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Empiezo a estar cansado del sol y quisiera deshacer el orden del mundo

—Esto ocurrió antes. ¿No recuerdas las hormigas y Hinton?

En su sueño, eran siamesas de nuevo. Esa versión de su madre no era en blanco y negro, sino en vieja y arrugada. Su vestido era una bata de hospital que le quedaba holgada. Empujó a Audrey, con fuerza. Se separaron, por lo que eran medias mujeres con corazones partidos y piernas heridas, pero ambas aún seguían respirando.

—Vives en un mal lugar, corderita —decía Betty.

Estaba durmiendo porque el trabajo había sido muy duro. El piano había producido una música discordante mientras lo destrozaba, luego lo serró. Sus brazos y piernas temblaban de agotamiento muscular e, incluso en sueños, estaba tan hambrienta que no recordaba su nombre. Pensó que quizás era cordero. Del tipo que la gente come.

En su sueño, su madre y ella estaban sentadas en el colchón inflable, mirando la puerta. En el otro lado, los verdaderos padres del Breviary esperaban. No Schermerhorn, sino la cosa que había guiado su mano y le había proporcionado el diseño para esas plantas. El espectro en forma de araña que la había seguido por el pasillo de Jayne. El monstruo bajo el monstruo.

Había probado la inclinación de la puerta con el nivel de su caja de herramientas para estar segura de que señalaba dos grados al oeste. Los inquilinos la habían provisto con todo lo que necesitaba.

Justo entonces, la amputada Betty la sacudió.

—¡Tienes que salir de aquí!

Audrey miró a su izquierda y vio su corazón partido. No corría la sangre, solo dos cámaras latían en un silencioso pum-pum.

—No me gusta mudarme, lo sabes. Se acabaron los hoteles, mamá.

—Vete ahora, corderita, o encontrará una entrada. Entrará dentro de ti, como lo hizo dentro de mí.

La mujer la sacudió con más fuerza y la respiración de Audrey se quedó atrapada en la garganta. Betty era mayor. Una delgada colección de huesos y salvaje pelo blanco cuyo flequillo irregular había sido cortado recientemente. En el lado más apartado tenía un gotero intravenoso que suministraba líquido dentro de su brazo mientras, en la distancia, Audrey escuchaba el sonido continuo de un respirador, como si la mitad de ese sueño estuviera teniendo lugar en un hospital. ¿Era esa la auténtica Betty y no una trampa? ¿De alguna manera le había tendido la mano a través de su coma?

Algo húmedo y caliente se escurrió. Audrey se tocó el cuello y el pecho, donde empezaban a aparecer diminutas gotas de sangre.

—Somos iguales, ninguna de nosotras nacimos enteras. Mi corazón está fastidiado —dijo.

Betty sacudió la cabeza.

—No, corderita, somos diferentes.

A diferencia de los otros fantasmas y ecos vacíos que la habían visitado esa última semana, Audrey reconoció a esa mujer de una manera que la hizo sentir menos sola.

—Tengo miedo —dijo Audrey.

A su izquierda, su corazón partido sangraba. Las gotas se fundieron en una línea roja que se espesaba. Y entonces la sangre empezó a fluir con más fuerza. Su cuello también sangraba.

—Nunca he dejado de sangrar, desde aquella vez que me cortaste. No es tu culpa. Hemos nacido mal, eso es todo.

La Betty anciana metió la mano dentro de su pecho abierto y sacó lo que quedaba de su corazón, que aún latía.

—Toma esto. Te pertenece. Nunca tuve uno propio. Compartiste el tuyo. Ahora te lo devuelvo —le dijo mientras lo unía a su mitad dentro del pecho de Audrey. Lo sujetó firmemente durante un par de segundos, hasta que dejó de sangrar. Su cuello paró de sangrar también. El corte cicatrizó y volvió a estar completa.

Audrey cogió a la mujer en sus brazos. Betty. Olía a colonia de bebé y cigarrillos Winston. Su piel era suave. En la distancia, desgarrando a través del sueño, se escuchaba el pitido de un monitor cardíaco en un hospital.

—Gracias, mamá.

Betty levantó la cabeza. Las venas de su cuello sobresalían. La sangre le salía a borbotones mientras su piel palidecía.

—¡Despierta y sal de aquí! —le gritó.

Entonces apretó a Audrey tan fuerte que se despertó.

La puerta estaba funcionando. El apartamento estaba oscuro. Audrey se despertó para darse cuenta, algo impactada, de que acababa de insertar el grifo del agua caliente como picaporte y estaba intentando abrir la puerta.

La cosa de su estómago se viró. Lo sintió dentro de ella, creciendo. Por el pasillo, el agua de la bañera corría e inundaba el suelo.

—Ohhh —dijo—. ¡Oh, no!

Buscó rápido en su bolsillo. La llave. Para sacarla, se había inflado a serrín del piano y a cartón y luego lo había expulsado de su cuerpo con tres litros de agua. Un laxante natural. Pero cuando había mirado por la mirilla, el ojo azul de Loretta le había devuelto la mirada. Así que tuvo que esperar, cabeceó, terminó la puerta y luego soñó con Betty. Quizás con la auténtica.

Ahora se tambaleaba, mientras la puerta comenzaba a tirar de sus cimientos. Por encima del agujero podrido, las hormigas rojas se arrastraban.

—¿Qué es lo que has dejado y amas? —murmuró—. Dame su sangre y te dejaré ver mi verdadera cara.

La cosa que chapoteaba en su estómago le llenó el pecho, luego los brazos y la boca.

—Mátalo —susurraban las paredes y el suelo. El sonido era ensordecedor. Podía oír a los inquilinos por los pasillos. Sus pensamientos sin sentido y asustados formaban una coral histérica. Aporreaban las paredes. Al principio despacio y luego rápido. Pudo oír a los cincuenta y uno. Esputos de saliva salían de labios arrugados.

—¡Eres la siguiente! ¡Eres la siguiente! —gritaban.

—Mata todo lo que amas —ordenaba el Breviary.

Pero no amaba nada. Ni siquiera a sí misma. Estaba muerta por dentro, solo era un cúmulo de cicatrices. El gusano llenó su cuerpo. Su visión se hizo pequeña, luego nada. Sus ojos se volvieron negros. Veía a través de los ojos del Breviary. Sintió el aire a través de su piel de caliza. Sintió su furia, esa que había estado atrapada en este espantoso mundo, vistiendo ese defectuoso cuerpo de piedra, durante más de ciento cincuenta años.

Primero vio las hormigas en el sótano y las carcasas de Martin y Edgardo. Luego, planta por planta, a cada inquilino. Cada apartamento. Cada puerta fallida, cada cocina llena de basura y cada baño estropeado. Comprendió por qué el edificio los odiaba y había urdido sus trampas.

También los despreció. Su mirada ascendió. Arriba, arriba, arriba. Novena planta: los propios inquilinos habían robado todos los enseres de cobre y luego los habían vendido por la mitad de su valor porque no sabían cómo regatear. Décima planta: Penelope Falco imaginaba, y entonces lloraba asustada, ya que en realidad podría conseguir lo que el Breviary le había prometido al otro lado de la puerta: alguien a quien amar. Finalmente, vio a Saraub Ramesh a través de los fríos ojos del Breviary mientras subía las escaleras al decimocuarto piso.

Caminó por el pasillo y quitó el pestillo de la puerta para él. Luego se dirigió de vuelta a la sala de estar y localizó la barra de acero.

—Mata todo lo que amas —susurraron el Breviary, los inquilinos, los fantasmas e incluso la cosa al otro lado de la puerta, justo cuando Saraub Ramesh entró en el 14B.