Ella tenía razón, Napier Street no era una calle fácil de encontrar, pero me percaté a tiempo y giré el volante para salir del bulevar. La carretera subía, en una leve cuesta, hacia las colinas que se alzaban como una neblina azulada en el horizonte. Conduje lentamente mientras miraba los números de las casas. La de Peterson recordaba un poco un pabellón de té japonés, o como yo imaginaba que debía de ser un pabellón de té japonés. Se trataba de una edificación de una sola planta de pino rojo oscuro con un porche alrededor y una cubierta de tejas a cuatro aguas apenas inclinadas, que se unían en la veleta que coronaba el tejado. Las ventanas eran estrechas y las persianas estaban echadas. Todo parecía indicar que nadie vivía allí desde hacía tiempo, aunque ya no había periódicos apilados en la entrada. Aparqué el coche y subí los tres escalones de madera hasta el porche. Las paredes, iluminadas por el sol, exudaban un aceitoso olor a creosota. Presioné el timbre, pero no sonó en el interior de la casa, así que golpeé la puerta con la aldaba. Una casa vacía posee un modo especial de absorber los sonidos, igual que el cauce seco de un riachuelo se traga el agua. Pegué el rostro al panel de vidrio de la puerta, intentando ver a través de la cortina de encaje. No había gran cosa que mirar: un salón normal decorado con muebles normales. Una voz resonó a mi espalda.
—No hay nadie en casa, tío.
Me di la vuelta. Era un hombre mayor vestido con un peto vaquero desteñido y una camisa sin cuello. Su cabeza parecía un cacahuete, con un cráneo alargado y una gran barbilla separados por las mejillas hundidas. La boca desdentada colgaba entreabierta y las puntas de la barba plateada de siete días que cubría su mandíbula brillaban al sol. Recordaba a un Gabby Hayes que hubiera envejecido mal. Tenía un ojo cerrado y con el otro me miraba desde el pie de las escaleras mientras movía lenta e incesantemente la mandíbula de un lado a otro, como una vaca rumiando.
—Estoy buscando al señor Peterson —le dije.
Giró la cabeza hacia un lado y lanzó un escupitajo.
—Y yo le acabo de decir que no está en casa.
Descendí los escalones. Noté cómo titubeaba, preguntándose quién sería yo y en qué problemas podía meterle. Saqué mis cigarrillos y le ofrecí. Cogió con presteza un pitillo y se lo pegó en el labio inferior. Encendí una cerilla con la uña del pulgar y le tendí la llama.
A nuestra espalda, el chirrido de una chicharra se alzó entre la hierba agostada igual que un payaso lanzado desde un cañón. El sol picaba, soplaba una brisa seca y tórrida y me alegré de llevar el sombrero. El viejo iba con la cabeza descubierta, pero no parecía notar el calor. Aspiró una larga calada de su cigarrillo y expulsó el humo formando varios aros grisáceos.
Lancé la cerilla usada a la hierba.
—No debería hacer eso —me dijo el viejo—. Bastaría un fuego en este lugar para que todo West Hollywood ardiera en llamas.
—¿Conoce al señor Peterson? —le pregunté.
—Por supuesto —señaló una casucha desvencijada al final de la calle—. Vivo ahí. Él a veces se acercaba, me ofrecía un cigarrillo y me daba charla.
—¿Cuánto tiempo hace que no está?
—Déjeme que lo piense —bizqueó al reflexionar—. Creo que la última vez que lo vi fue hace seis o siete semanas.
—Imagino que no le diría adónde iba.
Él se encogió de hombros.
—Ni siquiera lo vi marcharse. Simplemente un día me di cuenta de que ya no estaba.
—¿Cómo fue?
Me miró mientras sacudía la cabeza como si le hubiera entrado agua en un oído.
—¿Cómo fue qué?
—¿Cómo supo que se había ido?
—Ya no estaba, eso es todo —se detuvo un instante—. ¿Es usted policía?
—Algo así.
—¿Qué significa eso?
—Un sabueso privado.
Soltó una risa sofocada y lanzó un escupitajo.
—Un sabueso privado no se parece nada a un policía, excepto en sus sueños, tal vez.
Suspiré. Cuando escuchan que trabajas por tu cuenta, creen que pueden decirte lo que se les pasa por la cabeza. Supongo que pueden, la verdad. El viejo me sonreía, petulante como una gallina que acaba de poner un huevo.
Miré la calle arriba y abajo. Cafetería Joe. Lavandería Kwik Kleen. Un taller de reparación de carrocerías donde un granujilla cubierto de grasa enredaba en las tripas de un Chevy con un aspecto deplorable. Imaginé a Clare Cavendish bajando de un vehículo deportivo y arrugando la nariz ante semejante escenario.
—¿Qué clase de gente llevaba a casa? —le pregunté.
—¿Gente?
—Amigos. Compañeros de juerga. Colegas del mundo del cine.
—¿Del cine?
El tipo empezaba a sonar como la canción Little Sir Echo.
—¿Qué me cuenta de las mujeres? ¿Tenía alguna amiga? —le pregunté.
El hombre estalló en carcajadas. No resultaba muy agradable escucharlo.
—¿Alguna? —cacareó—. Escuche, señor, ese tipo tenía más tías de las que podía atender. Casi cada noche volvía a casa con una diferente.
—Parece que usted no se perdía sus idas y venidas.
—Lo veía y ya está —gruñó a la defensiva—. Armaban tanto follón que me despertaban. Una noche tiraron una botella en la acera, creo que era de champán. Sonó como si una bomba explotara. La tía se partía de risa.
—¿Los vecinos no se quejaban del jaleo?
Me miró con lástima.
—¿Qué vecinos? —preguntó con desprecio.
Asentí. El sol seguía apretando con la misma fuerza. Saqué un pañuelo y me sequé la nuca. En aquel paraje hay días a mediados de verano en que el sol parece prestarte tanta atención como un gorila pelando un plátano.
—Bueno, gracias por todo —dije y me alejé del viejo.
El aire ondulaba sobre el techo de mi coche. Imaginé que el volante estaría ardiendo. Algunas veces pienso seriamente en mudarme a Inglaterra, donde dicen que hace fresco hasta en plena canícula.
—No es usted el primero que viene preguntando por él —dijo el tipo a mi espalda.
Me di la vuelta.
—Ah, ¿sí?
—Un par de espaldas mojadas vinieron la semana pasada.
—¿Mexicanos?
—Es lo que acabo de decir. Dos. Venían trajeados, pero un espalda mojada con chaqueta y corbata cara sigue siendo un espalda mojada, ¿o no?
El sol, que antes brillaba a mi espalda, me daba ahora de frente. Noté cómo se humedecía mi labio superior.
—¿Habló con ellos? —le pregunté.
—No. Aparecieron en un coche que jamás había visto, deben de fabricarlo en su país. Alto y ancho como la cama de un prostíbulo y con un techo de lona con agujeros.
—¿Cuándo dice que sucedió eso?
—Hará dos o tres días. Estuvieron un rato merodeando, miraron por las ventanas igual que usted, se metieron en el coche y se largaron —escupió de nuevo—. Paso de los espaldas mojadas.
—Quién lo diría.
Me lanzó una mirada hosca e hizo un gesto de desprecio.
Le di de nuevo la espalda y me dirigí a mi coche recalentado. Entonces, volvió a hablar.
—¿Cree que regresará?
Me detuve una vez más. Me sentía como el invitado a la boda que intenta librarse del marinero en La balada del viejo marinero.
—Lo dudo —contesté.
Hizo una mueca despectiva.
—Bah, no creo que nadie le vaya a echar de menos. Aunque a mí me caía bien.
De su cigarrillo no quedaba más que la colilla, que arrojó a la hierba.
—No debería hacer eso —le dije y me metí en el coche.
Al tocar el volante me sorprendió que no me chisporrotearan los dedos.