En lugar de ir a la oficina, me dirigí a Barney’s Beanery, que está a la vuelta de la esquina, para echarme algo frío al coleto. Barney’s tenía, para mi gusto, un aire bohemio demasiado deliberado: lo frecuentaban demasiados tipos con la palabra artista escrita sobre la frente. La vieja y gastada placa, «No se admiten maricones», aún colgaba tras la barra. Las personas como Barney, según mi experiencia, no tienen mucho vocabulario. Probablemente la palabra que Barney buscaba era masones u otra parecida. No obstante, el camarero del local era un buen tipo siempre dispuesto a escuchar mis lamentaciones nocturnas, lo que sucedía con más frecuencia de lo que me gusta admitir. Se llamaba Travis, aunque yo desconocía si ese era su nombre de pila o su apellido. Se trataba de un hombre grande de brazos velludos y con un sofisticado tatuaje de un ancla azul rodeada por rosas rojas en el bíceps izquierdo. Yo albergaba serias dudas de que alguna vez hubiese sido marinero. Era muy popular entre los «maricones», que, a pesar de la placa o quizá precisamente por ella, continuaban acudiendo. Travis solía contar una historia muy divertida sobre Errol Flynn y algo que hizo una noche en el local con una serpiente doméstica que llevaba en una caja de bambú, pero yo nunca conseguía recordar qué era lo gracioso.
Me quedé de pie junto a un taburete y pedí una cerveza mexicana. Sobre el mostrador había un cuenco con huevos cocidos, cogí uno y me lo comí con mucha sal. La sequedad de la yema y la sal me dejaron la lengua como un trozo de cal, así que pedí otra caña de Tecate.
Aún era temprano y había muy pocas personas en el local. Travis, que era más bien reservado, me había saludado con un breve movimiento de cabeza. Me pregunté si sabría mi nombre. Probablemente no. Sabía cómo me ganaba la vida, de eso estaba seguro, aunque no podía recordar ni una sola ocasión en que él hubiera sacado el tema a colación. Cuando no había mucho jaleo, como en aquel momento, solía permanecer inmóvil con las manos extendidas sobre la barra, el cabezón cuadrado algo inclinado, los ojos clavados en la calle, que asomaba por la puerta abierta, y la mirada ausente, como si estuviera recordando un antiguo amor perdido o una pelea que había ganado hacía mucho tiempo. No hablaba demasiado. Yo no tenía claro si era tonto o era muy listo. En cualquiera de los dos casos, a mí me gustaba.
Le pregunté si conocía a Peterson. Barney’s no parecía la clase de local que le gustaría a Peterson, pero no perdía nada por intentarlo.
—Vive en Napier. O, por lo menos, vivía allí hasta hace poco —le dije.
Travis pareció regresar lentamente desde el capítulo de su memoria por el que había estado vagando.
—¿Nico Peterson? Claro que lo conozco. A veces venía a primera hora de la tarde, tomaba una cerveza y comía un huevo cocido, como tú.
Era la segunda vez que me comparaban con Peterson. Clare Cavendish me había dicho que era igual de alto que yo. Por débil que fuese el vínculo, aquello no me agradaba.
—¿Cómo es? —le pregunté.
Travis encogió los musculosos hombros. Su cuello, ancho y corto, sobresalía como una boca de incendios de la ajustada camiseta negra que vestía.
—Tipo playboy. O eso le gusta aparentar: un mujeriego con bigotito y el pelo engominado y peinado con una bonita onda. También es simpático. Siempre consigue hacerlas reír.
—¿Venía aquí con sus chicas?
Travis percibió una nota de escepticismo en mi voz. Resultaba evidente que Barney’s no era el sitio para seducir a mujeres elegantes.
—De vez en cuando —dijo con media sonrisa irónica.
—¿Recuerdas a una mujer alta, rubia, de ojos negros y con una boca especialmente bonita?
Una sonrisa vigilante se dibujó de nuevo en su rostro.
—Así eran muchas.
—A la que yo me refiero posee un aire distinguido, habla bien y es muy elegante. Puede que demasiado elegante para Peterson.
—Lo siento, cuando son tan atractivas como dices no presto demasiada atención. Me descentran.
Travis era un profesional. Aunque quizá había otra razón para que no se fijara en las mujeres. Tal vez a él tampoco le gustaba demasiado la placa de la pared por sus propios motivos.
—¿Cuándo fue la última vez que vino aquí? —inquirí.
—Hace tiempo que no lo veo.
—¿De cuánto tiempo hablamos?
—Un par de meses. ¿Por qué? ¿Ha desaparecido?
—Por lo visto se ha largado con viento fresco.
Un fugaz brillo divertido surgió en los ojos de Travis.
—¿Es eso un delito hoy en día?
Clavé los ojos en mi vaso de cerveza mientras hacía girar la base.
—Alguien lo está buscando.
—¿La mujer de la boca especialmente bonita?
Asentí con la cabeza. Como ya he dicho, me gustaba Travis. A pesar de su tamaño, transmitía una sensación de limpieza y aseo, de orden y disciplina. Tal vez sí había sido marinero en el pasado. Nunca me había sentido con confianza suficiente para preguntarle.
—Me he acercado a su casa, pero no había nadie.
Desde el otro extremo de la barra, un cliente le hizo una seña a Travis, que se aproximó para atenderle. Me senté y empecé a conjeturar sobre esto y aquello y lo de más allá. Por ejemplo: ¿por qué el primer sorbo de cerveza es mucho mejor que el segundo? Ese era el tipo de especulación filosófica que me iba, de ahí mi reputación de investigador sesudo. También pensé en Clare Cavendish, pero, como bien había dicho Travis, me descentraba, así que retorné enseguida a la cuestión de la cerveza. Puede que la respuesta fuese la temperatura. No se trataba de que la cerveza estuviera más caliente en el segundo sorbo, sino de que la boca, al haberla saboreado una primera vez, sabía qué esperar del segundo trago y ya estaba preparada, lo que hacía que se esfumara el factor sorpresa y, por tanto, disminuyera el placer. Mmm. Parecía una explicación razonable, pero ¿era lo bastante exhaustiva para un maniático como yo? En ese momento, Travis regresó y di un respiro a mi cerebro.
—Acabo de darme cuenta de que no eres el primero en preguntar por nuestro amigo Peterson —me dijo.
—¿Eh?
—Hace una semana o dos entraron un par de mexicanos para averiguar si yo lo conocía.
De nuevo aquellos dos con el coche del techo agujereado.
—¿Qué tipo de mexicanos?
Travis sonrió con cierta melancolía.
—Mexicanos, simplemente. Parecían hombres de negocios.
Hombres de negocios. Vale. Como aquel hombre de Nueva York con el anillo en el dedo meñique para quien yo había trabajado.
—¿Te dijeron por qué lo buscaban?
—No. Solo me preguntaron si era cliente, cuándo lo había visto por última vez y otras cosas similares. No pude decirles mucho más de lo que te he dicho a ti. No les mejoró el humor.
—Una triste pareja.
—Ya sabes cómo son los mexicanos.
—Sí, son bastante inescrutables. ¿Se quedaron mucho tiempo?
Travis señaló mi vaso.
—Uno tomó una cerveza y el otro, un vaso de agua. Me dio la impresión de que tenían un trabajo pendiente.
—¿Qué clase de trabajo?
Travis miró el techo durante unos instantes.
—No lo sé, pero tenían un aire concentrado y ese brillo en los ojos. ¿Sabes a lo que me refiero?
No lo sabía, aunque asentí.
—¿Crees que ese trabajo podría acarrear consecuencias desagradables a nuestro señor Peterson?
—Sí —dijo Travis—. Uno de ellos no dejó de juguetear con un revólver de seis tiros y empuñadura de perla, mientras el otro se hurgaba los dientes con su cuchillo.
Nunca hubiera pensado que Travis fuese un tipo irónico.
—En cualquier caso, resulta curioso —dije—. Peterson no parece la clase de persona que hace tratos con hombres de negocios mexicanos.
—Hay muchas oportunidades en la frontera sur.
—En eso tienes razón.
Travis cogió mi vaso vacío.
—¿Quieres otra caña?
—No, gracias, tengo que mantener la cabeza fría.
Le pagué, bajé del taburete y salí a la tarde. Había refrescado un poco, pero el aire tenía un regusto a tubo de escape y el polvo del día se había colado entre mis dientes. Le había dado mi tarjeta a Travis y le había pedido que me llamara si oía algo sobre Peterson. No contaba con que lo hiciera, pero al menos ya sabía mi nombre.
Conduje a casa. En las colinas empezaban a encenderse las luces de las viviendas, creando la sensación de que era más tarde de lo que en realidad era. Una luna en forma de hoz colgaba baja en el horizonte envuelta en una neblina de un azul cenagoso.
Yo todavía vivía en la casa de Laurel Canyon. La propietaria había ido a visitar a su hija viuda en Idaho y decidió quedarse con ella. Imagino que por las patatas. Me había escrito para decirme que podía continuar en la casa el tiempo que deseara. Sentí que había echado raíces en Yucca Avenue, en mi refugio de la colina con su calle bordeada de eucaliptos. No sabía si me gustaba tal situación. ¿Deseaba pasar el resto de mis días en una casa alquilada donde las únicas cosas que me pertenecían eran mi leal cafetera y un juego de ajedrez de marfil desvaído? Una mujer había deseado casarse conmigo y sacarme de allí; una mujer tan hermosa como Clare Cavendish y tan rica como ella. Pero mi naturaleza era contraria a los compromisos y las ataduras, aunque no lo pareciera. Yucca Avenue no era exactamente París, donde, según me habían contado, la triste y rica joven se había refugiado para curar su corazón herido.
La casa tenía el tamaño perfecto para mí, pero había tardes como aquella en que parecía la madriguera del Conejo Blanco. Preparé una cafetera bien cargada, me bebí una taza y empecé a dar vueltas por el salón intentando no rebotar en las paredes. Me bebí otra taza de café y encendí otro cigarrillo, ajeno a la noche que crecía en la ventana. Pensé por un instante en colocar sobre el tablero una de las aperturas menos abrumadoras de Alekhine y comprobar hasta dónde podía llegar, solo que no tenía el ánimo necesario. No soy un fanático del ajedrez, pero me gustan la serena concentración y el elegante proceso mental que requiere.
No conseguía quitarme el asunto Peterson de la cabeza, o más bien la parte del asunto relacionada con Clare Cavendish. Estaba persuadido de que había algo sospechoso en su manera de presentarse a mí. No podía decir por qué, pero tenía la clara convicción de que me había tendido una trampa. Una mujer hermosa no entra en tu oficina y te encarga que busques a su amante desaparecido; no sucede así. ¿Cómo sucede entonces? Quizá hubiera oficinas como la mía a lo largo y ancho del país a las que entraban mujeres hermosas día sí, día no, para encargar a pardillos como yo que hicieran exactamente eso. Pero yo no lo creía. Para empezar, era dudoso que en el país hubiera muchas mujeres como Clare Cavendish. De hecho, me resultaba imposible pensar que existiera otra igual. Y si ella se hallaba a ese nivel, ¿cómo podía mantener una relación con un don nadie como Peterson? Y si tenía una relación con él, ¿cómo es que no sentía el más mínimo reparo en ponerse a merced de un detective privado —iba a decir «lanzarse a los brazos», pero me detuve a tiempo— e implorarle que encontrara el pájaro que había volado? Vale, es cierto que ella no había implorado.
Decidí que a la mañana siguiente indagaría en la historia de la señora Clare Cavendish. Langrishe de soltera. De momento habría de contentarme con llamar al sargento Joe Green, de la Sección de Homicidios. Aunque brevemente, Joe había intentado inculparme en el pasado como cómplice de un homicidio en primer grado. Ese es el tipo de cosas que crean un vínculo entre dos personas. Yo no hubiera dicho que Joe era un amigo, más bien un conocido con quien había que andar con pies de plomo.
Tan pronto contestó la llamada, le dije cuánto me impresionaba que aún estuviera trabajando a esas horas de la noche. Él se limitó a resoplar antes de preguntarme qué quería. Le pasé el nombre, el número de teléfono y la dirección de Nico Peterson. No le sonaba de nada.
—¿Quién es? ¿Un playboy involucrado en uno de tus casos de divorcio? —me preguntó con acritud.
Me esforcé en mantener un tono educado y cordial. Joe tenía un carácter impredecible.
—Sabes perfectamente que yo no acepto casos de divorcio, mi sargento. Es un tipo al que estoy intentando localizar.
—¿No tienes su dirección? ¿Por qué no vas y llamas a su puerta?
—Ya lo he hecho. No hay nadie en la casa. Y no ha habido nadie desde hace tiempo.
Oí jadear a Joe. Por un instante, pensé en aconsejarle que fumara menos, pero me contuve.
—¿Qué tiene que ver contigo? —me preguntó.
—Una amiga suya quiere averiguar su paradero.
Hizo un ruido a medio camino entre el resoplido y la carcajada.
—Eso me suena a un caso de divorcio.
«¡Eres de ideas fijas, Joe Green!», exclamé, aunque solo en mi cabeza. A él me limité a repetirle que no llevaba divorcios y que el asunto no tenía ninguna relación con ese tema.
—Ella solo quiere saber dónde se encuentra. Digamos que es una sentimental —le dije.
—¿Quién es esa dama?
—Sabes que no te lo voy a decir, Joe. No tiene nada que ver con ningún delito. Es un asunto privado.
Escuché cómo encendía una cerilla, inhalaba una bocanada de humo y luego la expulsaba.
—Miraré si tiene antecedentes penales —dijo finalmente con tono hastiado.
La historia de una mujer y su desaparecido galán no bastaba para mantener el interés de Joe. Era un buen policía, pero llevaba mucho tiempo en ese trabajo y su capacidad para que algo le llamara la atención estaba muy reducida. Dijo que me llamaría, se lo agradecí y colgué.
Me telefoneó al día siguiente a las ocho de la mañana. Yo estaba friendo unas apetitosas lonchas de beicon canadiense para acompañar mis tostadas y los huevos del desayuno. Le dije de nuevo cuánto me impresionaban sus horarios de trabajo, pero me interrumpió. Mientras me hablaba, permanecí junto a los fogones, con el auricular del teléfono de pared en la mano y la mirada fija en la ventana que había sobre la pila. Al otro lado, un pajarito marrón revoloteaba sobre las ramas de un arbusto de tecoma. Hay momentos en que las imágenes parecen detenerse, como si alguien acabara de hacer una fotografía.
—Es sobre el tipo del que me preguntaste. Espero que a su amiga le siente bien el negro —Joe carraspeó ruidosamente—. Está muerto. Murió el… —escuché cómo pasaba rápidamente unos papeles—… el 19 de abril en Palisades, cerca del club que hay allí, comoquiera que se llame. Le atropellaron y se dieron a la fuga. Ahora está en Woodlawn. Tengo el número de la parcela donde está enterrado, por si ella quiere ir a visitarlo.