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El sonido que una trampa hace cuando se cierra (IV):

Catábasis

Los días pasaron. El sol salía, luego se ponía, de nuevo salía, como a una imparable cámara lenta. Cuando estaba sedienta, sorbía agua del lavabo. Cuando estaba hambrienta, racionaba los restos de la comida china que había pedido con Jayne y que, al igual que cuando volvió de Hinton, estaba pasada.

La pila de cajas se fue haciendo más pequeña. La puerta se hizo más grande. Las paredes zumbantes la adentraban en un lugar entre el sueño y la vigilia donde, a la vuelta de una esquina, había una bonita casa en Yonkers y, a la vuelta de la otra, estaba Schermerhorn, inclinado sobre una bañera llena de querubines durmiendo, mientras su esposa fantasma, Clara, gritaba.

La cosa de su estómago llenó las grietas de su cuerpo. Cuando se miró en el espejo del baño, no vio su propio reflejo. Solo una silueta de ojos negros que no permanecía muy erguida. Así que rompió el espejo e incluso el tostador de aluminio.

Horas, días, o quizás semanas después, Martin y Loretta regresaron. Llevaban un polvoriento esmoquin de lana y un traje de seda de Claudette Colbert. Eran una loca pareja con sus mejores galas raídas, como fantasmas del Titanic.

Marty llevaba un sándwich y un vaso de zumo rojo en un antiguo plato de peltre. Se agachó y lo puso cerca de sus pies descalzos y llenos de costras. No recordaba cómo habían entrado allí o si había estado dormida o despierta. Tampoco sabía cuánto tiempo llevaban junto a ella.

—No sé por qué se están molestando. No la vamos a tener como a una mascota —se quejó Loretta, mientras Marty depositaba el plato. Su vestido ajustado era abierto hasta el culo y revelaba unas medias sucias de satén llenas de agujeros.

Audrey olió la comida. Se le hizo la boca agua. Abrió el pan. Atún y mayonesa pasada. La habían dejado olvidada en la nevera, por lo que sus lados estaban amarillentos. Aun así, le pegó un mordisco. Era el mejor sándwich que jamás había saboreado. Sus ojos brillaron con gratitud. Su estómago rugió y, por unos segundos, dejó de dolerle. Comió despacio, masticando cada bocado una y otra vez, para estar segura de que seguía ahí. Los sabores (salado, atún, azúcar, grasa) eran tan crujientes que se rompían. Y entonces, algo afilado. Mordió con fuerza. La corona provisional de la parte posterior de su boca se rompió por la mitad.

—¡Aaah! ¿Qué co…? —gritó, justo cuando Martin tosía y su lengua localizaba el contorno de la cosa que había en su comida.

—¿Qué? ¿Hay algo ahí? Martin, ¿metiste algo en eso? —gimió Loretta mientras él se inclinaba para inflar el desinflado colchón en el que ella había estado durmiendo y le susurraba a la oreja con rapidez, suplicándole con una respiración rancia de perro:

—¡Por favor!

—Marty, ¿pusiste algo en la comida? —preguntó Loretta—. Piensas que es muy guapa, pero no lo es. Yo también podría teñirme de castaño.

Audrey sacudió la cabeza. Dijo algo que sonó como la antigua y neurótica Audrey, de antes del Breviary.

—No me gusta el pan Wonder. Es todo sirope de maíz.

Loretta estrechó los ojos. Se inclinó y su vestido se rasgó por el lado de la costura. Una protuberancia de carne. O no se dio cuenta, o no le importó.

—¡Bueno! —dijo, señalando con su cadera a la izquierda, ¡di! La cadera hacia la derecha, ¡da!, la cadera sobresalió de nuevo.

Se marcharon. El sonido que hacían mientras trotaban por el pasillo era peculiar. Un cloc-cloc, como si sus cuerpos se hubieran vuelto más pesados que la carne. Se estaban convirtiendo en algo parecido a una araña, como Schermerhorn.

Audrey terminó el sándwich y se sintió más conectada con la tierra de lo que había estado en días, se sintió lo más parecido a ella misma. Esperó una hora, quizás dos. No podía saberlo. Tenía miedo de sacar el regalo de Martin de su boca. No quería que el apartamento lo viera.

Cojeó por el pasillo. Su rodilla estaba mejor, el ligamento se había colocado en su sitio, pero aún no se había curado. La misma ropa sucia. Tenía el pelo tan grasiento que parecía mojado. Escupió la mitad de su corona, junto con la pequeña llave de latón. La encajó en un largo agujero en el borde de la puerta y abrió la cerradura. Luego se puso la llave de nuevo dentro de la boca y abrió la puerta.

En la moqueta estaban los arenosos trozos de cerámica y la pantalla de la lámpara. ¿Las cenizas de Jayne? No, los restos de la muñeca hawaiana. Las lágrimas la inundaron. La culpa la roía.

—Jayne —susurró y luego siguió cojeando.

La puerta de incendios que llevaba a las escaleras chirrió. Entrecerró los ojos, como si eso disminuyera el sonido, y luego comenzó a saltar. El metal frío contra sus pies. Jadeó, jadeó. El sonido de su respiración hacía eco en la caja de metal.

¡Slap-swing-slap-swing! ¿Cuántos pisos? No lo sabía. Cuanto más lejos iba, más se permitía a sí misma tener esperanzas.

¡Slap-swing-slap-swing! ¡El vestíbulo! Pero entonces miró a través de la pequeña ventana de alambre construida en la salida de incendios y vio a los inquilinos. Estaban allí fuera. Sentados en los viejos sofás, en el antiguo altar de la iglesia donde una vez el cuerpo de Schermerhorn había estado colgando. Estaban conversando vestidos con antiguos trajes de cóctel y desteñidos esmóquines negros. ¿Ya era lunes otra vez? ¿La noche de cóctel para los ociosos? Estaban bebiendo Manhattans con cerezas. Eran treinta, quizás más. Se sintió alicaída, como con agujas en el estómago que hacían agujeros en cientos de lugares, hasta que recordó que tenía que haber una salida de emergencia por el sótano. Bajó un tramo más y empujó la puerta de incendios. El sótano apestaba a algo terrible. Hormigas rojas, por todas partes. También había otras cosas correteando. Sus pies se hundieron en el suelo de cemento desconchado y pintado de gris. Pero, al fin, las luces se encendieron. En su oscuro apartamento había echado mucho de menos la luz. Uno puede imaginar cosas horribles en la oscuridad.

Salió pitando por el pasillo, apoyándose contra la pared para equilibrarse. Había puertas por ambos lados. Una pila de bolsas de basura yacía al frente.

Buscó las señales de salida, pero no vio ninguna. Las hormigas correteaban cada vez que se detenía. En su mente las diseccionaba: les sacaba la quitina y luego las hacía desaparecer. Hizo que el lugar oliera a rosas y el aire dulce como el hachís. La visualización funcionó y siguió moviéndose.

Empujó una puerta del lado derecho. No había ventana a la que trepar, solo un catre y una manta de lana. Un tocador con una foto de Edgardo y de una mujer corpulenta con el cabello castaño. ¿Su esposa? Y al lado de esa foto, una foto de una mujer morena de ojos verdes que estaba de rodillas en la nieve. Se parecía a Audrey, solo que parecía más joven y más enfadada. Stephanie. Así que no había sido una mentira.

¿Y dónde estaba él, Edgardo? Incluso si lo habían despedido con prisa, no era del tipo que dejaba sus cosas atrás.

Lo intentó con la siguiente puerta. Cerrada. La siguiente, cerrada también. La siguiente, un almacén: tres bicicletas oxidadas, un sofá reclinable pasado de moda, de 1800, una edición gastada del Trivial Pursuit, una caja de puros enmohecida, un par de esquíes de madera, y en la esquina, toda la parafernalia de la antigua iglesia episcopaliana: crucifijos, cálices, figuras de madera de la Virgen y el Niño, los arcángeles Gabriel y Miguel esculpidos en piedra, el antiguo destierro de Lucifer del cielo, anunciando la feliz noticia de la redención del hombre. Estaba lleno de grietas y le faltaban miembros. Estaban amontonados como trastos viejos y cubiertos con más de medio siglo de mugre.

Cerró de golpe la puerta y siguió caminando hasta el final del pasillo. La peste era abrumadora. Se tragó la bilis y siguió cojeando. Sí, ese lugar era horroroso, pero al menos no era el 14B.

Llegó al final, al origen del hedor: la basura. Bolsas de tiendas llenas de restos de comida, bolsas de basura negras, bolsas blancas de baño y una pila de mierda de unos cinco metros desperdigada al azar. En lo alto estaba la abertura del vertedero. Un nido de hormigas rojas pululaba alrededor de la basura. A lo largo de los últimos días, o semanas, o meses, los inquilinos debían de haber lanzado sus basuras como siempre, pero nadie las había llevado a la acera. Se imaginó que, detrás del desorden, podría ver el rojo brillante de una señal de salida.

—¡Oh! —gimió—. A la mierda —le dijo a Dios, a sí misma o, lo más probable, a los habitantes del Breviary. Luego dio un extraño brinco: se apoyó en las muñecas, sacudió la cabeza una y otra vez y saltó con la pierna sana. ¡Ratas! ¡Literalmente!

Una vez hecho, se tragó su coraje junto con la bilis y levantó la primera bolsa. Hizo un sonido como resbaladizo mientras la separaba del montón y la arrojaba a un lado de la pared. Cuando levantó la segunda bolsa, algo chirrió. Podría haber confundido el sonido con un grito humano si no hubiera visto a los roedores marrones de ojos grandes. (¿Ratas o ratones? Esperaba que lo último, pero imaginó lo primero, a juzgar por su gruesa y tiesa cola). Apartó cinco bolsas más. Estaba llegando ahí. Sonrió ante su logro e imaginó la cara de los inquilinos cuando descubrieran que se había ido. O mejor aún, cuando los polis aparecieran.

Pero entonces, algo parduzco y rosado la miró fijamente desde dos bolsas de plástico del mercado West Side. Tuvo una reacción tardía, más que tardía. Una mano humana y, en su cuarto dedo, un anillo de cobre.

—Oh, no —gritó.

Tomó aire, se giró, luego se volvió a girar y fingió que no era Edgardo. Era un maniquí, de los que se usan para coser la ropa. Pero mientras levantó otra bolsa, recordó las lágrimas en sus ojos y la manera en la que intentó que no se mudara al 14B, todo como un castigo por Stephanie, quien nunca sabría lo mucho que su padre la quería.

El olor provenía de él. Su cuerpo estaba podrido. Las hormigas lo habían mordisqueado, y otras cosas, también. Con unos cuantos resoplidos más, apartó el resto de las bolsas de su camino. El camino hacia la puerta ya casi estaba despejado. Solo le quedaba una cosa por mover.

—Lo siento por esto —dijo ella. Luego le cerró los ojos e imaginó que era un muñeco. Lo empujó con el pie descalzo. Su piel hizo un sonido como si estuviera aplastada, pero no lo estaba. Estaba lleno de gases y putrefacción. Así que se inclinó y lo arrastró agarrándolo por debajo de los brazos. Su cuello se giró y ella sintió náuseas, pero tragó rápido, porque no quería perder la única comida que había ingerido en una semana.

Su cráneo estaba destrozado desde la sien hasta la mandíbula. El corte era desigual y la piel de alrededor estaba rasgada como por algo con púas. Una barra de acero, adivinó. Su barra. Los inquilinos. Lo habían asesinado y luego lo habían arrojado a la basura. Vaya pandilla de mierdas.

Tras apartarlo a un lado, levantó una bolsa más. Entonces, ¡la libertad! Giró el pomo. No podía creerlo y lo intentó de nuevo. Esta vez, tenía la energía suficiente para golpearse contra la puerta. Sacó la llave de su boca. No encajaba.

La puerta de acero estaba cerrada.

¿Podría regresar y coger la barra de acero para echar abajo el pestillo averiado? No, la puerta era metálica. El eco podría transportarse a través del vertedero y avisar a los inquilinos.

El hedor la impidió revolcarse. Regresó de nuevo. Subió las escaleras, un tramo arriba. En silencio como un ratón.

Consideró correr a través del vestíbulo, pero con la rodilla débil no sería lo suficientemente rápida. Era mejor esperar hasta que se fueran y salir a hurtadillas. Esperó en la puerta de incendios mientras las horas pasaban. ¿Una? ¿Dos? No tenía reloj para calcularlo. Los inquilinos bailaban y bebían. Y bebían aún más. Vertían sus bebidas en el antiguo altar, riéndose alegremente, fanáticamente, como solitarios supervivientes de la tercera guerra mundial.

Los contó: cuarenta y siete. Se preguntó si alguno habría dejado la puerta del apartamento abierta. Recordó (¡Sí!) que alguno de ellos podría tener teléfono. Subió las escaleras. Arriba, arriba, arriba. Pensó que lo mejor sería empezar por la planta catorce. Más fácil esconderse si oía a alguien venir. Trepó por el hueco de la escalera hasta el piso catorce y vio que su suerte estaba allí. Las puertas de toda la fila estaban abiertas.

Comenzó con el 14C, Loretta. Caminó por su largo pasillo. Slip-slap, sonaban sus pies. De camino, se detuvo y echó un vistazo al dormitorio principal. Montones de muñecas chinas yacían en la cama gigante con dosel, sus mejillas punteadas con círculos rojos de colorete. Muñecas de diferentes épocas vestidas de vaqueras, bailarinas españolas y victorianas, con ojos vigilantes que podían observarte con los ojos salidos de sus órbitas si las dejabas en el suelo para dormir. Rápidamente, contabilizó setenta y dos muñecas, lo que probablemente quería decir que ellas, y no Loretta, dormían en la cama.

No vio un teléfono, por lo que siguió andando. Entró en la sala. Más muñecas. Esta vez estaban colgadas del techo con hilos de pescar. Sus cuerpos formaban una cortina entre la sala y el pasillo y tuvo que apartarlas a un lado para pasar.

En el centro de la sala encontró una puerta a medio construir hecha con trozos rotos de porcelana blanca que habían sido pegados y cubiertos con brillantes ojos de muñecas. La puerta solo medía noventa centímetros de alto y las piezas que la componían se habían caído y destrozado.

Al lado de la puerta, había un teléfono rosa princesa. Lo descolgó.

—¡Iuu! —Espiró un soplo de horrible sorpresa. No había tono, simplemente se oía un mensaje: «El cliente necesita contactar con el departamento de cobros. Gracias… El cliente necesita contactar… No hay llamadas de emergencia en esta área…».

Colgó.

Y entonces la vio. ¿Cómo no la había visto? Loretta estaba sentada en la torrecilla. Se le caía la baba por la barbilla. Sus pies descalzos estaban sangrando y bajo ellos estaban los trozos rotos de las caras de porcelana de las muñecas.

—Apartamento erróneo —dijo mientras volvía a aplastarlos, como un simpático italiano pisando uvas—. Vives en el 14B. No lo olvides, estúpida.

Slip-slap. Audrey se marchó por donde había venido. En el pasillo principal, el amable y viejo doctor que le había inyectado la insulina estaba tumbado en la moqueta roja, desnudo. Su mano cubría sus partes íntimas como una hoja de parra sobre una estatua, hasta que la saludó y reveló el canoso desastre. Desvió la mirada. ¿Estaba él allí o ella se había vuelto loca?

El 14D. Evvie Waugh. ¡Slip-slap! Las paredes de la entrada estaban cubiertas con cabezas de animales muertos. Pero no habían sido tratadas con productos químicos y estaban pudriéndose lentamente. El orden iba así: alce, oso, tejón, panda, águila, gorila, chimpancé y la cabeza reducida de un ser humano africano. Su piel había sido disecada y los ojos reemplazados por dos canicas negras.

En mitad de la sala había una bañera de patas antigua, en la que Evvie, vistiendo un traje de terciopelo verde, estaba reclinado con una pila de almohadas y una copia de Decline and Fall. La bañera era la de Clara, por supuesto. Apoyado contra uno de sus lados estaba el bastón de Edgardo. Demasiados trofeos.

—Apartamento equivocado. La fiesta no es hasta mañana por la noche. En el 14B. Tú eres nuestra invitada de honor —dijo Evvie, y luego volvió a su libro.

—Gracias —murmuró. Luego se giró y salió.

El 14A. Slip-slap. Por el pasillo, todas las puertas estaban abiertas. Todo vacío. Todo deslucido. Huellas de dedos con sangre seca estropeaban las paredes de la entrada. Las más bajas, pertenecían a un niño, pero se hacían más grandes cuanto más lejos iba. Se le ocurrió que las huellas podrían pertenecer a la misma persona, a lo largo de un período de cincuenta años.

Slip-slap. Dentro de la sala, las paredes estaban adornadas con caras rojas sonrientes y no creyó que fuera pintura. Ni un solo mueble, excepto un antiguo teléfono giratorio. Lo descolgó. Escuchó el sonido y, al principio, no se lo podía creer.

¡Tono de llamada!

Metió la mano en el bolsillo del chándal. Un trozo de papel. Su instinto le había indicado hacer eso: ya no recordaba por qué. Marcó el número de la tarjeta. Un contestador automático. No escuchó el mensaje, y no recordó por qué. Simplemente, habló después de la señal.

—Hola, están intentando matarme y encontré esta tarjeta. Mi nombre es Audrey Lucas.

Colgó. Marcó un número de memoria, no sabía de quién. Levantó el auricular. ¿Era tarde? ¿Temprano por la mañana?

—Hola, están intentando matarme. Mi nombre es Audrey Lucas.

Encontró un pósit en su bolsillo. Marcó el número allí escrito. Detrás de ella, en el pasillo, escuchó el clic-clac de unos tacones. Sonó, sonó. Descolgaron el teléfono, pero nadie respondió.

—¿Hola? ¿Hola? —dijo—. Por favor, ayúdenme, estoy… —Entonces recordó—. En el Breviary, 510 oeste con la calle 110, decimocuarta planta. ¡Por favor!

Pero nadie respondió. A lo lejos, dos personas hablaban al otro lado de la línea. ¡No la escuchaban!

Tras ella, los inquilinos habían llegado. Galton, sin la máscara. Su único ojo brilló. Loretta, Marty, el hombre desnudo y Evvie. También la fiesta. Aún estaban con el cóctel en la mano, por lo que se tambaleaban borrachos, pasmados, y se arrastraban.

Los miró, jadeando. Su respiración era tan fuerte como el sirope de arce.

Avanzaron a una, dos, tres y cuatro patas. Atascaron el pasillo con sus cuerpos. Piernas, brazos y torsos imposibles de distinguir, como insectos amontonados. Sus ojos se habían vuelto negros. Era el Breviary, que venía a por ella. El Breviary nunca liberaba a nadie.

Apretó el auricular. Alguien habló al otro lado del teléfono:

—¿Quién es?

Los inquilinos se acercaron.

—¡Zorra! ¡Zorra! ¡Zorra! —aplaudió Loretta.

Eso estaba ocurriendo… ¿Eso estaba ocurriendo?

—¿Quién la dejó salir? Marty, ¿la dejaste salir? —preguntaba Loretta. Sus pies eran un charco de sangre. Taconeaba mientras caminaba, llena de metralla de muñeca.

Audrey recordó la llave de su boca. Se la quitarían sí pudieran. Pero, con cinco centímetros de largo y dentada por un lado, ¿era demasiado grande para tragársela? Bien pensado, si lo malo se convirtiera en lo peor y muriese, al final no podría construir la maldita puerta.

Tragó. Se le atascó. Tragó de nuevo. Le desgarró la garganta y se le depositó en la herida. Respiró y el aire silbó.

Estaban llegando.

Y, de repente, en el teléfono:

—¡Dime quién eres! —Era Jill. ¡Había llamado a Jill!

Tragó y se subió el teléfono a la oreja. La llave descendió, cortando su camino dentado a lo largo del esófago.

—¡Aa-aa-yúda-me! —gritó.

Loretta le quitó el teléfono de la mano.

—Soy Audrey Lucas. ¡Necesito ayuda! —gritó, justo cuando Loretta arrancó el cable del enchufe.