Pensé que el asunto terminaría ahí. Como ya me suponía, Bernie no consiguió ninguna información sobre los mexicanos. Me dijo que se había puesto en contacto con un amigo policía que trabajaba en la frontera de Tijuana para preguntarle por el posible paradero de Gómez y López, pero que el amigo no le había sido de ninguna utilidad. Me sorprendieron dos cosas de lo que me contó: primero, que Bernie tuviera un amigo y, de entre todos los lugares imaginables, en Tijuana. Segundo, que hubiera policía en aquella frontera. Así que a eso se dedicaban aquellos tipos con camisas caquis y manchas de sudor en las axilas que te miraban con expresión de aburrimiento y te indicaban con el brazo que siguieras adelante, sin ni siquiera molestarse en sacarse el mondadientes de la boca. La próxima vez que bajara a México debía acordarme de mostrarles más respeto.
En cualquier caso, desconozco cuánto se esforzó Bernie en intentar localizar a los asesinos de Lynn Peterson. Ella no era alguien importante, no como Clare Cavendish, por ejemplo. Me enteré de que Lynn era bailarina y había trabajado en los clubes de Bay City. Yo conocía algo de esa vida, su picaresca y su desgaste. Podía imaginarme cómo habría sido para ella. Tipos con vello rizado en el dorso de las manos tratando de manosearla. Gerentes de clubes que imponen sus propias condiciones, que nada tienen que ver con las legales. El alcohol y las drogas, el amargo cansancio nocturno, los amaneceres cenicientos en habitaciones de hoteles baratos. Lo poco que había visto de Lynn me había gustado. Merecía haber tenido una vida mejor. Una muerte mejor.
Tenía que sacarme a los dos mexicanos de la cabeza. La rabia que sentía hacia ellos me quemaba por dentro. Debía zanjar por lo sano y seguir adelante. El corte de mi mejilla estaba cicatrizando y el chichón en la nuca había disminuido y ahora tenía el tamaño de un huevo de paloma.
Dos días más tarde, asistí al funeral de Lynn. Se celebró en una funeraria de Glendale, no sé por qué, tal vez porque ella vivía en esa zona. Había sido incinerada, como su hermano. La ceremonia duró tres minutos. Solo asistimos dos personas: yo y una anciana medio ida con el pelo áspero y crespo y la boca fruncida y mal pintada. Cuando acabó la ceremonia, intenté hablar con ella, pero se escabulló como si creyera que yo era un vendedor de escobas. Dijo que tenía que volver a casa, que su gato ya estaría hambriento. Aun cuando no hablaba, movía la boca pintada en una suerte de murmullo silencioso. Yo sentía curiosidad por saber quién era: no se trataba de la madre de Lynn, de eso estaba seguro. Tal vez de una tía o tal vez, simplemente, de su casera. Deseaba preguntarle por Lynn, pero ella no quería quedarse y no intenté retenerla. Un gato hambriento esperaba a que le dieran de comer.
Conduje a la oficina y aparqué el Oldsmobile. Junto a la puerta del Edificio Cahuenga, un joven muy delgado, con una chaqueta a cuadros rojos y verdes y un sombrero pork-pie, se despegó de la pared y me cortó el paso.
—¿Eres Marlowe?
Tenía un rostro flaco y demacrado con pómulos salientes. Sus ojos eran de un color indefinido.
—Sí, soy Marlowe. Y tú, ¿quién eres? —contesté.
—El jefe quiere hablar contigo —señaló con la cabeza, por encima de mi hombro, hacia un gran coche negro aparcado junto al bordillo.
Suspiré. Cuando, de camino al trabajo, un tipo como ese se planta ante ti y te informa de que su patrón quiere conversar contigo, sabes que hay problemas.
—¿Y quién es tu jefe? —pregunté.
—Tú métete en el coche, ¿vale? —abrió su chaqueta lo suficiente para que yo viera un objeto negro y brillante embutido en una pistolera sobaquera.
Caminé hacia el coche sin especial premura. Era un Bentley con el volante a la derecha. Debían de haberlo importado de Inglaterra. El chaval, con su instrumento de persuasión bajo el brazo, abrió la puerta trasera y permaneció inmóvil para que yo entrara. Mientras me inclinaba, se me pasó por la cabeza que pretendía ponerme la mano en la coronilla tal como hacen los policías en las películas, pero algo en mi mirada le advirtió de que era ir demasiado lejos. Cerró la puerta tras de mí con un sonido poderoso y contundente como el de la puerta de la cámara acorazada de un banco. Y regresó a su puesto, junto a la pared.
Eché un vistazo al coche. Detalles cromados y madera de nogal pulida. La tapicería, de un pálido crema, tenía ese olor a cuero nuevo que suele ser tan intenso en esos caros modelos ingleses. Delante, sentado al volante, había un negro con una gorra de chófer. Desde que yo había entrado, no se había movido un ápice, con la vista clavada en el parabrisas, pero le sorprendí mirándome un segundo por el espejo retrovisor. No era una mirada amistosa.
Me giré hacia el hombre que estaba sentado a mi lado.
—Bueno, ¿de qué quiere que hablemos?
Sonrió. Era la sonrisa abierta y cálida de un hombre feliz y con éxito.
—¿Sabe quién soy? —me preguntó con simpatía.
—Sí. Sé quién es usted. Lou Hendricks.
—¡Bien! —su sonrisa se hizo aún más ancha—. Odio el tostón de las presentaciones. ¿No le pasa a usted? Es una absoluta pérdida de tiempo —hablaba con un engolado acento impostado.
—Tiene toda la razón, para personas ocupadas como usted y como yo resultan realmente tediosas.
No pareció importarle que me burlara de él.
—Sí, usted es Marlowe, desde luego. Ya me habían avisado de que era un listillo —dijo con calma.
Era un hombre enorme, tan enorme como para ocupar todo el espacio de su asiento en aquel coche inmenso. Su cabeza parecía una caja de zapatos apoyada sobre tres o cuatro rollos de grasa donde alguna vez debió de estar la barbilla. El cabello, grueso y teñido del color de la teca aceitada, estaba peinado hacia un lado y pegado al cráneo plano. Tenía unos ojos pequeños, brillantes y alegres. Vestía un traje cruzado de seda color lavanda, en cuya confección debían de haberse empleado muchos metros de tela, y una ahuecada corbata carmesí con un alfiler de perla. Para ser un matón, no parecía importarle ir disfrazado. No me hubiera sorprendido descubrir, al mirar hacia abajo, que llevaba polainas. El Lindo Lou, lo llamaban a sus espaldas. Tenía un casino en el desierto. Era uno de los peces gordos de Las Vegas, junto a Randy Starr y otro par de tipos duros del negocio del juego. Decían que además del Paramount Palace, dirigía otros muchos negocios: prostitutas, drogas, ese tipo de asuntos. Nuestro Lou era un personaje.
—Tengo información fidedigna de que está buscando a alguien de quien también a mí me interesaría saber.
—¿Sí? ¿Y de quién puede tratarse?
—De un hombre llamado Peterson. Nico Peterson. Seguro que le suena muy familiar.
—Algo me suena, sí. ¿Y quién es su fuente fidedigna?
Esbozó una pícara sonrisa.
—Señor Marlowe, usted no revelaría una fuente, ¿cómo puede esperar tal cosa de mí?
—Tiene razón —saqué mi pitillera y cogí un cigarrillo, aunque no lo encendí—. Estoy seguro de que sabe que Nico Peterson ha muerto.
Asintió, haciendo temblar todas sus barbillas suplementarias.
—Eso es lo que pensábamos todos, pero parece que andábamos equivocados —dijo.
Jugueteé con el cigarrillo apagado, haciéndolo girar entre mis dedos, mientras intentaba adivinar cómo sabría que Peterson había sido visto cuando se suponía que estaba muerto. Hendricks no era la clase de persona que Clare Cavendish frecuentaba. ¿Con quién había hablado yo de Peterson? Con Joe Green, con Bernie Ohls, con Travis, el camarero, y con el viejo que vivía frente a la casa en Napier Street. ¿Con alguien más? Quizá no hacía falta nadie más. El mundo es poroso y las noticias se filtran solas, o eso parece.
—¿Cree que está vivo? —pregunté para hacer tiempo. Me dedicó su alegre sonrisa satisfecha y las comisuras de sus brillantes ojitos se llenaron de arrugas.
—Vamos, señor Marlowe, soy un hombre ocupado y estoy seguro de que usted también. Habíamos empezado muy bien, y ahora usted se anda con rodeos —se removió con la dificultad de una ballena varada en la playa, sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz con un bocinazo—. La contaminación y la neblina de esta ciudad hacen estragos en mis vías respiratorias —me miró con curiosidad—. ¿A usted no le molestan?
—Algo, pero yo ya tengo problemas en esa zona de por sí.
—¿Ah, sí?
De repente no parecía importarle perder el tiempo.
—Tabique nasal destrozado —me di varios golpecitos en el puente de la nariz.
Chasqueó la lengua.
—¡Vaya! Debe de haberle dolido. ¿Qué le ocurrió?
—En mis tiempos de universitario, un placaje de rugby y un doctor chapucero que, para intentar arreglarlo, me rompió el tabique de nuevo y terminó de destrozarlo.
Hendricks se estremeció.
—¡Dios santo! Me impresiona hasta oír hablar de ello.
Era evidente, sin embargo, que quería escuchar más. Tenía fama de hipocondriaco. ¿Cómo es posible que haya tantos excéntricos entre los delincuentes?
—Ya sabe que han asesinado a la hermana de Peterson —le dije.
—Sí, lo sé. Según he oído, fueron un par de salvajes del sur.
—Está muy bien informado, señor Hendricks. Los periódicos no decían de dónde eran los asesinos.
Sonrió con satisfacción, como si le hubiera hecho un gran cumplido.
—Sigo con atención lo que ocurre a mi alrededor. Usted ya me entiende —dijo con humildad. Cogió una imperceptible mota de la manga de su traje—. ¿Cree que esos caballeros del sur también estaban buscando a su hermano? Se tropezaron con usted, ¿no es cierto? —chasqueó de nuevo la lengua con desaprobación—. O más bien debería decir que usted se tropezó con ellos. La herida que tiene en la mejilla habla por sí sola.
Me miró con simpatía. Era un hombre que sabía del dolor. Del dolor que se les inflige a los demás, claro. Luego recuperó su actitud de hombre de negocios.
—En fin, volvamos al asunto que nos ocupa. En verdad agradecería tener una conversación con nuestro amigo Nico, si todavía se encuentra entre nosotros. Solía hacerme recados con regularidad al otro lado de la frontera, en la tierra del sombrero y la mula. No eran compras serias, solo pequeños artículos que son difíciles de conseguir aquí con estas leyes tan innecesariamente estrictas. Cuando supuestamente murió, tenía en su poder algo mío que desde entonces se encuentra en paradero desconocido.
—¿Una maleta? —le pregunté.
Hendricks me observó larga y atentamente. Sus ojos brillaban. Luego se relajó y dejó descansar su corpachón, envuelto en seda lavanda, contra el suave cuero del asiento.
—¿Damos un paseo? —me dijo antes de dirigirse al conductor negro—. Cedric, ¿serías tan amable de llevarnos alrededor del parque?
Cedric me miró a través del espejo retrovisor. Parecía menos hostil que antes. Imagino que ya le había quedado claro que no existían motivos para estar resentido conmigo. Alejó el coche de la acera. El vehículo debía de haber estado en punto muerto, aunque yo no hubiera escuchado ningún sonido. Los británicos sí que saben cómo fabricar coches. Miré hacia atrás y vi al joven del sombrero pork-pie despegándose de la pared y alzando el brazo con presteza, pero ni Cedric ni su jefe le prestaron ninguna atención. Matones como ese sobran.
Nos incorporamos silenciosamente al tráfico de Cahuenga en dirección sur a cuarenta kilómetros por hora. Qué extraño resultaba desplazarse en un coche tan grande sin hacer el más mínimo ruido. En los sueños los viajes en coche son así. Hendricks abrió un pequeño espacio de nogal construido en la puerta que estaba a su lado y sacó un tubo, desenroscó el tapón, presionó hasta extraer un pegote de un espeso ungüento blanco y lo extendió sobre sus manos. El perfume de aquella crema me resultó familiar. Eché una ojeada a la etiqueta: «Loción de manos Lirio de los Valles», de Langrishe. Habría sido una coincidencia interesante de no ser porque la mayoría de las personas de la ciudad que vivían por encima del umbral de la pobreza usaban productos Langrishe. Al menos yo tenía tal impresión. Desde que había conocido a Clare Cavendish, olía aquel maldito perfume en todas partes.
—¿Cómo sabía que lo que me interesaba era una maleta? —inquirió Hendricks.
Aparté la vista de él para mirar las casas y los escaparates por los que íbamos pasando a lo largo de Cahuenga Street. ¿Qué podía contestarle? No sabía por qué lo había dicho; yo había sido el primer sorprendido cuando salió de mi boca. De hecho, la palabra que me vino a la cabeza no era maleta, sino la mexicana alforja y la traduje automáticamente.
Alforja. ¿A quién se lo había oído decir? Solo podían ser los mexicanos. De algún modo los seguí oyendo después de que López me diera un mamporro con su aparatosa pistola plateada en la casa de Nico y me dejara inconsciente. Debieron de comenzar a interrogar a Lynn Peterson mientras yo yacía a sus pies con un círculo de estrellas y pajaritos girando sobre mi cabeza, igual que el gato Silvestre cuando Piolín lo acaba de golpear.
Hendricks comenzó a tamborilear los dedos, gordos como salchichas, en el reposabrazos de cuero.
—Estoy esperando su respuesta, señor Marlowe. ¿Cómo sabía que se trataba de una maleta? ¿Habló con Nico quizá? ¿Llegó a ver el artículo en cuestión? —su tono aún era agradable y cortés.
—No, simplemente lo he adivinado —dije sin mucha convicción, y desvié la vista de nuevo.
—Pues debe de ser clarividente. Es un don muy útil.
Habíamos dejado atrás Cahuenga y Cedric recorría ahora Chandler Boulevard mientras nos dirigíamos hacia el oeste. Chandler es una bonita calle, no se le puede sacar ningún defecto: es ancha, limpia y está bien iluminada por la noche. Pero no era el parque, aquella indicación de Hendricks había sido uno de sus jueguecitos. Era un tipo juguetón. Saltaba a la vista.
—Mire, Hendricks, ¿sería tan amable de decirme de qué va todo esto? Digamos que Peterson tenía su maleta, digamos que murió y que usted perdió la maleta, o que no murió y se quedó con la maleta. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Me lanzó una lúgubre mirada con ofendida expresión de tristeza.
—Ya se lo he dicho. A Peterson lo matan, de repente resulta que no está muerto y a continuación me entero de que usted anda tras su pista. Eso me interesa y cuando me pica la curiosidad, me rasco. Perdone la grosería.
—¿Qué había en la maleta?
—Eso también se lo he dicho ya.
—No, no me lo ha dicho.
—¿Quiere que le dé un inventario detallado?
—No es preciso que sea detallado.
Su rostro se había tornado desagradable y súbitamente me acordé de un chaval gordo que había conocido en la universidad. Creo recordar que se llamaba Markson. Era el hijo de un hombre rico y era consentido e irascible. Como Hendricks, enrojecía con facilidad, especialmente cuando estaba enfadado o cuando se le decía que no podía tener lo que deseaba. Se marchó al acabar el segundo semestre. Algunos dijeron que lo habían expulsado por meter a escondidas a una chica en su habitación y darle una paliza. No me gustaban los Markson de este mundo; de hecho, ellos eran una de las razones de que me dedicara a aquel trabajo.
—¿Me va a contar lo que quiero saber? —preguntó Hendricks.
—Responda usted primero a lo que le he preguntado y entonces quizá yo le conteste. O quizá no.
Sacudió la cabeza mientras me miraba.
—Es usted un hombre testarudo, señor Marlowe.
—Eso me dicen.
—Podría enfadarme seriamente con usted. Sus modales son motivo suficiente. Podría decirle a Cedric que diera la vuelta para recoger a Jimmy. Jimmy es el joven con aquel sombrero tan poco acertado que lo invitó a subir al coche. Jimmy se encarga de realizar para mí, ¿cómo podríamos llamarlo?, las tareas más desagradables.
—Como ese pistolero del tres al cuarto me ponga un dedo encima, le rompo la crisma —dije.
Hendricks abrió teatralmente sus ojitos de cerdo.
—Uy, ¡qué duros somos de repente!
—No sé si «somos», pero yo sí lo soy cuando es necesario —contesté.
Hendricks rompió a reír. Todo su cuerpo se bamboleó como gelatina embutida en un traje.
—Usted es un fisgón de medio pelo —dijo sin alzar la voz—. ¿Tiene idea de las cosas que mi gente podría hacerle? Puede que el joven Jimmy no le impresione gran cosa, pero le aseguro, Marlowe, que en el lugar de donde él sale hay más Jimmys y cada uno es más grande y desagradable que el anterior.
Le di un golpecito al negro en el hombro.
—Me puede dejar aquí, Cedric. Me apetece estirar las piernas.
Por supuesto, me ignoró y continuó conduciendo con aire despreocupado.
Hendricks se retrepó en el asiento y se frotó las manos, aunque esta vez sin crema.
—No nos peleemos, señor Marlowe. Cuando lo recogimos en la puerta de su oficina, usted no daba la impresión de tener un asunto urgente entre manos, así que ¿por qué tantas prisas ahora? Quédese un rato, disfrute del paseo. Si lo desea, podemos hablar de otras cosas. ¿Qué temas le interesan?
Aquel hombre, con su impostado acento británico y sus modales remilgados, no habría desentonado en el Club Cahuilla. Tal vez hasta era socio. En ese instante se me cruzó por la cabeza la idea de que Floyd Hanson le debía de haber hablado de mí. ¿Cómo podía haber olvidado mi visita al Club Cahuilla y mi conversación con el gerente? Aún tenía el cigarrillo entre los dedos y lo encendí. Hendricks frunció el entrecejo, apretó un botón en el reposabrazos y abrió su ventanilla una rendija. Lancé una bocanada de humo en su dirección, simulando que no era intencionado.
—Quizá podemos hacer un trato. Usted me dice lo que sabe sobre la muerte de Peterson y yo le cuento lo que sé acerca de su vuelta a la vida —le dije.
Era un farol arriesgado, sobre todo porque lo único que sabía sobre Peterson, muerto o vivo, eran habas contadas. De hecho, eran muy escasas y además secas e insípidas. De todas maneras, había que intentarlo.
Hendricks me observaba. Me observaba y pensaba. Imagino que también contaba las habas de que disponía.
—Todo lo que sé o, al menos, todo lo que me han contado es que una noche oscura al pobre tipo lo atropelló en Pacific Palisades un conductor irresponsable que no se detuvo —me dijo.
—¿Se ha acercado allí para echar un vistazo al lugar donde ocurrió?
Frunció el ceño de nuevo.
—¿Por qué? ¿Debería haberlo hecho?
Su ceño ahora no era de desaprobación por mi cigarrillo, sino de preocupación. Realmente debía de pensar que había un montón de cosas que yo sabía y que no le estaba contando. ¿Hasta cuándo podría mantenerlo engañado?
—Bueno, si no lo mataron, ¿qué ocurrió aquella noche? —dije en tono arrogante y conocedor del asunto—. Había un cadáver, lo llevaron a la morgue, lo identificaron como Peterson y lo incineraron. Eso requiere cierta organización.
Para ser sincero, yo no había dedicado demasiado tiempo a ese aspecto concreto de la situación. Había un cadáver, alguien murió y Lynn Peterson confirmó que, quienquiera que fuese, era su hermano. Pero si Peterson no había muerto, entonces ¿quién había muerto? Tal vez había llegado el momento de volver a hablar con Floyd Hanson.
O tal vez no. Tal vez fuera el momento de olvidarse de Nico Peterson y de su hermana y del Club Cahuilla y de Clare Cavendish… Aunque, me dije, espera un momento. ¿Clare? Sería fácil olvidarse del resto, pero no de la rubia de ojos negros. Aunque ya lo hubiera dicho antes, sabía que encontraría motivos en el futuro para repetirlo: las mujeres solo traían problemas, dijeras lo que dijeras e hicieras lo que hicieras. Recordé las rosas pintadas de la lámpara en mi mesilla de noche. Aquella pantalla, como el papel de pared de Oscar Wilde, tenía que desaparecer.
Hendricks estaba reflexionando de nuevo. A pesar de su piquito de oro, no parecía gozar de mucha rapidez mental.
—Nico debió de organizarlo todo: el accidente, la fuga del conductor, la incineración. Es obvio, ¿no? —dijo al fin.
—Necesitaría ayuda, además de un cadáver. No creo que encontrara un voluntario. Nadie tiene amigos tan complacientes.
Hendricks permaneció en silencio unos instantes, luego sacudió la cabeza como si tuviera moscas alrededor.
—Nada de eso importa. Me dan igual los detalles, lo único que quiero saber es si está vivo y, en tal caso, dónde se encuentra. Tiene la maleta y quiero recuperarla.
—De acuerdo, Hendricks. Le voy a hablar de igual a igual y no se cabree porque lo haga. Recuerde que yo no he entrado en este coche por mi propia voluntad.
—Vale —dijo, enfurruñado—. Comience.
Golpeé levemente el extremo del cigarrillo contra el borde del cenicero que había en mi reposabrazos. Tenía una pequeña tapa con muelle. Alguien, imagino que Cedric, había olvidado limpiarlo y un olor acre salía de él. El mismo olor, quizá, que tendrían mis pulmones si abrieran mi caja torácica. Algunas veces me planteaba dejar de fumar, pero de hacerlo me quedaría sin más aficiones que el ajedrez, y siempre perdía las partidas contra mí mismo.
Inhalé una buena bocanada de aire; en esta ocasión, sin humo.
—La verdad es que sobre Peterson o sobre lo demás no sé más de lo que usted ya sabe. Me contrataron para investigar su muerte porque existían dudas de que hubiera sucedido en realidad. He hablado con unas cuantas personas, entre ellas su hermana…
—¿Habló con su hermana?
—Durante unos cinco minutos y esencialmente para decirle qué quería que pusiera en la copa que me estaba preparando. Entonces aparecieron los dos hombres del sur, y ahí se acaba todo.
—¿Lynn Peterson no le dijo nada? —se había erguido en su asiento y me miraba con atención.
—Nada. Lo juro. No tuvo tiempo.
—¿No le dijo nada sobre la maleta?
—No.
Permaneció silencioso un rato, pensando.
—¿Con quién más ha hablado?
—Con poca gente más. El viejo que vive enfrente de Peterson. El camarero de Barney’s Beanery, donde Peterson se dejaba caer de vez en cuando para tomar una copa. El gerente del Club Cahuilla —ahora era yo quien lo miraba escrutador—, un tal Hanson, Floyd Hanson —aquel nombre no causó el efecto que yo esperaba; de hecho, no causó ningún efecto y hasta dudé si a Hendricks le sería familiar—. ¿Lo conoce? —le pregunté de la manera más neutra posible.
—¿Qué? —no me estaba escuchando—. Sí, claro que lo conozco. Algunas veces voy al club a cenar o a lo que sea —parpadeó—. ¿Qué tiene que ver Hanson con todo esto?
—A Peterson lo mataron muy cerca del Club Cahuilla.
—Lo sé… Ya lo sabía.
—Hanson fue una de las primeras personas que se acercaron al lugar del accidente aquella noche.
—Sí, es cierto —hizo una pausa mientras se mordía el interior de una de sus mejillas—. ¿Tenía algo que contar? ¿Le contó algo?
—No.
Hendricks sacó de nuevo la loción de Lirio de los Valles de Mamá Langrishe y se hidrató cuidadosamente las manos. Tal vez le calmaba los nervios o le ayudaba a pensar. En ese aspecto, cualquier ayuda era bienvenida.
—Mire, Marlowe, usted me cae bien. Me gusta su actitud. Es evidente que tiene un buen cerebro. Además, sabe mantener la boca cerrada. Un hombre como usted me sería útil.
Me reí.
—No se moleste ni siquiera en preguntar.
Alzó una mano del tamaño de una loncha de cerdo. ¿Por qué los hombres gordos se empeñan en llevar anillos? Un anillo en semejantes dedos me recuerda siempre a un cerdo con un galardón.
—No le estoy ofreciendo un trabajo. Sé que perdería el tiempo. Pero me gustaría contratarle para que buscara a Nico Peterson —replicó.
Me reí de nuevo, aunque de forma más risueña.
—¿No me está escuchando? Ya me han contratado para buscar a Peterson.
Cerró los ojos y movió la cabeza.
—Yo me refiero a que lo busque de verdad. Es obvio que hasta el momento no lo ha hecho a fondo.
—¿Qué le hace pensar eso?
Abrió los ojos y los clavó en mí.
—¡Porque no lo ha encontrado! Lo conozco, Marlowe. Sé cómo es usted. Cuando se propone algo, no para hasta conseguirlo —su acento británico había desaparecido—. ¿Cuánto le pagan? ¿Unos doscientos dólares? Yo le pago mil. ¡Cedric!
Extendió la mano. En el asiento delantero, el hombre negro se inclinó hacia un lado sin quitar los ojos de la carretera, abrió la guantera, sacó una billetera alargada de cuero negro y se la tendió a su jefe por encima de su hombro. Hendricks la cogió, la abrió y extrajo de un bolsillo interior cinco billetes de cien nuevos y los movió delante de mí como si fuera una mano de cartas.
—La mitad ahora y la otra mitad cuando lo encuentre. ¿Qué me dice?
—Que no me diga tonterías —aplasté la colilla en el cenicero y dejé caer la tapa con un clic del muelle—. Ya me han contratado para encontrar a Peterson en caso de que esté vivo, lo que no es probable. Pero si está vivo y lo encuentro, no lo habré hecho por usted. ¿Lo entiende? Tengo principios. No son muy elevados, no son muy nobles, pero tampoco están a la venta. Ahora, si no le importa, debo regresar a mi trabajo. Cedric, pare el coche y más vale que lo haga esta vez si no quiere que le retuerza la cabeza.
Cedric miró por el espejo retrovisor a Hendricks, que hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza. El coche se echó a la derecha y se detuvo. Hendricks todavía tenía los billetes en la mano, pero lanzó un suspiro, los guardó en la billetera y escuché el leve chasquido metálico del cierre.
—No importa —dijo frunciendo los labios como si fuese un bebé… Un bebé hipopótamo, claro—. Cuando usted lo encuentre, me enteraré. Entonces iré a por él y espero que, cuando eso suceda, no intente interponerse en mi camino, señor Marlowe.
Abrí la puerta —parecía tener tanto acero como el mamparo de un barco— y puse un pie en la acera.
—¿Sabe, Hendricks? —dije, girando el cuerpo hacia él—. Todos ustedes son iguales, todos los que están metidos en la mafia del juego. Creen que porque disponen de fajos ilimitados de pasta y cuentan con un ejército de matones nadie se atreverá a decirles que no. Bueno, pues alguien acaba de decirle que no y va a mantener su decisión erre que erre por muchos Jimmys que mande para amedrentarlo.
Hendricks me contemplaba con expresión de genuino placer.
—Señor Marlowe, es usted un hombre decidido y lo admiro —asintió con aire satisfecho e imbuido de nuevo en su papel de caballero inglés—. Espero que nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Tengo la certeza de que lo harán.
—Si eso ocurre, más vale que vaya con cuidado para no tropezarse. Hasta luego.
Salí del coche y empujé la puerta para cerrarla. Mientras el vehículo se unía al tráfico con un leve ronroneo del motor, oí cómo Hendricks se sonaba de nuevo. Me recordó el eco de una sirena lejana.