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Nunca llegué a saber sus nombres. Por razones de conveniencia, los bauticé como Gómez y López. Si bien era obvio que lo que yo o cualquier otro considerara conveniente no estaba en la lista de prioridades de aquellos dos. Gómez era el listo y López, el matón. Gómez era bajo, de constitución fuerte y más bien grueso para ser mexicano, mientras que López era delgado como una serpiente de cascabel. Según el viejo que vivía en la casucha de enfrente, vestían con elegancia, pero comprobé que su criterio dejaba mucho que desear. Gómez llevaba un traje cruzado azul pálido con anchas hombreras y una corbata con un dibujo chapucero de una sirena semidesnuda. La camisa hawaiana de López era la más hortera que había visto nunca. Sus pantalones blancos debieron de estar limpios cuando los compró, hacía ya mucho tiempo. Por las sandalias abiertas asomaban los dedos asquerosamente sucios.

Que mis palabras no los lleven a engaño, no tengo nada contra los mexicanos. La mayoría son gente amable y de buen corazón. Me gusta su comida, su cerveza y su arquitectura. En una ocasión, pasé un fin de semana muy agradable en un buen hotel de Oaxaca en compañía de una amiga. Los días era cálidos y las noches frescas y, al atardecer, acudíamos al Zócalo para beber margaritas saladas y escuchar a los mariachis. Ese era mi México. Gómez y López salían de otra parte. Pongamos que de un barrio de alguna de las ciudades más violentas que hay al otro lado de la frontera. Escuché a Lynn Peterson contener el aliento cuando los vio. Es probable que yo hiciera lo mismo. Al fin y al cabo, eran una visión tremenda.

Entraron en tromba. Eran tipos impacientes, como comprobaría más tarde. El arma de Gómez era una imponente automática plateada con aspecto de tener la potencia de un obús. No se discuten nimiedades con un hombre que lleva semejante arma en la mano. Por la despreocupación con que la sujetaba estaba claro que llevaban juntos mucho tiempo. Por su aspecto salvaje y nervioso, López tenía más pinta de utilizar cuchillo. Recordé cómo Travis, el camarero del Barney’s Beanery, había bromeado sobre aquella pareja —no podía tratarse de otros—, al contar cómo jugueteaban con su arma y con su cuchillo. Menuda broma. Travis no sabía lo poco descaminado que andaba.

Sin dedicarnos una sola mirada a Lynn Peterson y a mí, Gómez atravesó sigiloso la cocina hacia el cuarto de estar, se detuvo sin decir nada, imagino que para echar un vistazo alrededor, y luego regresó a la cocina. Era un tipo inquieto, igual que su compañero, y se removía sin cesar dentro de su holgado traje. López permaneció en la puerta abierta con los ojos clavados en Lynn Peterson. Gómez también la miró, pero fue a mí a quien se dirigió.

—¿Quién es usted?

Me estaba empezando a cansar de contestar aquella pregunta.

—Mi nombre es Marlowe —luego añadí—: Creo que se están equivocando.

—¿Equivocando en qué?

—Estoy seguro de que la señorita Cavendish y yo no somos quienes ustedes piensan —Lynn Peterson me miró sorprendida. Cavendish era el primer nombre que me había venido a la cabeza mientras hablaba—. La señorita Cavendish es agente inmobiliario. Me está enseñando la casa.

—¿Para qué? —dijo Gómez. Tuve la sensación de que hablaba por hablar, mientras maquinaba preguntas más incisivas, preguntas que fueran al grano.

—Estoy pensando en alquilar —le contesté.

Mi respuesta divirtió a López, que se rio. Tenía un labio leporino mal suturado.

—¿Son ustedes detectives? —les pregunté.

Aquello hizo reír aún más a López. Por la grieta entreabierta de su labio se veía el brillo de un diente amarillento.

—Claro, somos policías —dijo Gómez sin esbozar siquiera una sonrisa. Se giró hacia la mujer, que estaba a mi lado—. Cavendish. Usted no se llama así, ¿verdad? —ella comenzó a protestar, pero él apuntó a su rostro con el cañón de la pistola y lo movió cansinamente como un dedo reprobatorio—. No, no, señorita, no me mienta. Si lo hace, pagará las consecuencias. ¿Cómo se llama de verdad? —ella calló. Él se encogió de hombros y sus hombreras se deslizaron hacia la izquierda—. Da igual. Ya sé quién es usted.

Se alejó unos pasos y López ocupó su lugar frente a la mujer, sonriéndole. Lynn se echó hacia atrás. El aliento del hombre no debía de ser muy agradable. Gómez dijo algo en español que no entendí y López frunció el ceño.

—¿Cómo te llamas, nena? Apuesto a que tienes un nombre precioso —le dijo con suavidad.

López colocó una mano bajo el pecho derecho de la mujer y lo alzó como si estuviera calculando el peso. Ella retrocedió de un salto para ponerse fuera de su alcance, pero el hombre la siguió con la mano extendida. Yo no tenía elección: le agarré de la muñeca con una mano y del codo con la otra y tiré en direcciones opuestas. El tipo aulló de dolor y liberó su brazo. En su mano izquierda apareció un cuchillo. Era pequeño, con una hoja no muy grande, pero yo no era tan tonto como para ignorar lo que López sería capaz de hacerme con él.

—Oiga, tranquilícese —dije con voz agitada, como haría un hombre cuyo único interés fuera alquilar una casa a un buen precio y no meterse en líos—. Pero no le ponga a la señora las manos encima.

Percibía el miedo de Lynn Peterson. Flotaba en el aire como el olor de un zorro. Yo llevaba un revólver ligero, de calibre 38 Special, en un costado de mi cinturón. Esperaba que los mexicanos no se dieran cuenta hasta que yo encontrara la manera de sacarlo sin que me pegaran un tiro o me cortaran en pedacitos. En las películas se ven malabaristas veloces, que sacan las pistolas como relámpagos y las hacen girar en el índice. Desgraciadamente, no es así en la vida real.

Con el cuchillo preparado, López se aproximó de nuevo, aunque no a Lynn esta vez, sino a mí. Su compinche le dijo algo en español, que tampoco entendí, le apuntó con la automática y López se detuvo.

—Deme su cartera —me ordenó Gómez. Hablaba bien inglés, aunque con acento español.

Levanté las manos.

—Ya se lo he dicho antes, se están equivocando…

No pude terminar la frase. Apenas llegué a atisbar la pistola antes de que el cañón me golpeara en el pómulo derecho con un impacto sordo que me retumbó en las muelas. A mi lado, Lynn Peterson lanzó un pequeño grito y se llevó una mano a la boca. El golpe estuvo a punto de derribarme, aunque conseguí reaccionar a tiempo y me mantuve en pie. De la herida brotaba sangre caliente que se deslizaba por mi mejilla y, al llegar a la mandíbula, goteaba hacia el suelo. Me llevé la mano a la cara y, cuando la retiré, estaba roja.

Empecé a hablar, pero Gómez me interrumpió de nuevo.

—¡Cierra la boca, hijo de la chingada! —masculló, mostrándome los dientes cerrados. Parecían muy blancos contra su piel oscura. Debía de tener sangre india. Esa es la clase de cosas en las que uno piensa cuando le acaban de golpear con una pistola.

Era ahora o nunca. Con la excusa de coger un pañuelo, acerqué la mano al bolsillo, pero la desplacé hacia el cinturón, abrí la funda de mi pistola y sentí la corredera bajo mis dedos. Eso es lo último que recuerdo.