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No sé por qué lo llamaban Ocean Heights, Cumbres sobre el Océano, pues lo único elevado que había en ese barrio eran los gastos de mantenimiento. Si el palacio de Buckingham les parece una sencilla residencia, entonces aquella casa no resultaría tan grande. Su nombre era Pabellón Langrishe, aunque era difícil imaginar algo menos parecido a un pabellón. Se trataba de una construcción de piedra, una inmensa cantidad de piedras rosas y blancas, con un millar de ventanas y con torrecillas y torres y una bandera ondeando orgullosamente en su asta sobre el tejado. Me pareció bastante fea, pero yo no entiendo nada de arquitectura. En un lateral se alzaban altísimos árboles verdes; una variedad de roble, aventuré. Conduje por el breve camino de entrada hasta una superficie de grava en forma de óvalo situada frente a la casa y de tal tamaño que en su interior habría sido posible organizar una carrera de cuadrigas. No pude evitar pensar que, si hacer que las mujeres olieran bien te permitía tener una mansión como aquella, yo trabajaba en la profesión equivocada.

Mientras conducía hacia allí había pensado en lo que Clare Cavendish me dijo sobre su afición por la música. Yo no le había dado especial importancia, no le había preguntado qué clase de música le gustaba y tampoco ella me lo había dicho. Y eso, de alguna forma, era importante. Quiero decir que era importante que no nos hubiéramos detenido a hablar de ello. No era lo más íntimo que podría haberme contado, como qué número calzaba o qué se ponía o no se ponía para acostarse. Y sin embargo, tenía su peso, el peso de algo precioso, una perla o un diamante, que hubiera pasado de su mano a la mía. Y el hecho de que yo lo hubiera aceptado sin ningún comentario y que ella pareciera contenta por que yo no dijera nada significaba que compartíamos un secreto, un símbolo, una promesa de futuro. Aunque todo eso no era, sin duda, sino música celestial y me estaba comportando como un iluso.

Aparqué el Oldsmobile en la grava y me fijé en un joven de aspecto deportivo que avanzaba por el césped hacia mí. Iba balanceando un palo de golf con el que descabezaba las margaritas. Vestía una camisa blanca de seda de cuello blando y unos zapatos de golf de dos colores. Su cabello oscuro ondulaba suelto y un mechón le caía sobre la frente de tal manera que se lo tenía que apartar de los ojos, una y otra vez, con un gesto nervioso de su delgada y pálida mano. Andaba algo encorvado y tambaleándose levemente, como si tuviera algún problema en las rodillas. Cuando se aproximó, me sorprendió descubrir que tenía los almendrados ojos negros de Clare Cavendish. Unos ojos demasiado bonitos para él. No era tan joven como me había parecido en la distancia. Calculé que estaría al final de la veintena, aunque, con la luz a su espalda, podría haber pasado por un muchacho de diecinueve años. Se detuvo frente a mí y me miró de arriba abajo con desmayado desdén.

—¿Eres el nuevo chófer? —me preguntó.

—¿Tengo aspecto de chófer?

—No lo sé. ¿Qué aspecto tienen los chóferes? —dijo.

—Polainas, una gorra con visera reluciente, la mirada insolente del proletariado.

—Vale, tú no llevas polainas ni visera.

Olía a perfume caro, a colonia y a cuero y algo más. Probablemente al papel perfumado que utilizan para envolver los huevos de Fabergé. O tal vez le gustaba darse un toque del perfume más caro de su mamá. Era un niño bonito, desde luego.

—Vengo a ver a la señora Cavendish —le dije.

Soltó una risita burlona.

—¿No me digas? Debes de ser uno de sus amantes.

—¿Qué aspecto tienen?

—Tipos rudos de ojos azules. Aunque pensándolo bien, tú no encajas en esa categoría —sus ojos pasaron de mí al Oldsmobile—. Llegan en cupés escarlata —pronunció el modelo de coche con acento francés— o en ese extraño modelo de Rolls-Royce, el Silver Wraith. Así que ¿tú quién eres?

Me tomé mi tiempo para encender un cigarrillo. Se diría que eso le resultó divertido y soltó de nuevo su risita sarcástica. Resultaba impostado, anheloso de parecer un tipo duro.

—Tú debes de ser el hermano de la señora Cavendish —le dije.

Abrió los ojos con gesto teatral.

—¿De verdad?

—Un pariente, por lo menos. ¿Quién eres tú: el niño mimado o la oveja negra?

Alzó levemente la nariz con gesto desdeñoso.

—Soy Edwards, Everett Edwards. En realidad, Everett Edwards Tercero.

—¿Quieres decir que ya ha habido dos como tú?

Se relajó un poco y, encogiéndose de hombros con gesto infantil, sonrió.

—Es un nombre estúpido —dijo, mordiéndose el labio.

Yo también me encogí de hombros.

—No nos dan la oportunidad de elegir nuestro nombre.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Marlowe.

—¿Marlowe? Como el dramaturgo —separó las piernas en actitud histriónica y señaló el cielo con mano temblorosa—. «¡Mira, mira cómo fluye la sangre de Cristo por el firmamento!» —exclamó, haciendo temblar su labio inferior. No pude evitar sonreír.

—¿Dónde puedo encontrar a tu hermana? —le dije.

Dejó caer el brazo y recuperó su pose desgarbada.

—Por aquí, en alguna parte. Búscala en el invernadero. Está ahí, a la vuelta —dijo señalando con el dedo.

La mirada enfurruñada no había desaparecido de sus ojos. Era un niño grande, mimado y aburrido.

—Gracias, Everett Tercero —le dije.

Apenas había dado unos pasos cuando me llamó.

—Si eres un vendedor de seguros, estás perdiendo el tiempo —y soltó de nuevo su risita burlona. Más le valía madurar. Tal vez lo consiguiera cuando cumpliera los cincuenta, vistiera trajes de tres piezas y llevara monóculo.

Crucé la grava y seguí el camino que me había señalado, bordeando la casa. A mi izquierda, el jardín parecía un pequeño parque público, aunque mucho mejor cuidado. La brisa traía un dulce aroma a rosas mezclado con el olor a hierba recién cortada y el soplo salado del océano cercano. Me pregunté cómo sería vivir en un sitio así. Eché un vistazo al interior de la casa por las ventanas que iba pasando mientras andaba. Vislumbré habitaciones espaciosas, de techos altos y amuebladas con esmero. ¿Qué hacías cuando te apetecía derrumbarte en un sofá delante del televisor para ver un partido con un cubo de palomitas y unas latas de cerveza? Tal vez disponían de un espacio especial en el sótano para ese tipo de actividades: sala de billar, sala de juegos, gallinero o como fuera que lo llamaran. Me dio la sensación de que el Pabellón Langrishe no estaba pensado para vivir. La vida sucedía en otra parte.

El invernadero era una sofisticada construcción de vidrio curvado y estructura de acero, unida a la parte trasera de la casa como una monstruosa ventosa que se elevaba dos o tres alturas. En su interior, inmensas palmeras apretaban sus pesadas hojas contra el cristal, como si desearan escapar. Los dos batientes de la puerta acristalada francesa estaban abiertos y una cortina de gasa blanca ondulaba lánguidamente en la agradable brisa. En esos lugares el verano no es tan duro y despiadado como en la ciudad. Sus habitantes tienen sus propias estaciones. Separé la cortina y crucé el umbral. El aire era denso y pesado y olía como un hombre obeso recién salido de un largo baño caliente.

Al principio no vi a Clare Cavendish. Medio escondida por un abanico de hojas de palmera, estaba sentada en una delicada silla de hierro forjado ante una mesa a juego, también de hierro forjado. Escribía en una agenda o una libreta encuadernada en piel. Usaba pluma estilográfica. Iba vestida de tenis, con una camiseta de algodón de manga corta, una faldita tableada blanca, calcetines y unas zapatillas deportivas Bucks de color albero. Se había recogido el pelo con horquillas a ambos lados del rostro. Era la primera vez que veía sus orejas. Me parecieron muy bonitas, lo que era algo excepcional, pues para mí las orejas solo son un poco menos extrañas que los pies.

Me escuchó aproximarme y, al alzar el rostro, sorprendí en sus ojos una mirada que no supe interpretar. Era de asombro, desde luego, pues no había llamado para avisar de mi llegada, pero había algo más. ¿Alarma, una repentina consternación o simplemente no me había reconocido?

—Buenos días —saludé en el tono más tranquilizador posible.

Cerró la agenda con presteza y luego, con más calma, ajustó el caperuzón en la pluma y la colocó sobre la mesa con deliberada lentitud, como un político después de haber firmado un tratado de paz o una declaración de guerra.

—Señor Marlowe, me ha asustado —dijo.

—Lo siento, debería haber llamado antes.

Se levantó y retrocedió un paso, como si quisiera que la mesa quedara entre ella y yo. Un ligero rubor cubría sus mejillas, igual que cuando le pregunté su nombre de pila el día anterior. Las personas que se ruborizan con facilidad tienen un problema, pues no consiguen ocultar sus reacciones. Me esforcé en no mirarle las piernas, aunque logré ver que eran delgadas, torneadas y del color de la miel. Sobre la mesa había una jarra de cristal con un líquido ambarino. Ella tendió la mano hacia el asa.

—¿Le apetece un té helado? Puedo pedir que le traigan un vaso —comentó.

—No, gracias.

—Le ofrecería algo más fuerte, pero todavía me parece un poco temprano… —bajó la vista y se mordió el labio con un gesto idéntico al de Everett Tercero—. ¿Ha averiguado algo?

—Es mejor que se siente, señora Cavendish.

Hizo un breve gesto negativo con la cabeza y esbozó una sonrisa.

—No… —se interrumpió mientras miraba por encima de mi hombro—. Hola, cariño —dijo alzando la voz y con un tono teatralmente cariñoso.

Me giré. En el umbral de la puerta había un hombre que, con una mano, mantenía la cortina apartada hacia un lado. Por un instante pensé que se disponía a declamar un pasaje grandilocuente de alguna vieja obra, igual que había hecho Everett Tercero. Pero se limitó a soltar la cortina y, sin prisas, se aproximó con una sonrisa que no iba dirigida a nadie. Aunque no era lo que se dice alto, tenía buena planta: ancho de espaldas, con las piernas ligeramente curvadas y grandes manos cuadradas. Vestía pantalones de equitación, botas de piel, una camisa tan blanca que deslumbraba y una corbata de seda amarilla. Otro amante de los deportes. Daba la impresión de que lo único que se hacía en aquella casa era practicar deporte.

—¡Qué calor! ¡Qué calor endiablado! —dijo.

Todavía no había lanzado una sola mirada en mi dirección. Clare Cavendish alargó la mano para coger la jarra de té helado, pero él se adelantó, levantó el vaso, lo llenó hasta la mitad y se lo bebió de un trago con la cabeza echada hacia atrás. Su cabello, fino y liso, era castaño pálido. Scott Fitzgerald le hubiera dado un papel en cualquiera de sus romances agridulces. De hecho, se parecía un poco a Fitzgerald: guapo, juvenil y con una imagen de secreta fragilidad.

Clare Cavendish no había separado los ojos de él. De nuevo, se mordió el labio. Su boca era realmente hermosa.

—Te presento al señor Marlowe —dijo.

Una expresión de sorpresa apareció en el rostro del hombre, que miró alrededor con el vaso vacío aún en la mano. Por fin, detuvo los ojos en mí y frunció las cejas levemente, como si no me hubiera visto antes, como si yo me hubiera camuflado entre las hojas de las palmeras y los relucientes cristales del edificio hasta hacerme invisible. Clare Cavendish prosiguió.

—Señor Marlowe, le presento a mi marido, Richard Cavendish.

El hombre me contempló con una mezcla de indiferencia y desdén.

—Marlowe —se diría que estaba sopesando mi nombre, como si fuese una moneda de escaso valor. Su sonrisa se hizo más amplia—. ¿Por qué no deja el sombrero?

Yo había olvidado que lo tenía entre las manos. Miré alrededor. Clare Cavendish se adelantó, cogió mi sombrero y lo colocó sobre la mesa, junto a la jarra de cristal. En el triángulo que formábamos, el aire parecía crepitar silenciosamente, como si una corriente de electricidad estática lo recorriera. Sin embargo, Cavendish daba la sensación de encontrarse a gusto. Se giró hacia su esposa.

—¿Le has ofrecido algo para beber?

Antes de que ella pudiera contestar, lo hice yo:

—Sí, pero le he dicho que no me apetece nada.

—¿No le apetece nada? —Cavendish se rio—. ¿Has oído eso, cariño? Al caballero no le apetece nada —se sirvió más té, se lo bebió y dejó el vaso con una mueca. Era unos cuatro o cinco centímetros más bajo que su mujer—. ¿A qué se dedica, señor Marlowe?

Esta vez fue Clare quien se adelantó a responder.

—El señor Marlowe encuentra cosas —dijo.

Cavendish inclinó la cabeza mientras le lanzaba una mirada maliciosa y presionaba la lengua contra el interior de la mejilla. Luego desvió los ojos hacia mí.

—¿Qué tipo de cosas encuentra, señor Marlowe?

—Perlas —afirmó su mujer con presteza para impedirme que contestara, aunque a mí ni siquiera se me había pasado una respuesta por la cabeza—. He perdido la gargantilla que me regalaste. Bueno, quiero decir que no sé dónde la he puesto.

Cavendish clavó los ojos en el suelo, mientras sonreía pensativamente.

—¿Y qué va a hacer él? —preguntó a su mujer sin mirarla—. ¿Arrastrarse por el suelo del dormitorio, mirar debajo de la cama, meter los dedos en los agujeros de los ratones?

—Dick, no es tan grave —le imploró su mujer.

Él la contempló con insolencia.

—¿No es tan grave? Si yo no fuese un caballero, igual que el señor Marlowe, te diría cuánto me costó esa baratija —se volvió hacia mí y continuó hablando con voz hastiada—. Claro, que si lo hiciera, ella le diría que lo compré con su dinero. ¿No es verdad, cielo? —y miró a su mujer.

Ella no replicó. Se limitó a contemplarlo con la cabeza ligeramente inclinada y el vértice de su carnoso y suave labio superior adelantado. Por un segundo visualicé cómo había sido de niña.

—Basta con volver a recorrer los lugares donde ha estado su mujer en los últimos días —dije con ese tono diligente que había aprendido a imitar tras años de trabajar codo a codo con la policía—. Buscar en los sitios adonde ha ido, las tiendas en las que ha entrado, los restaurantes donde ha comido —sentía los ojos de Clare fijos en mí, pero yo no separé la vista de Cavendish, que miraba a través de la puerta mientras asentía muy despacio con la cabeza.

—Sí, vale —dijo. Miró alrededor de nuevo, parpadeando nerviosamente, rozó el borde del vaso con un dedo y se marchó, silbando y con andar despreocupado.

Su mujer y yo permanecimos inmóviles durante unos instantes. Oía su respiración. Imaginé sus pulmones llenándose y vaciándose, el tierno tejido rosado en la frágil jaula de blancos y resplandecientes huesos. Ella era una mujer que inspiraba a los hombres semejantes pensamientos.

—Gracias —murmuró al fin.

—Ni lo mencione.

Posó su mano derecha en el respaldo de la silla de hierro forjado, como si una súbita debilidad se hubiera apoderado de ella.

—Dígame qué ha averiguado —dijo sin mirarme.

Necesitaba encender un cigarrillo, pero me sentía cohibido dentro de aquel imponente edificio de cristal. Era como fumar en una catedral. Aquel deseo me recordó algo que le había llevado. Saqué la boquilla de ébano de un bolsillo y la deposité sobre la mesa, junto a mi sombrero.

—La olvidó en mi oficina.

—Sí, es verdad. No la uso mucho, solo cuando quiero impresionar. Estaba nerviosa cuando fui a verle.

—Quién lo hubiera dicho. Consiguió engañarme.

—Era a mí a quien quería engañar —sus ojos me contemplaban con atención—. Dígame qué ha averiguado, señor Marlowe —repitió.

—No sé cómo decírselo —desvié la mirada a mi sombrero, sobre la mesa—. Nico Peterson está muerto.

—Lo sé.

—Murió hace dos meses. Lo atropellaron y se dieron a la fuga —me detuve y la miré—. ¿Qué acaba de decir?

—Que ya lo sé —me sonrió con la cabeza ladeada y la misma expresión irónica del día anterior, sentada en mi oficina con los guantes doblados sobre su regazo y la boquilla de ébano en la boca, y sin la presencia de su marido inquietándola—. Es usted quien tal vez debería sentarse, señor Marlowe.

—No la comprendo.

—No, claro que no —giró el cuerpo hacia la mesa, sujetó el vaso del que había bebido su marido y lo desplazó unos centímetros hasta colocarlo de nuevo donde se hallaba al principio, sobre el círculo de humedad que había creado—. Lo siento, debería habérselo contado.

Saqué los cigarrillos, el aire había dejado de parecerme sagrado.

—Si ya sabía que estaba muerto, ¿por qué acudió a mi oficina?

Se volvió hacia mí y me miró en silencio, mientras pensaba qué debía decirme, cómo debía decirlo.

—El asunto, señor Marlowe, es que lo vi el otro día en la calle. Y no parecía muerto en absoluto.