5

Me gustaba la naturaleza de una manera aséptica. Me refiero a que me gustaba saber que estaba ahí: los árboles, la hierba, los pájaros en los arbustos, todo eso. Incluso me gustaba contemplarla, en ocasiones, desde la autopista a través del parabrisas del coche. Lo que no me gustaba tanto era estar en plena naturaleza, desprotegido. La sensación del sol en la nuca me inquietaba. No se trataba de que me diera calor, era algo distinto, me preocupaba, me hacía sentir tenso. Y luego estaba esa sensación de ser observado por innumerables ojos, pendientes de mí entre las hojas de los árboles, desde detrás de las vallas, en las bocas de las madrigueras. Cuando era niño nunca me interesó demasiado la naturaleza. Donde viví mis andanzas de chaval y experimenté mis epifanías juveniles fue en la calle; dudo que pudiera reconocer un narciso si viera uno. Así que cuando Clare Cavendish me propuso que diéramos un paseo por el jardín, me esforcé en ocultar lo poco que me apetecía ese plan y, por supuesto, acepté. Si me hubiera pedido que nos fuéramos de excursión al Himalaya, me habría calzado un par de botas de montaña y la habría seguido.

Después de quitarle la anilla y lanzarme la granada con el comentario de que había visto al presunto fallecido Peterson, Clare me dejó para ir a cambiarse de ropa. Al despedirse, me tocó brevemente la muñeca con tres dedos. Aún podía sentir su tacto. De pie junto a una de las paredes de cristal, contemplé las pequeñas bocanadas nubosas que ascendían desde el océano. Si antes me parecía que había gato encerrado en aquel asunto, ahora tenía un tigre con el que lidiar.

Unos quince minutos y un par de cigarrillos después, ella apareció vestida con un traje de chaqueta de lino blanco con hombreras y falda hasta media pierna. Puede que fuera irlandesa, pero tenía la presencia y la elegancia de una belleza inglesa. Calzaba zapatos planos y su cabeza quedaba unos cinco centímetros por debajo de mí, pero aun así yo seguía teniendo la sensación de que la contemplaba desde abajo. No llevaba ninguna joya, ni siquiera el anillo de casada.

Se aproximó, serena, a mí.

—Probablemente no le apetece dar un paseo, pero necesito salir. Pienso con más claridad al aire libre —me dijo.

Podría haberle preguntado para qué necesitaba que su cabeza discurriera con más claridad, pero me callé.

Había que reconocer que, a pesar de la sequedad del terreno, la finca del Pabellón Langrishe estaba cubierta de verde vegetación. O que habría sido verde si el verano no hubiera agostado todo, dejándolo marrón. Nos dirigimos a un sendero de grava que transcurría perpendicular a la casa y se dirigía en línea recta, como las vías de un ferrocarril, hacia la hilera de árboles que yo había divisado desde la carretera. Más allá brillaban destellos de color índigo que reconocí de inmediato como el océano.

—Muy bien, señora Cavendish, cuéntemelo.

Mi voz sonó más áspera de lo que hubiera deseado. Ella me miró de reojo y sus mejillas se sonrojaron de aquella manera que empezaba a resultarme familiar. Fruncí las cejas y carraspeé. Me sentía como un chiquillo en su primera cita, metiendo la pata con cada gesto.

Anduvimos una docena de pasos antes de que ella rompiera a hablar.

—¿No le resulta extraña nuestra capacidad para reconocer inmediatamente a otras personas, sean cuales sean las circunstancias o el lugar donde uno se encuentre? Te hallas en Union Station en hora punta y vislumbras un rostro a un centenar de metros delante de ti. O ni siquiera el rostro, sino la postura de los hombros o una inclinación de cabeza, y al instante reconoces quién es, aunque no hayas visto a esa persona desde hace años. ¿Cómo es posible?

—Supongo que será por la evolución —contesté.

—¿La evolución?

—La necesidad de distinguir al amigo del enemigo incluso en lo más recóndito del bosque. Somos puro instinto, señora Cavendish. Creemos que somos seres sofisticados, pero no es así. Somos seres primitivos.

Ella soltó una risa sofocada.

—Bueno, espero que la evolución nos mejore en el futuro.

—Eso espero, pero ni usted ni yo estaremos aquí para verlo.

El sol pareció ensombrecerse y durante unos instantes caminamos en un melancólico silencio.

—Son bonitos los robles —dije señalando con la cabeza la hilera de árboles que se alzaba ante nosotros.

—Son hayas.

—Ah, hayas, vale.

—Traídas en barco desde Irlanda hace veinte años, aunque le resulte increíble. En cuestiones de nostalgia, mi madre no escatima en gastos. Entonces eran pimpollos y fíjese en qué se han convertido.

—Sí, fíjese —me moría de ganas por fumar, pero una vez más no parecía encontrarme en el escenario adecuado—. ¿Dónde vio a Nico Peterson?

No contestó de inmediato. Siguió caminando con la vista fija en la puntera de sus zapatos planos.

—En San Francisco. Yo había viajado hasta allí por trabajo… Para la compañía, ya se imagina. Iba en un taxi por Market Street y entonces lo vi, caminando por la acera a toda prisa, como de costumbre —soltó una breve risa—. Corriendo para encontrarse con alguien, sin duda.

—¿Cuándo sucedió eso exactamente?

—Déjeme que lo piense. El viernes de la semana pasada.

—Antes de que viniera a verme.

—Sí.

—¿Está segura de que se trataba de él?

—Sí, completamente segura.

—¿No intentó hablar con él?

—Desapareció antes de que yo pudiera reaccionar. Supongo que podría haberle pedido al taxista que diera la vuelta para seguirlo, pero el tráfico era tan denso, ya sabe cómo es San Francisco, que me pareció imposible dar con él. Además, me sentía aturdida y paralizada.

—¿Por el shock?

—No, por la sorpresa. Estoy curada de espanto con Nico.

—¿No le impactó verlo vivito y coleando cuando creía que estaba muerto?

—No, ni siquiera eso me impactó.

En la lejanía, un jinete irrumpió galopando en el verde terreno. Avanzó veloz durante un trecho, luego aminoró el galope y desapareció entre los árboles.

—Ese es Dick con Spitfire, su caballo favorito —dijo ella.

—¿Cuántos caballos tiene?

—Lo cierto es que no lo sé. Bastantes. Lo mantienen ocupado —observé de reojo cómo se tensaba su boca—. Se esfuerza en hacerlo lo mejor posible, la verdad. No es fácil estar casado con una fortuna, aunque todo el mundo crea lo contrario —dijo con hastiada ingenuidad.

—¿Conocía su relación con Peterson?

—No lo sé, ya se lo dije ayer. Dick es muy reservado. Me cuesta mucho saber qué piensa o qué sabe.

Habíamos llegado a los árboles. El sendero giraba a la izquierda, pero Clare, en lugar de seguirlo, me cogió del codo y continuó de frente, adentrándose conmigo en el soto. Me imaginé que se llamaría así, estar en un sitio como el Pabellón Langrishe me llevaba a hurgar en mi vocabulario en busca de las palabras adecuadas para cada cosa. El terreno era árido y polvoriento. Sobre nuestras cabezas, los árboles murmuraban con un eco abrasador, añorando probablemente la tierra a la que pertenecían, donde, según dicen, el aire siempre está húmedo y la lluvia cae con la suave levedad de los recuerdos.

—Hábleme de usted y Peterson —dije.

Ella avanzaba con cuidado, pendiente del terreno irregular.

—Hay muy poco que contar. De hecho, casi me había olvidado de él. Quiero decir que apenas pensaba en él ni lo echaba de menos. No tuvimos una relación muy profunda cuando estaba vivo… Es decir, cuando éramos amantes.

—¿Dónde se conocieron?

—Ya se lo dije, en el Club Cahuilla. Unas semanas después, me lo encontré de nuevo en Acapulco. Fue entonces cuando… —un leve rubor cubrió sus mejillas—. Bueno, ya sabe a qué me refiero.

No lo sabía, pero podía adivinarlo.

—¿Por qué en Acapulco?

—¿Y por qué no? Es uno de esos sitios a los que uno va. El tipo de lugar que le gustaba a Nico.

—¿A usted no?

Se encogió de hombros.

—Hay pocos sitios que me gusten, señor Marlowe. Me aburro con facilidad.

—Y, sin embargo, va —intenté sin éxito no sonar demasiado áspero.

—No sea malo —bromeó ella.

Me sentí ligeramente mareado, como cuando eres joven y una chica dice algo que te hace pensar que le interesas. Me la imaginé en bañador, en una playa de México, en una tumbona con su libro y bajo una sombrilla. E imaginé a Peterson acercándose, deteniéndose frente a ella, simulando sorpresa al encontrarla y ofreciéndose a comprarle algo fresco en la cabaña bajo las palmeras, al final de la playa, donde vendía bebidas el tipo con sombrero. En ese preciso instante llegamos a los árboles más alejados y, como si mis pensamientos lo hubieran conjurado, apareció el océano con sus olas largas y perezosas, las lavanderas correteando en la arena y, en el horizonte, la chimenea de un barco, dejando tras de sí un blanco penacho de humo. Clare Cavendish suspiró y, de manera espontánea, me cogió del brazo.

—¡Dios mío! ¡Cómo me gusta este lugar! —dijo con repentina pasión.

Habíamos salido de la arboleda a la playa. La arena estaba compacta y no resultaba difícil andar sobre ella. Pensé lo fuera de lugar que debía de parecer con mi traje oscuro y mi sombrero. Clare me hizo detenerme y, apoyándose en mi antebrazo con una mano, se inclinó para quitarse los zapatos. Aventuré lo que sucedería si perdiera el equilibrio y cayera sobre mí, cómo tendría que sujetarla en mis brazos. Es el tipo de pensamientos irracionales que se le ocurren a un hombre en esas situaciones. Seguimos caminando y, de nuevo, enlazó su brazo con el mío. Llevaba los zapatos en la otra mano, colgando de la punta de dos dedos. Solo faltaba la música, una melodía dulzona de violines y un hombre con nombre acabado en vocal que, con voz grave y modulada, cantara sobre el mar y la arena y la brisa de verano y

—¿Quién le habló de mí? —no tenía especial interés en saberlo, pero deseaba hablar sobre algo que no fuera Nico Peterson, aunque solo fuese por un rato.

—Alguien.

—Sí, eso ya me lo dijo, pero ¿quién es ese alguien?

Se mordió el labio inferior.

—Una persona que, de hecho, usted conoce bastante bien.

—¿Sí?

—Linda Loring.

El nombre me golpeó como una bofetada en la boca.

—¿Conoce a Linda Loring? ¿De qué? —le pregunté, intentando no mostrar mi enorme sorpresa, intentando no dar ninguna impresión.

—Hemos coincidido aquí y allá. El nuestro es un mundo muy pequeño, señor Marlowe.

—¿Quiere decir el mundo de los ricos?

¿Se había ruborizado de nuevo? Sí.

—Sí, supongo que a eso me refiero —permaneció silenciosa un instante—. No puedo evitar tener dinero.

—No es tarea mía acusar a nadie de nada —repliqué con demasiada presteza.

Ella sonrió y me miró de soslayo.

—Yo pensaba que esa era exactamente su tarea.

No podía quitarme de la cabeza a Linda Loring. Me sentía como si una mariposa del tamaño de una gallina aleteara dentro de mi diafragma.

—Creía que Linda estaba en París —le dije.

—Así es, hablé con ella por teléfono. Nos llamamos de vez en cuando.

—Supongo que para ponerse al día de los cotilleos de la jet set internacional.

Habíamos llegado a una suerte de cobertizo, como la parada techada de un autobús, justo donde la playa con su suave arena limitaba con unas pequeñas dunas. Dentro había un banco hecho de bastos tablones, muy erosionados por la brisa salada.

—Vamos a sentarnos un rato —propuso Clare.

Se estaba bien en la sombra. Una agradable brisa marina llegaba hasta nosotros.

—Esta playa debe de ser privada —dije.

—Sí, ¿cómo lo sabe?

Lo sabía porque, si hubiera sido una playa pública, aquel refugio habría estado tan asqueroso y sucio que no se nos habría pasado por la cabeza entrar a sentarnos. Clare Cavendish era una de esas personas a quienes el mundo protege de sus horrores.

—¿Así que le contó a Linda que Nico había desaparecido y que luego había resucitado?

—No se lo conté con tantos detalles como a usted.

—No me ha contado gran cosa.

—Le he confesado que Nico y yo éramos amantes.

—¿Usted cree que una mujer como Linda no lo habrá adivinado? ¡Por favor, señora Cavendish!

—Preferiría que me llamara Clare.

—Lo siento, pero creo que no debo hacerlo.

—¿Por qué?

Separé mi brazo del suyo y me puse en pie.

—Porque usted es mi cliente, señora Cavendish. Todo esto… —hice un gesto con la mano para abarcar el cobertizo, la playa, los atareados pajaritos en la orilla, donde los guijarros siseaban cuando las olas rompían como si estuvieran hirviendo—. Todo esto es muy bonito, muy agradable, muy acogedor. Pero el hecho es que usted vino a verme para contarme una historia acerca de que su amante había desaparecido y que estaba preocupada y quería que lo encontrara, aunque él solo fuera un pobre desgraciado. A continuación, resulta que el señor Peterson se ha hecho desaparecer como si fuese un truco de magia y usted, por las razones que sean, no me lo ha contado. Y por si faltaba algo, me presenta a su marido y me insinúa lo infeliz que la hace…

—Yo…

—Déjeme acabar, señora Cavendish, y luego podrá hablar usted. Vengo a su hermosa casa…

—Yo no le dije que viniera. Podría haberme llamado por teléfono para pedirme que pasara de nuevo por su oficina.

—Eso es cierto, no hay duda. Pero el caso es que vengo como portador de malas noticias, noticias que pensé que le disgustarían enormemente, y descubro que usted ya sabe todo lo que yo me disponía a contarle. Me invita a dar un agradable paseo por su maravilloso jardín y, agarrada de mi brazo, me lleva a su playa privada y me cuenta que conoce a mi amiga, la señorita Loring, y que fue ella quien le aconsejó que acudiera a mí, aunque usted no le contó por qué necesitaba verme.

se lo conté.

—Se lo contó a medias —de nuevo intentó hablar, pero alcé una mano para detenerla. Ella aferraba el asiento con las manos mientras me miraba con una expresión de desesperación que yo no sabía si creer o no. De pronto me sentí cansado—. En cualquier caso, ya nada de eso importa. Lo que me importa es saber qué desea exactamente de mí. ¿Qué piensa que puedo hacer por usted? ¿Y por qué cree que debe simular que se está enamorando de mí para conseguir que yo lo haga? Yo trabajo para quien me paga, señora Cavendish. Usted acude a mi oficina, me cuenta lo que le sucede, me paga lo estipulado y yo me pongo en marcha para intentar solucionar su problema. Así es como funciona. No es nada complicado. No es Lo que el viento se llevó, usted no es Escarlata O’Hara y yo no soy Butler, comoquiera que se llame.

—Rhett —dijo ella.

—¿Qué?

No quedaba rastro de aflicción en su rostro. Había separado la vista de mí y sus ojos estaban fijos ahora en la playa, en las olas. Tenía una facilidad para quitarse de encima lo que le molestaba, las cosas que no le gustaban o de las que no deseaba ocuparse, que me dejaba siempre atónito. Es un mecanismo que solo una vida regalada puede enseñarte.

—Rhett Butler es el personaje al que se refiere. Y da la casualidad de que es también el nombre familiar con que llamamos a mi hermano.

—¿Se refiere a Everett Tercero?

Ella asintió.

—Sí, lo llamamos Rett, sin la hache. No me puedo imaginar a nadie menos parecido a Clark Gable —sonrió un instante antes de mirarme con expresión perpleja—. ¿De qué lo conoce? ¿Dónde conoció a Everett?

—No lo conozco. Cuando llegué, él estaba zascandileando por el jardín. Intercambiamos unos cuantos insultos amistosos y me indicó dónde podía encontrarla.

—Ah, ya veo —asintió ella, aunque su rostro seguía perplejo. Dejó vagar la vista hacia el mar—. Cuando él era pequeño, le traía aquí a jugar. Pasábamos las tardes remando en piragua y construyendo castillos de arena.

—Me dijo que su nombre era Edwards, no Langrishe.

—Sí, tenemos padres diferentes. Mi madre volvió a casarse cuando ya vivía aquí, tras dejar Irlanda —una sonrisa irónica se dibujó en su cara—. Aquel matrimonio no fue lo que se dice un éxito. El señor Edwards resultó ser lo que los novelistas llaman un «cazafortunas».

—No solo lo llaman así los novelistas.

Ella asintió, inclinando levemente la cabeza con ironía, y sonrió.

—En cualquier caso, el señor Edwards terminó por irse, imagino que agotado por el esfuerzo de fingir ser lo que no era.

—¿Y qué era, además de un cazafortunas?

—No era ni franco ni honesto. Respecto a lo que era, no creo que nadie, ni siquiera él, lo supiese.

—Así que se fue.

—Se marchó. Fue entonces cuando mi madre me metió a trabajar en la compañía, a pesar de que yo era muy joven. Y para gran sorpresa de todos, incluyéndome a mí, resultó que tenía talento para vender perfumes.

Suspiré y me senté a su lado.

—¿Le importa si fumo?

—Por favor, claro que no.

Saqué mi pitillera de plata con el monograma grabado en la tapa. La compré en una casa de empeños, así que nunca he sabido de quién era ese monograma. La abrí y le ofrecí un cigarrillo. Ella negó con la cabeza y encendí el mío. Resulta muy agradable fumar junto al mar, el aire salado da un sabor distinto al tabaco. Sin que supiera por qué, el día me llevaba a pensar en mi juventud; era extraño, pues yo no crecí junto al mar.

Una vez más, misteriosamente, ella pareció leer mis pensamientos.

—¿De dónde es usted, señor Marlowe? ¿Dónde nació?

—En Santa Rosa, una ciudad perdida al norte de San Francisco. ¿Por qué me lo pregunta?

—No lo sé. Por alguna razón, siempre parece importante saber de dónde vienen las personas, ¿no lo cree?

Recliné la espalda contra la áspera pared de madera del refugio y apoyé el codo del brazo derecho, el que sujetaba el cigarrillo, en la palma de la mano izquierda.

—Me desconcierta, señora Cavendish.

Mi comentario pareció divertirla.

—¿De verdad? ¿Por qué?

—Ya se lo he dicho antes: yo trabajo para quien me paga, pero usted me trata como si yo fuera alguien que conociera de toda la vida, o alguien con quien deseara pasar el resto de su vida. ¿Me lo podría explicar?

Bajó la vista, pensando aparentemente en lo que le había dicho. Luego alzó los ojos y me miró a través de sus pestañas.

—Supongo que se debe a que usted no se parece nada a lo que yo esperaba.

—¿Qué esperaba?

—Un tipo duro con pico de oro, como Nico. Pero usted no es así en absoluto.

—¿Cómo lo sabe? Tal vez estoy interpretando el papel de lindo gatito cuando en realidad soy un zorro.

Ella cerró los párpados y movió la cabeza de un lado a otro.

—A pesar de lo que pueda parecer, conozco a los hombres.

Aunque yo no era consciente de que ella se hubiera movido, su rostro estaba ahora mucho más próximo del mío. Lo más natural era besarla. No se resistió, pero tampoco respondió a mi beso. Simplemente, permaneció inmóvil mientras la besaba y cuando me aparté esbozó una pequeña y melancólica sonrisa. De repente, escuché con especial nitidez el sonido de las olas, el siseo de los guijarros y los chillidos de las gaviotas.

—Lo siento, no debería haberlo hecho —dije.

—¿Por qué no? —su voz era tenue, casi un susurro.

Me puse en pie, tiré el cigarrillo a la arena y lo aplasté con el tacón.

—Deberíamos volver.

En el camino de regreso, bajo los árboles, me cogió otra vez del brazo. Daba la impresión de sentirse muy cómoda y tuve la sensación de que aquel beso no había existido. Tan pronto salimos al césped, la casa se alzó ante nosotros con su lúgubre e imponente presencia. Clare pareció leer de nuevo mis pensamientos.

—Es horrible, ¿verdad? Es la casa de mi madre, no la de Richard y mía. Esa es otra de las razones del malhumor de Richard.

—¿Tener que vivir con su suegra?

—No debe de ser agradable para un hombre. Por lo menos para un hombre como Richard.

La hice detenerse. Tenía arena en los zapatos y arenilla salada en los ojos.

—Señora Cavendish, ¿por qué me cuenta todas esas cosas? ¿Por qué actúa conmigo como si fuésemos íntimos?

Sus ojos brillaron. Se reía de mí, aunque sin malicia.

—¿Quiere decir que por qué le he permitido que me bese?

—Muy bien, de acuerdo, ¿por qué me ha permitido besarla?

—Supongo que tenía curiosidad por saber cómo sería.

—¿Y cómo ha sido?

Lo pensó unos instantes.

—Ha estado bien. Me ha gustado. No me importaría repetir en el futuro.

—Estoy seguro de que eso podemos solucionarlo.

Continuamos caminando cogidos del brazo. Ella tarareaba, aparentemente feliz. No parecía la misma mujer que había entrado en mi oficina el día anterior y me había escrutado con frialdad desde detrás de su velo, mirándome de arriba abajo. Era otra.

—La construyó un magnate del cine —dijo refiriéndose de nuevo a la casa—. Irving Thalberg, Louis B. Mayer… Uno de esos, no recuerdo cuál. Hicieron traer la piedra en barco desde algún lugar de los Apeninos, en Italia. Me alegra que los italianos no puedan ver lo que hicieron con ella.

—¿Por qué vive aquí? Me dijo que era rica. Podría mudarse a cualquier otro sitio.

Su tersa frente pareció ensombrecerse.

—No lo sé —anduvo en silencio unos cuantos pasos antes de seguir hablando—. Tal vez no soporto la idea de quedarme a solas con mi marido. No es muy buena compañía.

No me pareció apropiado hacer ningún comentario al respecto. Estábamos muy cerca del invernadero y me preguntó si deseaba entrar.

—Tal vez ahora sí le apetezca beber algo.

—No, soy un trabajador y tengo un asunto pendiente. ¿Quiere contarme algo más de Nico Peterson antes de que ponga mi nariz de sabueso sobre su pista?

—No se me ocurre nada —separó un trocito de hoja de la manga de su chaqueta de lino—. Solo quiero que lo localice. No deseo volver con él. Dudo incluso que quisiera estar con él la primera vez.

—Entonces ¿por qué se lio con él?

Ella simuló una lúgubre expresión de payaso. Me gustaba cuando hacía eso, cuando se reía de sí misma.

—Imagino que representaba peligro. Ya le he dicho antes que me aburro con facilidad. Durante un tiempo, me hizo sentir que estaba viva —me miró desafiante—. De una manera algo depravada. ¿Sabe de lo que hablo?

—Sí.

Ella se rio.

—Pero no lo aprueba.

—No me corresponde a mí aprobarlo o no, señora Cavendish.

—Clare —insistió con aquel susurro entrecortado.

Yo permanecí hierático e impasible, como uno de esos indios de madera que colocan a la entrada de los estancos. Ella se encogió levemente de hombros, introdujo las manos en los bolsillos de su chaqueta e irguió el torso.

—Quiero que averigüe dónde está Nico, en qué anda metido, por qué pretende hacerse pasar por muerto —desvió la mirada hacia los árboles, al final del suave y verde césped. A su espalda, reflejada en el cristal del invernadero, había otra versión de nosotros dos—. Resulta extraño pensar que ahora mismo está en algún sitio haciendo algo. Me había hecho a la idea de que estaba muerto y me resulta muy difícil acostumbrarme a la nueva realidad.

—Haré lo que pueda. No creo que sea demasiado difícil dar con él. No parece un profesional y dudo que haya borrado sus huellas, sobre todo porque, como presuntamente está muerto, no esperará que nadie lo ande buscando.

—¿Qué va a hacer? ¿Cómo hará para encontrarlo?

—Voy a echar un vistazo al informe del forense y luego hablaré con algunas personas.

—¿Qué personas? ¿La policía?

—Los polis no suelen ayudar a los que no están en el cuerpo. Pero conozco a un par de tipos en la Unidad Central.

—No me gustaría que se supiera que soy yo quien le busca.

—Lo que quiere decir es que no desea que su madre se entere.

Su expresión se endureció, lo que no era fácil en un rostro como el suyo.

—Mi preocupación es por el negocio. Un escándalo sería fatal para nosotros… Para Langrishe Fragrances. Imagino que lo comprende.

—Por supuesto, señora Cavendish.

En algún lugar cercano sonó un grito, un chillido sobrecogedor, agudo y penetrante. Miré a Clare.

—Un pavo real —dijo. Claro, solo podía ser un pavo real—. Lo llamamos Liberace.

—¿Suele hacer eso a menudo? ¿Soltar un chillido semejante?

—Solo cuando se aburre.

Me di la vuelta para marcharme, pero su imagen hizo que me detuviera. Iluminada por el sol, estaba increíblemente hermosa, con su fresco traje de lino blanco y, a su espalda, el cristal resplandeciente del invernadero y el dulce rosa de la piedra. Recordé la suavidad de sus labios contra los míos.

—Dígame, ¿cómo se enteró de que Peterson había muerto?

—Estaba con él cuando ocurrió —contestó con naturalidad.