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Lo que amas es lo mismo que odias

Una multitud había llegado. El apartamento se volvió rojo, como cuando Clara vivía allí. Los mirlos de la vidriera se escaparon y volaron en círculos alrededor de la puerta, en un giro continuo. El edificio entero vibraba. El suelo bajo sus pies crujió, y también el techo. La puerta latía con fuerza dentro del marco y el Breviary se estremecía de placer.

Saraub levantó el brazo escayolado para defenderse. Sus promesas y estupideces, ¡Dios!, cuánto lo odiaba. Se balanceó de nuevo. Falló el golpe mientras él se movía, sacudiéndose con las dos escayolas, a un lado. La puerta abrió una grieta. Su corazón se infló: era una excelente ingeniera. Pero claro, si alguien entendía de caos funcional, esa era la hija de Betty Lucas.

Apartó la barra de acero. Los grandes ojos de Saraub parecían los de una vaca estúpida. Estaba demasiado impactado como para reaccionar. Esa era la razón de que ella fuera una superviviente y él no. Levantó la barra, una vez más.

—Para —gimió él—. No eres tú, es el edificio.

Apretó los dedos y lo golpeó de nuevo. Esa vez, en la planta de los pies, solo para asustarlo, porque su voz le resultó familiar. Se arrastró con las caderas para impulsarse hacia atrás. Pero el pasillo estaba ocupado por los inquilinos y las hormigas. Aplaudían y gritaban. Su piel era muy suave. ¿Se había afeitado para ella? ¿Sabía que una vez había sido bailarina, o que antes de que Betty se volviera loca, el mejor amigo de su padre había sido el dueño de un restaurante de la cadena Dairy Queen? ¿Sabía que durante la ausencia final de Betty había sido golpeada hasta quedarse inconsciente en la parte trasera de un antro de Omaha? ¿O que Audrey había intentado suicidarse? El día que la había empujado al ala C del psiquiátrico, le había dicho que el hospital era un aeropuerto y que se iban de vacaciones a París. ¿Sabía el tipo de zorra desalmada que podía llegar a ser cuando tenía que serlo?

Una lágrima rodó por un lado de su cara.

—No quiero matarte, pero tengo que hacerlo. Es mejor así, créeme.

Tras ellos, la puerta se abrió unos dos centímetros. El espacio hizo un vacío que absorbió la luz de la habitación. Las hormigas pululaban. Llenaron las grietas hasta que la habitación se iluminó de nuevo.

—Audrey, ¡para! —le rogó mientras lo seguía por el pasillo.

La cosa de su interior se retorció, susurrándole palabras de dulzura con la voz de su madre.

—Nosotras debemos permanecer juntas, nadie se meterá en medio. ¿Sabes lo que le hizo a Jayne? Le tocó el culo. Lo viste, ¿no, corderita? No fue aquella lámpara lo que hirió tanto sus sentimientos. Era la culpa, porque tenía miedo de decírtelo. Esa es la razón por la que te dejó. La violó, corderita. Es culpa suya que esté muerta.

—No —refunfuñó—. Imposible.

Schermerhorn le hablaba por la otra oreja.

—Estará bien, querida. Es mejor de esta manera. No te preocupes por tu cabecita. Eres una de los nuestros y él no está a la altura…

La puerta crujió. A lo largo de las paredes, los ancestros del Breviary miraban. Y allí estaba Deirdre, el bebé, en el suelo. Indiferente, en silencio, vacía. Miraba fijamente a Audrey con ojos negros.

—Termínalo.

Pronto, estuvieron todos gritando, incluso los inquilinos.

—Termínalo. Termínalo. Termínalo.

Podía oír sus pensamientos. Estaban demasiado lejos como para pensar con palabras. Todo era sobre el color rojo, la locura, el asesinato y el amor frugal.

Alzó la barra.

—¡Audrey, piensa! Irás a la cárcel. Perderás todo —gritó Saraub mientras se arrastraba hacia la ventana de la torrecilla. Los mirlos golpeaban su piel desprotegida mientras volaban. Sus garras eran afiladas como el cristal.

—¡Termínalo! ¡Termínalo! ¡Termínalo! —trinaban los inquilinos. Loretta comenzó a berrear. El sonido era de pena, como si hubiera sido apuñalada.

—¡Audrey, bájalo! —gritó Saraub. Sus brazos eran alas de escayola que le recordaban a un avión.

Apretó la barra. Su mirada le resultaba familiar. Incluso ahora, su preocupación era mayor que su miedo. Estúpido, preocupado de cómo su asesinato podría entorpecer su libertad. Demasiado bueno cuidando de los demás, demasiado terrible para cuidar de sí mismo. Una hormiga roja trepó por su mejilla y le mordió el puente de la nariz. Entonces se dio cuenta de que se había convertido en la cosa que más odiaba. Se había convertido en la enfermedad de Betty.

La cosa de su interior había levantado su mano contra el hombre al que amaba. Esta vez, luchó. Fue consciente de su roñoso chándal y de sus pies descalzos. Se acordó de Jayne, de su madre y de ella misma: todas tenían demasiadas cicatrices y eran puras, pero también eran unas luchadoras. Vio la sangre de Saraub mientras cubría la escayola. Los brazos rotos, ¿quién lo había herido?

Ambos sabían que él podría encontrar alguien mucho mejor que una paleta blancucha con trastorno obsesivo-compulsivo. Pero, tal vez, no quería algo mejor. Quizás ella lo hacía feliz.

—¡Termínalo! ¡Termínalo! —gemían los inquilinos.

Bajó la barra y se inclinó hacia él.

—Lo siento —dijo.

Alrededor de ellos, las hormigas salían disparadas. Eran tantas que parecían un líquido. Se apresuraron hacia la puerta y recordó, finalmente, aquella vez en Hinton.

—Te quiero, lo siento —le dijo Audrey, mientras lo ayudaba a levantarse.

Justo entonces, Loretta cojeó enfrente de la puerta. Alrededor de todos ellos, las hormigas se retorcían. Rellenaban las amplias grietas mientras la puerta continuaba abriéndose.

—¡Lo haré yo misma! —gritó Loretta. Entonces, levantó la barra y se balanceó. No fue tras Audrey o Saraub, simplemente golpeó la pared de la sala de estar. Trozos de escayola rota saltaban de las vigas centrales. Los otros se unieron, golpeando con sus débiles puños.

—¡Fuego! —gritó Evvie Waugh, y todos aclamaron—: ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!

Unos pocos salieron disparados del 14B, todavía gritando.

—¿Qué? —susurró Saraub Apretó su mano para tranquilizarlo. Juntos, se deslizaron hacia el pasillo, pero Loretta los descubrió y bloqueó su camino.

—¡Es mi fiesta! —dijo—. ¡Y tenéis que quedaros!

Jadeando, Saraub susurró:

—Creo que podemos cogerlos.

Ella lo puso en duda, pero apreció su optimismo. De la manera en la que se había desplomado, le había roto el hombro. Cogiéndolo por la cintura, continuaron caminando, un paso, luego dos, hasta que la multitud los hizo retroceder. El sonido era como el de unas ramas rompiéndose. Saraub lanzó su cuerpo entre la multitud. Unos pocos, incluyendo a Evvie Waugh, sintieron que sacudía su cuello y gritaba:

—¡Corre!

La orden la confundió: ¿esperaba que lo dejase allí? Sacudió su cabeza y lo siguió entre la multitud, peleando, dando patadas e intentando sacarlo hacia atrás.

Tras una breve lucha, los inquilinos la cogieron también.

Los segundos pasaron. El olor a humo provenía del respiradero. También pudo sentir el calor y se dio cuenta entonces de adonde habían ido los que se habían marchado. Para abrir la puerta, los inquilinos estaban matando a la única cosa que amaban. Estaban quemando el Breviary. Este chilló su protesta atormentada y ellos también chillaron. Lo que tienen los monstruos es que se odian a sí mismos sobre todas las cosas.

—¡Oh, mierda! —dijo Audrey.

Saraub se puso de puntillas para ver sobre las cabezas de los inquilinos y le gritó:

—¡Tenemos que salir de aquí! —pero justo en ese momento Loretta Parker giró el manillar del grifo y abrió la puerta.