13

Estaba tumbado sobre la colcha de la cama, en un agitado duermevela, cuando llegó Bernie. Me costó tanto levantar la cabeza como unas horas atrás en la cocina de Peterson, aunque el estrépito que sentía dentro, similar a un resonar de campanas, no era tan fuerte como antes. De hecho, cuando llamó Bernie, en un primer momento confundí aquel sonido interior con el timbre de la puerta. Volvió a llamar inmediatamente y no quitó el dedo del timbre hasta que vio encenderse la luz del salón.

—¿Qué demonios sucede, Marlowe? —preguntó mientras me daba un empellón para pasar dentro.

—Buenas tardes también para ti, Bernie.

Giró su enorme rostro amoratado y me clavó los ojos.

—Siempre tan gracioso, ¿eh, Marlowe?

—Intento contenerme, pero me sale solo.

Su rostro se ensombreció aún más. Pensé que iba a estallar.

—¿Esta historia te parece una broma? —dijo en voz baja y amenazadora.

—Cálmate, Bernie —me palpé con cuidado la nuca. La hinchazón seguía igual, pero el huevo cocido no estaba tan caliente como antes—. Siéntate, toma algo.

—¿Qué te ha ocurrido en la cara?

—Me choqué con el cañón de una pistola. Al menos tuve suerte de que no la estuvieran disparando.

—Te va a salir un buen moratón.

Siempre me fascinaba el tamaño de la cabeza de Bernie. La de Joe, que parecía un larguísimo cacahuete, no era nada comparada con la suya. De las cejas hacia arriba, no terminaba nunca. ¿Conocen ese pan que los ingleses llaman cottage loaf? Imaginen dos hogazas, una encima de otra, y la de arriba un poco más pequeña. Pues ese aspecto tenía la mollera de Bernie. Ni siquiera parecía estar hecha de masa de pan, sino de carne de vaca ligeramente asada y golpeada con un mazo hasta adquirir aquella forma.

Vestía el uniforme reglamentario de franela azul marino, con la cabeza descubierta y esos zapatos negros que parecen fabricar para la policía, grandes como barcas y con una suela de más de un centímetro de grosor. Bernie era vociferante y no me tenía mucho aprecio, pero era un tipo decente, la clase de persona que deseas tener a tu lado cuando estalla una pelea. Además, era un buen policía. Habría sido capitán desde hacía tiempo si el sheriff no le hubiera puesto un pie encima de la cabeza para impedir que lo ascendieran. A mí me gustaba Bernie, aunque por precaución prefería no decírselo.

—Antes me preparé un brandy. ¿Te apetece uno?

—No, dame una tónica.

Mientras le servía la bebida, Bernie deambulaba por la habitación, removiendo el puño derecho contra la palma de la mano izquierda como si fuera un antiguo boticario trabajando con el mortero.

—Cuéntame qué ha sucedido —me dijo.

Se lo conté, dando vueltas a la misma versión que le había proporcionado a Joe Green.

—Bernie, ¿me harías el favor de sentarte? —le pedí en cuanto terminé—. Estás consiguiendo que me duela aún más la cabeza de solo mirarte andar de un lado a otro.

Cogió su vaso con la tónica y el hielo y nos sentamos, uno frente a otro, en la mesa de la cocina. Yo me había preparado un brandy poco ortodoxo con azúcar. Era imposible que me sentara mal.

—He pasado aviso sobre Lynn Peterson a todos los coches patrulla —me dijo—. Según le contaste a Joe, los mexicanos llevan un modelo de coche que se fabrica al otro lado de la frontera, un armatoste con techo de lona.

—Eso me dijeron. Yo no lo he visto.

Bernie me observaba con un ojo medio cerrado.

—¿Quién te lo dijo?

—Un viejo que vive frente a Peterson. Es el vigilante del barrio, no se le escapa nada.

—¿Hoy hablaste con él?

—No, el otro día. Era la primera vez que iba allí.

—A fisgonear por encargo del misterioso tipo que te paga, ¿no?

—Si es así como quieres plantearlo.

Me divirtió que creyera que mi cliente era un hombre. Joe Green no se había tomado la molestia de contarle todos los detalles. Eso estaba bien. Cuanto menos supiera Bernie, mejor.

—¿Vas a decirme de quién se trata y por qué te ha encargado que busques a Peterson? —moví la cabeza de un lado a otro con lentitud. Era incapaz de hacerlo rápidamente con aquel nudo palpitando en mi nuca—. Sabes que, antes o después, tendrás que decírmelo —refunfuñó Bernie.

—Será después más bien que antes y, para entonces, tú mismo ya lo habrás averiguado. No soy un soplón, Bernie. Va contra mi ética.

Se rio.

—¡Lo que hay que oír! ¡Su ética! —profirió, burlón—. ¿Quién te crees que eres? ¿Una especie de sacerdote que escucha las confesiones de los demás y guarda sus secretos?

—Ya sabes cómo es esto. No soy más que un profesional como tú —a esas alturas, mi mejilla se había hinchado tanto que me bastaba con mirar hacia abajo para ver la piel lastimada. Bernie tenía razón, mis encantos no serían los mismos por una temporada—. En cualquier caso, Lynn Peterson y los mexicanos no tienen nada que ver con el trabajo que me han encomendado. Son dos asuntos diferentes.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé, Bernie —dije, fatigado—. Porque lo sé.

Mi respuesta le hizo enfurecer una vez más. Era impredecible, cualquier cosa podía hacerle saltar. Su rostro carnoso se puso violáceo.

—Maldita sea, Marlowe. Debería llevarte a comisaría y ficharte —me amenazó.

Esa era la política de Bernie, puesta a prueba y validada a lo largo de su carrera: ante la duda, fíchalos.

—¡Anda ya, Bernie! —dije en un intento de quitarle hierro a la situación—. No tienes ninguna prueba contra mí, y lo sabes.

—¿Y si decido no creerme nada acerca de esos bandidos mexicanos y las demás pendejadas que nos has soltado a Joe Green y a mí?

—¿Por qué me lo iba a inventar? ¿Por qué iba a informar de que una mujer había desaparecido si no hubiese sucedido?

Golpeó el vaso de tónica contra la mesa con tanta fuerza que uno de los hielos saltó fuera y se deslizó por el suelo.

—¿Y por qué haces tú las cosas que haces? Eres el hijo de perra más retorcido que conozco. Y ya es decir.

Suspiré. Otra vez la misma cantinela: de nuevo era yo el cachorro de una perra. Tal vez todos sabían algo que yo ignoraba. Mi pómulo y mi nuca latían ahora al unísono, como si dos percusionistas de la selva estuvieran ensayando una complicada pieza dentro de mi cabeza. Había llegado la hora de quitarme de encima a Bernie. Me puse en pie.

—Me llamarás si te enteras de algo, ¿no, Bernie?

Permaneció sentado mientras me miraba inquisidor.

—Tú y esa tal Peterson… ¿Seguro que no os conocíais ya?

—Seguro.

Era más o menos cierto: mi breve encuentro con ella en el Club Cahuilla no implicaba que nos conociéramos y, además, eso no le incumbía a Bernie.

—No es tu estilo dejar pasar una oportunidad, Marlowe: una mujer guapa, una casa vacía con un dormitorio, una situación así… —cuando Bernie se ponía obsceno era mucho peor que cuando montaba en cólera—. ¿Me estás diciendo que no aprovechaste la oferta?

—No había ninguna oferta —además, ¿qué quería decir con eso de que no era mi estilo? ¿Qué sabía Bernie de mí al respecto? Nada. Cerré el puño pegándolo a mi costado, donde él no pudiera verlo. Bernie no era el único capaz de enfurecerse—. Estoy cansado, Bernie. Ha sido un día muy duro. Necesito dormir.

Se levantó, tirándose hacia arriba de la cintura del pantalón. Había engordado y tenía una panza que me había pasado inadvertida. Bueno, tampoco yo estaba rejuveneciendo.

—¿Me llamarás si tus coches patrulla se enteran de algo?

—¿Por qué voy a hacerlo? Acabas de decirme que tu trabajo, sea el que sea, no tiene nada que ver con el asunto de los mexicanos y la mujer desaparecida.

—De todas maneras, me gustaría que me informaras.

Ladeó la cabeza y se encogió de hombros.

—Tal vez te llame, tal vez no —me dijo.

—¿De qué depende?

—De cómo me sienta —presionó un dedo contra mi pecho—. Eres un tipo conflictivo, Marlowe, tú lo sabes. Debería haberte empapelado cuando tuve oportunidad con el asunto de Terry Lennox.

Terry Lennox era un amigo mío que había desaparecido cuando le acusaron de homicidio. La mujer asesinada era su esposa. Él se pegó un tiro en la habitación de un hotel de México, o a esa conclusión llegaron personas como Bernie Ohls. Nada me incriminaba y Bernie lo sabía. Simplemente estaba intentando sacarme de mis casillas, pero yo no se lo iba a permitir.

—Buenas noches, Bernie —le dije.

Extendí una mano. Él la miró, me miró y entonces la estrechó.

—Tienes suerte de que sea un hombre tolerante —dijo.

—Lo sé, Bernie —repliqué con mansedumbre. No tenía ningún sentido encolerizarle de nuevo.

El coche de Bernie estaba a punto de llegar a la glorieta, al final de la calle, cuando la luz de otros faros se aproximó en dirección opuesta, rastrillando la oscuridad. Bernie aminoró la velocidad al cruzarse con el otro coche para intentar ver al conductor y luego siguió de largo. Yo iba a cerrar la puerta de entrada cuando el vehículo se aproximó y se detuvo al pie de mis escaleras. Me llevé la mano a la pistolera en mi cinturón, pero recordé a tiempo que estaba vacía. En cualquier caso, no eran los mexicanos quienes venían a hacerme una visita. El coche era un deportivo rojo de importación, un Alfa Romeo para más señas, y dentro solo había una persona. Supe quién era antes de que abriera la puerta y saliera.

¿Se han fijado en cómo sube los escalones una mujer? Así subió Clare Cavendish, con la cabeza inclinada y la vista fija en los pies, que colocaba con precisión uno delante del otro, escalón a escalón. Igual que una patinadora sobre hielo dibujando una línea de diminutos ochos.

—Vaya, hola —la saludé. Cuando llegó a mi altura, alzó la cabeza y sonrió. Vestía un abrigo ligero, se cubría la cabeza con un pañuelo y, a pesar de que era de noche, llevaba gafas oscuras—. Veo que viene de incógnito.

Su sonrisa titubeó.

—No estaba segura. Quiero decir que no sabía si usted… No sabía si usted estaría en casa —dijo, confusa.

—Pues estoy, como puede ver.

Se quitó las gafas y me miró el rostro con atención.

—¿Qué le ha sucedido? —se apresuró a preguntarme con voz entrecortada.

—Ah, ¿esto? —me llevé un dedo a la mejilla—. Me he golpeado con la puerta de un armario. Entre.

Me eché hacia atrás y ella, con el semblante aún preocupado, pasó a mi lado sin separar los ojos de la magulladura morada y amarilla que tenía bajo el ojo. Cerré la puerta, ella se desanudó el pañuelo de la cabeza y yo le ayudé a quitarse el abrigo. Aspiré su perfume. Le pregunté cómo se llamaba; Langrishe Lace, me dijo. Para entonces, yo estaba persuadido de poder reconocerlo en cualquier lugar.

—¿Le apetece una copa?

Se volvió hacia mí. Se había ruborizado.

—Espero que no le importe que haya venido. Esperaba que me llamara y, al no tener noticias de usted…

Al no tener noticias, pensé yo, decidió montarse en su pequeño deportivo rojo y venir a averiguar qué estaba haciendo Marlowe para ganarse el dinero que le estaba pagando. O que no le estaba pagando, como era más bien el caso.

—Lo siento. No tenía nada que contarle que mereciera la pena. Pensaba llamarla mañana por la mañana, pero con la única intención de mantenernos en contacto —le dije.

—¿Prefiere que me marche? —preguntó con voz repentinamente desolada.

—No, ¿qué le hace pensar eso?

Se relajó un poco, sonrió y se mordió el labio.

—No me sucede a menudo no saber qué hacer. Usted parece tener ese efecto sobre mí —dijo.

—¿Y eso es bueno o es malo?

—No lo sé. Estoy intentando acostumbrarme para poder decidirlo.

La besé o me besó o, tal vez, los dos tuvimos la misma idea al mismo tiempo. Presionaba sus manos contra mi pecho, aunque no para separarme de ella. La abracé y, bajo mis manos, sus omoplatos me recordaron dos cálidas alas cuidadosamente plegadas.

—Tómese una copa —me di cuenta de que mi voz no sonaba muy firme.

—Tal vez un whisky, pero pequeño. Con agua, sin hielo.

—A la manera inglesa —le dije.

Ella sonrió.

—A la irlandesa, querrás decir. Pero solo una gota, de verdad.

Apoyó su mejilla contra mi hombro. Me pregunté si sabría que había hablado con su madre. Tal vez había venido por eso, para averiguar qué me había contado la anciana.

Me separé de ella y fui a prepararle su copa. Yo también me serví un whisky, pero el mío bien cargado. Lo necesitaba, aunque no estaba seguro de cómo me sentaría después del brandy que me había bebido antes. Cuando me volví hacia ella, la sorprendí mirando alrededor, fijándose en todo: la vieja alfombra, el mobiliario sin gracia, los cuadros desconocidos en marcos baratos, el tablero de ajedrez preparado para una partida en solitario. No te das cuenta de lo pequeño que es el espacio donde vives hasta que otra persona entra en él.

—Así que esta es tu casa —dijo ella.

—Es alquilada —dije, y fui consciente de que había contestado a la defensiva—. Su propietaria, la señora Paloosa, se ha ido a vivir a Idaho. Casi todo lo que está aquí es de ella o del difunto señor Paloosa.

«Cierra el pico, Marlowe, estás diciendo chorradas.»

—Y tienes un piano —dijo ella.

En una esquina había un viejo Steinway de pared. Yo estaba tan acostumbrado a él que ya ni lo veía. Ella cruzó la habitación y levantó la tapa.

—¿Toca? —le pregunté.

Ella se sonrojó levemente de nuevo.

—Un poco.

—Toque algo para mí.

Se giró y me miró con expresión asustada.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque sería… sería vulgar. Además, no soy tan buena como para tocar delante de otras personas, solo toco para mí —bajó la tapa—. Estoy segura de que está desafinado.

Bebí un sorbo de mi whisky.

—¿Por qué no nos sentamos? El sofá no es tan incómodo como parece.

Nos sentamos. Ella cruzó las piernas y colocó el vaso sobre su rodilla. Apenas había tocado su whisky. En la lejanía resonó el ulular de una sirena de policía. Encendí un cigarrillo. Hay momentos en que te sientes como si te hubieran llevado al borde de un acantilado y te hubieran dejado allí. Carraspeé para aclararme la garganta. Carraspeé una segunda vez porque lo necesitaba. No sabía cómo Clare había conseguido mi dirección. No recordaba habérsela dado. ¿Para qué iba a dársela, además? Sentí un ligero malestar. Tal vez era por el vacío que se abría bajo mis pies, más allá del borde del acantilado.

—Sé que mi madre ha hablado contigo —Clare se ruborizó de nuevo—. Espero que el encuentro fuera agradable. Ella puede resultar un poco excesiva.

—A mí me cayó bien. Todavía no sé muy bien de qué conocía mi existencia.

—Richard se lo dijo, está claro. Se lo cuenta todo. Algunas veces tengo la impresión de que está casado con ella y no conmigo. ¿Qué te dijo mi madre? ¿Te importa que te lo pregunte?

—No me importa en absoluto. Quería saber por qué me había contratado.

—¿No se lo dirías? —me preguntó alarmada. La miré fríamente sin responder. Clare bajó los ojos—. Lo siento, ha sido una pregunta estúpida.

Me puse en pie para ir al mueble bar y me serví otro whisky. No regresé al sofá.

—Señora Cavendish, me encuentro completamente desorientado. Quizá no debería decírselo, pero es la verdad.

—¿Nunca vas a tutearme?, ¿nunca vas a llamarme Clare? —me preguntó, mirándome con sus inmensos ojos mientras sus adorables labios se entreabrían ligeramente.

—Estoy en ello.

Me giré y empecé a caminar de un lado a otro, tal como había hecho Bernie hacía apenas un instante. Clare me seguía con la vista.

—¿Por qué estás desorientado? —me preguntó finalmente.

—Porque no logro entenderlo, no sé qué pensar. ¿Por qué quieres que localice a Nico Peterson? ¿Tanto te interesa? Por lo poco que he oído, no me parece tu tipo en absoluto. Pero, incluso si estuvieras loca por él, ¿no te sentirías un tanto desilusionada al saber que te ha engañado haciéndose pasar por muerto? ¿Por qué necesita desaparecer?

Me situé frente a ella, mirándola desde arriba. Los nudillos de la mano con que sujetaba su vaso estaban blancos.

—Señora Cavendish, si quieres que continúe buscándolo, y si voy a tutearte y a llamarte Clare, me tienes que ayudar un poco.

—¿Cómo puedo ayudarte?

—De cualquier manera que se te ocurra.

Asintió abstraída, mientras miraba de nuevo alrededor de la habitación.

—¿Tienes familia? —me preguntó.

—No.

—¿Padres?

—Ya te he dicho que no. Los perdí muy pronto.

—¿Algún hermano, alguna hermana? ¿Primos, tal vez?

—Debe de haber algún primo por ahí. No tenemos relación.

Ella meneó la cabeza.

—¡Qué triste!

—¿Qué hay de triste en eso? —una cólera repentina me hizo hablar con aspereza—. Una vida solitaria te resulta inimaginable. Eres como uno de esos grandes y elegantes cruceros rebosantes de marinos, camareros, ingenieros, tipos con uniformes recién planchados y cordoncillos en la gorra. Requieres todo ese personal, sin mencionar a la gente guapa vestida de blanco que se entretiene jugando en la cubierta. Pero si te fijas bien, hay un pequeño esquife con una bandera negra que se dirige hacia el horizonte. Ese soy yo. Y me siento feliz allí, solo.

Colocó el vaso en el brazo del sofá, cuidando de dejarlo en equilibrio para que no cayera, y se levantó. Apenas cinco centímetros nos separaban. Levantó la mano y acarició con los dedos la contusión de mi mejilla.

—Está ardiendo, tu pobre piel está ardiendo —murmuró. Se hallaba tan cerca que veía pequeñas motas plateadas en el iris de sus ojos negros—. ¿En algún lugar de esta casa hay una cama? ¿Crees que a la señora Paloosa le importaría que tú y yo nos echáramos un rato? —preguntó suavemente.

Habría necesitado carraspear largo tiempo aquella noche.

—Estoy seguro de que no le importaría. Además, ¿quién se lo va a contar? —dije con voz pastosa.