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Déjame entrar

A Saraub le costó sesenta y cinco espantosos minutos salir del hospital. Su taxista era nuevo en el trabajo y lo llevó por la parte norte de Central Park, en vez de por la transversal de la calle 97. Se habían liado a dar vueltas al Morningside Park, por lo que se añadieron quince minutos más al viaje. Cuando por fin entró en el vestíbulo del Breviary, el portero ya se había marchado y el lugar estaba vacío. Una revista de porno infantil yacía abierta en el suelo.

Cuanto más lo pensaba, peor le sonaba. Era una persona reservada, así que, ¿por qué no lo había llamado ella misma si necesitaba su ayuda? Y ¿dónde estaba todo el mundo en este edificio?

Esperó al ascensor durante unos diez minutos y, al final, forzó la puerta de hierro y miró en el hueco del ascensor. El cable de alambre se había roto y la cabina estaba estrellada en el sótano. Tenía el techo roto por el impacto de la caída.

Se dirigió a las escaleras. Después de subir dos plantas, estaba sudando. Había polvo en el aire y, al aspirar un poco de este, un grasiento y fétido sabor se deslizó por su estómago. Después de tres plantas, paró un momento para que sus pulmones descansaran y se inclinó contra la pared. Vibraba contra sus dedos.

Después de un minuto o dos, cogió aire y siguió subiendo. Más deprisa, tan rápido como pudo. El edificio se balanceaba. Pudo sentirlo meciéndose, como la parte alta del Empire State, solo que no creía que este edificio estuviera diseñado para inclinarse con el viento: esta cosa ya no avisa.

En el rellano de la decimocuarta planta, una anciana echó un vistazo desde la salida de emergencia. Estaba embadurnada con pintalabios de color coral por toda la frente y las mejillas pero, aparte de eso, no llevaba nada más encima. Sus pechos colgaban flácidos alrededor de su ombligo.

—¡Ella no te quiere! —Se rió tontamente—. ¡Pero ellos quieren acabar contigo! —Señaló y se rió. Él caminó más deprisa.

Mejoró el ritmo. Era duro mantener el equilibrio con los brazos escayolados, por lo que se apoyó contra la verja. Pensó en llamar a la policía, pero aún no sabía qué decirles.

Alcanzó la sexta planta. El sudor le corría por las cejas. Había humedad. Hormigas rojas salían disparadas por las escaleras como si buscaran un terreno más alto. Sintió algo en el estómago. Algo mordisqueándolo. Crecía en su interior, como una indigestión.

Dijo que ni podías hacer una película porno.

¿Alguien había dicho algo? Aflojó el paso. De dos en dos escalones. ¿Había estado Audrey hablando de él?

Dijo que iba tras tu dinero, solo que tú no tienes. Solo eres un mierda.

Escalón a escalón.

Nunca te topaste con un bollo que no te comieras.

Siempre quiso una chica como Audrey, que llevara los pantalones. Pensó que ella había visto sus inconvenientes. Pero ¿cómo podía alguien ver más allá de ciento cuatro kilos?

Y esos sueños que había tenido sobra una casa. Antes de conocer a Audrey, utilizaba su tarjeta de crédito familiar para comprar entradas de cine. Comía pizzas enteras para cenar, acompañadas de dos jarras de cerveza. Nunca pagaba sus facturas, ni cocinaba, ni limpiaba. Esos sueños que tenía pertenecían a alguien más.

Se detuvo en el descansillo de la décima planta. Las luces parpadearon. La barandilla estaba caliente bajo sus dedos. ¿Por qué estaba haciendo eso? Por una mujer que lo había tratado como basura y limpiaba el váter cada vez que él lo usaba, como si pensara que los gérmenes de su culo la llevarían al hospital.

Alcanzó la undécima planta. Respiraba tan fuerte que estaba mareado.

Se está abriendo de piernas para los socios de su oficina. Ella era fácil, también. Todo lo que quería sacar de esto era un ascenso.

Saraub apretó la mandíbula. La muy zorra se merecía un gancho de derechas, un diente roto o tal vez rajarle su bonita cara. Así sabría qué mal sienta estar marcado por ser diferente.

Dijo que te habría respetado si, simplemente una vez, hubieras golpeado algo que no fuera una pared.

Llegó al descansillo del duodécimo piso. Su furia aumentaba. Vio, pero no ubicó, que las huellas de sangre seca de los escalones eran de Audrey. La decimocuarta planta. Caminó por la alfombra roja. Estaba hecha un desastre por el polvo blanco y la cerámica rota. Todas las puertas, excepto la del 14B, estaban abiertas. En el 14C, una anciana con una bata rasgada lo señaló y gritó:

—¡Está aquí! ¡Está aquí! ¡Te lo dije!

Pasó de largo. Un anciano de pelo blanco se asomó por la puerta de entrada del 14A y sacudió su brazo con una aguja hipodérmica llena de un líquido turbio. Cuando vio a Saraub, frunció el ceño.

—¿Cómo vamos a deshacernos del cadáver? Eres demasiado grande para la rampa.

Giró el pomo del 14B. Chirrió al abrir. Su paso era rápido y manaba sudor. No se percató del agua corriendo ni de las sombras que corrían por el pasillo y dentro de la sala. No se dio cuenta del Steinway destrozado en pedazos. Con sus restos y las cajas de mudanza había hecho una puerta. Los mirlos de la ventana agitaron sus alas, atrapados en el cristal. Vivos. Tampoco registró eso. Todo lo que oía era la voz en su mente, en las paredes y en el aire:

Dale, es lo que ella quiere. La única manera de mantenerla firme es con el dorso de tu mano. Si tú no lo haces, encontrará a otro hombre que lo haga.

Atacó. Primero caminó rápido, luego corrió con los dos brazos rotos a los lados. Su expresión estaba sin vida y sin sentimiento. Sus ojos estaban negros. Vestía un chándal que le quedaba como una manta y apestaba.

—Puta —le dijo.

Entonces intentó golpearla con la escayola.

Ella también se balanceó, pero fue más rápida. No tuvo tiempo de bloquear el golpe. Solo escuchó el sonido mientras su hombro se partía y se estrelló contra el suelo.