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Madre

La puerta se abrió. El Breviary gritó de pena y de alegría. Al fin, en el otro lado de la puerta estaban los monstruos. Al frente estaba Edgar Schermerhorn en forma de araña. Tras él estaban Loretta Parker, Evvie Waugh, Francis Galton y también el resto de los inquilinos. Y también, a la izquierda, versiones en sombra de Audrey Lucas y Saraub Ramesh. Su semejanza era inconfundible, solo que sus articulaciones eran redondas y sus ojos eran negros. Caminaban a cuatro patas.

Comprendió entonces lo que estaba detrás de la puerta. La oscuridad de la humanidad, gemelos sin alma, desprendidos por una razón y consecuencia, pero siempre buscando la manera de regresar, siendo esta a través de la sutileza de la enfermedad o de la enormidad de una puerta. Tenían forma de insecto, porque los insectos son los únicos animales que no tienen alma.

Gruñendo, los empujaron contra los límites que los atrapaban dentro de la puerta, la cual podía colapsarse tan pronto como el Breviary muriera. Por sus gemidos de dolor, tal vez, incluso el Breviary lamentara lo que había hecho.

—Estúpido edificio. Yo soy quien manda. ¡Yo! —gritó Loretta.

Entonces embistió la puerta y algo se aceleró a través de su abertura. Sus brazos estaban abiertos ampliamente, como si le diera un abrazo a Schermerhorn, pero fue su Loretta de enfrente la que la atrapó y le dio el primer mordisco. El resto la ayudó. La despedazaron. Criaturas antisociales, ninguno compartía nada voluntariamente.

El edificio ardía. Esquirlas de escayola caían y la puerta se sacudía dentro de su marco. Francis Galton fue el siguiente en correr a través de la abertura. El mismo destino lo recibió. Esta vez fue Schermerhorn quien lo atrapó. El Schermerhorn oscuro y con forma de araña que se había topado con la muerte de Jayne, quien había consumido a su homólogo humano y había vivido aquí, guiando la mano del Breviary.

—¡Corred! —exclamó Evvie Waugh y luego se abrió camino a través de la multitud con el bastón de Edgardo. Algunos lo siguieron, otros siguieron a Loretta.

Las criaturas sombrías se empujaban contra la abertura, pero hasta ese momento solo podían atraer a los inquilinos hacia dentro y todavía no podían liberarse.

Audrey no pudo ayudar, pero miró. Tras los monstruos, había un mundo soleado de color rojo con suciedad en vez de hierba y con el aire cargado como ceniza. Su sombra gemela estaba encorvada, tenía fuertes rasgos y ojos estrechos y mezquinos.

Se dio cuenta de que había visto a esa cosa antes, solo que entonces no la había reconocido: Hinton, 1992.

—Tenemos que destruir la puerta —dijo Saraub, mientras algunos inquilinos salían disparados por el pasillo y otros se arrojaban dentro de la puerta. Levantó la barra con uno de sus brazos rotos. Su propia sombra autorretenía sus facciones, pero permanecía con la altura de un niño. Una cosa atrofiada chupaba su dedo gordo.

—No, se colapsará antes de que se pueda abrir —le dijo—. Tenemos que largarnos.

Hizo una mueca.

—Tengo que derribarla —dijo él, y ella comprendió que lo que quería decir era que cada segundo que esa cosa permaneciera en pie sería una abominación.

Otra inquilina gritó mientras atravesaba la puerta. Y otro. No escuchó el sonido de relamidos o gruñidos. Incluso eso habría marcado una clase de placer humano.

El suelo que había bajo sus pies se torció. Saraub avanzó muy despacio. Ella le cogió la barra de las manos.

—Déjame.

Mientras se acercaba a la puerta, pensó sobre lo que había olvidado en Hinton. Con el cuello sangrando, había escapado del cuchillo de su madre y se había agachado en el agujero para ayudar a cavar. Un montón de mierda, y otro. Y entonces, una cara. Desesperada, había raspado más suciedad y también Betty lo hizo, hasta que desenterraron a la cosa.

La Audrey Lucas de ojos negros las había mirado detenidamente. Ira de tamaño humano, una mujer madura envejecida antes de tiempo. Había arañado, con los huesos que tenía por dedos, el suelo que la estaba atrapando debajo. Aunque ella no la reconoció como su gemela, en su ebrio terror, había gritado.

Fue Betty quien la apuñaló con el cuchillo. Primero cortando su garganta, luego la cabeza. Fue cuando las hormigas rojas habían trepado desde el suelo y habían llenado la cocina, mientras Audrey y su madre las pisoteaban. Habían masticado la carne, la sangre y los huesos, hasta que el monstruo desapareció.

Para cuando las hormigas hubieron terminado, ella lo había olvidado. Quizás había sido demasiado terrible. Quizás era un secreto que los humanos no querían saber.

Las hormigas rojas no eran el síntoma imaginario de la locura, como ella siempre había creído. Eran las guardianas que mantenían al mundo de las sombras y al mundo optimista separados. Su madre, en consonancia con ambos lugares, había escuchado al monstruo de Audrey ese día y lo había asesinado. Y luego había huido para escapar de su propio monstruo.

Audrey balanceó la barra. Con fuerza. Un golpe era todo lo que necesitaba, porque sabía que la esquina izquierda superior del marco era la parte más débil. Las cosas atrapadas gemían con furia mientras el marco se derrumbaba. El pomo cruciforme se cayó por completo.

Saraub y ella se apartaron. Juntos, gatearon por el pasillo. Tras ellos, las hormigas llenaron la habitación. Las astillas de madera, las cajas, el colchón de aire, el marfil, la antigua ropa hecha jirones… mordisqueaban y mordisqueaban. Corroyendo, corroyendo, hasta que todos los vestigios de la puerta desaparecieron.

Tropezaron en el pasillo, donde el resto de los inquilinos del Breviary, con ojos asalvajados, deambulaban sin rumbo.

Un humo espeso inundaba el aire. En ese momento, sus cuerpos estaban tan deformados que parecían idénticos a sus propias sombras. Antes de que Saraub y ella comenzaran a bajar por las escaleras, Audrey miró hacia atrás, una vez más. La sala entera estaba retorciéndose entre las llamas.

Dejaron de intentar cojear por las escaleras y, en vez de eso, bajaron deslizándose de culo. El edificio chirriaba y gemía como resollando. Tres pisos más. El vestíbulo. En las puertas de la fachada encontraron a dos oficiales de policía con uniformes azules y, tras ellos, un camión de bomberos. Saraub y ella aminoraron el paso, pero siguieron caminando.

—Un mal incendio, tenga cuidado —le dijo a un bombero mientras pasaban.

—¿Deberíamos volver? —preguntó Saraub, jadeando, una vez que alcanzaron la portería—. ¿Ver si podemos ayudar a sacar a algunas de esas personas fuera del edificio?

Su hombro estaba sangrando mucho y necesitaba ir a un hospital.

Ella sacudió la cabeza.

—No, no se lo merecen.

Justo entonces, la lámpara de araña se soltó y el antiguo techo de la entrada se derrumbó. La escayola cayó. Los policías y los bomberos se dirigieron a la salida. Con un gemido fuerte y una gran vibración, el Breviary murió, atrapando a los ebrios, a los monstruos y a los niños de pelo blanco, dentro de su cadáver.

Cogiéndose de las manos, Audrey Lucas y Saraub Ramesh cojearon hacia la puerta y el interior del mundo. No miraron atrás.