Vesuvius
—¿No tendrás una dirección en tus archivos? —preguntó Jill.
El despacho de Collier Steadman era una desenfrenada colección de locuras. Había hurgado por las basuras de la calle en busca de placas de hierro fundido, las cuales había pintado con lápices de colores y había utilizado para adornar su archivador. En vez de sacarles fotos a sus caniches ganadores, había retratado sus sombras, luego las había agrandado a tamaño humano y las había colgado por las paredes de su despacho, por lo que el lugar parecía un bosque de caniches gigantes.
Collier había trabajado en Vesuvius desde que se había graduado en el programa de Bellas Artes e Interpretación de Yale y ahora andaba por los cincuenta. Hacía una década, Jill había ido a una de sus actuaciones. Diez hombres, que representaban los diferentes aspectos de la psique de una persona, se habían gritado los unos a los otros en un escenario oscuro. El desenlace llegó cuando arrojaron sus propios excrementos en todas direcciones, los cuales, afortunadamente para la primera fila, resultaron estar hechos de masa de brownie medio hecha.
—Fascinante —le dijo el lunes siguiente—. De verdad, me llevó a un lugar al que no esperaba ir.
Sus ojos se humedecieron con una disparatada intensidad, como si hubiera decidido que eran almas gemelas.
—La mayoría de la gente no puede manejar ese tipo de honestidad emocional. Querida, somos tú y yo contra los paganos.
Mientras hablaba, los caniches habían emergido tras él, de repente, como si hubieran estado a punto de devorarlo.
Desde entonces, Collier siempre había puesto sus peticiones en lo alto del montón. No había trabajado el día antes de Acción de Gracias en diez años. Chapucero o no, eso le garantizó un lugar especial en su corazón.
—¿Has intentado llamarla? —preguntó él.
Esa tarde, Collier parecía mal vestido. Su piel estaba grasienta y, cuando se había inclinado para saludarla en su sitio, había metido la punta de su corbata rosa con motivos geométricos en su café. Estaba trabajando en un decorado para debutar en Bushwick, Brooklyn. Una recreación de Our Town con un elenco solo de enanos.
—Lo he intentado con su móvil, pero no responde. Y en el fijo aparece la voz de un chico en el contestador. Su exnovio, creo. Tampoco me ha devuelto las llamadas. ¿Puede que se haya mudado?
Frunciendo el ceño para hacerle saber que lo que estaba haciendo iba contra la política de la compañía, Collier abrió la carpeta de Audrey.
—Aquí dice que vive en la 93 con York. Tengo el mismo teléfono fijo que tú.
Jill suspiró. Después de volver a casa esa mañana del Around the Clock, Tom y ella habían hecho el desayuno para los chicos. Luego habían ido a ver una película, pasándose palomitas y refrescos grandes por toda la fila. Incluso habían llevado al novio de Markus, Charlie. Había estado tan agradecido como Oliver Twist por las palomitas gratis que le había animado a hacer algo completamente «antiJill», abrazarlo. El delgado y nervioso chico le había devuelto el abrazo con todas sus fuerzas, como si fuera la primera vez en su vida que le hubiera gustado a alguien, lo que había provocado algo aún más «antiJill»: se había derrumbado enfrente del cine Sutton. De repente, Tom se había unido, y luego Markus y Clemson, mientras el problemático Xavier permanecía un poco apartado. Un abrazo en grupo, luego todos lloraron y, entonces, sintiéndose tontos, se rieron. Un minuto o dos después de eso, se marcharon. Regresaron al apartamento sintiéndose intimidados por una emoción tan ordinaria, pero también sintiéndose más llenos.
Unas cuantas veces durante la mañana y la tarde, había llamado al móvil de Audrey y a su teléfono de la oficina. Finalmente, llamó a Bethy y se enteró de que Audrey no había ido al trabajo en aproximadamente una semana.
Ahí fue cuando le dijo a Tom que la esperase para cenar y llamó a un taxi. Eran las seis pasadas del martes cuando llegó a Vesuvius y pilló a Collier justo cuando se estaba poniendo su abrigo. Tal vez incluso más alarmante que la desaparición de Audrey fue que él llevaba dos chaquetas vaqueras pequeñas como regalo para sus caniches. Antes de mirar la dirección de Audrey, le había hecho admirar su magnífico bordado.
—Me dejas atónita —le había dicho, y lo decía en serio.
Ahora, Collier hojeaba el fichero de Audrey.
—Ninguna otra dirección. El contacto en caso de emergencias es… Betty Lucas, en el hospital de psiquiatría del estado de Nebraska.
Jill se frotó la sien.
—¿Hospital psiquiátrico? Eso explica muchas cosas.
Collier presionó su cabeza contra el cuello como una tortuga y tuvo la sensación de que lo había insultado.
—¿Audrey? Es fabulosa. La única de tu equipo que no se escaquea de las horas extras.
Jill asintió.
—Es una mujer encantadora. Esto explica algunas cosas. Su madre está en coma, creo. Dudo que sea de gran ayuda.
Collier golpeaba su bolígrafo contra el archivo de Audrey.
—Entonces, no sé qué más hacer.
Jill suspiró.
—Algo va mal. Estoy segura de eso. Deberías haber oído su voz. Sonaba tan asustada. Y la semana pasada cuando la vi, no era ella misma. Ya sabes que siempre está alerta, prestando atención, nunca tienes que decirle nada dos veces. Bueno, el lunes pasado, era una zombi. No le digas a nadie de la oficina esto, por favor, pero creo que podría estar colocada.
Collier miró el archivo durante un rato y Jill pensó en agradecerle su tiempo, lavarse las manos de ese extraño asunto y dirigirse a casa, donde tenía sus propias preocupaciones. Le había fallado a Julian hacía poco tiempo. Aunque viviese otros cien años, nunca se perdonaría a sí misma no haberle sujetado la mano mientras exhalaba su último aliento. Por si pudiera ayudar, no tenía la intención de fallarle a nadie más.
Justo entonces, Collier marcó el número del hospital en Nebraska.
—Tengo una idea —dijo y, luego, cuando contestaron al otro lado—: ¿Puedo hablar con el departamento de facturación?
Jill esperó, asombrada por la hasta ahora inimaginable astucia de Collier.
—Sí, hola —dijo—. Soy el contable de la señorita Audrey Lucas, tutora legal de su paciente Betty Lucas. Quería asegurarme de que tenían la dirección correcta. Por supuesto, pagará lo que debe, pero no ha recibido ninguna factura. —Se encogió de hombros frente a Jill mientras esperaban. Entonces levantó un bolígrafo—. Sí, 510 oeste con la calle 110, número 14B. Es correcto, solo un móvil, ningún fijo. Exactamente, correcto. Gracias por su tiempo.
Lo que le sorprendió más a Jill después de que colgara el teléfono fue lo que hizo a continuación. Puso sus manos sobre las de ella, como si estuviera preparado para perderse el ensayo general de su obra, preparado para no darles de comer a sus perros durante otras cuantas horas y todo por una mujer que conocía tangencialmente, de la oficina. A veces la gente te sorprende para bien.
Ella le daba vueltas a la idea. Le parecía excesivo y, sin embargo…
—Llamo a la policía, ¿no? —preguntó Collier.
Ella asintió.
—Sí.