contar ese tipo de mentiras: mentirijillas de sociedad, mentiras que todo el mundo da por supuestas o, por lo menos, todos los de su mundo. Me levanté, me crujieron las costillas bajo la piel herida.

—¿Me llamarás? —le pregunté.

—Sí, claro.

No creo que me escuchara. Tampoco importaba.

Se volvió para irse. Deseé alargar una mano para detenerla, para retenerla allí, para mantenerla a mi lado. Me vi extendiendo el brazo y sujetándola por el codo, pero solo eran imaginaciones. Con un murmullo que no logré entender, se separó de mí y se marchó zigzagueando entre las mesas, inconsciente de los ojos masculinos que se alzaban para seguirla mientras se alejaba.

Me senté de nuevo, aunque más pareció que me derrumbara. Sobre la mesa estaba su copa sin tocar, con la aceituna solitaria sumergida en la bebida. Su colilla, en el cenicero, tenía una mancha de pintalabios. Miré mi propia copa medio vacía, una servilleta de papel arrugada, una escama o dos de ceniza sobre la mesa que un soplo haría desaparecer. Esas son las cosas que dejamos tras nosotros; esas son las cosas que recordamos.

Fui en taxi hasta Barney’s Beanery para recoger mi coche. Bajo la escobilla del limpiaparabrisas había tres multas de aparcamiento. Las rompí y las tiré a la boca del desagüe. No estaba lloviendo, tan solo lo parecía a mis ojos.