Cuando era joven, hará un par de milenios, creía saber lo que hacía. Era consciente del carácter caprichoso del mundo, de cómo se divierte con nuestras esperanzas y nuestros deseos; pero en lo relativo a mis propias acciones, estaba convencido de que era yo, erguido en el asiento del conductor, quien manejaba el volante con las dos manos. Ahora sé que no es así. Ahora sé que las decisiones que creemos tomar solo parecen tal en retrospectiva y que, cuando las cosas suceden, en realidad tan solo nos dejamos llevar. No me inquieta demasiado ser consciente del escaso control que tengo sobre mi vida. En general, me satisface dejarme arrastrar por la corriente, con las manos dentro del agua para pescar los bichos raros. Sin embargo, hay ocasiones en que desearía haber hecho el esfuerzo de pensar a largo plazo para calcular las consecuencias de mis actos. Me refiero a mi segunda visita al Club Cahuilla, que resultó ser drásticamente distinta a la anterior. Lo puedo decir con certeza.
Fui por la tarde y el club se encontraba lleno. Se estaba celebrando una especie de convención y había muchos hombres, la mayoría viejos, con camisas de colores, bermudas de tela escocesa y un vaso alto entre las manos, paseando entre las buganvillas. Un buen número no se sostenían muy bien sobre las piernas. Todos llevaban un fez rojo sobre la cabeza, como un tiesto puesto boca abajo del que cayeran unas borlas. Marvin, el guarda de las muecas de la verja de entrada, había llamado al despacho del gerente y me había hecho un gesto con la mano para que entrara. Aparqué el Oldsmobile a la sombra de un árbol y subí andando hasta el edificio del club. A medio camino, me encontré con el viejo de aspecto juvenil que me había abordado la vez anterior. Estaba retirando las hojas del camino con un rastrillo. Aunque no pareció reconocerme, le saludé.
—¿Está el Capitán Garfio? —me lanzó una mirada nerviosa y siguió rastrillando. Lo intenté de nuevo—: ¿Qué tal se encuentran hoy los Niños Perdidos?
Movió la cabeza con terquedad.
—No debo hablar con usted —murmuró.
—¿De verdad? ¿Y quién lo ha dicho?
—Ya lo sabe.
—¿El capitán?
Miró cautelosamente a un lado y a otro.
—No debe mencionar su nombre. Me va a causar problemas —dijo.
—Desde luego, no es mi intención. Solo…
Detrás de nosotros se alzó una voz.
—¿Lamarr? ¿Qué te tengo dicho sobre molestar a los visitantes?
Lamarr dio un brinco sobresaltado y encorvó los hombros como si le fueran a golpear. Floyd Hanson se acercó a nosotros como acostumbraba, con una mano en el bolsillo de sus pantalones recién planchados. Aquel día vestía una chaqueta de lino azul claro, una camisa blanca y una corbata de cordón con la cabeza de un toro, esculpida en una brillante piedra negra, como cierre.
—Hola, señor Hanson, Lamarr no me estaba molestando —le dije.
Hanson asintió con una sonrisita maliciosa en la cara, puso una mano en el hombro revestido de caqui de Lamarr y le dijo en voz baja:
—¡Hala, vete, Lamarr!
—Por supuesto, señor Hanson —dijo Lamarr, tartamudeando. Me lanzó una ojeada, medio resentida, medio asustada, y se marchó arrastrando los pies y tirando del rastrillo. Hanson lo contempló con expresión indulgente.
—Lamarr tiene un buen corazón, pero es muy fantasioso.
—Cree que usted es el Capitán Garfio —comenté.
Asintió con una sonrisa.
—No sé cómo conoce Peter Pan. Me imagino que alguien le leyó la historia alguna vez, o puede que le llevaran al teatro a ver la obra. Después de todo, los Lamarr de este mundo también tienen una madre —se volvió hacia mí—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Marlowe?
—¿Sabe lo de Lynn Peterson?
Su rostro se tornó serio.
—Por supuesto. Algo trágico. ¿Es posible que lo mencionaran a usted en los artículos sobre la muerte de esa mujer?
—Sí, es posible. Estaba con ella cuando los asesinos se la llevaron.
—Entiendo. Tuvo que ser desagradable.
—Sí, desagradable es la palabra.
—¿Por qué se la «llevaron»? Uso su expresión.
—Estaban buscando a su hermano.
—Pero ¿no está muerto?
—¿Lo está?
Hanson no respondió, tan solo me miró larga y pensativamente con la cabeza ladeada.
—¿Ha venido a hacerme más preguntas sobre Nico? No hay nada nuevo que pueda contarle.
—¿Conoce a un hombre llamado Lou Hendricks? —le pregunté.
Pensó unos instantes la respuesta.
—¿El hombre que dirige el casino en el desierto? Sí, lo conozco. Ha estado en el club una o dos veces.
—¿No es socio?
—No, vino como invitado.
En la lejanía, en el extremo opuesto de la pradera, los hombres de la convención lanzaron una desordenada ovación. Hanson se colocó la mano como visera sobre los ojos para mirar hacia allí.
—Hoy tenemos a la fraternidad de los Shriners, como puede ver. Han organizado un torneo de golf con fines benéficos. Suelen ser un poco alborotadores. ¿Le apetece beber algo?
—No me hará daño, siempre que no sea té.
Él sonrió.
—Acompáñeme.
Entramos por la puerta principal, pasamos junto a la mesa ornamentada y la petulante recepcionista con sus gafas azules. Había grupos de viejos ataviados con su fez rojo merodeando por los pasillos, en el bar y en el comedor.
—Vamos a mi despacho. Estaremos más tranquilos —dijo Hanson.
El despacho era espacioso y de techo alto, discretamente amueblado con escogidas piezas de mobiliario de color claro y con bonitas alfombras indias en el suelo. Las paredes estaban revestidas de madera de cerezo y había una mesa como la de la recepción, solo que más grande y más ornamentada. Era obvio que Hanson no escatimaba cuando se trataba de sí mismo. Eché en falta alguna señal de su vida privada: no había fotos enmarcadas de una esposa y unos hijos o el retrato de estudio de una novia con un cigarrillo y una melena a lo Veronica Lake, que los tipos como Hanson suelen colocar en lugar bien visible sobre sus mesas. Tal vez no le gustaban las mujeres o tal vez el club no veía con buenos ojos el toque personal. ¿Qué mas daba? En cualquier caso, había algo imperceptiblemente amenazador en la estudiada pulcritud de la habitación.
—Siéntese, señor Marlowe —dijo Hanson. Cruzó el despacho hacia un aparador con una hilera de botellas a la vista—. ¿Qué puedo ofrecerle?
—Un whisky no estaría mal.
Deslizó la vista sobre las botellas.
—Tengo Old Crow. ¿Le va bien? Yo soy hombre de martinis.
Me sirvió con generosidad, añadió unos cubitos de hielo, se aproximó a mí y me tendió el vaso. Me había sentado en un primoroso y pequeño sofá con patas de madera biseladas y respaldo alto.
—¿No me acompaña? —le pregunté.
—No bebo en el trabajo. El señor Canning mantiene una actitud muy estricta sobre los peligros de la bebida —me dedicó su radiante sonrisa.
—¿Le importa si fumo? ¿O el señor Canning también mantiene esa actitud con el tabaco?
—Adelante, por favor —me observó mientras encendía el cigarrillo. Le ofrecí mi pitillera, pero negó con la cabeza. Se dirigió a su mesa y se apoyó en ella, con los brazos y los tobillos cruzados—. Es usted un hombre persistente, señor Marlowe —dijo en tono coloquial.
—Lo que quiere decir es que soy una mosca cojonera.
—No es eso lo que he dicho. Admiro la persistencia.
Contemplé la habitación mientras saboreaba la bebida y daba caladas a mi cigarrillo.
—¿En qué consiste exactamente su trabajo, señor Hanson? Sé que es el gerente, pero ¿cuáles son sus obligaciones?
—Dirigir un club como este requiere mucho trabajo de administración. Le sorprendería comprobarlo.
—¿El señor Canning le deja carta blanca?
Entrecerró levemente los ojos.
—Más o menos. Digamos que tenemos un acuerdo.
—¿Qué quiere decir eso? —por lo visto, yo conocía a un buen número de personas que tenían un acuerdo.
—Deja que sea yo quien dirija el lugar y yo le ahorro quebraderos de cabeza cuando surgen dificultades. A menos que las dificultades sean… ¿Cómo podría explicarlo? A menos que las dificultades sean tales que yo no pueda resolverlas solo.
—¿Qué sucede en ese caso?
Sonrió y las comisuras de sus ojos se arrugaron.
—El señor Canning se hace cargo —dijo con suavidad.
Noté que había empezado a parpadear como si me hubiera entrado una mota de polvo en los ojos. El bourbon parecía estar haciendo su mágico efecto a gran velocidad.
—Veo que siente un encomiable respeto hacia su jefe —le dije.
—Es una persona que impone respeto. Por cierto, ¿qué tal su whisky?
—Excelente. Tiene un paladar de hogueras con madera de nogal durante las tardes de otoño en las zonas perdidas de Kentucky.
—Señor Marlowe, adivino en usted un alma de poeta.
—En mi juventud leí uno o dos poemas de Keats, y también de Shelley —¿de qué demonios estaba hablando? De repente, mi lengua parecía tener vida propia—. Pero no he venido aquí a hablar de poesía.
Sentí cómo me deslizaba hacia abajo en el sofá y me esforcé en mantenerme derecho. Bajé la vista al vaso que sostenía en la mano. El líquido temblaba y los cubitos de hielo se entrechocaban con un suave sonido, como si estuvieran hablando de mí. Miré alrededor de la habitación mientras parpadeaba. En la ventana, la luz entraba a través de las tablillas de madera de la persiana veneciana, cegadora y afilada como hojas de sable.
Hanson me observaba con gran atención.
—¿Para qué ha venido, señor Marlowe? —me preguntó.
—He venido para continuar nuestra conversación sobre Peterson, ¿no es así? Sobre Nico Peterson, eso es —mi lengua volvía a darme problemas: parecía hinchada, como si hubiera aumentado su tamaño al doble, y ocupaba mi boca como una patata caliente y con la piel rasposa—. Sin olvidar a su hermana —fruncí el ceño—. Ya la he mencionado antes, ¿no es verdad? Se llama Lynn. Se llamaba. Una mujer bien guapa. Tenía unos bonitos ojos. Unos bonitos ojos verdes. Pero, claro, usted la conoce.
—¿Sí?
—Claro que sí —ahora tenía problemas con las eses; se quedaban enganchadas en mis incisivos como nudos de un hilo dental—. Estaba aquí el otro día, cuando vine a verlo. ¿Cuándo fue eso? Bah, no importa. Nos encontramos con ella cuando salía de… ¿Cómo se llama? La pi… la pis… la piscina —me incliné hacia delante para dejar el vaso en la mesita baja de cristal que había frente al sofá, pero calculé mal y aún estaba en el aire cuando lo solté. Cayó sobre el cristal con un crujido agudo—. ¿Sabe? Creo que estoy…
Perdí la voz mientras de nuevo me deslizaba hacia abajo del sofá. Hanson parecía estar muy lejos y a gran altura y también parecía oscilar, como si yo estuviera bajo el agua y lo mirara a través de la superficie ondulante.
—¿Se encuentra bien, señor Marlowe?
Su voz retumbó en mis oídos. Seguía apoyado en la mesa con los brazos cruzados. Sonreía. Con gran esfuerzo conseguí hablar.
—¿Qué me ha echado en la bebida?
—¿Qué dice? Está farfullando. Pensaba que era un hombre que sabía beber, señor Marlowe. Es evidente que me equivocaba.
Alargué la mano en un vano intento de agarrarle, pero estaba demasiado lejos y, por otra parte, costaba creer que mis dedos tuvieran fuerza suficiente para sujetar nada. De golpe, perdí todo control y noté cómo caía en picado al suelo, pesado como un saco de patatas. La luz se apagó lentamente.