6

Muy cerca de la cancela me encontré con Richard Cavendish, que subía andando por el camino con un imponente semental castaño sujeto por las riendas. Detuve el coche y bajé la ventanilla.

—Hola, amigo —dijo Cavendish—. ¿Ya nos deja?

Nadie hubiera dicho que había estado galopando durante una hora. Ni un pelo de su cabello cobrizo se hallaba fuera de su sitio, y los pantalones de montar seguían tan inmaculados como cuando entró en el invernadero. Ni siquiera estaba sudado, o esa impresión me dio. El caballo era el único que parecía agotado; movía los ojos enloquecido mientras sacudía la cabeza y tiraba de las riendas, que su amo sujetaba con la misma firmeza con que un niño aferra su comba. ¡Qué criaturas tan nerviosas son los caballos!

Cavendish se inclinó, apoyó su antebrazo en la ventanilla y esbozó una amplia sonrisa que dejó al descubierto dos hileras de pequeños y perfectos dientes blancos. Era una de las sonrisas más vacías que yo había visto.

—¿Así que perlas? —dijo.

—Ya oyó a su esposa.

—Sí, eso dijo, ya la oí —el caballo empezó a golpearle los hombros con el hocico, aunque él no le prestó ninguna atención—. No son tan caras como ella cree, pero imagino que para ella tienen su valor. Ya sabe cómo son las mujeres.

—No crea que sé mucho cuando se trata de perlas.

La sonrisa no había desaparecido de su cara. No se había creído ni un solo instante la historia del collar perdido. A mí me daba igual. Sabía cómo era Cavendish, su historia me resultaba conocida: el jugador de polo seductor y guapo que se casa con una joven rica, cuya vida convierte en un infierno, quejándose sin cesar de lo mal que lo pasa gastándose el dinero de ella y lo duro que eso resulta para su orgullo.

—Bonito caballo —comenté.

Como si me hubiera oído, el animal me miró. Cavendish asintió.

—Spitfire. Diecisiete palmos de altura, fuerte como un tanque.

Fruncí los labios como si fuera a silbar, aunque no lo hice.

—Impresionante. ¿Lo monta para jugar al polo?

Soltó una breve carcajada.

—Para el polo se usan ponis. ¿Se imagina lo que habría que hacer para alcanzar la pelota en el suelo desde la grupa de este caballo? —se frotó la barbilla con el índice—. Veo que usted no juega.

—¿Qué quiere decir? En el lugar de donde provengo, nacemos con un palo de polo entre las manos —repliqué.

Me miró detenidamente mientras la sonrisa desaparecía poco a poco de su rostro.

—Es usted un bromista, señor Marlowe.

—¿De verdad? ¿Qué le hace pensar eso?

Siguió escrutando mi rostro, con los ojos entrecerrados y un abanico de finas arrugas en los extremos. Luego se irguió, dio una palmada en el marco de la ventanilla y retrocedió un paso.

—Buena suerte con las perlas. Espero que las encuentre —dijo.

Spitfire sacudió la cabeza y agitó los belfos, de esa manera tan graciosa de los caballos, con un resoplido que más pareció una risa sarcástica. Metí la marcha y solté el embrague.

—¡Adelante! —exclamé, como si azuzara a perros de caza. Y me marché.

Media hora más tarde, llegaba a Boyle Heights. Aparqué junto al Instituto Anatómico Forense del condado de Los Ángeles. Pensé cuántas veces había subido sin ganas aquellos escalones. El edificio era una descabellada construcción de art nouveau, que más parecía un club especializado en ginebras que un edificio público. Pero el interior estaba fresco y agradablemente silencioso. El único sonido era el taconeo de una mujer, que caminaba por algún pasillo de los pisos superiores.

Una vivaz y diminuta morena con un jersey increíblemente ajustado estaba al mando, si esa es la expresión adecuada, del mostrador de atención al público. Pasé mi licencia de detective por delante de sus ojos, como un mago que muestra la carta que está a punto de hacer desaparecer. Por lo general, ni se fijaban en ella, pues asumían que venía de la comisaría, lo que me resultaba muy conveniente. Me dijo que localizar el expediente de Nico Peterson llevaría una hora como mínimo. Le contesté que para entonces quizá yo estuviera regando mis cactus. Me sonrió, algo insegura, y me garantizó que intentaría acelerar los trámites.

Recorrí el pasillo arriba y abajo, me fumé un cigarro y, al final, me detuve junto a la ventana y, con las manos en los bolsillos, contemplé el tráfico en Mission Road. Ser detective era muy excitante.

La chica del jersey cumplió su palabra y no habían transcurrido quince minutos cuando apareció con el expediente bajo el brazo. Me senté en un banco próximo a la ventana y ojeé los papeles. Tal como esperaba, no encontré en ellos ninguna información valiosa, pero por alguna parte había que empezar. El fallecido había sido atropellado por un vehículo de conductor desconocido entre las once de la noche y la medianoche del 19 de abril en Latimer Road, en Pacific Palisades, en el condado de Los Ángeles. Había sufrido numerosas lesiones con nombres larguísimos, entre ellas una «fractura múltiple en el lado derecho del cráneo» y abundantes laceraciones en el rostro. La causa de la muerte de nuestro amigo era traumatismo craneoencefálico. A los patólogos les encanta el traumatismo craneoencefálico, cada vez que escuchan ese diagnóstico se frotan las manos. Había una fotografía del lugar del accidente. ¡Qué negra y brillante parece la sangre iluminada por el flash! «Conductor Desconocido» había hecho un buen trabajo con Nico. Parecía una res descuartizada embutida en un brillante traje de seda. No pude evitar un leve suspiro. «Muerte, no te envanezcas», escribe el poeta, pero siempre me pregunto por qué la Parca no debería sentir cierto orgullo, dada la meticulosidad con que trabaja y su imbatible récord de éxitos.

Le devolví el expediente a la joven menuda y se lo agradecí de corazón, pero ella debía de estar pensando en otras cosas porque solo me dedicó una vaga sonrisa. Se me pasó por la cabeza preguntarle si tenía algún plan para la comida, aunque desistí inmediatamente de tal idea. El recuerdo de Clare Cavendish no era tan fácil de borrar.

Entré en la primera cabina de teléfonos que encontré en la calle y llamé a Joe Green a la Sección de Homicidios. Levantó el auricular al primer timbrazo.

—Joe, ¿nunca te dan un día libre? —le pregunté.

Soltó un aparatoso suspiro. Joe me recordaba a los grandes mamíferos marinos: una marsopa, por ejemplo, o un enorme y viejo elefante de mar. Veinte años en el cuerpo tratando cada día con asesinos, traficantes de droga, secuestradores de niñas, todo lo que puedas imaginar, lo habían convertido en un fardo cansado y melancólico con ocasionales estallidos de ira. Le pregunté si podía invitarle a una cerveza.

—¿Por qué? —gruñó con súbito recelo.

—No sé, Joe. Porque es verano, es la hora de la comida, hace un calor de mil diablos y además tengo algo que contarte.

Fuera de la cabina, una joven con pantalones ajustados y una blusa escarlata cuyos tirantes se anudaban tras el cuello esperaba a que terminara mi llamada y dejara libre el teléfono. Me observaba irritada mientras sujetaba una sillita de paseo con un niño.

—¿Sobre el fiambre de Peterson?

—Exacto.

Permaneció silencioso unos segundos antes de responder.

—Bah, ¿por qué no? Nos vemos en Lanigan’s.

Al abrir la puerta, el aire del interior de la cabina se unió al de fuera con un silencioso latido. Cuando salí, la joven madre me insultó y, empujándome, entró y cogió el auricular.

—Sin comentarios —le dije, pero estaba demasiado ocupada marcando un número como para insultarme de nuevo.

Lanigan’s era uno de esos locales pretendidamente irlandeses con tréboles pintados en el espejo tras la barra y, en las paredes, fotografías enmarcadas de John Wayne y Maureen O’Hara en estridente tecnicolor. En la estantería de las botellas había una de Bushmills luciendo una boina escocesa. Escocia, Irlanda…, ¿qué más da? No obstante, el camarero parecía un auténtico producto local: bajo y fibroso, con la cabeza en forma de patata gigante y un cabello que debía de haber sido pelirrojo en el pasado.

—¿Qué les pongo, amigos? —preguntó.

Joe Green vestía un arrugado traje de lino grisáceo, que debió ser blanco alguna vez. Cuando se quitó el sombrero de paja, la banda de tela interior le dejó un surco cárdeno en la piel. Sacó de un tirón un gran pañuelo rojo del bolsillo delantero de su chaqueta y se enjugó el rostro. Su frente ya había ganado tanto terreno al cráneo que muy pronto sería oficialmente calvo.

Nos desplomamos frente a nuestras cervezas con los codos en la barra.

—¡Dios santo! ¡Cómo odio el verano en esta ciudad! —exclamó.

—Sí, es duro.

—¿Sabes lo que me pasa? —bajó la voz—. ¿No te sucede que los calzoncillos se te quedan pegados a la entrepierna, calientes y húmedos como una maldita cataplasma?

—Tal vez no llevas los calzoncillos adecuados. Pídele consejo a la señora Green. Las esposas saben de estas cosas.

Me lanzó una mirada de soslayo.

—Ah, ¿sí?

Tenía cara de sabueso, con los párpados pesados y caídos y una expresión apesadumbrada y engañosamente estúpida.

—Eso dicen, Joe —afirmé—. Eso dicen.

Bebimos la cerveza en silencio, evitando que nuestros ojos se cruzaran en el espejo que estaba frente a nosotros. Entre todas las melodías posibles, Pat, el camarero, silbaba Mother Machree. Tal vez le pagaban por hacerlo, por revivir el auténtico espíritu del viejo terruño en la ciudad de Los Ángeles.

—¿Qué has averiguado sobre ese pájaro de Peterson? —preguntó Joe.

—No mucho. He echado un vistazo al informe del forense. Al señor P. le dieron una buena tunda aquella noche. ¿Tienes alguna pista de quién lo atropelló?

Joe se rio. Su risa sonaba igual que cuando separas la ventosa del desatascador de un lavabo.

—¿Tú qué crees? —me dijo.

—A esa hora no debía de haber mucho tráfico en Latimer Road.

—Era la noche del sábado. En ese club entran y salen tantas personas como ratas en el patio de una cocina.

—¿El Cahuilla?

—Sí, creo que se llama así. Pudo atropellarle cualquiera de los cientos de coches que pasan por allí. Por supuesto, nadie vio nada. ¿Lo conoces?

—El Club Cahuilla no es de mi estilo, Joe.

—Ya me lo supongo —se rio y esta vez su risa sonó como un pequeño desatascador en un pequeño lavabo—. ¿Va allí la misteriosa mujer para la que trabajas?

—Es probable —rechiné los dientes. Es una mala costumbre que tengo cuando estoy reuniendo el valor necesario para hacer algo que no debería. Pero si quieres que un policía te sea útil, tienes que sincerarte con él en algún momento. Sincerarte hasta cierto punto—. Ella cree que él sigue vivo.

—¿Quién? ¿Peterson?

—Sí, cree que no ha muerto, que no era él quien fue atropellado aquella noche en Latimer Road.

Mis palabras le hicieron enderezarse. Giró la cabeza hacia mí y me miró fijamente.

—¡Caray! ¿Qué le hace pensar eso?

—Dice que lo vio el otro día.

—¿Lo vio? ¿Dónde?

—En San Francisco. Ella iba en un taxi por Market Street y se lo encontró vivito y coleando.

—¿Habló con él?

—Iban en direcciones opuestas. Cuando ella se recuperó de la sorpresa, el taxi ya estaba lejos de donde lo había visto.

—¡Caray! —repitió Joe con un regocijado asombro. Los policías disfrutan cuando algo enciende su imaginación. Añade una pizca de picante a su aburrido trabajo diario.

—¿Sabes lo que eso significa? —le dije.

—¿Qué significa?

—Puedes tener un homicidio en las manos.

—¿Tú crees?

De pie junto a la caja registradora, el hijo de la señora Machree se hurgaba la oreja con una cerilla. Le hice una seña para que nos sirviera otro par de cervezas.

—Piénsalo, si Peterson no murió, ¿quién era el fallecido? ¿Fue de verdad un accidente?

Joe consideró mis preguntas, atento al turbio ardid que sugerían.

—¿Crees que Peterson lo planeó para poder esfumarse?

—No sé qué pensar —contesté.

Llegaron nuestras cervezas recién tiradas. Joe seguía reflexionando.

—¿Qué quieres que haga?

—Tampoco lo sé —le dije.

—No puedo hacer nada. ¿O se te ocurre algo?

—Tal vez podrías ordenar que exhumasen el cuerpo.

Movió la cabeza negativamente.

—¿Desenterrarlo? Lo incineraron.

Debería habérseme ocurrido, desde luego, pero ni se me había pasado por la cabeza.

—¿Quién identificó a Peterson? —pregunté.

—Ni idea. Puedo averiguarlo —levantó el vaso, pero volvió a posarlo—. ¡Dios mío, Marlowe! Cada vez que hablo contigo, me encuentro con un problema —su tono era más lastimero que enojado.

—Me llaman Don Problema.

—Ja, ja.

Desplacé mi vaso de cerveza unos centímetros y a continuación lo devolví a donde había estado, al círculo de espuma que había dejado sobre la barra. Hacía un par de horas Clare Cavendish había hecho exactamente lo mismo. Cuando una mujer se te mete en la cabeza, todo te recuerda a ella.

—Escucha, Joe, lo siento. Tal vez nada de esto tiene sentido. Tal vez mi cliente confundió a otra persona con Peterson. Tal vez fue un efecto de la luz o tal vez había bebido demasiados martinis.

—¿Vas a decirme de quién se trata?

—Sabes que no.

—Si resulta que ella tiene razón y ese tipo no está muerto, no te quedará más remedio que decirme su nombre.

—Puede, pero de momento no es el caso, así que no tengo que decirte nada.

Joe se echó hacia atrás en el taburete y me lanzó una larga mirada.

—Escucha, Marlowe, eres quien me ha llamado a , ¿recuerdas? Yo estaba disfrutando de una apacible mañana. Los únicos asuntos que tenía sobre la mesa eran una colegiala que lleva desaparecida tres días, un atraco a mano armada en una gasolinera y un doble asesinato en Bay City. El día prometía pasar volando. Y ahora tengo que preocuparme de si un tipo llamado Peterson planeó que atropellaran a un pobre idiota para que él pudiera esfumarse.

—Puedes olvidar lo que te he contado. Ya te he dicho que tal vez no sea nada.

—Sí, ya, y tal vez la niña que te acabo de mencionar está visitando a su abuelita en Poughkeepsie y tal vez es pura casualidad que los dos tipos de Bay City hayan muerto con una bala en el coco. Seguro. El mundo está lleno de asuntos que solo parecen importantes a primera vista.

Bajó del taburete y cogió el sombrero de paja, que había dejado sobre la barra. Cuando Joe estaba enfadado, su rostro se tornaba del color del hígado.

—Voy a hacer unas cuantas pesquisas sobre la muerte de Peterson, o quienquiera que muriese. Te avisaré con lo que averigüe. Y tú, mientras tanto, haz una visita a tu cliente, cógele una mano y dile que no se preocupe por Lázaro, su amante, que él está vivo y que tú vas a averiguar dónde se encuentra o no te llamas Doghouse Reilly.

Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas, mientras se daba golpecitos en la cadera con el sombrero. «Ha funcionado, Marlowe —me dije a mí mismo—. Buen trabajo». El camarero se aproximó y me preguntó prudentemente si todo iba bien.

—Desde luego —le dije—, todo va a las mil maravillas.

Me metí en el coche y me dirigí a la oficina. Compré un perrito caliente en el puesto que hay en la esquina de Vine y me lo comí en el despacho, acompañado de una gaseosa. Cuando terminé, coloqué los pies en alto y, con el sombrero en la coronilla, encendí un cigarrillo. Cualquiera que me hubiera visto habría pensado que estaba inmerso en mis pensamientos. Nada más lejos de la realidad. De hecho, estaba intentando no pensar en nada. No sabía en qué medida podía haberlo echado todo a perder al contárselo a Joe Green; no lo sabía, básicamente, porque no quería planteármelo. ¿Había traicionado la confianza de Clare Cavendish al decirle a Joe que ella había visto a Peterson cuando se suponía que estaba muerto? Resultaba difícil no reconocerlo. Pero, a veces, cuando estás bloqueado necesitas dar un golpe al avispero para reaccionar. Sin embargo, ¿no debería haber esperado? ¿No debería haber seguido el rastro de Peterson durante algo más de tiempo antes de involucrar a Joe?

Me llevé una mano a la frente y suspiré. Luego, abrí el cajón de la mesa donde se supone que guardo los expedientes, saqué una botella y me serví un trago en un vaso de papel. Cuando eres consciente de que has metido la pata, lo mejor que puedes hacer es masacrar unos cuantos millones de neuronas.

Estaba considerando servirme otro lingotazo cuando sonó el teléfono. ¿Cómo es posible que ese maldito aparato todavía me sobresalte después de tantos años? No me equivoqué al pensar que sería Joe.

—El fiambre llevaba la cartera de Peterson en un bolsillo. Y fue identificado en el lugar de los hechos por el gerente del… ¿cómo se llama el club?

—Cahuilla.

—No hay forma de que recuerde ese nombre. El gerente es un tal Floyd Hanson.

—¿Qué sabes de él?

—Si lo que me estás preguntando es si está fichado, la respuesta es no. El Cahuilla tiene una clientela muy exclusiva y el club jamás contrataría a alguien con antecedentes como gerente. El sheriff es socio, además de un par de jueces y la mitad de los peces gordos del cine que viven en la ciudad. Como metas ahí la nariz, te aseguro que te quedarás sin ella.

—¿Figura en el archivo si se produjo algún alboroto la noche en que Peterson, o quienquiera que fuese, fue atropellado?

—No, ¿por qué? —preguntó Joe, de nuevo con recelo.

—Me contaron que a Peterson lo engañaron en una partida y montó un follón en el club. El escándalo fue creciendo hasta que lo echaron. La siguiente información es que alguien se lo encontró tirado sobre el asfalto tan muerto como un filete de cordero.

—Ese alguien debe de ser una de las chicas del ropero, que volvía a casa con su novio. El novio había ido a buscarla cuando acabó su turno.

—¿Hay alguna sospecha sobre la pareja? —le pregunté.

—No. Son dos críos. Volvieron al club y se lo contaron a Hanson, el gerente. Fue él quien nos llamó.

Me quedé en silencio, reflexionando.

—¿Sigues ahí? —preguntó Joe.

—Sí, estoy pensando.

—Estás pensando que estás perdiendo el tiempo, ¿no es eso?

—Voy a llamar a mi cliente.

—Sí, hazlo —y colgó riendo.

Me serví otro trago de mi fiel botella, pero no me sentó bien. Hacía demasiado calor para beber bourbon. Cogí el sombrero, cerré la oficina, bajé en el ascensor y salí a la calle. Quería despejarme, pero ¿cómo conseguirlo cuando tienes la sensación de caminar por el interior de un horno y el aire sabe a virutas de hierro? Recorrí la acera arriba y abajo, manteniéndome en la sombra. El whisky hacía que mi cabeza pareciera repleta de masilla. Regresé a la oficina, encendí un cigarrillo y me senté, con los ojos clavados en el teléfono. Levanté el auricular, llamé a Joe Green y le dije que había hablado con mi cliente y le había convencido de que el hombre que vio no era Peterson.

Joe se rio.

—Para que te enteres de cómo son las mujeres. Se les mete una idea en sus preciosas cabecitas y te vuelven loco hasta que, al cabo de un tiempo, te dicen con su vocecita infantil: «Lo siento muchísimo, señor Marlowe, debo de haberme equivocado».

—Supongo que tienes razón —asentí.

Sabía que Joe no se había creído ni una sola palabra de lo que le había dicho. Pero a él le daba igual. Lo único que quería era cerrar el expediente de Nico Peterson y volverlo a colocar en la estantería polvorienta de donde lo había sacado.

—Te habrá pagado, al menos —me preguntó.

—Por supuesto —le mentí.

—Así que todo el mundo contento.

—No sé si ese es el adjetivo adecuado, Joe.

Se rio de nuevo.

—Mantente alejado, Marlowe —y colgó.

Joe era un buen tipo, a pesar de su carácter.