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El Breviary

Ninguna criatura puede tolerar la cautividad. Bajo la presencia de cuatro paredes blancas, la mente inventa. El aire estancado y las puertas cerradas tuercen la percepción. Los ángulos de ochenta grados se vuelven obtusos. Los agujeros forman vigas entre las que los ladrillos ya no se unen con esmero. Las sonrisas se vuelven sarcásticas, la piel del amor deja paso al esqueleto de la lujuria, y dormir demasiado desamarra a su soñador. Sin la posibilidad de libertad, los rituales de vida se abandonan. Bañarse, comer, limpiar… incluso el lenguaje se pierde. Las cosas fracasan y, en el vacío de su ausencia, la locura se alza.

El Breviary siempre ha sabido que no pertenece a este mundo. Y aun así, continúa aquí. Atrapado, solo.

Schermerhorn fue la primera víctima de la furia del Breviary. Nunca había creído en la religión que había creado y nunca esperó que sus edificios permanecieran en pie más de unos pocos años. El Breviary cambió eso. Poco después de que cortara la cinta y le diera la bienvenida al mundo, se quedó en su mente. No podía dejar la ciudad, ni pasar un día sin caminar por él. No pudo pasar una tarde sin esbozar sus curvas torcidas. Al final, no podía dormir, excepto en su vestíbulo, donde su suave tarareo lo tranquilizaba. Al final, se subió a una escalera. La soga no aguantó y cayó nueve metros hasta morir. Su cuerpo estaba elegante, recto, y su sangre fluía hacia el oeste.

Un rato después de asesinar a su dañado creador y luego vestir su imagen como piel, el Breviary estuvo contento. Les hacía jugarretas a sus inquilinos como, por ejemplo, abrir puertas cerradas, robarles la luz o llenar el agua del grifo de plomo. Capitanes de la industria dormían en sus habitaciones y, por las noches, les susurraba veneno en los oídos, por lo que formó parte del destino de las naciones, de los periódicos, de la guerra española y de los amantes, jóvenes o viejos.

Fuera, Nueva York se encontraba en alza, resurgía quemada e incesable. Los carruajes de caballos cedieron el paso a las explosiones de dinamita a través del granito y luego a pasadizos serpenteantes que gritaban bajo tierra. Bibliotecas doradas y juzgados con nombres como Carnegie y Morgan ascendieron y se desmoronaron. Wilbur Wright voló en su planeador sobre Manhattan, el Lusitania se hundió, las mujeres más liberales bailaron el charlestón y, diez años después, el hombre del traje de tres piezas atravesó las ventanas de la planta alta del Breviary como un estúpido pingüino intentando volar. Antiguos y futuros presidentes fueron coronados y asesinados, perdieron sus fortunas, sus guerras y estropearon sus divisiones. Las luces del puente colgante iluminaban la noche en el río Hudson mientras, en la parte baja de la ciudad, los monolitos y los maliciosos aviones tapaban el sol.

Siete generaciones vinieron y se fueron mientras continuaba atrapado y sin cambios. Aprendió a odiar al hombre por su libertad y, en su aburrimiento, se volvió temerario. Susurraba alto y se plantaba dentro de los estómagos vacíos. Conducía los cuerpos a saltar ventanas y las cabezas dentro de los hornos. Arsénico en el brandi y cuchillos en las gargantas. Embrujó a sus habitantes con sus propios y oscuros pensamientos, por lo que, con cada sucesiva generación, los inquilinos se convertían más en el edificio que los alojaba. Perdieron la compasión por el mundo exterior y también por los demás.

En la última generación, tanto el edificio como sus ocupantes se habían vuelto locos. Como Schermerhorn antes que ellos, los inquilinos e incluso el edificio mismo comenzaron a soñar, esta vez con puertas.

Las dibujaban, las esbozaban. Se obsesionaron. El primer inquilino utilizó los huesos de su difunta esposa. La puerta resultó un fracaso y se derrumbó poco después de abrirse, pero en ese breve instante, a través de las grietas, vio una terrible belleza. Le encantó la cosa de ojos negros que lo había mirado detenidamente, porque se reconoció a sí mismo en ella. El Breviary también reconoció lo que esperaba al otro lado de la puerta y sintió las primeras punzadas de la esperanza que jamás había conocido: tras esa puerta estaba el hogar.

Pronto, todos los inquilinos lo intentaron y fracasaron, y entonces llegó Clara DeLea, quien entendió que el precio de su apertura era la sangre. Consiguió más que los otros pero, al final, su puerta no fue lo suficientemente solida para mantenerse y se derrumbó antes de que nada pudiera trepar por ella. En su furia, el Breviary la arrastró hacia la bañera y luego la encogió sobre ella, por lo que estuvo forzada a ver la maldad que les había hecho a sus hijos, inmóviles en su muerte. Con la esperanza de hacer pasar, sin incidentes, sus almas a través del edificio, se había cortado las venas en diagonal y había unido los brazos. Muerta, sus extremidades estaban entrelazadas alrededor de los cuerpos en la bañera y su sangre gelatinosa cubría sus pieles, como si los cinco hubieran vuelto al útero.

Y ahora, martes por la noche, Audrey Lucas hacía añicos el cristal en forma de pájaro dirigido a sus muñecas, y decidió no irse con dulzura esa buena noche, aun cuando los párpados le pesaban y el monstruo de su interior crecía. Loretta Parker buscaba en los mensajes del móvil de Audrey y encontraba el número de Saraub. Esperó y practicó su discurso:

—Tu amiga me dijo que te llamara. Está bastante enferma. Una fiebre terrible. ¡Por favor, ven enseguida! —Luego—: Tu linda zorra no es tan guapa. ¡Le cortamos todo el pelo! —Y otra vez—: ¡Le rajamos la cara!

Los ojos con cataratas de Loretta, al igual que los del resto de los inquilinos, se habían vuelto negros.

En el 14B, Audrey se pellizcaba a sí misma para mantenerse despierta. Rompió las cajas de cartón que sobraban en pequeños trozos y los masticó. Sacaría esa llave, de una manera u otra.

Los inquilinos miraban dentro del 14B a través de mirillas perforadas en el 14A y en el 14C o escuchaban con las orejas presionadas contra la pared. En el 3A, Benjamín Borrell dejó el cigarrillo que había estado presionando contra su frente y sonrió. En el 8C, Elaine Alexander bajó el sonido de su serie favorita, Hospital general, y besó el póster que tenía pegado en la pared de Luck y Laura. En el 14D, Evvie Waugh yacía en el suelo, golpeando sus brazos y piernas contra la madera hasta que sangraron. En el 10B, Penelope Falco se afeitó la cabeza, luego las cejas y entonces se arrancó las pestañas: así, cuando la puerta se abriese, aparecería como una recién nacida. Con el discurso terminado, Loretta Parker bailaba al compás de la música del piano de Schermerhorn, claqueando con sus pies de porcelana.

El Breviary observaba, feliz por primera vez desde que Martin Hearst abrió sus ojos hace ciento cincuenta años. Su intención quedaba finalmente de manifiesto: alojaría la puerta que destruiría la humanidad.