¿No hereda cada generación una deuda?
Martes por la noche. Saraub le dijo adiós a su madre y se volvió a sentar en la cama. La movió rápidamente con el mando abajo y arriba, arriba y abajo. Examinó detenidamente los canales por cable. Había rechazado la vicodina del día, lo que, de repente, hizo los grandes éxitos del canal de deportes un poco menos interesantes.
Mañana salía del hospital. Esos siete días de descanso habían sido buenos para su alma. Había trabajado duro durante largo tiempo y, por una vez, había estado bien no tener nada que hacer, ni siquiera revisar el correo. Utilizó el tenedor de plástico que la enfermera le había dado para levantar el teléfono de al lado de su cama. Marcó los tres primeros dígitos del teléfono de Audrey. Colgó. Ya era suficiente. Ella sabía dónde encontrarlo y era obvio que, simplemente, no quería.
Su agente había llamado esa mañana y le dijo que Bob Stern, de Sunshine, había sido despedido.
—¿Qué significa eso? —preguntó Saraub.
—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Significa: termina la película y descúbrelo.
Así que ese era el plan. Terminaría la película. Y después de esa película, haría otra, y otra más. Había decidido que, cuando saliera de allí, dejaría su apartamento y se mudaría fuera de Manhattan. Encontraría un lugar donde hubiera espacio para respirar, con o sin Audrey Lucas.
Una copia gratuita del New York Times había venido con su comida y movió las manos dentro de las escayolas para hojear las páginas. Los titulares eran todos deprimentes. Las ventas que caen, el fraude en Wall Street en aumento. Un precario futuro pronosticado para la Seguridad Social y los seguros de salud, ahora que el baby boom había fallado. Una línea, escrita por un economista, llamó su atención: «Esta generación ha heredado una deuda enorme y no creo que sobreviva a su peso. Efectivamente, lo que estamos presenciando no es una recesión, sino el final de un imperio».
Pensó en ello y decidió que el economista estaba equivocado. Cada generación hace frente a su propia extinción y siempre se siente como el final del mundo. Pero, de alguna manera, durante cientos de años, la vida había continuado, e incluso había ido a mejor. A pesar de las guerras y de las estúpidas decisiones, del racismo y del despotismo, la gente había ido también a mejor.
Justo en ese momento, el teléfono sonó. Tuvo que hacer alguna maniobra, pero consiguió levantar el auricular a tiempo.
—¿Sí?
—¿Sííí? —preguntó la voz de una mujer de tono alto.
—Eh… sí.
—¿Eres Bobby?
—Saraub. Creo que se ha equivocado de número.
—Ay, no. Quería decir el otro nombre, eso es lo que quería decir. ¿El caballero de Audrey?
Agarró el mando de la televisión, pero sus dedos no pudieron apretar el botón de silencio, así que en vez de eso apretó su cuello con fuerza contra el hombro, para poder escuchar mejor.
—Correcto, ¿algo va mal?
—Sí. No se sentía bien, quiso que te llamara y te preguntara si podías venir. No traigas a nadie. Sabes cómo es… Demasiado privado.
—¿Qué le pasa?
—El 510 oeste de la calle 110, apartamento 14B. ¡Yuju, adiós! —gritó, como si tal vez estuviera sorda. Luego colgó.
Saraub permaneció con el teléfono en la mano. ¿Qué demonios…? Pensó en Nebraska y en la manera en la que la había dejado mientras estaba dormida. Se dio cuenta de que su rabia había nublado su juicio. Estaba un poco chiflada, pero no era cruel. Solo podía haber una razón para que no lo hubiera llamado o visitado después de oír que había tenido un accidente de avión: algo iba muy mal.
Presionó el botón de llamada de su enfermera y empezó a buscar sus pantalones.