12

Tuvo que ser López quien me dio el golpe que me dejó inconsciente. No sé con qué me golpeó, supongo que con una porra, pero me dio por el lado derecho justo en el hueso prominente que se halla convenientemente situado en la base del cráneo. Debí de caer como un toro apuntillado. Ese tipo de inconsciencia no tiene nada que ver con la de quien duerme. No sueñas con nada y además pierdes la noción del tiempo, que parece que empieza y termina en el mismo instante. Podría tomarse como un ensayo para la muerte y, si estar muerto fuese así, morir no parecería tan malo. Volver en sí fue lo que resultó doloroso. Estaba boca abajo, con la comisura de la boca pegada al linóleo por mi sangre y mi baba. No es necesario que explique cómo me dolía el pómulo. El dolor es el dolor, si bien aquel era inmenso.

Me mantuve tumbado un buen rato con los ojos abiertos, esperando que la habitación dejase de girar a mi alrededor como un tiovivo. La luz era escasa y pensé que tal vez estaba atardeciendo, pero entonces escuché el sonido de la lluvia. Mi reloj no funcionaba, debía de haberse golpeado contra algo cuando caí. Me pregunté cuánto tiempo habría permanecido inconsciente. Media hora, quizá. Puse las manos en el suelo y me di impulso para levantarme. Un pájaro carpintero trabajaba lenta y rítmicamente en la base de mi cráneo. Alcé una mano para palpar aquel hueso que sobresalía. Tenía una inflamación dura, caliente y tan grande como un huevo cocido. Calculé las compresas frías y las numerosas aspirinas que me esperaban. Es posible sufrir y sentir hastío al mismo tiempo.

Aún tenía la cartera, pero la funda de la pistola en mi cadera estaba vacía.

La imagen de Lynn Peterson irrumpió en mi cabeza. Miré en la cocina y en el salón. No había nadie. Tampoco esperaba que ella estuviera tras ver cómo la miraba López. Respiré hondo antes de entrar en el dormitorio, aunque tampoco estaba allí. Los mexicanos habían puesto la casa patas arriba; parecía que hubiera pasado un tornado. Habían vaciado todos los cajones y revuelto todos los armarios. Habían rajado el sofá y el relleno sobresalía por la tela rota; igual sucedía con el colchón del dormitorio. Estaban firmemente decididos a encontrar lo que fuera que buscasen, pero tuve la corazonada de que no habían dado con ello.

¿Quién era ese Peterson? ¿Y dónde demonios estaba, si es que estaba en alguna parte?

Pensaba en Peterson y su paradero mientras intentaba no pensar en la hermana de Peterson y su paradero. Estaba claro que los mexicanos se la habían llevado. Sabían desde el principio quién era ella y no se habían dejado engañar por mi torpe intento de ocultar su identidad. Pero ¿adónde se la habían llevado? No tenía ni idea. A esas horas, podían encontrarse camino de la frontera.

Una súbita debilidad se apoderó de mí y tuve que sentarme en el sofá destripado. Mientras tocaba con suavidad mi hinchada y ensangrentada mejilla, pensé qué paso dar. No tenía ninguna pista sobre los mexicanos. Nada. Ni siquiera había visto su coche, ese vehículo con el techo agujereado que me había descrito el señor Metomentodo que vivía al otro lado de la calle. Lo único que podía hacer era llamar a la policía. Cogí el teléfono que estaba en la mesita baja, a un lado del sofá, pero no había señal. Debían de haber cortado la línea hacía semanas. Saqué un pañuelo y empecé a limpiar el auricular, aunque me detuve. ¿De qué me servía hacer eso? Había huellas mías por todas partes: en el pomo de la puerta trasera, en la cocina, en el cuarto de estar, en el dormitorio… En todos los rincones menos en el ático, si es que había un ático. En cualquier caso, ¿por qué iba a esconderme? Ya le había hablado a Joe Green sobre Peterson y me disponía a hablarle de la hermana de Peterson tan pronto reuniera la energía necesaria para levantarme del sofá y regresar a mi oficina.

Salí por la puerta de la cocina y rodeé la casa. ¿Cómo es que llovía de nuevo? No suele llover en junio. Mi coche no estaba frente a la casa. Pensé que los mexicanos lo habrían robado hasta que recordé que lo había dejado aparcado al principio de la calle. Cuando por fin me metí en el coche, estaba calado y olía como una oveja mojada, aunque nunca hubiera estado lo suficientemente cerca de una oveja como para saber cómo huelen. Maniobré para girar el coche y entré en el bulevar. Las gotas de lluvia golpeaban el parabrisas como pulidas varillas de acero, pero hacia el oeste el cielo parecía un caldero de oro fundido. Según el reloj del salpicadero eran las seis y cuarto, aunque ese reloj nunca había sido de fiar. Fuera la hora que fuese, el día se estaba acabando y, si no era así, entonces los ojos me fallaban.

Decidí no ir a la oficina y me dirigí a Laurel Canyon. Cuando llegué, ya había oscurecido. Nunca antes los escalones de secuoya que subían al porche me habían parecido tantos y tan empinados. Cuando entré en casa, me cambié la chaqueta y la camisa antes de ir al baño para echarle un vistazo a mi rostro. Había una brecha de un rojo intenso en el pómulo y, alrededor de la herida, la piel tenía más colores que el arcoíris. Me limpié el corte con una toalla húmeda. El agua fresca me alivió el dolor. Iba a pasar mucho tiempo antes de que la hinchazón bajase. Pero, por otro lado, el corte no era tan profundo como para necesitar puntos.

Fui a la cocina y me preparé un clásico: un brandy con una peladura de lima. Me costó hacerlo, aunque el esfuerzo me sentó bien y me ayudó a concentrarme. Me acomodé en una de las sillas de respaldo recto del rincón donde se encuentra la mesa —sí, la maldita casa tiene en la cocina un rincón especial para la mesa— para beber mi copa y fumarme un par de cigarrillos. El dolor en el pómulo competía con el dolor en la nuca. Aun así, no me encontraba en condiciones de decidir cuál de los dos era más intenso, parecía que estaban empatados.

Cogí el auricular del teléfono de la pared y llamé a la Sección de Homicidios. Joe se hallaba en su mesa, fijo como un poste. Le conté lo sucedido en Napier Street. Parte de lo sucedido.

—¿Dices que dos panchitos aparecieron de no se sabe dónde y se llevaron a la mujer? ¿Me estás diciendo eso? —me preguntó, escéptico.

—Sí, Joe, eso te estoy diciendo.

—¿Por qué la iban a secuestrar?

—No lo sé.

Permaneció en silencio. Oí cómo encendía un cigarrillo. Oí cómo expulsaba la primera bocanada de humo.

—De nuevo a vueltas con Peterson. Por los clavos de Cristo, Phil, pensé que habíamos acabado con ese asunto.

—Eso pensaba yo, Joe. Eso mismo pensaba yo.

—Pues entonces, ¿qué estabas haciendo en su casa?

Me llevó un segundo encontrar una respuesta, cualquier respuesta aceptable.

—Buscaba unas cartas que mi cliente desea recuperar.

No dije más. Era una mentira que podía meterme en problemas aún más serios de los que ya tenía.

—¿Las encontraste?

—No.

Me tomé un buen trago de mi bebida. El azúcar me daría energía y el brandy impediría que la malgastara en tareas agotadoras.

—¿Y cómo es que ahora está implicada la hermana de Peterson? —preguntó Joe.

—No lo sé. Llegó a la casa poco después de que yo lo hiciera.

—¿La conocías?

—No, no la conocía.

Joe rumió lo que le decía durante un rato.

—Hay muchas cosas que no me estás contando, Phil, ¿no es cierto?

—Te he dicho todo lo que sé —ambos sabíamos que aquello era otra mentira—. El caso, Joe, es que lo que le ha ocurrido a la hermana de Peterson no tiene nada que ver con mi trabajo. Es un asunto diferente, estoy seguro.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Lo estoy. Los mexicanos ya habían estado en el barrio de Peterson antes. Los habían visto merodeando por la casa, mirando por las ventanas, ese tipo de cosas. Para mí que Peterson les debe dinero. Esos dos tenían aspecto de que les debían dinero. Y mucho.

Silencio de nuevo.

—¿La tal Peterson te dio alguna pista de por qué los panchitos estaban buscando a su hermano? —preguntó Joe.

—No tuvo tiempo. Estaba preparando unas copas cuando ellos irrumpieron por la puerta trasera armados y con cara de pocos amigos.

—Oh —dijo Joe, burlón, poniendo voz melosa—, ¿así que ella y tú ibais a relajaros un poco, aunque no os conocierais de antes? Suena muy íntimo.

—Joe, me han propinado un golpe en la cara con el cañón de una pistola y acto seguido me han golpeado en la nuca con una porra o algo parecido. Todavía veo las estrellas. Esos tipos van en serio.

—Vale, vale, lo entiendo. Pero escucha, Phil, no es mi jurisdicción. Vas a tener que llamar a la Oficina del Sheriff. ¿Lo entiendes? Tal vez deberías tener una pequeña charla con tu amigo de allí, Bernie Ohls.

—No es exactamente mi amigo, Joe.

—Me parece que vas a necesitar cualquier tipo de amigo, incluso los no-exactamente-amigos.

—Preferiría que lo llamaras tú. Te lo agradecería. No me encuentro en mi mejor momento, pero incluso cuando estoy en mi mejor momento, Bernie tiende a tocarme las narices o yo tiendo a tocarle las suyas, dependiendo del tiempo que haga y del minuto del día.

Joe exhaló un suspiro en el auricular. Resonó como si un tren de mercancías pasara junto a mi oído.

—De acuerdo, Phil, lo llamaré yo. Pero más vale que tengas preparada una historia decente cuando llame a tu puerta. Bernie Ohls no es Joe Green.

«Has dado en el clavo, Joe —me habría gustado decirle—, ahí has dado en el clavo».

—Gracias, te debo una —fue lo único que le dije.

—Me debes más de una, hijo de perra —dijo, riendo y tosiendo al mismo tiempo. Y colgó.

Encendí otro cigarrillo. Era la segunda vez en el día que me llamaban hijo de perra. En español no sonaba mucho mejor.