Fui en coche a The Bull and Bear para comer algo. Ver cómo Mamá Langrishe se atiborraba de tarta de chocolate me había abierto el apetito y además casi era la hora de la comida. Mientras avanzaba lentamente por la Franja de Las Vegas, manejando el volante con un dedo, pensé una vez más en llamar a Clare Cavendish para decirle que abandonaba el trabajo. No me había enviado el contrato firmado y el vil metal no había pasado de sus manos a las mías, así que nada me impedía decirle adiós. Pero no es fácil despedirse de una mujer así a no ser que te obliguen, e incluso en ese caso tampoco resultaría sencillo. La recordé sentada en mi oficina, ataviada con el sombrero y el velo y fumando un Sobranie Black Russian en boquilla de ébano, y supe que no podía hacerlo, que no era capaz de romper el lazo que me unía a ella. Todavía no.
No sé qué es peor, si los bares que pretenden pasar por irlandeses, con sus tréboles de plástico y sus bastones tradicionales, o los que pretenden pasar por cockneys, como el Bull. Podría describirlo, pero me da pereza; imaginen dianas y grifos de cerveza de madera y fotos enmarcadas y viradas en rosa de una joven reina Isabel —que es la misma de ahora— a caballo. Me senté en una mesa en la esquina y pedí un sándwich de rosbif y una jarra de cerveza de malta. Estaba tibia, como la sirven en el barrio londinense de Lambeth. En cuanto al sándwich, sin duda masticar un trozo recocido de vaca y tan duro como la lengua de un inglés ayuda a mantener una actitud prudente en la vida. ¿Cuál era el siguiente paso que debía dar en mi investigación sobre Nico Peterson? Si seguía vivo, alguien debía saber dónde estaba y en qué andaba metido. Pero ¿quién? Recordé entonces que Clare Cavendish había mencionado a una actriz de cine con la que Peterson había trabajado o para la que había trabajado. ¿Cómo se llamaba? Mandy algo… Mandy Rogers, eso es, la Jean Harlow de aquel pobre hombre. Tal vez mereciera la pena hablar con ella. Bebí un sorbo de cerveza. Tenía el color de la cera para zapatos y sabía a agua jabonosa. ¿Cómo era posible que Britania dominara los mares si aquello era lo que les daba de beber a sus marineros?
Me levanté de la mesa y crucé el local hacia la cabina telefónica para llamar a un antiguo colega, Hal Wiseman. Ambos éramos detectives, pero él estaba en nómina de los Estudios Excelsior. Tenía un cargo rimbombante, jefe de Seguridad o algo parecido, y se lo tomaba con calma. ¿Por qué no? Se pasaba los días cuidando a jovencitas que aspiraban a ser estrellas y vigilando que los jóvenes actores permanecieran en el buen y recto camino o, por lo menos, en un camino no demasiado salvaje ni torcido. De vez en cuando, recurría a sus contactos en la Oficina del Sheriff para librar a una de las estrellas de los Excelsior de una redada de drogas o para que levantaran los cargos a un ejecutivo del estudio acusado de conducir ebrio o de golpear a su esposa. Él aseguraba que no era mala vida. Mientras esperaba a que descolgara el teléfono, maniobré con la lengua para sacar un pedazo de ternilla que tenía entre los molares superiores. Desde luego, el rosbif de la vieja Inglaterra se resiste con tenacidad.
Por fin, respondió.
—Hola, Hal.
Reconoció inmediatamente mi voz.
—Hola, Phil, ¿cómo te va la vida?
—Tirando.
—¿Estás en un cóctel o algo parecido? Oigo jarana de fondo.
—Estoy comiendo en The Bull and Bear. No veo a ningún juerguista, solo a la clientela habitual. Escucha, Hal, ¿conoces a Mandy Rogers?
—¿Mandy? Sí, la conozco —su voz se había vuelto repentinamente precavida. Hal no era un hombre guapo, parecía un cruce entre Wallace Beery y Edward G. Robinson. Su éxito con las mujeres era un misterio para quien no fuese una mujer. Tal vez era un gran conversador—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por un tipo que trabajó con ella. Hacía de agente. Su nombre es Nico Peterson.
—Es la primera vez que oigo ese nombre.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo. ¿De qué va esta historia, Phil?
—¿Podrías conseguirme una cita con la señorita Rogers?
—¿Para qué?
—Quiero hablar con ella acerca de Peterson. Hace un par de meses lo mataron por la noche en Pacific Palisades.
—¿Sí? ¿Cómo lo mataron? —Hal sonaba cada vez más hermético, cerrándose lentamente como una almeja gigante.
—Lo atropellaron y se dieron a la fuga.
—¿Y?
—Tengo un cliente que me paga para que investigue la muerte de Peterson.
—¿Hay tras esa muerte más de lo que parece?
—Podría ser.
Permaneció callado. Oía su respiración como si fuera el sonido de su mente trabajando con lentos y largos latidos.
—¿Qué tiene que ver Mandy Rogers con todo eso?
—Nada en absoluto, pero necesito información sobre Peterson. Ese tipo es un enigma.
—¿Un enigma?
—Digamos que hay ciertos indicios acerca de él que hacen pensar que ahí hay más de lo que se ve a simple vista.
Más respiraciones, más reflexión. Por fin, dijo:
—Supongo que a Mandy no le importará hablar contigo —soltó una risa sofocada—. Ahora mismo no está precisamente ocupada. Déjamelo a mí. ¿Sigues en la misma oficina, ese cuchitril en Cahuenga? Ya te llamaré.
Volví a mi mesa, pero al ver el sándwich a medio comer y la pinta de cerveza tibia a medio beber se me quitaron las ganas de sentarme. Dejé un billete junto al plato y me marché. Un nubarrón morado había surgido de la nada y cubría el sol; en la calle, la luz tenía un tinte violáceo y hostil. Tal vez fuera a llover. En verano y en aquellas latitudes sería una agradable sorpresa.
Hal era un hombre de palabra y me llamó por la tarde. Mandy Rogers se reuniría conmigo en el estudio, debía ponerme en camino ya. Agarré el sombrero, cerré la oficina y salí a la calle. La nube seguía sobre la ciudad, o tal vez era otra nube exactamente igual, y en la acera rebotaban gotas del tamaño de un dólar de plata. Crucé la calle a la carrera y logré entrar en el coche justo cuando empezaba a llover en serio. Puede que no lloviera a menudo, pero cuando llovía, llovía de verdad. Las escobillas del limpiaparabrisas del Oldsmobile estaban viejas y tuve que inclinarme sobre el volante y pegar prácticamente la nariz al cristal para ver la carretera.
Hal me esperaba en la verja de entrada al estudio, en el interior de la cabina del vigilante. Salió con la chaqueta sobre la cabeza y se introdujo a toda prisa en el coche, a mi lado.
—¡Maldita sea! ¡Mírame, solo he dado tres pasos y estoy calado!
¿He dicho que a Hal le gustaba vestir bien? Llevaba un traje cruzado de lino pálido, una camisa verde con una corbata de seda también verde y zapatos bicolores en marrón y blanco. A eso había que añadir una pulsera de eslabones de oro, dos o tres anillos y un reloj Rolex. Parecía irle bien; tal vez yo debería plantearme entrar en la industria del cine.
—Gracias por tu ayuda, Hal. Te lo agradezco de verdad —le dije.
—Bah, bueno —masculló él con el ceño fruncido, al tiempo que se sacudía las gotas de las hombreras de su chaqueta.
Los estudios de cine son un lugar extraño. Cuando estás dentro, te sientes como si soñaras despierto mientras te cruzas con vaqueros y chicas de revista, hombres-mono y centuriones romanos, que van caminando igual que trabajadores que se dirigieran a la oficina o a la fábrica. Aquel día todo parecía aún más extraño, pues la mayoría de los actores se cubrían con paraguas. Los paraguas tenían el logo del estudio —un brillante sol amarillo que se elevaba desde un lago rojizo— y, estampadas con una recargada caligrafía dorada, las palabras «Excelsior Pictures».
—¿Era James Cagney ese con el que nos acabamos de cruzar?
—Sí, nos lo ha cedido la Warner Brothers para rodar un film de boxeo. La película es una basura, pero Cagney la salvará. Para eso sirven las estrellas. Gira ahora a la izquierda.
—¿Conoces la palabra blasé, Hal? Es francesa.
—No, ¿qué significa?
—Significa que lo has visto todo y ya nada te importa.
—Ya entiendo por dónde vas —dijo con acritud, mientras seguía sacudiéndose las gotas de las solapas de su chaqueta—. Ya veríamos cómo te sentirías tú si tuvieras que limpiar un vómito en el asiento trasero de tu coche a las cuatro de la mañana después de sacar por enésima vez a una estrella de la gran pantalla de la celda donde encierran a los borrachos y depositarla en su mansión de Bel-Air. Por no hablar de las mujeres… Ellas son todavía peores. ¿Has coincidido alguna vez con Tallulah Bankhead?
—No, la verdad es que no.
—Tienes suerte. Para aquí.
Estábamos en la cantina. Un chaval rubio con una cazadora de cremallera se acercó de un salto desde la puerta con un paraguas Excelsior y acompañó a Hal hasta el edificio. A mí me dejaron solo para que me las apañara con la lluvia como pudiera.
—Dale la llave a Joey. Él se encargará de vigilar tu coche —dijo Hal.
Joey me dedicó una amplia sonrisa. Se había arreglado los dientes y yo podría haber apostado a que en eso se habían ido los ahorros de su vieja mamá en Peoria o donde fuera que viviese. En Hollywood todo el mundo aspira a ser una estrella.
Era media tarde y el lugar estaba prácticamente vacío. Frente al largo mostrador donde se servía la comida había un ventanal que daba a una suave pendiente con césped, palmeras y un pequeño estanque. La lluvia golpeaba el agua con tanta fuerza que la superficie parecía una cama de clavos. Mandy Rogers estaba sentada en una mesa junto a la ventana. Con una mano en la barbilla, expresión soñadora y la mirada perdida en el día triste y gris, parecía estar pensando en asuntos importantes.
—Hola, Mandy —dijo Hal, posando una mano en su espalda—. Este es el hombre del que te hablé. Te presento a Philip Marlowe.
Ella reaccionó como si le costara salir de su ensimismamiento y luego volvió sus ojazos hacia mí y sonrió. He de reconocer que hasta los actores más insignificantes de cine tienen algo especial. Pasan tanto tiempo al día observando su reflejo en las cámaras, en los espejos y en los ojos de sus fans que un suave barniz parece recubrirlos, como si los hubieran untado con una miel especial. El resultado en las mujeres de esa especie es capaz de quitarte el aliento cuando tienes la suerte de tenerlas cerca.
—Encantada, señor Marlowe.
Mandy Rogers me ofreció una de sus pequeñas y blancas manos para que la estrechara. Su voz disipó parte de la magia. Era tan aguda y penetrante que podría haber grabado su nombre en vidrio con ella.
—Gracias por atenderme, señorita Rogers —dije.
—Por favor, llámeme Mandy.
Yo seguía estrechando su mano y ella no parecía tener prisa en retirarla.
—Siéntate, Phil, tienes pinta de ir a desmayarte —intervino Hal con aspereza.
¿Tanta era la impresión que me había causado? Mandy Rogers no era Rita Hayworth. Era más bien baja, no exactamente delgada, rubia de bote, con una boca en forma de mariposa y una barbilla regordeta. Sus ojos sí eran bonitos, azules, muy claros y muy grandes. Llevaba un vestido escarlata con corpiño ajustado y falda de vuelo. Una chica solo podía vestirse así a media tarde en unos estudios de cine.
Ella retiró por fin su mano y yo me senté en una silla de metal. Vi de soslayo, al otro lado de la ventana, un azulejo que salió revoloteando de una palmera y se posó en la hierba húmeda.
—Bueno, os dejo solos. Mandy, ten cuidado con este tipo. No es tan inofensivo como parece —Hal me dio un leve puñetazo en el hombro y se fue.
Mandy suspiró.
—Es encantador. No es fácil encontrar a gente como él en este negocio.
—No me cabe duda, señorita Rogers.
—Mandy —me dijo mientras movía la cabeza y sonreía.
—De acuerdo, Mandy.
En la mesa, frente a ella, había una botella de Coca-Cola de la que sobresalía una pajita.
—¿Es cierto lo que dice Hal? ¿Es usted tan peligroso?
—No. Soy un tipo fácil, ya verá.
—Me ha dicho que es detective. Debe de ser emocionante.
—Tanto que no se puede aguantar.
Me dedicó una vaga sonrisa, cogió la botella y sorbió la Coca-Cola por la pajita. Hubiera podido pasar por una cría sentada en un quiosco de refrescos y soñando con convertirse en una gran estrella mientras bebía una gaseosa. Con la cabeza inclinada sobre la pajita y la vista baja, sus pestañas casi rozaban la suave curva de su mejilla. Me pregunté cuánto debería ya a quién sabe cuántos hombres en aquella ciudad.
—Nico Peterson fue su agente, ¿no es cierto?
Ella dejó la botella sobre la mesa.
—Quería ser mi agente. Me consiguió algunos trabajos. ¿Ha visto Riders of the Red Dawn?
—No, aún no —contesté.
—Ya la han quitado. Joel McCrea iba a estar en la película, pero algo ocurrió y no pudo hacerlo. Yo era la hija del ranchero.
—Iré a verla cuando la repongan.
Ladeó la cabeza con una sonrisa.
—Es usted muy amable. ¿Todos los detectives son así?
—No todos, no —le ofrecí un cigarrillo de mi pitillera de plata, pero movió negativamente la cabeza mientras apretaba los labios con recato. Podía imaginármela como la hija del ranchero, pasando del melindre a la jarana, con una falda de cuadros, botines y un gran lazo en la cabeza—. ¿Qué me puede contar del señor Peterson?
—¿Qué le gustaría saber?
Se mordió el labio y se apartó con coquetería el esponjoso pelo con la mano. Había interpretado una docena de papeles en los cinco minutos que llevaba con ella: desde la quinceañera hasta la ninfa de grandes ojos. Pero seguía pareciendo una niña.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
Se llevó el índice a la mejilla y presionó hasta crear un hoyuelo mientras alzaba los ojos al techo. Me imaginé el texto en el guion: Ella se detiene para pensar.
—Creo que una semana antes de que muriera. Estaba intentando meterme en la nueva película de Doris Day. ¿Sabía que el verdadero nombre de la señora Day es Kappelhoff? Dicen que Rock Hudson también estará —su ingenua carita se ensombreció un instante—. Supongo que ya no me darán el papel. ¡Qué se le va a hacer!
Un joven se acercó a la mesa. Vestía un delantal corto blanco y llevaba una bandeja. Habría podido ser el hermano pequeño del que había sujetado el paraguas para Hal cuando salimos del coche bajo la lluvia. No quise dedicar ni un minuto a pensar cómo la industria del cine devora a los jóvenes y ambiciosos. En lugar de eso, le pedí una taza de café.
—Inmediatamente, señor —el joven dedicó una rápida sonrisa a Mandy y se marchó.
—¿Era Nico un buen agente? Lo que quiero saber es si tenía éxito —le pregunté.
Mandy dedicó de nuevo unos instantes a pensar la respuesta.
—No era uno de los grandes. Estaba empezando, igual que yo, aunque él era mucho mayor, desde luego. No sé muy bien a qué se dedicaba antes de convertirse en agente.
—¿Se veían fuera del trabajo?
Arrugó la nariz, el gesto más cercano a la desaprobación en aquel rostro dulce y sin arrugas.
—¿Quiere decir si él intentó…? No, no teníamos ese tipo de relación.
—Lo que quiero decir es si la sacaba por ahí, si la llevaba a sitios para que conociera a gente.
—¿Qué clase de gente?
—Ya sabe: productores, directores, jefes de estudio.
—No, siempre estaba ocupado, siempre tenía que ver a alguien.
—Sí, eso he oído.
—¿Sí? ¿Quién se lo ha dicho? —dijo, repentinamente suspicaz.
—Nadie en concreto. Esta ciudad vive de rumores.
—Y que lo diga.
Había vuelto el rostro hacia el ventanal y miraba afuera con los ojos entrecerrados. Yo no deseaba saber más de Mandy Rogers de lo que ya conocía: los altibajos, con más bajos que altos, de su carrera. Y, sin embargo, me sorprendí preguntándole:
—¿De dónde es usted, Mandy?
—¿Yo? —parecía sinceramente sorprendida por mi pregunta. Se quedó confusa y comprobé que cuando estaba confusa dejaba de actuar. Se la veía titubeante, insegura, incluso un poco alarmada—. Nací en Hope Springs, en Iowa. Supongo que nunca ha ido. En realidad, nadie va. Hope Springs es uno de esos sitios de los que la gente se marcha, más bien.
El joven camarero apareció con mi café. Devoró a Mandy con los ojos, pero esta solo le devolvió una sonrisa ausente. Su cabeza estaba en Hope Springs y en todo lo que había dejado atrás. Que tal vez era nada.
—¿Cómo se enteró de la muerte de Nico? —le pregunté.
Reflexionó durante un instante y luego movió la cabeza.
—No lo recuerdo. ¿No es raro? Supongo que la noticia se comentó en los estudios. Alguien debió de decírmelo.
Miré al ventanal. El azulejo voló de nuevo hacia la palmera y desapareció en las sombras, entre las hojas. Así era la felicidad: estaba ante tus ojos y, al minuto siguiente, había alzado el vuelo. Al menos, la lluvia había amainado.
Mandy sorbió de su pajita. Un borboteo salió de la botella, casi vacía, y Mandy me miró rápidamente, temiendo que me riera de ella.
—¿Conoció a los amigos de Nico? ¿A alguna novia? —le pregunté.
Soltó una risita tintineante.
—Tenía un montón de novias.
—¿Nunca coincidió con ninguna?
—En un par de ocasiones le vi con una mujer, pero no creo que fuera su novia.
—¿Cómo era?
—No la vi muy bien. La primera vez fue en una fiesta y él se marchaba con ella. La segunda vez los vi en un bar, pero aquella noche era yo quien se estaba marchando. Era una mujer alta. Con el pelo oscuro. Una cara agradable, demasiado…, demasiado ancha, cuadrada, pero bonita.
—¿Por qué piensa que no era su novia?
—No tenían aspecto de ser novios. Ella no estaba con él, ¿me comprende? Incluso se parecía un poco a Nico. Tal vez eran parientes, no lo sé —jugueteó con la pajita en la botella vacía de Coca-Cola—. ¿Es para una de sus novias para quien usted trabaja?
No sabía qué le habría explicado Hal sobre mí y mis pesquisas acerca de Nico Peterson, vivo o muerto. Yo no le había explicado gran cosa a Hal, no había mucho que contar, así que probablemente él se habría inventado algo. Hal era así. A pesar de su actitud áspera, tenía una gran imaginación y le encantaba adornar la aburrida realidad. Mandy Rogers debía de creer que yo trabajaba para alguna mujer a la que Nico había dejado plantada antes de morir. Y, pensándolo bien, tal vez era así.
—¿Cómo era Nico? —le pregunté.
—¿Cómo era?
Mandy frunció el ceño. Estaba claro que hasta entonces nunca había dedicado mucho tiempo a pensar en Peterson, por mucho que él le hubiera conseguido un papel en Riders of the Red Dawn.
—Buf, no lo conocía tan bien. Simplemente era alguien que estaba intentando labrarse una posición. Supongo que me gustaba, aunque no de esa forma, desde luego. Ni siquiera era un amigo, solo un socio —se detuvo un momento antes de continuar—. Una vez me propuso ir a México con él —desvió la vista y hasta se ruborizó ligeramente.
—¿Sí? ¿Adónde en México? —pregunté intentando disimular mi interés.
Se mordió el labio con aquel gesto suyo. ¿A quién quería parecerse? Tal vez a Doris Kappelhoff en uno de sus papeles de trampera en el Oeste.
—Acapulco. Él iba a menudo, o eso me dijo. Conocía a gente. Me dio a entender que era gente rica.
—Pero usted no fue.
Abrió mucho los ojos e hizo un mohín de asombro con la boca.
—¡Por supuesto que no! Usted debe de pensar que soy la típica fulana de Hollywood, dispuesta a ir con cualquiera a cualquier sitio.
—No, no —me apresuré a decirle con tono apaciguador—. No creo eso en absoluto. Simplemente pensé que tal vez, como era mayor que usted, la había invitado para que le acompañara como amiga a un viaje interesante.
Ella esbozó una sonrisita adusta.
—Nico tenía amiguitas, pero no tenía amigas. Me entiende, ¿no?
En la cantina entró un hombre que se parecía tanto a Gary Cooper que podría haber sido él. Vestía unos pantalones de montar y, sobre ellos, unas chaparreras de cuero. Abrochado a la cadera llevaba un cinto con un revólver de seis tiros. Anudada al cuello bronceado tenía una bandana roja. Cogió una bandeja y caminó a lo largo del mostrador observando los platos de comida.
—Me ha sido de gran ayuda, señorita Rogers —le dije mientras le dedicaba mi sonrisa de mentiroso.
Me miró sorprendida.
—¿De verdad? ¿Cómo es posible?
Bajé la voz como si le estuviera confiando un secreto.
—En mi profesión todo es importante, todo ayuda a hacerse una idea.
Tenía los ojos fijos en mí, la boca entreabierta y un leve surco de perplejidad entre las cejas.
—¿Una idea de qué? —me preguntó en un murmullo, igual que le hablaba yo.
Aparté la taza vacía de café y cogí el sombrero. Había dejado de llover y el sol parecía jugar con la posibilidad de aparecer.
—Digamos, Mandy, que ahora sé más que cuando entré aquí —y le guiñé un ojo.
Sin apartar la vista de mí, con los ojos muy abiertos, ella asintió. A su manera, era una buena chica. No pude evitar temer por su futuro en la carrera que había elegido.
—¿Puedo volver a verla si me surgen nuevas preguntas cuya respuesta usted tal vez conozca?
—Claro —dijo e, imaginando el papel que debía interpretar, se humedeció los labios con la punta de la lengua y lentamente inclinó hacia atrás la cabeza para mostrar su níveo cuello. Aventuré que se trataba de Barbara Stanwyck en Perdición. Esa sí la había visto—. Vuelva cuando quiera. Hal le dirá dónde encontrarme.
Mientras salía, pasé junto al hombre larguirucho con la bandana roja. Estaba encorvado sobre un plato de chile con carne y comía con voracidad a grandes cucharadas, como si temiera que alguien fuera a aparecer sigilosamente a su espalda para robarle el plato. Desde luego era la viva imagen de Coop.