Todos somos arquitectos

No era un interruptor, sino un botón. Un día de noviembre, en Lincoln, los árboles que se veían desde la ventana estaban todos yermos. Le arregló el flequillo irregular a Betty. Sus manos habían adelgazado y sus ojos cerrados estaban más hundidos. Un gotero intravenoso la alimentaba por un tubo en su brazo.

Audrey supo entonces por qué había pensado que su reloj marcaba las 3.18 aquella primera mañana en el Breviary. Porque esa había sido la hora en la que Betty había entrado en coma. Realmente, había sido Betty quien había ido a ella en su hora más oscura. Había interrumpido el sueño de Audrey para avisarla y hacerla plena de nuevo. Porque el amor soporta todo tipo de cosas: heridas, traición, odio, mala suerte e incluso la muerte.

—Te quiero, mamá —le dijo—. Espero que ahora descanses bien.

El doctor, al que nunca había visto antes, pulsó el botón y el respirador disminuyó el ritmo y luego se paró. Las cosas que pitaban se silenciaron. Betty abandonó su cuerpo dañado y con alas de acero. Audrey esperó que ahora fuese libre para volar a cualquier lugar bueno.

Dos días después, Saraub y ella embarcaron en un vuelo desde Omaha de regreso a Nueva York. Llevaba el anillo puesto de nuevo y pensó que solo habían pasado unas pocas semanas. En estos casos, la mente humana resultaba ser fuerte. Ambos olvidaron la mayoría de lo que había ocurrido, excepto las pesadillas.

La película de Saraub estaba casi terminada y había programado pasar el invierno editándola. Había decidido incluir todo el material que había filmado y hacer frente a un posible juicio, una vez que se dio cuenta de que era Sunshine la responsable y no él personalmente. Después de eso, como siempre, encontraría otra montaña que escalar.

El proyecto de Audrey de la calle 59 había obtenido el visto bueno de la SAABA y estaba construyéndose. Aunque ella había estado fuera de la oficina y Simon había hecho la presentación, este había utilizado los nuevos planos que encontró en su despacho, los que había dibujado la última noche que estuvo en Vesuvius. Como había faltado demasiado al trabajo, los hermanos Pozzolana habían intentado despedirla, pero Jill había luchado implacablemente, no solo para mantenerla a bordo, sino para conseguirle un aumento. Al final, los Pozzolana habían accedido, aunque dudaba que se quedase en Vesuvius por mucho tiempo. Jill y ella estuvieron hablando sobre comenzar su propia empresa y trabajar en su apartamento en el Upper West Side, en el plazo de un año. Se llevarían a David con ellas.

El horario flexible le sería útil, porque esa última vez que Saraub y ella habían estado en Lincoln, habían tenido más relaciones de lo que ella se habría imaginado. Esa mañana, después del funeral de su madre, cogió un test de embarazo. Solo estaba de seis semanas, pero Saraub estaba demasiado emocionado como para contenerse. Cuando Sheila lo llamó para lo de la cena de Audrey, había soltado la noticia. Para su sorpresa, ella le pidió hablar con Audrey.

—Perdona a una anciana. Volvamos a empezar —le había soltado al teléfono—. Ahora dime, ¿cuál es tu postre favorito?

Y ahora, ahí estaban, dirigiéndose a la pista de despegue. Se le ocurrió que todos los niños heredan las deudas de sus padres y está en la mano de cada generación determinar cómo, o si repararlas. Frente a ellos estaba el trabajo, la boda, el bebé y la cena de esa noche con su familia, por primera vez en un año. Tras ellos, estaba el duro camino que los había conducido a ese buen lugar. Y aunque ambos estuvieran sobrecogidos, o incluso asustados, por el atrevimiento del 767 de American Airlines, mientras despegaba en el cielo y comenzaba a planear, confiaban en que aterrizaría sin ningún percance en Nueva York donde, juntos, llenarían los agujeros que allí encontrasen con algo mejor que flores.

Fin