Las hormigas rojas pueden llevarse hasta la última línea
Martin Hearst yacía destrozado e inmóvil en lo alto del montón de basura. Las hormigas rojas se amontonaban en su piel. Parecía lógico, ya que su familia había hecho fortuna excavando agujeros, que él también encontrara su final dentro de uno.
Había estudiado la historia de ese edificio durante años. Por ejemplo, Edgar Schermerhorn era el primo de su tataratataratatarabuelo. Si no fuera por ese parentesco, el extraño diseño del Breviary nunca habría sido financiado. En 1932, los accionistas del Breviary lo habían casi vendido después de una sucesión de suicidios, pero un voto discrepante echó por tierra la venta: el de su tatarabuelo, Martin Hearst III. En la vida de Martin, la financiación del edificio, al final, había empezado a torcerse. Había una razón por la que nadie vivía ya en la decimoquinta planta: desde el incendio de hacía diez años, la escayola de debajo del tejado de cobre se había derrumbado.
Martin Hearst I: los periódicos de la guerra civil bromeaban con que el nombre era adecuado, solo le faltaba una letra para «heart[9]». Las historias sobre él se transmitieron durante generaciones, convirtiéndolo en leyenda. Un hombre curtido, hecho a sí mismo, sin paciencia para lo humilde, que cogía lo que quería y que intimidaba a sus vecinos. Para cuando nació Marty VII, unos cien años después, la leyenda lo ponía como un dios.
Durante el dorado reinado de Martin Hearst II, el Breviary prosperó. Los candelabros de cristal brillaban, la madera de caoba relucía, el cristal destellaba; incluso el tejado de cobre desobedecía su atmósfera y, durante décadas, conservó el color a menta fresca de los centavos. Los niños de la élite del Breviary asistían a los mismos campamentos de verano y colegios privados, compartían institutrices y también se casaban entre ellos. La dirección se puso de moda y, mientras la población del edificio crecía, los apartamentos se disolvían, cada vez más y más pequeños. Doce habitaciones se convirtieron en seis, luego en cuatro y finalmente en dos. Y si, a veces, las lucen titilaban, o las puertas se abrían solas, tales sucesos solo servían para realzar el encanto del Breviary.
La tercera generación comenzó nuevos negocios que los llevaron a la costa oeste o a los campos de petróleo de Texas. Pensaron en volver, pero nunca lo hicieron. El resto heredaron las fortunas de la familia o encontraron ocupaciones locales como banqueros, actores de Broadway, escritores, escultores, críticos y columnistas de cotilleos. Ellos fueron los primeros en satisfacer los rituales del naturalismo caótico: sacrificaron animales, hicieron sesiones de espiritismo, compartieron sueños y se instruyeron en lo oculto.
La generación flapper dejó a un lado el trabajo penoso y perfeccionó el arte de la diversión. Entonces, una mañana, después del café y el bicarbonato de sodio, para aliviar a los perros ladradores que los habían mordido la noche anterior, leyeron sobre la incomprensible gran depresión. Las compañías se vendieron. Los nombres de la familia perdieron lustre. Los patriarcas saltaron por las ventanas o vendieron las reliquias. Se casaban unos con otros, ya no porque el mundo exterior no fuera lo suficientemente bueno, sino porque nadie más comprendería la humilde majestuosidad de sus raíces.
La sexta generación. La dirección de Harlem perdió su bucólico brillo. Los inquilinos hablaban con cariño de los años dorados y lamentaban la pérdida de sus comodidades: la casa de verano, el refugio para esquiar, los años en Roma. Ahorraban sus centavos, guardaban sus sobras, cosían sus ropas y se las pasaban a sus hijos. Por la noche, imaginaban a los fantasmas desilusionados de sus ancestros susurrando insultos en sus oídos dormidos. Evitaban la luz del sol, que quemaba su blanca piel. Tampoco les gustaba el sonido discordante del tráfico de la calle. O la mirada de la pobreza, porque sabían que era contagiosa.
Marty recordaba las fiestas de aquella época. Con su traje sastre con botonadura cruzada miraba a hurtadillas detrás de las piernas de su madre para ver a los elegantes hombres y mujeres intercambiando críticas y cócteles como los últimos sofisticados escondiéndose de un mundo primitivo. Los lunes por la noche, un grupo rotativo de familias servía bebidas en sus apartamentos, reuniones que acababan con las pantallas de las lámparas en las cabezas, compartiendo compañeros de cama, con palabras de inimaginable crueldad y con niños de padres desconocidos. Cuando llegó la séptima generación, el lugar resonaba con el vacío y las risas eran de resentimiento. Los inquilinos se habían vuelto los unos contra los otros, porque no quedaba nadie a quien echarle la culpa.
Al principio, ocurrió tan despacio que ninguno de ellos se dio cuenta. Las paredes murmuraban. Los pájaros de las vidrieras y los mosaicos a veces echaban a volar. Los vestíbulos se estrechaban como gargantas. Las bisagras chirriaban. Las pesadillas salían de sus dueños y habitaban el edificio igual que el aire frío.
Finalmente, la última línea ascendente del Breviary: la séptima generación. El edificio vacío. Para entonces, habían muerto más personas dentro de sus paredes que los que allí vivían. Los fantasmas, los ecos del pasado, las trampas del Breviary e incluso unas pocas y auténticas almas atrapadas rondaban los pasillos. Los inquilinos subastaron los últimos símbolos de sus legados: broches de diamantes, trajes de Chanel y lámparas Tiffany. Ya no era solo su casa, el Breviary se convirtió en su santuario. Amaban el edificio de la misma manera que los hombres nacidos en cautividad amaban a sus amos: de mala gana y con autodesprecio. Con sus últimos centavos, pagaron a los médicos para arreglar sus caras.
Durante un breve período, Marty estuvo fuera. Subarrendó un estudio en el West Village, y esperó que fuera permanente. Pero el alquiler era muy alto, y emprender camino solo en una nueva ciudad le había abierto demasiadas posibilidades para fracasar. Se mudó de nuevo al Breviary y las puertas del ascensor, mientras se cerraban, sonaban como las de una jaula.
Benjamin Borrell, en el 3A, fue el primero en construir una puerta. Francis Galton fue el siguiente. Tras eso, el HE. Pintó la ventana de la torrecilla de rojo cadmio, intentó caminar a través de ella y se precipitó a la muerte. El 9B le siguió. Y también el 8C. Pronto, todos comenzaron a construir puertas. Incluso Martin lo intentó: trituró todas las notas que había tomado investigando la historia del Breviary y añadió pegamento, pero sin un marco, no había aguantado. En la comodidad de sus privilegios marchitos, los inquilinos habían perdido el conocimiento de cómo construir. Se había perdido en la mayoría de ellos, salvo en Martin Hearst, ya que, hasta los mirlos atrapados en el cristal eran a veces libres.
A esas alturas, el Breviary había alojado a setecientos cuarenta y dos habitantes. Para cuando Audrey Lucas firmó su contrato, había cincuenta y tres personas viviendo allí y dos tercios de los apartamentos estaban vacíos. Había sido idea de Marty alquilar la decimocuarta planta a mujeres solteras, para ver qué surgía. Clara había estado cerca. Por un breve instante, por lo menos, algo los había mirado fijamente a través de las grietas. Justo en el momento en el que, rápidamente, su puerta se había derrumbado. Fue cuando las hormigas rojas llegaron. Se habían escapado por debajo del suelo y pululaban por la puerta caída, corroyendo toda evidencia que perdurase. Desde entonces, esas hormigas habían infestado el edificio. Se había arrepentido de los niños ahogados y había querido zanjar el asunto, pero para entonces, Loretta ya tenía la sartén por el mango.
La siguiente fue Jayne. Una chica frívola y nerviosa, llena de vida. Había asumido que aceptaba pasar tiempo fuera con él por lástima, o porque necesitaba dinero. Ese que él no tenía. Hacía dos semanas que lo había llevado a dar su primer paseo por Riverside Park. La ciudad había cambiado demasiado desde que era un niño.
No había estado afectada como Clara o Audrey. Cada mañana esperaban no verla levantarse para ir al trabajo, o reírse tontamente con sus saludos, mientras el ascensor descendía planta a planta, saludando con júbilo como un rayo de sol a cada uno de los inquilinos. Pero cada mañana, allí estaba. Tres meses y todo lo que había sufrido eran unas pocas pesadillas.
Que funcionase solo llevó más tiempo. Después de su esguince de rodilla y de que Audrey se marchara, la encerraron dentro del 14E. Estuvo retenida durante siete días antes de que finalmente construyera su puerta.
Aún recordaba su conmoción cuando había ido a su habitación con los otros. Iba de camino a su estreno como monologuista y él le había prometido acompañarla. Con los zapatos Oxford y la falda de felpa, había luchado mientras invadían su apartamento. Había pataleado, mordido a Francis, golpeado a Evvie, incluso había propiciado un gancho de derecha a Loretta. Y entonces, se dio cuenta de que Marty estaba entre ellos. Sus hombros se habían desplomado sumisamente mientras le preguntaba:
—¿Marty? ¿Tú también?
La visitó una vez más, a petición de Loretta y Evvie. Su pasillo estaba oscuro y había algo allí con ellos, observándolos. Los ojos negros, deslizándose con redondas articulaciones de insecto; parecía como si no perteneciese a este mundo. Peor que un fantasma. No era humano, era como un espectro. Se había dado cuenta por primera vez de que esa puerta, y quizás el Breviary en sí mismo, era un error.
Jayne se había arrastrado fuera de la oscuridad. Los ojos negros, vacíos. Pero eso es lo que ocurre cuando el alma es devorada. En sus manos, sujetaba la sucia barra de acero. Fue solo entonces cuando lo entendió: el Breviary necesitaba un sacrificio. Algo querido. Se había estado preguntando por qué Loretta y los otros no habían objetado sobre el tiempo que pasaba con Jayne. Ahora lo sabía: él era el sacrificio.
Había cojeado hacia él con una pierna herida, arrastrando la barra tras ella.
—He estado equivocado —había dicho mientras Jayne se aproximaba: clic-clac-shhp. Solo que no había sido Jayne. No había nada de esa cáscara que él había amado.
Click-clac-shhp. El sonido era terrible. Con altanería, desanduvo su camino por el pasillo, hasta que llegó a la salida. Pero la puerta estaba cerrada desde el exterior. Loretta, Evvie y el resto, también. Su familia traicionera, a quien había conocido durante ocho décadas. Lo habían encerrado allí con esa cosa.
Click-clac-shhp.
Lo había arrinconado mientras él lloraba. Los ojos negros, la barra entre los dientes. La espalda encorvada, como si sus huesos se hubieran redondeado. Le había presionado la boca contra la oreja de una manera que una vez encontró encantadora y lo había inmovilizado contra la puerta con ambos brazos. Cerró los ojos, esperando un mordisco pero, en vez de eso, rompió el cerrojo. Su delicada mano volvió a desfigurarse, sus nudillos eran irregulares, y colgaban libremente dentro de su piel.
—¡Lárgate de aquí! —le había dicho.
Lo había alcanzado desde detrás y había girado el pomo. Entonces se deslizó por la puerta mientras lo miraba. La apariencia de su cara había sido como un gruñido de rabia, y supo que no había sido el monstruo el que le había dejado marchar, sino Jayne.
Unas pocas horas después, estaba muerta.
Por eso había decidido hacer lo mejor por Audrey, como debería haber hecho por Jayne. Ahora sabía por qué los inquilinos querían esa puerta, cuando de forma tan clara la cosa del otro lado significaba daño. Pronto el Breviary sería declarado ruinoso. Los echarían a la calle, a cada uno de ellos. Después de siete generaciones de derechos, caer en desgracia era algo demasiado atroz para soportarlo. Una puerta funciona de dos maneras. Los locos no quieren dar rienda suelta a nada; quieren otro mundo en el que esconderse.
No estaba muerto, aunque pronto lo estaría. Lo habían arrastrado por el pasillo con la alfombra roja. Lo habían golpeado con sus débiles puños y luego lo empujaron por la rampa de la basura. Había oído el crack a medio camino. No podía mover los brazos ni las piernas y estaba bastante seguro, por el sonido del chasquido, de que a la mitad del camino de la rampa se había partido la columna.
En medio de las hormigas, los ojos abiertos de Edgardo yacían a su lado. Su mono de trabajo estaba manchado de café molido. Fue Loretta quien lo había visto avisando a la chica, Audrey, a través de la mirilla de su pared. Marty se había negado a golpearlo, por lo que lo hizo Evvie Waugh, el único de los otros con fuerza suficiente para empuñar la barra. Era un cazador y había cogido el bastón de Edgardo como trofeo.
La respiración de Marty se volvió bronca y ya no sentía frío, ni nada. Las hormigas se reunieron en una larga línea atravesando su cuerpo y pensó, por un momento, que podía ver al primer Martin Hearst mirándolo con decepción, ahora que el último de la línea sucesoria moría con las manos vacías y con un legado despilfarrado. Los ojos oscuros, la coronilla calva y la piel amarillenta por un hígado ictérico. Pensó que podía ver a los seis Hearst alineados en una fila, como portadores de féretros, esperando a llevárselo con ellos a la otra vida que se merecía. Las sombras que arrojaban no eran tan cercanas como se había imaginado, y no sintió pena por no haber estado a la altura de sus expectativas. Solo se arrepentía de lo que no había hecho por sí mismo o por Jayne. Qué pérdida de tiempo, haber vivido miserablemente como ellos.
Las hormigas se extendían a lo largo de su pecho y comenzaron a trabajar, devorando el último resto de la línea Hearst. Antes de cerrar los ojos para siempre, se le ocurrió algo más y su sonrisa fue amarga. Matando al portero, habían asesinado a la única persona servicial que sacaba la basura.