8

Cuando regresé a mi oficina en el Edificio Cahuenga, tenía un mensaje telefónico. Me lo dijo la operadora con su voz nasal y plañidera. Mientras la escuchaba me parecía tener una avispa atrapada en la oreja.

—La señora Anises le llamó —me comunicó.

—¿La señora qué? ¿Anises?

—Eso dijo, lo tengo aquí escrito. Preguntó si se podría reunir con ella en el Ritz-Beverly a las doce.

—No conozco a nadie que se llame Anises. ¿Qué apellido es ese?

—Lo tengo aquí escrito en mi libreta: señora Dorothea Anises, hotel Ritz-Beverly, a las doce.

Una luz se encendió en mi cerebro. Debería haber caído antes, pero mi cabeza seguía en el Club Cahuilla.

Langrishe —dije—, Dorothea Langrishe.

—Eso le acabo de decir.

—De acuerdo —suspiré y, tras colgar el teléfono, añadí refunfuñando—: Gracias, Hilda.

La operadora no se llamaba así, pero cada vez que le colgaba me refería a ella con ese nombre. Con esa voz le pegaba llamarse Hilda, no me pregunten por qué.

El Ritz-Beverly era un elegante edificio con grandes pretensiones. El portero iba ataviado con casaca y bombín inglés, y tenía pinta de desdeñar cualquier propina menor de diez dólares. El vestíbulo, de mármol negro, era tan amplio como medio campo de fútbol. En el centro había una enorme mesa redonda con unas calas inmensas en un jarrón de cristal tallado. El pesado perfume de las flores me cosquilleó la nariz y tuve que reprimir el deseo de estornudar.

La señora Langrishe me había pedido que me reuniera con ella en el Salón Egipcio. Era una estancia con mobiliario de bambú, estatuas de mujeres parecidas a Nefertiti que sostenían teas en alto y, sobre las mesas, lámparas con pantallas de un material que parecía papiro, pero que obviamente era papel. Un mapa pintado del Nilo cubría una de las paredes. En el río había falúas y cocodrilos y sobre el agua volaban unos pájaros blancos que creo que se llaman ibis. En las riberas del río había pirámides, por supuesto, y una esfinge con expresión somnolienta. Resultaba impresionante y teatral, pero no era más que un bar.

La imagen de Clare Cavendish estaba grabada en mi mente y yo suponía que la madre sería una copia de su hija. ¡Qué equivocado estaba! La escuché antes de verla. Tenía voz de estibador irlandés, áspera, fuerte y ronca. Sentada ante una mesita dorada, y bajo las hojas de una alta palmera plantada en un tiesto, le estaba explicando al camarero cómo preparar el té.

—Primero tiene que hervir el agua. ¿Sabe hacer eso? A continuación, vierta el agua en la tetera para calentarla. Escalde bien la tetera, ¿me sigue? Luego tire esa agua, añada más a la tetera y eche una cucharada de té por persona y otra más para la tetera. Déjelo reposar durante tres minutos. Piense en un huevo pasado por agua: tres minutos, ni uno más ni uno menos. Y en ese momento puede servir el té. ¿Lo ha entendido bien? Porque este brebaje que me ha traído —y señaló la tetera— es un aguachirle insípido.

El camarero, un latino moreno y bien plantado, había palidecido.

—Sí, señora —dijo intimidado, y se apresuró a retirarse, sujetando la tetera y su denigrado contenido lo más lejos posible, como si pudiera contaminarle. Si no hubiera estado tan bien entrenado, se habría enjugado la frente.

—¿La señora Langrishe? —le pregunté.

Era muy baja y muy gruesa. Oculto bajo las ropas, su cuerpo parecía un barril en el que hubieran horadado cuatro agujeros para los brazos y las piernas. Tenía un rostro redondo y rosado y llevaba peluca, una melena ondulada del color de la alheña. Lo único que tenía en común con Clare eran sus ojos, con aquel iris negro y brillante que era, sin duda, un rasgo de familia. Estaba embutida en un traje de dos piezas de satén rosa, que combinaba con unos robustos zapatos blancos y con un sombrero que debía de haber confeccionado en un mal día el mismo autor del diminuto accesorio negro que llevaba Clare la tarde que la conocí. Alzó el rostro para mirarme y arqueó una ceja maquillada.

—¿Es usted el señor Marlowe?

—Sí, soy yo.

Señaló una silla a su vera.

—Siéntese aquí, quiero verlo bien.

Tomé asiento. Escrutó mi rostro detenidamente. Tengo que reconocer que olía muy bien, como era previsible. Su traje, de un tejido que creo que se llama tafetán, crepitaba cada vez que ella se movía y una ráfaga de perfume salía despedida de sus pliegues.

—Trabaja para mi hija, ¿no es así? —inquirió.

Saqué la pitillera y las cerillas y encendí un cigarrillo. No, no había olvidado ofrecerle, pero ella lo había rechazado con un gesto de la mano.

—Señora Langrishe, ¿quién le ha hablado de mí?

Ella se rio.

—Lo que usted quiere saber es cómo lo he localizado. Ah, le gustaría que se lo contara, ¿verdad?

El camarero regresó con la tetera y le sirvió, nervioso, una taza de té.

—Esto es otra cosa —dijo ella—. Así debe ser el té, lo suficientemente fuerte como para reanimar a un muerto.

Él sonrió, aliviado.

—Gracias, señora —le dijo, me miró de reojo y se fue.

La señora Langrishe echó leche al té y añadió cuatro terrones de azúcar.

—En casa no me dejan —dijo sombría, mientras depositaba las pinzas en su sitio, y añadió con el ceño fruncido—: Médicos, bah.

No comenté nada. Me resultaba difícil creer que hubiera alguien capaz de impedir que esa mujer hiciera lo que quisiera.

—¿Le apetece una taza? —me preguntó.

Rechacé el ofrecimiento con educación. Dos tazas de té en un solo día eran más de lo que mi cuerpo podía tolerar. Ella bebía el suyo, sujetando el platillo a la altura de la barbilla. Cuando bajó la taza, me pareció escuchar cómo chasqueaba los labios.

—Por lo visto, se ha perdido una gargantilla. ¿Es así?

—¿Se lo ha contado Clare? Quiero decir, la señora Cavendish.

—No.

Entonces había sido el marido. Con aire despreocupado, me retrepé en la silla para fumar. La gente suele creer que los detectives son estúpidos. Imagino que piensan que no consiguieron entrar en la policía porque no son lo bastante listos. En algunos casos es verdad. Y, a veces, resulta útil hacerse pasar por tonto. Los demás se relajan y cuando uno se relaja se vuelve descuidado. Pero era obvio que eso no iba a funcionar con la señora Dorothea Langrishe. Podía tener el aspecto de la lavandera irlandesa de la canción Irish Washerwoman y hablar como un peón, pero era tan incisiva como el alfiler de su sombrero.

Dejó la taza y el platillo sobre la mesa y contempló la sala con mirada mordaz.

—Fíjese en este sitio. Por su aspecto podría ser un burdel de El Cairo, y no es que yo haya estado jamás en El Cairo —añadió jocosa. Cogió el menú y se lo acercó a la nariz, mirándolo detenidamente. Lo habían diseñado como un antiguo rollo, con falsos jeroglíficos en los márgenes—. Ay, no consigo leerlo, me he olvidado las gafas. Tome —y me puso el menú en las manos—, ¿hay algo dulce?

—Tienen todas las tartas posibles. ¿Qué le apetece?

—¿Tienen tarta de chocolate? Me encanta el chocolate —alzó una mano gordezuela e hizo señas al camarero, que se aproximó. Ella giró el rostro hacia mí—: Dígaselo.

Así hice.

—A la señora le gustaría tomar una porción de Delicia de Triple Cacao Fondant.

—Muy bien, señor.

Se marchó sin preguntarme si yo deseaba algo. Debía de haber adivinado que yo era un criado, igual que él.

—Clare no le ha contratado a usted por ese asunto de las perlas, ¿verdad? —dijo la señora Langrishe, mientras rebuscaba en su bolso hasta sacar una lupa con el mango de hueso—. Mi hija no es una mujer que pierda cosas, y aún menos cosas como gargantillas de perlas.

Desvié la mirada hacia la estatua de una de las esclavas. Sus ojos, excesivamente maquillados en negro, eran almendrados y tan grandes que llegaban hasta la mitad lateral de su cabeza, justo hasta el borde del pelo, dorado y macizo como un casco. El escultor le había modelado un bonito pecho y un atractivo trasero. Los escultores son así, les gusta complacer… Complacer a los hombres que acuden a salones como aquel.

—Señora Langrishe, permítame preguntarle de nuevo quién le ha hablado de mí.

—No siga dándole vueltas. No ha sido difícil encontrarlo —me lanzó una mirada burlona—. Usted no es el único capaz de realizar pesquisas.

No la iba a dejar cambiar de tema.

—¿Le dijo el señor Cavendish que estuve en su casa?

Trajeron la porción de Delicia de Triple Cacao Fondant. La señora Langrishe, sus ojos reducidos a dos ávidas ranuras, la examinó con la lupa y con la misma aplicación que hubiera empleado Sherlock.

—Richard no es un mal chico —replicó, como si yo hubiera criticado a su yerno—. Es un haragán, desde luego —se llevó a la boca la cuchara con un buen pedazo de tarta—. ¡Ah, qué rica! Mmm… —exclamó.

Me hubiera gustado saber qué habrían dicho sus médicos al verla engullir semejante delicia tóxica.

—Bueno, ¿me va a decir al menos por qué me ha pedido que venga?

—Ya se lo he dicho, quería echarle un vistazo.

—Me disculpará entonces, señora Langrishe, pero ahora que ya me ha visto, creo que…

—Por favor, pare —dijo con mucha calma—. No se dé esos aires. Estoy segura de que mi hija le paga generosamente, así que puede dedicar unos minutos a su pobre y anciana madre.

Le podría haber dicho que su hija no me había pagado ni un céntimo hasta el momento. «Calma, Marlowe —me dije—, ten calma».

—No puedo hablar del encargo de su hija. Es un asunto profesional y queda entre ella y yo.

—Por supuesto. ¿He dicho yo que no lo fuera? —tenía una pizca de nata en la barbilla—. Pero es mi hija y no puedo evitar preguntarme para qué necesita contratar a un detective.

—Ya se lo ha dicho ella.

—Lo sé, lo sé. La preciosa gargantilla de perlas que ha perdido —se giró hacia mí. Intenté no mirar la mancha blanca en su barbilla—. ¿Por qué clase de tonta me toma, señor Marlowe? —me preguntó casi con dulzura y un esbozo de sonrisa—. El asunto no tiene nada que ver con perlas. Está metida en algún lío, ¿verdad? ¿Se trata de un chantaje?

—Le repito lo que le he dicho antes, señora Langrishe —contesté con tono fatigado—. No puedo hablar con usted del encargo que me ha hecho su hija.

Ella asintió sin apartar los ojos de mí.

—Lo sé, ya le oí la primera vez.

Dejó el tenedor en el plato, exhaló un suspiro saciado y se limpió la boca con la servilleta. Sentí la tentación de pedir una copa, un cóctel con angostura y una ramita verde de adorno, pero decidí no hacerlo. Podía imaginarme la mirada burlona que la señora Langrishe dedicaría a mi vaso.

—¿Sabe algo de perfumes, señor Marlowe? —me preguntó.

—Sé reconocer un perfume cuando lo huelo.

—Claro, claro. Pero ¿sabe algo sobre cómo se fabrican? ¿No? Ya lo imaginaba.

Se echó hacia atrás en la silla y contoneó ligeramente el cuerpo dentro del traje rosa. Sospeché que iba a darme una conferencia y me acomodé para adoptar una actitud que resultara atenta. ¿Qué estaba haciendo allí? Me perdía ser tan caballeroso.

—Casi todos los que trabajan en la industria del perfume basan sus productos en la esencia de rosas. Mi secreto es que yo utilizo lo que se denomina extracto de rosa, un producto muy superior que no se consigue por destilación, sino por disolventes. ¿Sabe dónde se obtiene?

Negué con la cabeza. Es lo que se esperaba de mí: escuchar, asentir, mover la cabeza, estar atento.

—¡En Bulgaria! —exclamó con el tono de un jugador de póquer que abre sobre la mesa una escalera de color—. Exactamente allí, en Bulgaria. Hacen la recolecta por la mañana antes de que salga el sol, cuando la fragancia de las flores es más intensa. Se necesitan ciento trece kilos de pétalos para conseguir treinta gramos de extracto de rosa, ya puede imaginar su coste. Ciento trece kilos para treinta gramos, ¡piénselo! —su mirada se volvió ensoñadora—. Mi fortuna se levanta sobre una flor. ¿Puede creerlo? La rosa damascena. Es una flor maravillosa, señor Marlowe, uno de los regalos que Dios nos ha dado a cambio de nada, como muestra de su gran generosidad —suspiró de nuevo, satisfecha. Era rica, era feliz y tenía el estómago rebosante de Delicia de Triple Cacao Fondant. Me dio un poco de envidia. Pero entonces su expresión se ensombreció—. Dígame para qué lo ha contratado mi hija. ¿Me lo va a decir?

—No, señora Langrishe, no se lo voy a decir. No puedo.

—¿Y si hablamos de dinero? Soy muy rica, ¿sabe?

—Sí, me lo dijo su hija.

—Ponga usted el precio —me limité a mirarla—. ¡Por Dios, señor Marlowe! Es usted un hombre bien testarudo.

—No crea, tan solo soy un hombre normal y corriente que trata de ganarse la vida con honestidad. Hay miles como yo, señora Langrishe. Millones. Hacemos nuestros aburridos trabajos, regresamos cansados a casa por la noche y no olemos a rosas.

Ella permaneció sentada sin decir nada, contemplándome con una media sonrisa. Me alegró comprobar que se había limpiado la nata de la barbilla. Aquella pizca de grasa no le sentaba nada bien.

—¿Ha oído hablar de la guerra civil irlandesa?

La pregunta me desconcertó.

—Conocí a un hombre que había luchado en una guerra irlandesa. Me parece que la guerra de Independencia —contesté.

—Esa fue anterior a la que yo le he mencionado. Normalmente las guerras de independencia preceden a la guerra civil. Así suelen ser las cosas. ¿Cómo se llamaba ese amigo suyo?

—Rusty Regan. No era mi amigo; de hecho, nunca nos vimos. Lo mató una chica. Es una historia larga y no muy edificante.

No me escuchaba. Noté por su expresión que se hallaba muy lejos, en algún punto de su pasado.

—A mi esposo lo mataron en la guerra civil. Luchaba en el bando de Michael Collins. ¿Sabe quién era Michael Collins?

—¿Un guerrillero? ¿Del IRA?

—Exactamente. A él también lo mataron.

Levantó la taza de té vacía, miró dentro y la volvió a colocar en su platillo.

—¿Qué le ocurrió a su marido? —le pregunté.

—Vinieron a buscarlo durante la noche. Yo no sabía adónde se lo llevaban. Hasta el día siguiente no lo encontraron. Lo habían bajado a la playa de Fanore, un sitio muy solitario en aquellos días, y lo habían enterrado en la arena hasta el cuello. Lo dejaron allí, frente al mar, para que pudiera ver cómo se aproximaban las olas. En Fanore tarda mucho en subir la marea hasta alcanzar la pleamar. Lo descubrieron cuando volvió a bajar la marea. No me dejaron ver el cuerpo. Imagino que los peces ya habían comenzado su trabajo. Se llamaba Aubrey. Aubrey Langrishe. ¿No es un nombre raro para un irlandés? No había muchos protestantes entre los republicanos que lucharon en la guerra civil. No, no había muchos.

Permanecí callado unos instantes.

—Lo siento, señora Langrishe —dije al fin.

Se volvió hacia mí.

—¿Qué? —parecía haberse olvidado de mi presencia.

—Vivimos en un mundo cruel —le dije.

Los demás siempre me cuentan los acontecimientos terribles que han padecido ellos y sus seres queridos. Me daba pena aquella anciana entristecida, pero ser constantemente compasivo y amable resulta agotador.

—Estaba embarazada de siete meses cuando murió —dijo nostálgica—. Clare nunca conoció a su padre. Yo creo que su ausencia le ha afectado. Ella asegura que no es así, pero a mí no me engaña —se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la mía. Ese contacto físico me sorprendió, pero me esforcé por no mostrarlo. La palma de su mano tenía un tacto cálido y quebradizo, como si fuera… Bueno, como si fuera papiro o como yo imaginaba el tacto del papiro—. Debe ir con cuidado, señor Marlowe. Me parece que no sabe con quién está tratando.

No sabía a quién se refería, si a ella, a su hija o a otra persona.

—Tendré cuidado —le dije.

No me escuchaba.

—Puede causar daño —dijo con premura—. Mucho daño —separó su mano de la mía—. ¿Sabe lo que quiero decir?

—No tengo ninguna intención de hacerle daño a su hija, señora Langrishe.

Me miraba a los ojos con una curiosa expresión que no supe interpretar. Tuve la sensación de que se reía de mí, pero al mismo tiempo quería dejar claro que me estaba haciendo una advertencia. Era una mujer dura, probablemente despiadada, que probablemente pagaba menos de lo debido a sus empleados y que, probablemente, podía hacer que me mataran si así lo deseaba. Pero, al mismo tiempo, había algo en ella que me gustaba. Tenía entereza. Aquella no era una palabra que me agradara usar a menudo, pero en aquel caso resultaba perfecta.

Se levantó, con una mano dentro de la chaqueta para subirse un tirante. Yo también me puse en pie y saqué la cartera.

—No se preocupe, tengo cuenta aquí. Además, no ha tomado nada. Supongo que le apetecía tomar una copa —soltó una carcajada, que sonó como si cloqueara—. Espero que no estuviese aguardando a que yo le preguntara. Conmigo no merece la pena ser tímido. Que cada cual se las apañe, ese es mi lema.

Le sonreí.

—Adiós, señora Langrishe.

—Por cierto, aprovechando que está aquí, tal vez pueda ayudarme. Necesito un chófer. El último era un granuja y tuve que despedirlo. ¿Conoce a alguien adecuado para ese trabajo?

—Ahora mismo no me viene nadie a la cabeza, pero si se me ocurre algún nombre, se lo diré.

Ella me contemplaba pensativa, como si estuviera imaginándome con uniforme y gorra de visera.

—Lástima —dijo. Se puso unos guantes de algodón blanco como los que venden en Woolworth—. No sé si sabe que, en realidad, mi apellido es Edwards. Volví a casarme cuando ya vivía aquí y tiempo después el señor Edwards se despidió de mí. Me gusta más Langrishe. Tiene cierta sonoridad, ¿no cree?

—Sí, sin duda —afirmé.

—Tampoco me llamo Dorothea. Mi nombre de pila es Dorothy, aunque siempre me han llamado Dottie. Dottie Edwards no quedaría bien en un frasco de perfume. ¿Se lo imagina?

No pude evitar reírme.

—No quedaría bien, no.

Me miró a los ojos con una ancha sonrisa y, con el índice doblado, me dio un golpecito en la corbata, a la altura del esternón.

—Recuerde lo que le he dicho, señor Marlowe. A uno le pueden hacer daño si no está alerta.

Y, tras darse la vuelta, se marchó balanceándose como un pato.