17

Era medianoche larga y me hallaba tumbado en la cama en mangas de camisa, fumando un cigarrillo y con la vista fija en el techo. La lámpara de la mesilla de noche estaba encendida y las rosas pintadas proyectaban sombras en las paredes. Parecían manchas de sangre que alguien hubiera empezado a lavar y hubiera dejado sin terminar.

Pensaba en esto y en aquello; esto era Clare Cavendish y aquello era asimismo Clare Cavendish. Acostado en el lado de la cama donde ella había estado, podía oler la fragancia de su pelo en la almohada o, al menos, eso me parecía. Había hecho bien en dejarla ir. No solo era guapa, además era muy rica, y esa clase de mujeres sencillamente no era para mí. Linda Loring, que ahora estaba en París, era así; por eso me había mostrado reticente a casarme con ella, por mucho que Linda hubiera insistido. Nos habíamos acostado una vez e imagino que me quería, pero no sé por qué razones ella pensaba que el amor desemboca inevitablemente en el matrimonio. Su hermana se había casado con Terry Lennox y había acabado con una bala en la cabeza y el rostro destrozado. No era el mejor ejemplo de felicidad conyugal. Además, yo ya no era joven y era posible que ya no me casara.

El teléfono sonó; supe que era Clare. No sé cómo lo supe, pero es así. Tenía una extraña relación con los teléfonos; los odiaba, pero de alguna manera parecíamos estar en la misma longitud de onda.

—¿Eres tú? —preguntó Clare.

—Sí, soy yo.

—Ya sé que es tarde. ¿Estabas dormido? Lo siento si te he despertado —hablaba muy despacio, como si estuviera en trance—. No sabía a quién llamar.

—¿Qué sucede?

—¿Podrías…? ¿Podrías venir a casa?

—¿A tu casa? ¿Ahora?

—Sí, necesito a alguien… Necesito a alguien que… —la voz le empezó a temblar y tuvo que detenerse unos segundos para calmarse. Parecía estar al borde de la histeria—. Se trata de Rett.

—¿Tu hermano?

—Sí, Everett.

—¿Qué le ocurre?

Se quedó en silencio de nuevo.

—Te agradecería que vinieras a casa, de verdad. ¿Puedes? ¿Estoy pidiendo demasiado?

—Ahora voy —le dije.

Claro que iría. Habría ido a reunirme con ella aunque me hubiera llamado desde la cara oculta de la luna. Es curioso lo rápido que cambian las situaciones. Hacía un minuto me estaba felicitando por haberme librado de ella y ahora sentía como si se hubiera abierto una puerta dentro de mí y yo corriera para atravesarla con el sombrero en la mano y los faldones de la chaqueta flotando en el aire. ¿Por qué la había alejado de mí haciendo chistes idiotas y actuando como un canalla? ¿Qué diablos me ocurría para ahuyentar de noche a una mujer tan hermosa como aquella, con los labios fruncidos de rabia y el rostro pálido de ira? ¿Me creía tan especial como para poder permitirme dejarla ir así? Como si el mundo estuviera lleno de Clares Cavendish y a mí me bastara con chasquear los dedos para que otra subiera corriendo las escaleras hasta mi puerta con la cabeza inclinada y colocando un pie cuidadosamente delante del otro, dibujando pequeños ochos.

La calle estaba desierta y una neblina cálida descendía flotando de las colinas. En la acera de enfrente, los eucaliptos permanecían inmóviles bajo la luz de la farola. Parecían una banda de amonestadores, observándome en silencio mientras me metía en el Oldsmobile. ¿No me lo habían advertido? ¿No me habían dicho que era un idiota cuando, aquella noche, me quedé quieto en los escalones de secuoya en lugar de intentar detener a Clare Cavendish en su precipitada marcha?

Crucé la ciudad a una velocidad excesiva, pero afortunadamente no me topé con ningún coche patrulla. La luna creciente flotaba en la niebla frente a mí cuando, al llegar a la costa, giré a la derecha. Olas fantasmales rompían bajo la luz de la luna; más allá de las mismas la noche era una oquedad negra y sin horizonte. Necesito a alguien, me había dicho, necesito a alguien.

Giré el volante para atravesar la verja del Pabellón Langrishe y apagué las luces de cruce, tal como me había pedido Clare. No quería que nadie se enterara de mi llegada; imaginé que al decir «nadie» se refería a su madre; tal vez también a su marido. Conduje hasta el lateral de la casa y aparqué frente al invernadero. Algunas ventanas estaban iluminadas, pero no parecía haber nadie en ninguna de las habitaciones.

Apagué el motor y permanecí sentado con la ventanilla bajada, escuchando el rumor lejano del océano y los extraños gritos adormecidos de las aves marinas. Me apetecía un cigarrillo, pero no quería encender una cerilla. El aire cálido humedecía mi rostro. No estaba seguro de si Clare se habría percatado de que había llegado. Me había indicado dónde aparcar y me había dicho que saldría a buscarme. Me dispuse a esperar. Gran parte de la historia de mi vida consiste en eso: aguardar sentado dentro del coche a altas horas de la noche con el humo rancio del cigarrillo dentro de la nariz y los gritos de las aves nocturnas.

No tuve que esperar. Apenas habían transcurrido un par de minutos cuando vi aproximarse en la neblina una figura. Era Clare. Llevaba un abrigo largo y oscuro, bien cerrado en torno al cuello. Salí del coche.

—Gracias por venir —susurró agitada.

Deseé abrazarla, pero me contuve. Sus dedos se cerraron un instante en torno a mi muñeca antes de que se volviera y se encaminara a la casa.

La seguí. Las puertas francesas estaban abiertas; entramos, pero ella no encendió la luz. Conocía el camino a través de la casa oscura, pero yo tenía que avanzar con cuidado entre las vagas sombras de los muebles. Subió delante de mí por una larga escalera curva y luego recorrimos un pasillo enmoquetado. Las lámparas de las paredes se hallaban encendidas, pero su luz, que habían graduado, era tenue. Clare se había quitado el abrigo oscuro en la planta de abajo. Llevaba un vestido color crema y sus zapatos blancos estaban húmedos por el jardín. Sus tobillos eran delgados y torneados y, desde atrás, los huecos que se abrían en ambos entre el hueso y el tendón se veían profundos, suaves y pálidos como el interior de una concha.

—Aquí dentro —dijo, y de nuevo presionó con urgencia sus dedos alrededor de mi muñeca.

La habitación, no sé por qué, parecía un escenario. Tal vez era por cómo estaba iluminada. Había dos lámparas: una pequeña sobre el tocador y una grande junto a la cama, con una pantalla tostada que debía de tener más de medio metro de diámetro. La cama era del tamaño de una balsa y, sobre ella, Everett Edwards Tercero parecía muy pequeño, desvanecido bajo un lío de sábanas. Yacía sobre la espalda con las manos unidas sobre el pecho, como el cadáver de un mártir en una pintura antigua. Su rostro tenía el mismo color que las sábanas; su pelo caía lacio, empapado en sudor. La camiseta que vestía estaba manchada de vómito y en las comisuras de la boca tenía espumarajos ya secos.

—¿Qué le ha pasado? —pregunté, aunque podía adivinar lo sucedido.

—Está enfermo —contestó Clare. De pie junto a la cama, miraba a su hermano. Parecía la madre del mártir—. Él…, él ha consumido algo.

Levanté el brazo izquierdo del joven, lo giré y vi las marcas de los pinchazos, algunos antiguos y otros nuevos, que se extendían en una línea irregular desde la muñeca hasta el interior del codo.

—¿Dónde está la jeringuilla? —pregunté.

Movió la mano con gesto brusco.

—La he tirado.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—No lo sé. Quizá una hora. Lo encontré en las escaleras. Supongo que había estado vagando por la casa hasta que perdió el conocimiento. No sé cómo conseguí traerlo aquí. Es mi habitación, no la suya. Es lo único que se me ocurrió. Luego te llamé a ti.

—¿Le ha pasado más veces?

—No así, nunca ha estado tan mal —se volvió hacia mí con expresión afligida—. ¿Crees que se está muriendo?

—No lo sé. No respira demasiado mal. ¿Has llamado a un médico?

—No, no me he atrevido.

—Necesita que lo vea un médico. ¿Tienes teléfono aquí? —le pregunté.

Me llevó hasta el tocador. El teléfono, negro y brillante con adornos plateados, había sido fabricado por encargo. Levanté el auricular y marqué. No tengo ni idea de cómo demonios sabía el número de memoria. Era como si mis dedos, y no yo, recordaran. La señal sonó durante largo tiempo; por fin, una voz seca y fría contestó.

—¿Sí?

—Doctor Loring, soy Marlowe, Philip Marlowe.

Me pareció escuchar una rápida inhalación. El silencio zumbó durante unos segundos. Luego, Loring habló de nuevo.

—Marlowe —lo pronunció como si fuera una palabrota—, ¿por qué me llama a esta hora de la noche? ¿Cómo se atreve a llamarme?

—Necesito su ayuda.

—¿Tiene la desfachatez de…?

—Escuche, no se trata de mí, es por un amigo. Tengo a mi lado a un hombre inconsciente que necesita ayuda.

—¿Y me llama a ?

—No lo habría hecho si me hubiera venido otro nombre a la cabeza.

—Voy a colgar ahora mismo.

—Espere. Ustedes, los médicos, ¿no hacen un juramento? Este hombre puede morir si no le atienden.

Hubo un silencio. Clare permanecía pegada a mí, mirándome como si pudiera leer en mi cara lo que decía Loring.

—¿Qué le sucede a esa persona? —preguntó él.

—Ha sufrido una sobredosis.

—¿Intentaba suicidarse?

—No, estaba inyectándose una dosis.

—¿Una dosis?

Me podía imaginar su expresión de desagrado.

—Sí, es drogadicto. ¿Eso cambia algo? Los drogadictos también son personas —le dije.

—¿Cómo se atreve a darme lecciones?

—No le estoy dando lecciones, doctor. Es tarde, estoy agotado, usted es el primero que se me vino a la cabeza…

—¿Ese hombre no tiene familia? ¿No tienen un médico de confianza a quien llamar?

Clare seguía pendiente de mí, atenta a cada palabra. Le di la espalda y coloqué las manos en torno a la boca del teléfono.

—Es la familia Cavendish —dije en voz baja—. También se los conoce como Langrishe. ¿Le dicen algo esos nombres?

Loring permaneció en silencio. Si se podía decir algo bueno acerca de Loring es que era un esnob. Algo bueno en aquellas circunstancias, quiero decir.

—¿Se refiere a Dorothea Langrishe? —inquirió. Su tono había cambiado, había ahora en él un pequeño eco respetuoso.

—Sí, en efecto. Se da cuenta, pues, de la discreción que esto requiere.

Apenas dudó un segundo antes de hablar.

—Deme las señas. Salgo inmediatamente para allá.

Le expliqué cómo llegar al Pabellón Langrishe y le pedí que apagara las luces del coche y aparcara junto al invernadero, tal como yo había hecho. Colgué y me volví hacia Clare.

—¿Sabes quién era?

—¿El ex de Linda Loring?

—Exacto. ¿Lo conoces?

—No, nunca hemos coincidido.

—Es intransigente y tiene una gran opinión de sí mismo, pero también es un buen médico. Y discreto —le dije.

Clare asintió.

—Gracias.

Cerré los ojos y con la punta de los dedos me masajeé los párpados. Luego la miré de nuevo.

—¿Crees que podrías conseguirme una copa?

Una expresión de impotencia cubrió su rostro durante un segundo.

—Está el whisky de Richard. Voy a ver qué encuentro —dijo.

—Por cierto, ¿dónde está Richard?

Ella se encogió de hombros.

—Por ahí, ya sabes.

—¿Qué sucede si regresa y encuentra a tu hermano en este estado?

—¿Qué puede suceder? Lo más probable es que Dick se ría y se vaya a la cama. No le importa gran cosa lo que nos suceda a Rett y a mí.

—¿Y tu madre?

Un atisbo de alarma cruzó su rostro.

—Mi madre no debe enterarse. No debe enterarse.

—¿No deberías contárselo? Después de todo, es su hijo.

—Le rompería el corazón. No sabe lo de las drogas. Cada vez que se enfada conmigo, Richard amenaza con contárselo. Es una forma de tenerme bajo su control. Una de las muchas.

—Puedo imaginármelo —volví a frotarme los ojos, los sentía como si se me hubieran secado ante una hoguera—. ¿Y esa copa?

Se marchó. Me aproximé a la cama, me senté en el borde y contemplé al joven inconsciente con el pelo sucio y el vómito en la camiseta. No creía que se estuviera muriendo, pero no soy un experto en drogas ni en drogadictos. Everett Tercero era obviamente un veterano; algunas de las marcas de la jeringa llevaban mucho tiempo en su brazo. Antes o después su madre descubriría lo que hacía su querido hijo cuando no estaba en casa dejándose acariciar el pelo por ella. Yo esperaba que no lo descubriera de la peor manera posible. En ese momento de su vida, lo último que necesitaba tras haber perdido a su marido de aquella forma terrible era otra muerte violenta en la familia.

Clare regresó con una botella de Southern Comfort y un vaso de cristal tallado. Sirvió en él una dosis generosa y me lo tendió. Me puse en pie e incliné ligeramente el cristal en su dirección en señal de agradecimiento. Aunque no me agrada el Southern Comfort, demasiado dulzón para mi gusto, serviría. Iba a sacar mi pitillera, pero cambié de opinión. No parecía correcto fumar en el dormitorio de Clare Cavendish. Eché un vistazo a su hermano.

—¿Dónde consigue la droga? —pregunté.

—No sé dónde la consigue ahora —desvió la mirada mientras se mordía el labio. Hasta cuando sufría estaba preciosa—. Nico solía pasarle algo de vez en cuando. Así fue como lo conocí. Everett nos presentó —esbozó una pequeña y triste sonrisa—. ¿Te escandaliza?

—Sí, un poco. No se me había pasado por la cabeza que Peterson y tú tuvierais ese tipo de relación.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué tipo de relación?

—La relación de alguien que se acuesta con un camello.

Mi comentario la hizo vacilar, pero se recuperó enseguida. Ahora que sabía que un médico estaba en camino y que ya no necesitaba encargarse de todo, volvía a ser la misma.

—No entiendes a las mujeres en absoluto —espetó.

De repente, me pregunté si alguna vez la había oído pronunciar mi nombre, si alguna vez me había llamado Philip. No lo recordaba, ni siquiera cuando estábamos en la cama, bajo el resplandor de las rosas pintadas de rojo sangre.

—No, creo que no las entiendo. ¿Existe algún hombre que las comprenda?

—Sí, he conocido a algunos.

Apuré mi vaso. Realmente aquel whisky tenía un regusto dulzón, debían de añadirle caramelo o algo parecido.

—¿Estás siendo sincera conmigo? ¿De verdad viste a Peterson en Market Street aquel día?

Abrió los ojos con asombro.

—Desde luego, ¿por qué te iba a mentir?

—No lo sé. Como tú dices, no te comprendo.

Se sentó en la cama y colocó las manos sobre las rodillas.

—Tienes razón —dijo en voz baja—. No debería haber tenido nada con él. Es… —se detuvo para buscar la palabra—. Él carece de dignidad. ¿Te suena raro? No quiero decir que sea indigno de , Dios sabe que a mí tampoco me sobra la dignidad. Él es encantador, divertido y tiene una mente sofisticada. Incluso es valiente a su modo, pero está vacío por dentro.

La miré a los ojos. Se encontraba lejos, muy lejos. Tuve la intuición de que no estaba hablando de Peterson, que solo estaba utilizándolo para hablar de otra persona. Era así, estaba seguro de que era así. Y para ella aquel hombre de quien hablaba era preciado como nunca llegaría a serlo un hombre como Nico Peterson, como nunca llegaría a serlo un hombre como yo. Sentí un intenso deseo de besarla, sin saber por qué. Me refiero a que no sabía por qué deseaba besarla justo en aquel momento, cuando se encontraba tan distante de mí, pensando en la persona a quien amaba. Las mujeres no son los únicos seres que no comprendo, tampoco me comprendo a mí mismo, ni siquiera un poquito.

De repente, alzó el rostro y una mano.

—Oigo un coche. Debe de ser el doctor Loring —dijo.

Bajamos, atravesamos la casa en la oscuridad, igual que habíamos hecho al entrar, y salimos al jardín. Allí estaba el coche del doctor, aparcado detrás del mío. Cuando nos acercamos, Loring abrió la puerta y salió.

Era delgado, con ojos arrogantes y una pequeña perilla. Ambos habíamos mantenido varios secos intercambios verbales. Desconozco si sabía que su exmujer quería casarse conmigo. Probablemente no hubiera supuesto ninguna diferencia, pues era imposible que me odiara más. Sin contar con que, hacía ya tiempo, se había desentendido de Linda.

—He venido, Marlowe, como puede ver —dijo con frialdad.

Le presenté a Clare. Estrechó su mano brevemente.

—¿Dónde está el paciente? —preguntó.

Entramos en la casa y nos dirigimos hacia el dormitorio de Clare. Cerré la puerta tras nosotros y apoyé la espalda contra la madera. A partir de aquel instante, Clare ya podía manejar el asunto. Everett era su hermano y era preferible que yo me mantuviera lo más apartado posible de Loring.

Él se aproximó a la cama y dejó su maletín negro sobre la colcha.

—¿Qué ha sido? ¿Heroína? —preguntó.

—Sí, eso creo —susurró Clare.

Loring tomó el pulso a Everett, levantó sus párpados y examinó sus pupilas, le puso una mano en el pecho y presionó suavemente un par de veces. Asintió y cogió una jeringa hipodérmica de su maletín.

—Le voy a inyectar adrenalina. Volverá en sí dentro de un rato —dijo.

—¿Quiere decir que no es…, que no es serio? —preguntó Clare.

Él le lanzó una mirada torva. Cuando estaba enfadado u ofendido, lo que sucedía bastante a menudo, sus ojos parecían encogerse dentro de las cuencas.

—Querida señora, la frecuencia cardiaca de su hermano es menor de cincuenta y su frecuencia respiratoria es menor de doce. Creo poder afirmar que esta noche hubo un momento en el que estuvo a punto de morir. Por suerte, es joven y está relativamente sano. No obstante —colocó boca abajo una ampolla con un líquido claro y pinchó la tapa de goma con la aguja hipodérmica—, si continúa manteniendo este hábito, lo matará sin lugar a dudas y más bien pronto que tarde. Hay personas con adicción a la heroína que están vivas, no viven bien, pero viven. Pero su hermano, está claro, no es de ese tipo.

Hundió la aguja en el brazo de Everett y alzó la vista hacia Clare.

—Es débil. Tiene la debilidad escrita en su cuerpo. Debería meterle en una clínica. Puedo darle algunos nombres, personas a quienes llamar, centros que visitar. Si no lo hace, lo perderá sin la menor duda —sacó la aguja y la colocó en su bolsa, junto al vial vacío. Se volvió de nuevo hacia Clare—. Aquí tiene mi tarjeta. Llámeme mañana.

Clare se sentó en el borde de la cama con las manos cruzadas sobre el regazo. Parecía que alguien la hubiera golpeado. Su hermano se removió y gimió.

Loring se giró hacia mí con brusquedad.

—Lo acompaño —le dije.

Me lanzó una mirada helada.

Bajamos la escalera en la penumbra de la casa. Loring era uno de esos hombres cuyo silencio es más elocuente que su conversación. Yo sentía el desprecio y el odio que irradiaban de él como olas de calor. No era culpa mía que su mujer lo hubiera dejado y quisiera casarse conmigo.

Atravesamos el oscuro invernadero y salimos a la noche. La neblina se pegó a mi cara como una bufanda húmeda. Mar adentro, una luz parpadeaba en el mástil de un barco fondeado. Loring abrió la puerta de su coche, arrojó el maletín dentro y se volvió hacia mí.

—No sé por qué persiste en entrometerse en mi vida, Marlowe. No me agrada —me dijo.

—Tampoco a mí me divierte. Pero le agradezco que haya venido esta noche. ¿Cree que podría haber muerto?

Se encogió de hombros.

—Como dije antes, es joven y los jóvenes tienden a sobrevivir a todo tipo de autoagresiones —iba a meterse en el coche, pero se detuvo—. ¿Qué relación tiene con esta familia? No creo que pertenezcan al mismo nivel social.

—Estoy haciendo un trabajo para la señora Cavendish.

Lanzó un sonido que en cualquier otra persona hubiera sido una carcajada.

—Debe de estar metida en un buen lío si ha tenido que llamarlo.

—No está metida en ningún lío. Me ha contratado para encontrar a alguien, a un amigo suyo.

—¿Por qué no va a la policía?

—Es un asunto privado.

—Sí, a usted se le da bien entrometerse en las vidas ajenas, ¿verdad?

—Mire, doctor, nunca ha sido mi intención hacerle daño. Si su mujer lo dejó…

Noté cómo se ponía rígido en la oscuridad.

—¡Cómo se atreve a hablar de mi matrimonio!

—No sé cómo me atrevo, pero quiero que sepa que no tengo nada contra usted —dije, fatigado.

—¿Cree que eso me importa? ¿Piensa que tengo el más mínimo interés en cualquier cosa relacionada con usted?

—No, imagino que no.

—Por cierto, ¿qué le ha sucedido en la cara?

—Un tipo me golpeó con el cañón de una pistola.

Soltó aquella risa fría de nuevo.

—¡Con qué gente tan agradable se codea!

Retrocedí unos pasos.

—Gracias por venir. No puede ser tan malo haber salvado una vida.

Pareció que iba a decir algo, pero se metió en el coche, cerró la puerta con un golpe seco, encendió el motor, giró rápidamente marcha atrás, patinó sobre la grava y desapareció.

Durante un momento permanecí en la húmeda oscuridad, con el rostro contusionado alzado hacia el cielo, llenándome los pulmones del aire salado de la noche. Pensé en regresar a la casa, pero decidí no hacerlo. No tenía nada más que decirle a Clare, no aquella noche en cualquier caso. Aunque ella había vuelto a mi vida. Sí, desde luego que había vuelto.