Lo que sucedió a continuación fue en cierto modo aburrido, o eso me pareció dados los pintorescos y vibrantes acontecimientos anteriores. Bernie y su falange registraron el Club Cahuilla y encontraron a Bartlett en la piscina, inconsciente por la pérdida de sangre. No les resultó fácil hacer su trabajo entre la multitud de Shriners borrachos que deambulaban por la finca. A Floyd Hanson lo trincaron en su piso de la playa, en Bay City. Estaba haciendo las maletas. Bernie me dijo que si no hubiera intentado llevarse tantas cosas, habría tenido suficiente tiempo para huir.
—Caray, tenías que haber visto el piso. Enormes fotos de hombres musculosos enmarcadas en las paredes y batines de seda morada en los armarios —movió la mano con gesto afectado y soltó un suave silbido—. Fiu, fiu.
Yo estaba deseando saber qué había sido de Canning, por supuesto. No me sorprendió escuchar que, a diferencia de Hanson, había escapado. Aquella misma tarde, Bernie había acompañado a una brigada a la casa de Canning, en Hancock Park, pero el pájaro ya había volado. Los sirvientes ignoraban dónde había ido, lo único que sabían es que había llegado a casa presa de una tremenda prisa y con la ropa en un estado como si le hubiera pillado una inundación, y que ordenó que le prepararan una bolsa de viaje y que trajeran el coche de inmediato para llevarle al aeropuerto. La Oficina del Sheriff mandó revisar cuidadosamente las listas de pasajeros de los vuelos que partían, mientras que los hombres de Bernie se dirigieron al aeropuerto y mostraron una fotografía de Canning al personal de vuelo. Una chica de facturación creyó reconocerlo, pero el nombre que había dado no era Canning. No recordaba, sin embargo, con qué identidad se había presentado. Había cogido un vuelo directo a Toronto, y de allí otro con escala en Londres, Inglaterra, pero la joven no sabía qué destino final aparecía en el billete. Bernie llamó a su oficina y ordenó a sus hombres que se centraran en la lista de pasajeros del vuelo nocturno de Air Canada a Toronto para ver qué conseguían.
Bernie y yo fuimos a tomar una copa. Sugerí ir a Victor’s y hacia allá nos dirigimos en el coche de Bernie. Pedí gimlet para los dos. Victor’s es el único local que conozco donde preparan el gimlet como Dios manda; es decir, ginebra y zumo de lima Rose’s en idéntica cantidad sobre hielo picado. En otros sitios añaden azúcar, licor amargo y otras cosas semejantes, pero no es así como se hace. Fue Terry Lennox quien me descubrió Victor’s y, de vez en cuando, me acerco hasta allí y alzo el vaso en memoria de nuestra vieja amistad. Bernie conocía a Terry, pero no como yo.
Le pregunté dónde se encontraba Floyd y Bernie me dijo que le habían llevado al centro de la ciudad y que sus chicos lo metieron en el cuarto del fondo y empezaron a interrogarlo en cuanto llegó. No tuvieron que esforzarse mucho. Cuando le preguntaron de dónde había salido la sangre que había en la piscina, les contó todo sobre los mexicanos y sobre cómo Bartlett, siguiendo las órdenes de Canning, los había torturado para sacarles información y luego había acabado con ellos. Hanson se ofreció incluso a acompañarlos al Club Cahuilla para mostrarles el pozo de cal, en una esquina lejana de los terrenos del club, donde él y Bartlett habían tirado los dos cuerpos.
—Por lo visto, la tierra es muy ácida en esa zona —me explicó Bernie.
—¿Por eso tenían la cal? Resulta muy útil tener un pozo lleno cuando necesitas librarte de un par de fiambres.
Bernie no hizo ningún comentario.
—Esto está bueno —dijo y dio un sorbo a su gimlet y luego chasqueó los labios—. Es refrescante —no me miraba; incluso cuando tenía los ojos bien abiertos, Bernie conseguía aparentemente no mirar nada—. Puedo adivinar qué información quería Canning de ti y de los mexicanos: nuestro viejo amigo Peterson, ¿verdad? Es como un chicle, no hay forma de despegártelo.
Saqué la pitillera y le ofrecí un cigarrillo. Movió la cabeza.
—¿Sigues sin fumar? —le pregunté.
—No es fácil.
Dejé la pitillera y el paquete de cerillas sobre la barra. Bernie es una de esas personas que no deberían dejar de fumar. Lo único que consigue es estar aún de peor humor. Encendí el pitillo y expulsé tres anillos de humo, los tres perfectos. Ni yo mismo sabía que fuera tan bueno.
Bernie estaba rabiando. Se moría por un cigarrillo. Su rostro se ensombreció y me lanzó una de esas miradas de cuenta-lo-que-sepas-o-lárgate.
—Venga, Marlowe, suéltalo.
—Bernie, ¿tanto te cuesta llamarme por mi nombre de vez en cuando?
—¿Para qué?
—Porque llevo todo el día escuchando a gente que me llama Marlowe y, a continuación, me amenaza, me intimida y finalmente se vuelve muy violenta. Y estoy harto.
—Así que quieres que te llame Phil…
—Con Philip me bastaría.
—… y entonces seremos amiguetes, ¿no?
Me rendí.
—Olvídalo —dije.
El camarero pasó a nuestro lado y alzó una ceja para saber si deseábamos algo más, pero le hice un gesto negativo con la mano. Con los gimlets hay que tener cuidado, a no ser que quieras despertar al día siguiente con una jaula de cacatúas dentro de la cabeza. Escuché la respiración pesada de Bernie. Cuando empezaba a bufar con la cabeza inclinada, se anunciaba tormenta.
—Déjame que te lo explique, Marlowe —dijo, y comenzó a echarme la bronca utilizando sus enormes dedos morcillones—. Primero, un tal Peterson muere, pero luego resulta que tal vez no esté muerto. Alguien te contrata para averiguar qué sucede y, mientras estás investigando, te tropiezas con la hermana de Peterson. Lo siguiente es que la hermana de Peterson aparece muerta y en ese caso no hay duda ninguna porque vemos que tiene un navajazo en la garganta que va de oreja a oreja. Te invito a que acudas a la escena del crimen y te pido amablemente que me cuentes lo que sabes. Y entonces tú me mandas a hacer puñetas…
—¡Venga, hombre! Fui muy educado —protesté.
—Entonces recibo una nueva llamada tuya y esta vez son dos los cadáveres y hay una especie de lacayo tumbado junto a la piscina con un balazo en la pierna, un millonario que se ha dado a la fuga y otro tipo a punto de hacerlo. Y yo me digo: «Bernie, esto es un asunto del copón». El tipo de asunto, Marlowe, que el sheriff, tan pronto llegue a sus oídos, y eso debe de estar a punto de ocurrir, querrá que yo resuelva de inmediato. ¿Sabes quién es el tal Canning?
—La verdad es que no, pero tú me lo vas a contar.
—Uno de los mayores inversores inmobiliarios de la zona. Es propietario de grandes almacenes, fábricas, urbanizaciones… Todo lo que se te pueda ocurrir.
—También es el padre de los Peterson. De Lynn y de Nico —añadí.
La noticia le dejó mudo durante unos segundos. Echó la cabeza hacia delante y frunció el ceño, igual que un toro a punto de embestir a un torero especialmente fastidioso.
—Me estás tomando el pelo.
—¿Por qué te iba a tomar el pelo, Bernie?
Permaneció pensativo. La visión de Bernie sumido en sus reflexiones era algo asombroso. De repente, extendió un brazo, cogió mi pitillera, sacó un cigarrillo, se lo metió en la boca y prendió una cerilla. La mantuvo encendida en el aire durante un instante, con la mirada compungida pero desafiante del pecador que está a punto de volver a caer. Luego acercó la llama al extremo del tentador veneno e inhaló una profunda y lenta calada.
—Ah —suspiró, exhalando el humo—. ¡Dios, qué bueno está!
Vi que el camarero nos miraba y levanté dos dedos. Él asintió. Se llamaba Jake. La primera vez que vi a Linda Loring fue allí, en Victor’s, y Jake todavía se acordaba de ella. No me sorprendía. Linda era de esas mujeres que resulta imposible olvidar. Quizá debería casarme con ella, si aún sigue interesada, lo que no es seguro. ¿He mencionado ya que era la cuñada de Terry Lennox? A Sylvia Lennox, la mujer de Terry, la asesinaron y a Terry lo acusaron de ser el autor. De hecho, a Sylvia la mató una mujer loca de celos —su marido y Sylvia habían sido amantes—, una mujer que en realidad estaba simplemente loca. En cualquier caso, Terry quería quitarse de en medio y simuló su suicidio en una ciudad de mala muerte de México llamada Otatoclán. La mayoría de la gente no sabía que aquel suicidio fue una farsa. Ahí estaba incluido Bernie. ¿Por qué debía yo contarle la verdad? Terry era un sinvergüenza, pero a mí me caía bien. Era un sinvergüenza con clase, y tener clase era algo que yo apreciaba.
Jake nos trajo los dos gimlets recién preparados. Bernie fumaba sumido en sus cavilaciones y, entre calada y calada, bufaba. Yo necesitaba ese trago y probablemente necesitaría otro en cuanto lo acabara.
—Escucha, Bernie. Antes de que te embales de nuevo y empieces a mover los dedos para enumerar, déjame que te repita lo que ya te he dicho: el hecho de que me haya visto envuelto en los problemas de los Peterson es accidental. Mi investigación no tiene nada que ver con Canning ni con los mexicanos ni con el asesinato de Lynn Peterson ni…
—¡Para el carro, listillo! —Bernie alzó una mano con un gesto que hubiera detenido el tráfico en Bay City Boulevard—. Espera un momento. ¿Me estás diciendo que Canning es el padre del tal Peterson?
—Eso mismo te estoy diciendo.
—Pero ¿cómo lo…?
—Porque Canning me lo contó. Había oído que estaba tras la pista de su hijo, por eso hizo que me capturaran y ordenó a su criado que me diera un remojón en la piscina.
—¿Y qué me dices de los dos panchitos a quienes «su criado» golpeó hasta matarlos? ¿Qué maldito papel juegan en esta historia?
—Ellos mataron a su hija; es decir, a Lynn Peterson.
—Eso ya lo sé. Pero ¿por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué la mataron? ¿Por qué la secuestraron cuando irrumpieron en casa de Nico Peterson? Es más, ¿por qué fueron a casa de Peterson? —se detuvo y, con un suspiro, apoyó la frente en la mano—. Marlowe, seré un estúpido, se me habrá encogido el cerebro después de tantos años en la policía, pero no lo entiendo.
—Bébete la copa, Bernie. Fúmate otro cigarrillo. Relájate.
Alzó de golpe la cabeza y me miró con ira.
—Me relajaré cuando dejes de marear la perdiz y me digas qué demonios está pasando.
—No te lo puedo decir. Y no puedo porque no lo sé. Me he visto implicado en toda esta historia de casualidad. Voy a repetírtelo de nuevo: me contrataron para localizar a un tipo que se suponía que estaba muerto. Acto seguido, me encuentro rodeado de cadáveres y casi convertido yo mismo en un cadáver. Escúchame, Bernie, por favor. Escúchame cuando te digo que sé tan poco como tú sobre lo que está sucediendo. Me siento como si una mañana hubiera salido a pasear y, al doblar la esquina, me hubiera topado con un accidente en cadena. Sangre y cuerpos diseminados por todas partes, vehículos en llamas, sirenas de ambulancia, el caos en directo. Y yo estoy en medio de esa escena, rascándome la cabeza igual que Stan Laurel. Es un follón del copón, desde luego, Bernie, pero no es mi follón. ¿Vas a hacer el favor de creerme?
Bernie soltó un taco; era tal su agitación que cogió la copa que acababan de servirle y se la bebió de un trago. No pude evitar una mueca de dolor. No se hace eso con un gimlet, uno de los cócteles más sofisticados del mundo. Sencillo, pero sofisticado. Sin contar con que este cóctel, uno de los más sofisticados del mundo, tiene que ser saboreado lentamente o te golpea como una carga de profundidad.
Bernie parpadeó varias veces mientras la ginebra entraba en su cuerpo y localizaba su objetivo. Cogió otra vez la pitillera y encendió otro cigarrillo cancerígeno. Mientras lo observaba, pensé que no me gustaría estar en la piel de la mujer de Bernie o ser el gato de Bernie, porque estaba claro que aquella noche se iban a escuchar muchos gritos y patadas en casa de los Ohls.
—Tienes que decírmelo —su voz sonaba áspera por el humo de los cigarrillos y el alcohol que acababa de verter sobre sus cuerdas vocales—. Tienes que decirme quién te contrató para encontrar a Peterson —saqué la pipa, pero me sujetó la muñeca con una mano que más parecía un cepo—. No empieces a juguetear con esa maldita cosa.
—De acuerdo, Bernie, de acuerdo —dije, tranquilizador, mientras volvía a meter la pipa en el bolsillo. Cogí un cigarrillo antes de que Bernie se los fumara todos, mientras pensaba cómo desviar el tema—. Dime qué tenía Hanson que contar.
—¿A qué te refieres? ¿Qué tenía que contar?
—Me refiero a lo que contó cuando tus chicos le apretaron las clavijas. ¿Qué soltó?
Bernie se giró hacia un lado como si fuera a escupir.
—Nada que mereciera la pena —dijo indignado, mientras recuperaba su posición normal—. No sabía nada. Yo creo que Canning no confiaba en él, por lo menos en temas delicados. Dijo que Canning quería averiguar lo que tú sabías sobre Nico Peterson: si estaba vivo y, en tal caso, dónde se encontraba. Nada que no supiéramos nosotros ya. En cuanto a los mexicanos, Canning sabía que habían matado a la chica y se vengó.
—¿Cómo dio con los mexicanos? ¿Lo sabía Hanson?
—Tiene socios al otro lado de la frontera. Trincaron a los panchitos y los enviaron para acá. Merece la pena tener amigos influyentes, ¿eh? —cogió el vaso vacío y se quedó mirando el interior con expresión lúgubre—. ¡Menudo embrollo! Es un follón sensacionalista sin precedentes; es más grande que el Empire State —alzó el rostro y me miró—. ¿Sabes por qué estoy aquí, Marlowe? ¿Sabes por qué estoy aquí contigo, fumando y bebiendo? Porque cuando llegue a casa, mi jefe me habrá llamado media docena de veces, por lo menos, para averiguar si ya he detenido a los rufianes y a ti te he encerrado en la trena. Y para saber cómo va a explicarles a los poderosos amigos que Canning tiene en el Ayuntamiento y en todas partes, la mayoría de los cuales son asimismo sus socios, cómo va a explicarles por qué razón hice una redada en el club de Canning… ¿Cómo se llama?
—Cahuilla.
—… por qué hice semejante redada en el Club Cahuilla, al que todos ellos pertenecen como socios, antes de consultárselo y que me lo autorizara.
—¿Cómo? ¿Que fuiste sin decirle nada al gran hombre?
El sheriff Donnelly había sido elegido hacía poco. Había ganado a su antecesor por unos dos mil votos, un resultado electoral inesperado que sorprendió a todo el mundo, incluido posiblemente el propio Donnelly. El anterior Sheriff, a quien había derrotado, llevaba en el puesto desde antes de la Primera Guerra Mundial, o eso parecía, y Donnelly aún tenía todo por demostrar. La silla del sheriff seguía caliente cuando él la ocupó y desde el primer día había cogido las riendas y presionado con firmeza a Bernie y a los demás oficiales que estaban a sus órdenes. Tal vez se lo merecían, era probable que se hubieran relajado durante el antiguo régimen.
—Tal como me describiste los jueguecitos que estaban teniendo lugar en el club, me pareció un asunto urgente. Si hubiera llamado a Donnelly, habría tenido que sortear tantos obstáculos para conseguir ponernos en marcha que todos los del club, incluidos los empleados del bar y los jardineros, se habrían largado mucho antes de que nosotros llegáramos —calló mientras me miraba—. ¿Qué te ocurre ahora?
Me había estremecido sin poder controlarlo. Una idea acababa de cruzar mi cabeza. Un idea sucia, desagradable, obvia.
—¿Tienes una lista de la gente que trabaja en el club? —le pregunté.
—¿Una lista? ¿Qué quieres decir?
—Debe de existir algún registro de quién trabaja allí, una lista de quienes forman la plantilla, de quienes están en nómina, algo así —más que hablar a Bernie, hablaba conmigo mismo en voz alta.
—¿De qué estás hablando?
Bebí un pequeño sorbo de mi cóctel, comprobando de nuevo lo bien que combinaba el zumo de lima con el fuerte sabor de las bayas de enebro de la ginebra. El bueno de Terry me había descubierto un gran cóctel, aunque fuese lo único que había hecho en su vida.
—La primera vez que fui al club, un tipo llamado Lamarr se acercó y empezó a hablar conmigo. Está un poco…, ya sabes —me llevé el dedo a la sien y lo giré—. Aunque no loco de atar, y además parece inofensivo. Me dijo que me había visto hablando con el Capitán Garfio y que él era uno de los Niños Perdidos.
—El Capitán Garfio —repitió Bernie sin ninguna entonación, mientras asentía—. Los Niños Perdidos. ¡Santo Dios! ¿De qué diablos va esto?
—Floyd Hanson me contó que el club tiene la política de contratar a personas como Lamarr, gente sin familia, vagabundos, seres sin pasado y sin demasiado futuro. Una cuestión filantrópica, aunque Wilber Canning no me parece un filántropo. Debió de ser, más bien, una decisión de su padre.
Me detuve, mientras Bernie aguardaba a que prosiguiera.
—Bueno, ¿y qué?
—Si Nico Peterson está vivo y su muerte fue una farsa, en cualquier caso hay un cadáver. A Lynn Peterson le mostraron en la morgue un fiambre que ella identificó como su hermano. Tal vez mintió para ocultar el hecho de que su hermano estaba vivo y que todo el asunto era un montaje.
Bernie consideró lo que acababa de oír.
—¿Me estás diciendo que el cadáver de la morgue podría ser de uno de los vagabundos que trabajan en el club? ¿Que Nico lo mató, lo vistió con su ropa, lo atropelló varias veces hasta dejarlo irreconocible, lo tiró a un lado de la carretera y se largó corriendo?
Asentí lentamente. Yo mismo seguía dándole vueltas.
—«Los Niños Perdidos», me dijo Lamarr. «Somos los Niños Perdidos.»
—¿Quiénes diablos son los Niños Perdidos? ¿Y quién el Capitán Garfio?
—Es un personaje de Peter Pan. Ya sabes, de J. M. Barrie.
—Así que el tal Lamarr está loco, pero tiene su cultura.
—Se refería a Floyd Hanson. Él era el Capitán Garfio. Y la noche en que Nico Peterson supuestamente murió, Hanson fue el primero en acudir al lugar y hacer una primera identificación. Bernie, haz que lo interroguen de nuevo, pero que le hagan sudar esta vez, y te apuesto lo que quieras a que le sacarás toda la historia.
Bernie no dijo nada mientras jugueteaba con mi paquete de cerillas, haciéndolo rodar entre sus dedos sobre la barra del bar.
—¿Todavía insistes en que solo sabes de este asunto lo mismo que los demás?
—Sí, lo mantengo, Bernie. Te habrás dado cuenta de que te lo he repetido en unas cuantas ocasiones. ¿Empiezas a tener la sensación de que tal vez estoy diciéndote la verdad?
—Todo empezó contigo, Marlowe —dijo Bernie en tono casi amable. Tenía los ojos fijos en el paquete de cerillas—. Aún no sé cómo, pero tú eres la clave de todo. Estoy convencido.
—¿Cómo voy a ser…?
—Cierra el pico. Me da igual Peterson e incluso su hermana. Y también los mexicanos. ¿Qué importancia tienen un par de espaldas mojadas? Puedo vivir sin el mariquita de Hanson y sin el artista de la porra con chaleco de rayas que trabaja para Canning. Pero Canning… Canning ya es otra cuestión. Ese es el nombre que aparecerá mañana en las portadas de todos los periódicos, a no ser que alguien tome cartas en el asunto y lo evite.
—¿Quién puede ser ese alguien? —pregunté, pero tuve la repentina intuición de que ya sabía la respuesta y se me cayó el alma a los pies.
—Supongo que una de las muchas cosas que no sabes es que Wilber Canning es socio estratégico de Harlan Potter en numerosos negocios —dijo Bernie con ese aire suyo medio airado, medio petulante.
Se había guardado esa información. Bajé los ojos a mi vaso, mientras me preguntaba quién inventó el gimlet. ¿Cómo se le habría ocurrido semejante nombre? El mundo está lleno de preguntas insignificantes como esa y tan solo Ripley sabe la respuesta.
—Ah —dije.
—¿Qué significa eso?
—Significa: ah.
Harlan Potter era propietario de una parte considerable de aquella franja costera de California y de una docena de periódicos importantes, según el último recuento. Resulta que también era el padre de Linda Loring y de la fallecida señora Sylvia Lennox, lo que de hecho lo convertía en el suegro de Terry Lennox. Pasara lo que pasara en mi vida, siempre aparecía Terry con su patética sonrisa, haciendo girar un vaso de gimlet con sus dedos marfileños. Tenía gracia: la mayor parte de la gente pensaba que estaba muerto, igual que con Nico Peterson. Terry estaba vivo, pero a mí me perseguía su recuerdo como un fantasma.
Si me casaba con Linda Loring, Harlan Potter sería mi suegro. Esa perspectiva merecía un tercer gimlet. Hice una señal a Jake, el camarero, y me respondió con un movimiento de cabeza tan discreto que apenas resultó perceptible.
—Así que Harlan Potter —solté una lenta exhalación—. Bueno, bueno. Ciudadano Kane en persona.
—¡Un poco de respeto! —exclamó Bernie, tratando de contener una risita burlona—. Tú casi eres de la familia. He oído que la hija de Potter todavía anda detrás de ti. ¿Le vas a permitir que dé un poco de calor a tu solitaria y gris existencia?
—No sigas por ahí, Bernie —dije sin alterarme.
Levantó las manos en señal de paz.
—Eh, cálmate. Estás perdiendo el sentido del humor, Marlowe.
Me giré en el alto taburete para mirarlo de frente. Él desvió la vista. Sabía que se había pasado de la raya, pero yo no pude contenerme.
—Mira, Bernie, eres libre de machacarme todo lo que quieras cuando se trata de asuntos profesionales, pero no te inmiscuyas en mi vida privada.
—Vale —farfulló con la vista baja y el rostro avergonzado—. Lo siento.
—Gracias.
Me giré hacia la barra para evitar que sorprendiera la sonrisa que no podía reprimir. Raras veces tengo oportunidad de hacer sonrojar a Bernie y cuando lo consigo, lo saboreo hasta la última gota.
Jake apareció con nuestras bebidas. Me di cuenta de que a Bernie no le apetecía otra, pero acababa de meter la pata y no se atrevió a decir que no.
—En cualquier caso, es probable que tengas razón —dije para destensar un poco el ambiente.
—¿En qué?
—En que Potter se asegurará de que los periódicos no crucifiquen a su amigo Canning en la edición de mañana.
—Ajá —dio un sorbo a su bebida y dejó el vaso sobre la barra con expresión preocupada. Probablemente tendría que ver a Donnelly en las próximas horas y la reunión no iría muy bien si aparecía apestando a ginebra, cosa que iba a suceder teniendo en cuenta que ya se había bebido dos gimlets. Chasqueó la lengua y se llevó la mano a la barbilla—. Estoy hasta aquí de esta ciudad, ¿Sabes que llevo en el cuerpo casi un cuarto de siglo? Imagínate. Es una trituradora de carne y yo ni siquiera soy un filete de lomo de primera.
—Vamos, Bernie, me vas a hacer llorar —le dije.
—Y tú ¿qué te crees? —respondió malhumorado—. ¿O vas a decirme que tu trabajo es mejor que el mío?
—Lo tuyo, lo mío… Es todo igual. Pero míralo de otra manera. Con tipos como tú y yo en un lado, la balanza no se inclinará completamente del otro, donde se sientan los Canning y los Potter con sus bolsas de oro en el regazo.
—Sí, seguro —replicó Bernie—. Esta noche pareces Pollyanna.
Me callé, aunque no por la pulla de Bernie, sino porque no me sentía cómodo colocando a Potter en el mismo lote que a Wilber Canning. Potter era un tipo duro y, desde luego, no se consigue una fortuna como la suya —se hablaba de cien millones— sin recortar sueldos y probablemente unas cuantas cabezas. Pero un hombre que había tenido una hija como Linda Loring no podía ser tan malo. Yo había charlado con él en una ocasión. Empezó amenazándome, siguió dándome una conferencia sobre el deprimente hatajo que formábamos todos los demás, pasó a amenazarme de nuevo y terminó sugiriendo de manera informal que, si no me metía en líos, podría darle un empujón a mi negocio. Dije: gracias, pero no, gracias. Al menos eso creo que dije.
Bernie miró su reloj. Era tan grande como una patata, pero en su brazo parecía pequeño.
—Tengo que largarme —dijo, y empezó a bajarse del taburete.
—No has terminado tu copa. Los cócteles no son baratos, ¿sabes?
—Oye, se supone que estoy de servicio. Toma —sacó la cartera y arrojó un billete de cinco sobre la barra—, te invito.
Le lancé una mirada, cogí el billete, lo doblé y se lo metí en el bolsillo superior de su chaqueta azul de sarga.
—No me insultes, Bernie. He sido yo quien te ha propuesto venir a tomar una copa, así que yo pago. Forma parte de lo que se conoce como contrato social.
—Es verdad, no se me dan muy bien las reglas de sociedad —sonrió y le devolví la sonrisa—. Hasta pronto, Phil.
—¿Tienes que irte?
—Tengo trabajo —se puso el sombrero, se lo ajustó y, con un dedo, dio un golpecito al ala como gesto de despedida—. Adiós, por el momento.
Terminé mi copa y se me pasó por la cabeza beberme la que Bernie había dejado sin tocar, pero hay ciertos límites que nosotros, los Marlowe, nunca sobrepasamos. Así que pagué la cuenta y cogí mi sombrero. Advertí que Jake estaba a punto de preguntarme qué tal se encontraba mi novia, refiriéndose a Linda Loring. Para evitarlo, simulé que tenía una cita urgente en otra parte y escapé.
Era una noche clara y fresca; una inmensa estrella brillaba en el horizonte lanzando una larga daga de luz al corazón de las colinas de Hollywood. Los murciélagos chillaban y aleteaban, como fragmentos de papel carbonizado sobrevolando una hoguera. Busqué en el cielo la luna, pero no la encontré. Tanto mejor, la luna siempre me pone melancólico. No tenía ningún sitio adonde ir ni nada que hacer. Recordé que estaba sin coche, así que paré un taxi y le pedí al conductor que me llevara a casa. Era un italiano tan grande como Bernie Ohls y casi igual de malhumorado. Cada vez que pillaba un semáforo en rojo, maldecía en voz baja. Las palabras eran italianas, pero yo no necesitaba traducción para comprender qué decía.
El ambiente de la casa estaba muy cargado, como si una multitud la hubiera ocupado en mi ausencia y hubiera permanecido dentro todo el día con las ventanas cerradas. Dispuse en el tablero de ajedrez una partida que había sacado de un libro: Lasker contra Capablanca. Capablanca hizo trizas al gran maestro alemán con uno de sus finales más delicados y mortíferos. Resultaba difícil encontrar una partida mejor, pero yo no estaba en las condiciones adecuadas. Sentía el júbilo que me había dado la ginebra que había bebido, y no quería que desapareciera. Hay ocasiones en que desearías que tu mente se detuviera, pero la mía estaba demasiado agitada aquella noche como para relajarse. Por mucho que intentara rehuir ciertos pensamientos, seguían ahí.
Me metí en el Oldsmobile y me dirigí a Barney’s Beanery, donde me bebí seis bourbons en batería y hubiera seguido de no ser porque el bueno de Travis, mi ángel de la guarda detrás de la barra, se negó a servirme más. Me obligó a darle las llaves del coche, me ayudó a salir a la calle y me metió en un taxi. No recuerdo mucho más. De algún modo, conseguí subir las escaleras rojizas de madera, abrir la puerta y llegar al dormitorio, donde me desperté alrededor de medianoche, atravesado en la cama, vestido y boca abajo. Olía como una mofeta y tenía tanta sed como un camello.
Anduve tambaleante hasta la cocina, me incliné sobre el fregadero y me bebí un litro de agua directamente del grifo. Acto seguido anduve tambaleante hasta el cuarto de baño, me incliné sobre la taza del váter y vomité dos litros de líquido. El primer litro era agua y el siguiente un líquido verde pálido. Supongo que era mitad ginebra y mitad bilis. Había sido un largo día.
Y todavía no había acabado. El teléfono me despertó durante la noche. Lo primero que pensé fue que era una alarma contra incendios y me hubiera precipitado fuera, a la noche, de no ser porque, por alguna razón, no conseguí abrir la puerta. Levanté el auricular del teléfono como si fuese la cabeza de una serpiente cascabel. Era Bernie. Llamaba para decirme que acababan de encontrar a Floyd Hanson ahorcado en su celda, colgado de uno de los barrotes de la ventana. Había rasgado la sábana de la cama en tiras y las había entrelazado para improvisar una soga. La ventana no era lo bastante alta y tuvo que permanecer colgado con los pies en el suelo y las rodillas flexionadas. Debió de tardar mucho tiempo en morir.
—Así que un pájaro menos para cantar —dijo Bernie. Le comenté que era todo corazón. Se rio, pero sin ganas—. ¿Qué te pasa en la boca? Parece que llevas una mordaza.
—Estoy borracho.
—¿Estás qué? No entiendo una sola palabra de lo que dices.
—Digo que estoy borracho. Curda. Pedo. Bolinga.
Esta vez se rio de verdad. Debía de ser divertido escuchar a alguien tan ebrio intentando pronunciar aquellas palabras. Especialmente la última.
Cogí una buena bocanada de aire y, aunque me mareé, al menos se me despejó la cabeza lo suficiente como para preguntar por Bartlett.
—¿Quién es Bartlett? —inquirió Bernie.
—Por los clavos de Cristo, Bernie, no chilles —imploré, separando el auricular de mi oreja—. El viejo con la porra al que disparé en la rodilla.
—Ah, ese. No se encuentra muy bien. Lo último que he oído es que está en coma. Ha perdido muchísima sangre. Le están haciendo transfusiones. Tal vez salga de esta. Tal vez no. Estarás orgulloso de ti mismo, Wild Bill.
—Joder, casi me ahoga —gruñí.
—¿Ese viejito? Estás perdiendo los papeles, Marlowe.
—Ya empezamos. Vuelves a llamarme Marlowe.
—Bueno, podría llamarte cosas mucho peores. Que me hayas invitado a un par de copas no me convierte ni en tu mejor amigo ni en tu compañero de juerga. Además, el efecto de la bebida se me pasó tan pronto entré en la oficina. Donnelly venía de algún acto elegante para recaudar fondos y apareció con esmoquin y pajarita negra, apestando a colonia y a mujeres de alta sociedad. ¿Nunca te has fijado en cómo ese tipo de fiestas huele siempre a mujeres?
—¿Acaso he estado yo alguna vez en ese tipo de fiestas?
—Es un olor que hace que te dé vueltas la cabeza. También se notan los efectos más abajo. A lo que íbamos, Donnelly estaba bastante molesto por haberse visto obligado a irse del baile, pero eso no fue nada comparado con cómo se puso cuando se enteró de lo que había ocurrido en el Club Cahuilla, contigo disparando a mayordomos y Canning haciendo el truco de la cuerda india y desvaneciéndose en el aire.
—Bernie —dije con voz de «algo infinitamente amable, que infinitamente sufre», como escribe el poeta—, Bernie, estoy borracho, estoy enfermo y tengo una taladradora metida dentro de la cabeza. Hoy casi me ahogan. He disparado a un tipo que quizá no sobreviva y que probablemente se lo merezca, pero, incluso en ese caso, disparar a los malos te deja agotado. Así que, por favor, ¿puedo regresar a mi cama?
—Sí, claro, Marlowe, ve a dormir mientras los demás nos quedamos en vela toda la noche intentando solucionar este follón que, en mi opinión, empezaste tú.
—Siento que estés en el trabajo equivocado, Bernie. ¿Qué querías ser? ¿Maestro de guardería?
Estalló y lo que le salió entonces por la boca ni siquiera se encuentra en los libros que venden, metidos en una bolsa marrón, en esas tiendas con las cortinas siempre echadas y sin ningún letrero en la puerta. Le dejé que despotricara hasta que se quedó sin aliento, calló y lo único que se oyó por el auricular fueron sus resoplidos. Luego me preguntó qué había hecho con el revólver.
—¿Qué revólver?
—¿Qué revólver? El revólver con que disparaste a Bartleby.
—A Bartlett. Lo tiré.
—¿Dónde?
—A las buganvillas.
—¿A las qué?
—A los arbustos. En el Club Cahuilla.
—¡Menudo estúpido! ¿En qué estabas pensando?
—No estaba pensando en nada. Actué por instinto. ¿Recuerdas lo que es el instinto, Bernie? Es lo que guía fundamentalmente la conducta de la mayoría de los seres humanos, de personas que no llevan un cuarto de siglo en el cuerpo de Policía.
Y le colgué.