7

Podría haber abandonado el caso en aquel momento. Podría haber hecho lo que acababa de decirle a Joe que había hecho. Podría haber telefoneado a Clare Cavendish para decirle que debía de haberse equivocado, que la persona que había visto aquel día en San Francisco no podía ser Nico Peterson. Pero ¿cómo iba a persuadirla? No tenía nada nuevo que contarle. Ella ya sabía que el hombre que había muerto en Latimer Road vestía la ropa de Peterson y que llevaba la cartera de Peterson en el bolsillo delantero de la chaqueta. Sabía también que Floyd Hanson había identificado el cuerpo, pues me lo contó antes de que yo me marchara del frondoso Pabellón Langrishe. Ella estaba en el Cahuilla aquella noche; había visto cómo dos matones de Hanson escoltaron fuera del local a Peterson, borracho y pendenciero; y aún seguía allí cuando la chica del ropero y su novio regresaron, una hora más tarde, y dijeron que habían encontrado a Peterson muerto en la carretera. Ella había salido incluso del club y había visto cómo cargaban el cadáver en el coche de los fiambres. Y, a pesar de todo eso, estaba segura de que había visto a Peterson en Market Street cuando se suponía que llevaba muerto un par de meses. ¿Qué podía decirle yo que la hiciera cambiar de opinión?

Aún tenía la sensación de que había algo turbio en aquel asunto, algo que no me habían contado. Sospechar se convierte en una costumbre, igual que todo lo demás.

Aunque pasé el resto del día sin gran cosa que hacer, no conseguí quitarme a Peterson de la cabeza. A la mañana siguiente, regresé a la oficina e hice unas cuantas llamadas de teléfono para informarme sobre los Langrishe y los Cavendish. No averigüé gran cosa. Lo más interesante era que, a pesar de su dinero, no parecían tener ningún cadáver escondido en el armario. Al menos, ninguno que se supiera. Tanta integridad resultaba sospechosa, ¿no?

Bajé a la calle en ascensor y crucé hacia donde había aparcado mi Oldsmobile. Aunque lo había dejado en la sombra, no había calculado la dirección del sol, que, tras sobrepasar la esquina del edificio de la Permanent Insurance Company, brillaba ahora con intensidad sobre el parabrisas y, por supuesto, sobre el volante. Bajé las cuatro ventanillas y conduje a toda velocidad para conseguir un poco de brisa, pero no sirvió de nada. ¿Qué habría sucedido si los colonos ingleses hubieran llegado a esta costa antes que los españoles? Imagino que habrían rezado para que lloviera y bajaran las temperaturas y Dios los habría escuchado.

El aire era más fresco en Palisades dada la cercanía del océano. Tuve que preguntar la dirección un par de veces antes de llegar al Club Cahuilla. Subiendo por una umbría carretera, al final de un extenso y elevado muro sobre el que caían las buganvillas, estaba la entrada. En contra de lo que pensaba, la verja no era automática. Las hojas de la puerta eran doradas, altas y ornamentadas. Estaban abiertas, pero justo al atravesarlas había una barrera de madera pintada a rayas que cerraba el camino. El guarda salió de su cabina y me lanzó una mirada hostil. Se trataba de un tipo joven con un fantástico uniforme beis y una gorra con un cordoncillo trenzado en la visera. Tenía cara de majadero y un cuello muy largo con una nuez que subía y bajaba como una pelota de ping-pong cada vez que tragaba.

Le dije que quería ver al gerente.

—¿Tiene cita?

Le contesté que no. Frunció la boca de una forma peculiar e inquirió mi nombre. Le mostré mi tarjeta. La contempló ceñudo durante largo tiempo, como si la información que contenía estuviera escrita en jeroglíficos. Volvió a fruncir la boca, como si sintiera náuseas, regresó a su cabina, habló brevemente por teléfono mientras leía en voz alta mi tarjeta, regresó, presionó un botón y la barrera se alzó.

—Continúe por la izquierda hasta que llegue a donde dice «Recepción». El señor Hanson le estará esperando.

El camino serpenteaba a lo largo del alto y extenso muro, cubierto de frondosas buganvillas con flores de distintas tonalidades: rosas, rojas, de un delicado malva. Estaba claro que alguien adoraba esa planta. También había gardenias, madreselvas, ejemplares del vistoso jacarandá, así como naranjos que llenaban el aire con su intensa y dulce fragancia.

La recepción era una cabaña de troncos con numerosas ventanas alargadas y estrechas y una alfombra roja delante de la puerta. Entré. Olía levemente a resina y una suave música de flautas sonaba a través de altavoces escondidos en el techo. No había nadie tras el mostrador, un mueble grande y respetable con hileras de cajones con tiradores de latón y un tapete de cuero verde sobre la parte superior, la clase de mueble sobre el que un jefe indio habría firmado la cesión de tierras tribales. Alrededor había diversos objetos de la historia americana: un tocado indio desplegado en un expositor especial, una antigua escupidera de plata y, en otro expositor, una ornamentada silla de montar. En las paredes había arcos y flechas de distintas formas y tamaños, un par de pistolas con empuñadura de marfil y fotografías enmarcadas que Edward Curtis había realizado de nobles salvajes y de indias de ojos soñadores. Estaba mirando uno de esos retratos —tipis, una hoguera, un círculo de mujeres con sus niños— cuando escuché una suave pisada a mi espalda.

—¿Señor Marlowe?

Floyd Hanson era alto y delgado, de rostro alargado y estrecho y cabello negro, engominado y peinado hacia atrás, con un elegante toque plateado en las sienes. Vestía unos pantalones blancos de talle alto con una raya que podía cortar el aire, mocasines con borlas, una camisa blanca de cuello blando y un chaleco estampado con grandes rombos grises. Permaneció inmóvil, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, mientras me contemplaba burlón, como si hubiera en mí algo cómico y su educación le impidiera romper a reír. Me dio la impresión, no obstante, de que no se trataba de mí, sino que esa debía de ser su pose habitual cuando examinaba con atención algo o a alguien.

—Sí, soy yo. Philip Marlowe —le dije.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Marlowe? Marvin, nuestro guarda de la entrada, me ha dicho que es usted detective privado. ¿Es así?

—Sí, trabajé para la Oficina del Fiscal del Distrito hace tiempo, pero ahora trabajo por mi cuenta.

—Ah, ya veo.

Siguió contemplándome con la misma calma durante un momento antes de tenderme la mano derecha. Fue como si me hubiera dado un animal de piel suave y sangre fría para que lo sujetara durante uno o dos segundos. Lo más llamativo de su persona era su quietud. Cuando callaba o estaba detenido parecía que algo se desconectaba automáticamente dentro de él, como para no malgastar energía. Me dio la sensación de que nada en el mundo podría sorprenderle o impresionarle. A mí me resultaba difícil permanecer quieto mientras él me miraba.

—Quería hablar con usted sobre un accidente que ocurrió cerca de aquí hará un par de meses. Un accidente mortal —le dije.

—¿Sí? —preguntó, esperando que prosiguiera.

—Un hombre llamado Peterson fue atropellado por un conductor que se dio a la fuga.

Asintió.

—Es cierto. Nico Peterson.

—¿Era socio del club?

Una fría sonrisa apareció en su rostro.

—No, el señor Peterson no era socio.

—Pero usted lo conocía. Por lo menos, lo suficiente para identificarlo.

—Venía a menudo con amigos. El señor Peterson era un tipo muy sociable.

—Debió de impresionarle verle en la carretera en aquel estado, completamente destrozado.

—Sí, me impresionó —sus ojos vagaron por mi rostro. Podía sentirlos, como el tacto de los dedos de un ciego explorando mis rasgos, dibujándome en su mente. Me disponía a decir algo, pero me interrumpió—. Demos un paseo, señor Marlowe. Hace una mañana preciosa.

Se dirigió a la puerta y, con un gesto de la mano, me invitó a que saliera. Mientras pasaba a su lado, tuve la sensación de que una débil sonrisa, divertida y burlona, aparecía de nuevo en su rostro.

Tenía razón acerca del tiempo. El cielo parecía una cúpula de un limpio azul que se iba oscureciendo hasta tornarse violáceo en el cénit. Las fragancias entremezcladas de los árboles, los arbustos y las flores impregnaban el aire. Un sinsonte entonaba su repertorio en algún rincón y a través de los arbustos se escuchaba el siseo susurrante de los aspersores. Los Ángeles tiene sus encantos si eres lo bastante rico y afortunado para estar en el sitio adecuado en el momento adecuado.

Dejamos el edificio del club y descendimos por un cómodo sendero en curva que nos condujo a más buganvillas colgantes de tantos colores que resultaban deslumbrantes. Aunque no parecían poseer un claro perfume, el aire estaba impregnado de la húmeda presencia de las flores.

—La buganvilla parece el símbolo del club —dije.

Hanson dio la impresión reflexionar acerca de lo que acababa de oír.

—Sí, imagino que tiene razón. Como bien sabe, es una planta muy popular. De hecho, es la planta oficial de San Clemente y también de Laguna Niguel.

—No me diga.

Hizo caso omiso de mi sarcasmo.

—La buganvilla tiene una historia muy interesante. ¿La conoce?

—Si la conocía, la he olvidado.

—Es originaria de Sudamérica. Fue descrita por primera vez por Philibert Commerçon, un botánico que acompañaba al almirante francés Louis-Antoine de Bougainville en una expedición alrededor del mundo. Sin embargo, se piensa que el primer europeo que la vio fue una mujer, la amante de Commerçon, Jeanne Baret. Él la había ayudado a subir a bordo, disfrazada de hombre.

—Creía que eso solo ocurría en las novelas de capa y espada.

—No, era bastante frecuente en aquel tiempo, cuando marineros y pasajeros llegaban a permanecer años lejos de sus casas.

—Así que la tal Jeanne… ¿Cómo dijo que se apellidaba?

—Baret. Con una te.

—Muy bien —no podía igualar su pronunciación francesa, así que no repetí el apellido—. La joven descubre la planta, el novio la describe y, sin embargo, la bautizan con el nombre del almirante. No parece justo.

—Supongo que tiene razón. El mundo suele ser bastante injusto, ¿no cree?

No respondí. Su afectado e impostado acento británico empezaba a irritarme.

Llegamos a un claro a la sombra de los eucaliptos. Daba la casualidad de que yo sabía algo sobre eucaliptos: angiosperma, de la familia de las mirtáceas, oriunda de Australia. Pero no merecía la pena hacer ostentación de mi conocimiento delante de aquel sangre-fría. Probablemente, se limitaría a esbozar una de sus inquietantes y displicentes sonrisitas.

Señaló más allá de los árboles.

—Los campos de polo están allí. No se pueden ver desde donde nos encontramos.

Me esforcé en parecer impresionado.

—Volviendo a Peterson, ¿podría contarme qué sucedió aquella noche? —le pregunté.

Continuó caminando en silencio a mi lado con la mirada perdida en los prados, exactamente igual que Clare Cavendish cuando paseamos por los jardines del Pabellón Langrishe. Ni siquiera hizo gesto de haberme escuchado. Dudé si repetir la pregunta y, probablemente, quedar como un idiota. Hay gente capaz de ponerte los nervios de punta simplemente permaneciendo callada.

Por fin, habló.

—No estoy seguro de saber qué desea de mí, señor Marlowe —se detuvo y se giró hacia mí—. De hecho, me pregunto qué interés tiene en este infortunado episodio.

Me detuve también y arañé la tierra del camino con la punta del zapato. Hanson y yo estábamos uno frente al otro, pero no había agresividad entre nosotros. Él no parecía un tipo agresivo y tampoco lo era yo. A menos que me obligaran.

—Digamos que hay personas interesadas que me han pedido que investigue —le dije.

—La policía ya lo ha hecho y de forma exhaustiva.

—Sí, lo sé. El problema, señor Hanson, es que la gente tiende a hacerse una idea equivocada de la policía. Van al cine y ven a esos agentes con gorras y pistolas en la mano que persiguen sin descanso a los malos. Pero la verdad es que a la policía le gusta llevar una vida tranquila, igual que a nosotros. Su objetivo, básicamente, es esclarecer los problemas, clasificarlos, escribir un pulcro informe, archivarlo junto a otros pulcros informes en pilas enormes y olvidarse del tema. Los chicos malos lo saben y actúan en consecuencia.

Hanson me miraba pensativo y asentía apenas.

—¿Y quiénes son los chicos malos en el caso que nos ocupa? —me preguntó.

—El conductor del coche, para empezar.

—¿Para empezar?

—No sé… Hay detalles en la muerte de Nico Peterson que suscitan preguntas.

—¿Qué preguntas?

Le di la espalda y comencé a caminar. Unos pasos más adelante, me di cuenta de que no me seguía. Me detuve y miré hacia atrás. Permanecía inmóvil en el sendero, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, mientras miraba la hilera de eucaliptos con los ojos entrecerrados. Parecía el tipo de persona a la que le gusta pensar. Desanduve el camino hasta llegar a él.

—Fue usted quien identificó el cuerpo —le dije.

—No, en realidad no fue así. No de manera oficial, en cualquier caso. Creo que fue su hermana quien lo hizo en la morgue de la ciudad al día siguiente.

—Pero usted estuvo en el lugar de los hechos. Fue usted quien llamó a la policía.

—Cierto. Vi el cadáver. No era un espectáculo muy agradable.

Reanudamos el paseo. El sol ya había evaporado la bruma de la mañana y la luz era tan intensa y el aire tan limpio que los sonidos lejanos nos llegaban nítidos y rápidos como jabalinas. Cerca de nosotros se oía el arrastrar y cavar de una azada de jardinero en lo que sonaba como arcilla reseca. Qué afortunado era Hanson de trabajar en aquel paraje, entre árboles, flores y césped recién regado, bajo un cielo tan azul y limpio como la mirada de un bebé. Había gente que nacía con estrella, mientras los demás nacíamos estrellados. Aunque yo no hubiera podido trabajar allí; demasiada naturaleza.

—Pero fue otra persona quien encontró el cadáver, ¿no es cierto?

—Sí, una joven llamada Mary Stover. Trabajaba en el ropero del club. Cuando acabó su turno, su novio fue a buscarla para llevarla a casa en coche. Acababan de entrar en Latimer Road cuando vieron el cadáver del señor Peterson. Regresaron y me comunicaron el terrible hallazgo.

Era asombroso comprobar cómo personas tan sofisticadas como Hanson utilizaban la jerga de las noveluchas. El terrible hallazgo.

—¿Podría hablar con la señorita Stover? —le pregunté.

Arrugó la frente.

—No lo sé. Poco después de aquel suceso, se casó con su novio y se trasladaron a la Costa Este. No a Nueva York. Tal vez a Boston. Me temo que no lo recuerdo.

—¿Cuál es su apellido de casada?

—Ahí me ha pillado de nuevo. La única vez que vi a su novio fue en aquella ocasión y, en semejantes circunstancias, las presentaciones suelen ser someras.

Ahora fui yo quien se sumió en cavilaciones. Un alegre destello apareció en sus ojos; parecía que nuestro encuentro le estaba deparando un buen rato.

—Bueno, supongo que no será muy difícil dar con ella —dije. Estaba claro que él sabía que yo sabía que eso no era cierto.

Nos pusimos en marcha de nuevo. Al pasar un recodo del camino nos encontramos a un viejo negro que removía la tierra de los rosales. Era su azada la que yo había oído hacía un momento. Vestía un peto vaquero desteñido y un casco de apretados rizos grises cubría su cabeza. Nos lanzó una rápida mirada furtiva, que dejó al descubierto el blanco de sus ojos. Me acordé al instante del nervioso caballo de Richard Cavendish cuando me miró a través de la ventanilla de mi coche.

—Buenos días, Jacob —saludó Hanson.

El viejo no contestó, tan solo le miró breve y nerviosamente y continuó con su trabajo.

—Jacob es de pocas palabras —dijo con calma Hanson cuando lo dejamos atrás—. Apareció un día en la verja de entrada, asustado y hambriento. Nunca hemos conseguido que nos dijera de dónde venía o qué le había sucedido. El señor Canning ordenó que lo acogiéramos, le diéramos un lugar donde dormir y un trabajo que hacer.

—¿El señor Canning? ¿Quién es?

—¿No lo sabe? Pensé que, al ser un detective, habría averiguado todos esos detalles. Wilber Canning es el fundador de nuestro club. Es Wilber, con una e. En realidad, se llama Wilberforce. Sus padres le pusieron el nombre de William Wilberforce, el gran parlamentario inglés y líder del movimiento abolicionista.

—Creo que he oído hablar de él —dije en el tono más seco posible.

—Estoy seguro.

—Me refiero a William Wilberforce.

—El señor Canning es un filántropo convencido, igual que lo fueron sus padres. Su padre creó el club. Nuestro propósito es ayudar, en la medida de nuestras posibilidades, a los miembros menos afortunados de la sociedad. La política de empleo del anciano señor Canning, que aún sigue vigente, establece que determinado número de trabajos sean reservados para… Bueno, para aquellos que necesitan ayuda y protección. Usted ha conocido hoy a Jacob y a Marvin, el guarda de la entrada. Si se queda tiempo suficiente, encontrará a otras personas necesitadas de ayuda que han encontrado refugio aquí. El Club Cahuilla tiene una excelente reputación en la comunidad de inmigrantes.

—Es impresionante, señor Hanson. Consigue que este lugar suene como una mezcla de asilo y centro de rehabilitación. No era la idea que yo tenía de él, se lo confieso. Pero tipos como Nico Peterson apreciarán, sin duda, ese espíritu filantrópico.

Hanson sonrió con indulgencia.

—No todo el mundo está de acuerdo con los principios del señor Canning, desde luego. Además, como ya le dije, el señor Peterson no era socio.

No me había dado cuenta de que habíamos trazado un círculo durante el paseo y, de repente, me vi de nuevo frente a la sede del club. En esta ocasión, no estaba ante la puerta principal por la que había entrado cuando llegué, sino en uno de los laterales del edificio. Hanson abrió una puerta acristalada y pasamos a una espaciosa sala de techo bajo con sillones de cretona, mesitas cubiertas por revistas ordenadas y desplegadas como si fueran tejas y una chimenea de piedra tan grande como mi cuarto de estar en Yucca Avenue. ¡Una chimenea semejante debía de ser muy útil en Pacific Palisades!

Flotaba en el aire un leve aroma a cigarrillo y a brandy caro. Resultaba fácil figurarse a Wilberforce Canning y a sus nobles amigos reunidos allí después de la cena, hablando del lamentable declive de la moral pública y planeando sus obras de beneficencia. En mi fantasía, iban ataviados con levita, bombachos y pelucas empolvadas. Algunas veces, no puedo evitar dejarme llevar por la imaginación.

—Por favor, siéntese, señor Marlowe. ¿Le apetece un té? Suelo tomar uno por la mañana a esta hora.

—Claro, un té estaría bien.

—¿Indio o chino?

—Mejor indio.

—¿Le parece bien Darjeeling?

Nada me habría extrañado menos que, en ese momento, hubiera entrado de un salto un joven amanerado con pantalones cortos blancos y una chaqueta azul y hubiera preguntado, marcando las eses, si a alguien le apetecía jugar un partido de tenis.

—Darjeeling es perfecto —dije.

Presionó un timbre que había junto a la chimenea, igual que en una obra de teatro. Me acomodé en uno de los sillones, pero eran tan bajos que a punto estuve de propinarme un gancho en la barbilla con las rodillas. Hanson prendió un cigarrillo con un mechero de plata y se apostó junto a la chimenea, con un codo apoyado en la repisa y los pies cruzados, mientras me miraba desde su altura. Su expresión, paciente y algo afligida, era la de un padre que ha de mantener una conversación seria con un hijo díscolo.

—Señor Marlowe, ¿le ha contratado alguien para que venga aquí? —me preguntó.

—Alguien, ¿como quién?

En su rostro se dibujó lo que me pareció una mueca de bochorno, probablemente debido a mi forma de expresarme. Antes de que pudiera contestarme, se abrió la puerta y un hombre mayor con un chaleco a rayas se asomó. Su tez era tan lívida que resultaba difícil creer que estuviese vivo. Era bajo y fornido, con las mejillas y los labios cenicientos y una coronilla calva sobre la que se veían, aplastados con cuidado, unos cuantos pelos grises, largos y grasientos.

—¿Ha llamado el señor? —preguntó con voz atiplada y auténtico acento británico. El Club Cahuilla empezaba a resultar interesante: un museo indio con un toque de la vieja y alegre Inglaterra.

—Té, Bartlett. El habitual —dado el volumen con que hablaba Hanson, el tipo debía de ser sordo. Hanson se volvió hacia mí—. ¿Leche? ¿Azúcar? ¿O quizá prefiere limón?

—Nada, solo té, gracias.

Bartlett asintió, me miró con sus pálidos ojos acuosos y se marchó arrastrando los pies.

—¿De qué hablábamos? —me preguntó Hanson.

—Quería saber si alguien me había contratado para que viniera aquí a hablar con usted. Y yo le acababa de preguntar quién pensaba que podía ser tal persona.

—Sí, eso es —golpeó suavemente la ceniza del cigarrillo contra el borde del cenicero de cristal que había sobre la repisa, junto a su codo—. Lo que intentaba decirle es que no logro imaginar quién puede estar lo bastante interesado en el señor Peterson y su triste final para tomarse la molestia de contratar a un detective con el fin de que retome el caso. Sobre todo porque, como ya le dije antes, la policía ha examinado el asunto con lupa.

Solté una carcajada. Cuando quiero, puedo lanzar rotundas carcajadas.

—Las lupas que utiliza la policía suelen estar rayadas y empañadas por una mugre que usted no querría contemplar de cerca.

—Aun así, no consigo entender qué le ha traído aquí.

Me removí en las profundidades del sillón, esforzándome en adoptar una postura medianamente digna.

—Verá, señor Hanson, las muertes violentas siempre dejan cabos sueltos. Lo tengo comprobado.

Me observaba de nuevo con su quietud de lagarto.

—¿Qué cabos sueltos?

—¿Quiere decir en el caso del señor Peterson? Como le he explicado antes, hay detalles de su muerte que suscitan interrogantes.

—Como le he preguntado antes, ¿qué interrogantes?

No hay nada como ser implacable de manera serena; con hostilidad nunca funciona igual de bien.

—Por ejemplo, el interrogante de la identidad del señor Peterson.

—Su identidad —no era una pregunta. Su voz era ahora tan suave como la brisa sobre el campo de batalla tras un enfrentamiento especialmente sanguinario—. ¿Qué interrogante plantea su identidad? Yo lo vi en la carretera aquella noche. Saltaba a la vista de quién se trataba. Además, su hermana vio el cadáver al día siguiente y no mostró ninguna duda.

—Lo sé, pero el asunto es, y este es el quid de la cuestión, que alguien lo vio en la calle hace poco y no estaba muerto en absoluto.

Hay silencios y silencios. Algunos puedes interpretarlos; otros, no. Si a Hanson le sorprendió lo que le acababa de decir, si esa revelación lo había dejado atónito o si permanecía callado para ganar tiempo y pensar, me resultaba imposible de saber. Ni un halcón lo hubiera contemplado con más intensidad que yo, y aun así no podía decidir cuál era su caso.

—A ver si lo he entendido —empezó a decir, pero la puerta se abrió de nuevo y Bartlett, el mayordomo, entró de espaldas y encorvado como un simio mientras sujetaba una enorme bandeja con tazas, platillos, una tetera de plata, jarritas de plata, servilletas blancas de lino y no sé cuántas cosas más. Dejó la bandeja encima de una de las mesitas y, con expresión desdeñosa, se marchó caminando con suavidad. Hanson se inclinó y vertió el té en dos tazas con un colador de plata, por supuesto, y me tendió una. La coloqué sobre el brazo del sillón e inmediatamente imaginé que la tiraba de un codazo accidental y que el líquido hirviente caía en mi regazo. Para saber comportarme en situaciones sociales como aquella habría necesitado a una adusta tía, ataviada con vestidos de alepín, con impertinentes y bigote, que me hubiera enseñado modales cuando era niño.

Antes de que Hanson dijera de aquella manera suya impostada y lánguida que había olvidado de qué estábamos hablando, me adelanté.

—Usted se preguntaba si había entendido lo que yo le he contado.

De pie junto a la chimenea, Hanson removía lentamente el té con una cucharilla de plata.

—Sí —dijo, y calló de nuevo con expresión reflexiva—. Dice que alguien vio hace poco en la calle al señor Peterson.

—Así es.

—Eso dice esa persona.

—Está bastante segura.

—¿De quién se trata?

—Alguien que conocía al señor Peterson. Que lo conocía muy bien.

Sus ojos adquirieron un brillo agudo de comadreja y dudé si no le habría contado demasiado.

—Alguien que lo conocía muy bien —repitió—. ¿Ese alguien podría ser una mujer?

—¿Por qué lo pregunta?

—Las mujeres son más propensas que los hombres a ese tipo de cosas.

—¿Qué tipo de cosas?

—Ver a un hombre muerto andando en la calle. Imaginarse que lo han visto.

—Digamos que esa persona estaba relacionada con el señor Peterson. Dejémoslo ahí —dije.

—¿Es esa persona quien lo ha contratado para que venga aquí a investigar?

—Ni he dicho antes tal cosa ni lo digo ahora.

—Me está diciendo que sus investigaciones se basan en un informe de segunda mano, que trabaja de oídas.

—Alguien lo dijo y yo lo escuché.

—¿Y usted se lo cree?

—Creer no forma parte de mi trabajo. Yo no tomo partido, simplemente llevo a cabo la investigación.

—De acuerdo —pronunció las palabras como si salieran de su boca en un suspiro y sonrió a continuación—. No ha probado su té, señor Marlowe.

Por educación bebí un pequeño sorbo. Ya casi estaba frío. No recordaba la última vez que había bebido té.

Una sombra se deslizó por el panel acristalado de la puerta por la que habíamos entrado. Alcé la vista y sorprendí lo que me pareció un niño, delgado y de rostro afilado, observándonos. Al descubrir que lo estaba mirando, se dio la vuelta rápidamente y desapareció. Giré el rostro hacia Hanson; él no parecía haberse percatado de aquella aparición en la puerta.

—¿A quién llamó aquella noche después de ver el cadáver?

—A la policía.

—Ya, ya lo sé, pero ¿adónde llamó? ¿A la comisaría o a la Oficina del Sheriff?

Se rascó una oreja.

—No estoy seguro. Llamé a la operadora y le pedí que me pasara con la policía. Llegó un coche patrulla y un policía en una moto. Creo que eran de Bay City.

—¿Recuerda el nombre de alguno de ellos?

—Me temo que no. Eran dos policías de paisano y el policía uniformado de la moto. Debieron de decirme sus nombres, pero si lo hicieron, los he olvidado. No me hallaba en el estado de ánimo más adecuado para prestar atención. No había visto a un hombre muerto desde que estuve en Francia.

—¿Estuvo en la guerra?

Él asintió.

—En la batalla de las Ardenas.

Hubo un silencio y fue como si un soplo de aire helado recorriera la habitación. Me incliné hacia delante en el sillón y carraspeé para aclararme la garganta.

—No quiero robarle más tiempo, señor Hanson, pero me gustaría preguntarle una vez más si está seguro, absolutamente seguro, de que el hombre que aquella noche vio tumbado sin vida en la carretera era Nico Peterson.

—¿Quién más podía ser?

—No tengo ni idea, pero ¿puede usted asegurar con certeza que se trataba de él?

Sus ojos oscuros y serenos se clavaron en mí.

—Sí, señor Marlowe, estoy seguro. No puedo decir a quién vio su cliente en aquella calle tiempo después, pero no era Nico Peterson.

Levanté con cuidado la taza por el platillo y la deposité en la bandeja. Mis rodillas crujieron cuando, acto seguido, me puse en pie. Sentarse en aquel sillón era lo más parecido a permanecer acurrucado en una bañera pequeña y muy honda.

—Gracias por atenderme —le dije.

—¿Qué hará ahora? —su curiosidad parecía real.

—No lo sé. Tal vez localizar a la chica del ropero… Stover, ¿no es así?

—Sí, Mary Stover. Sinceramente, creo que está perdiendo el tiempo.

—Es muy probable que tenga razón.

Él también dejó su taza en la bandeja y juntos anduvimos hacia la puerta por donde había entrado y salido el mayordomo. De nuevo, Hanson permaneció ligeramente atrás para cederme el paso. Recorrimos un pasillo iluminado por lámparas de pared de hierro labrado y cubierto con una moqueta gris perla tan mullida que no miento si digo que sentía el roce de la lanilla en mis tobillos. Atravesamos otra sala de fumadores, decorada con más artefactos indios y fotografías de Curtis en las paredes. Y, de nuevo, nos adentramos en un pasillo donde el aire era cálido, estaba cargado de humedad y olía a linimento.

—Por ahí se va a la piscina —dijo Hanson señalando una puerta blanca— y, a continuación, está el gimnasio.

Justo mientras pasábamos por delante, la puerta se abrió y apareció una mujer envuelta en un albornoz blanco de felpa. Una toalla blanca cubría su cabeza como un turbante y llevaba en los pies unas sandalias de plástico para la playa. Me llamaron la atención su rostro ancho y sus ojos verdes. Hanson, a mi lado, titubeó un instante, pero enseguida aceleró el paso mientras me cogía del codo para que lo siguiera.

La recepción ya no estaba vacía. Una joven con gafas de montura azul se encontraba sentada tras el mostrador. Saludó a su jefe con una sonrisa afectada y a mí me ignoró.

—Señor Hanson, ha recibido varias llamadas y tengo en el teléfono al señor Henry Jeffries, que pregunta por usted.

—Dígale que ahora mismo lo llamo, Phyllis —contestó Hanson con una de sus educadas sonrisas. Se volvió hacia mí y me tendió la mano—: Adiós, señor Marlowe, ha sido un placer conocerle.

—Gracias por dedicarme su tiempo.

Me acompañó a la puerta y salimos a la alfombra roja que había en la entrada.

—Me gustaría desearle suerte en su investigación, pero creo que no le llevará a ninguna parte —me dijo.

—Eso parece, desde luego —dejé vagar la vista por los árboles, el césped brillante, los coloridos racimos de flores—. Un sitio idílico para trabajar.

—Es verdad.

—Tal vez me pase alguna noche para jugar una partida de billar, o de snooker como usted diría, y para probar el brandy de la casa.

No pudo evitar una leve sonrisa satisfecha.

—¿Conoce a algún socio?

—Sí, podríamos decir que sí.

—Dígale que le traiga como invitado. Será bienvenido.

«Tan bienvenido como el demonio», pensé, pero sonreí con educación, me toqué el ala del sombrero con un dedo y me fui.

Me sentía perplejo. ¿Qué había sucedido exactamente durante la última hora? La visita guiada a la finca, la historia de la buganvilla, el discurso sobre la filantropía, la ceremonia del té… ¿A qué venía todo eso? ¿Por qué Hanson había dedicado tanto tiempo a un detective y a sus impertinentes preguntas sobre una muerte sin especial relevancia en una carretera cercana? ¿Se trataba tan solo de un hombre que no tenía gran cosa que hacer y que se había ocupado de un representante del sórdido mundo que empezaba tras las puertas doradas del Club Cahuilla para matar el tiempo de su ociosa mañana? Hanson no me daba esa sensación. Pero si no era así, ¿qué era lo que sabía y no quería contarme?

Había aparcado el Oldsmobile bajo un árbol, pero el sol se había desplazado, como insistía en hacer, y la mitad delantera del coche estaba cociéndose a fuego lento. Abrí todas las puertas y, mientras esperaba que se refrescara un poco el interior, me coloqué en la sombra y encendí un cigarrillo.

Tenía la sensación de que me estaban observando. Como cuando estás tumbado boca abajo sobre la arena cálida de la playa y percibes la caricia de una fresca brisa sobre los omoplatos desnudos. Miré alrededor, pero no vi a nadie. Entonces escuché una rápida pisada furtiva a mi espalda y su urgencia hizo que me sobresaltara. Me giré: ante mí estaba la personita que había sorprendido poco antes mirándonos a Hanson y a mí a través de la puerta de cristal. No era un niño, como pude ver; de hecho, calculé que debía de rondar la cincuentena. Iba uniformado con unos pantalones caquis y una camisa caqui de manga corta. Tenía un rostro marchito y unas manos como zarpas y sus ojos eran tan pálidos que parecían casi transparentes. Con el rostro vuelto a medias, me miraba de soslayo. Parecía muy tenso, como un pequeño animal salvaje, un zorro o una liebre, que se hubiera aproximado a mí por curiosidad y estuviera listo para salir disparado tan pronto yo hiciera el más mínimo movimiento.

—Hola, paisano —lo saludé en tono informal.

Asintió con una pequeña sonrisa taimada, como si yo hubiera dicho exactamente lo que él esperaba que dijera para tranquilizarle y engañarle.

—Lo conozco —dijo con una voz herrumbrosa que más parecía un susurro.

—¿Sí?

—Claro que sí, lo he visto con Garfio.

—Me parece que se equivoca, yo no conozco a ningún Garfio.

Sonrió tensando los labios.

—Claro que lo conoce.

Moví la cabeza, pensando que debía de ser uno de los rufianes y marginados del señor Canning, tiré el cigarrillo a las hojas secas que había a mis pies y lo pisé. Cerré tres de las puertas del coche, me senté ante el volante caliente y bajé la ventanilla.

—Tengo que marcharme. Encantado de conocerlo.

Aún de medio lado, se acercó furtivamente al coche.

—Hay que tener cuidado con Garfio. Esté atento, no le vaya a enrolar a su servicio —dijo.

Giré la llave de contacto. Hay algo magnífico y excitante en el ronroneo de un potente motor V8 cuando está en punto muerto. Siempre me recuerda a una de esas mujeres estatuarias de la alta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX, con sus miriñaques y sombreros, y sus suaves y pálidas gargantas prominentes. Pero tan pronto como aceleré, aquella imagen cedió paso a la de Teddy Roosevelt, todo ruido y bravuconería.

—Hasta la vista, muchacho —hice un breve gesto de despedida con la mano.

El hombrecito puso la mano en la ventanilla, impidiendo que me alejara.

—Él es el Capitán Garfio y nosotros somos los Niños Perdidos.

Su rostro estaba pegado al mío. Lo miré detenidamente y, de pronto, estalló en carcajadas. Era una de las risas más extrañas que hubiera oído nunca, un agudo relincho, desesperado y demente.

—Eso es, eso es: él es Garfio y nosotros, los Niños. Ja, ja, ja.

Se marchó andando de lado como un cangrejo y arrastrando los pies, mientras movía la cabeza sin parar de reír. Lo observé durante un momento, luego aceleré y conduje hacia la salida, al final de la pendiente. Marvin me saludó y alzó la barrera, levantando la cabeza hacia un lado con su peculiar expresión de asco. Tan pronto sobrepasé el muro, giré el volante al máximo hacia la derecha y pisé a fondo el acelerador con el mismo alivio de un hombre cuerdo que hubiera escapado del manicomio.