El sonido que una trampa hace cuando se cierra (III):
La luz a través de la mirilla
Al principio se mordía el labio para evitar quedarse dormida. Sabía salado. Intentaba asustarse a sí misma, imaginándose a Schermerhorn con ella en la habitación. Lógicamente, sabía que tenía que escapar, pero no sintió la urgencia. Temblaba demasiado. Estaba muy cansada: su pecho era como un puño cerrado.
La insulina. No era diabética y dos pinchazos de esa cosa no parecían muy saludables. Lo que la impulsó fue la posibilidad de morir. Con algunos de los trozos más grandes de su ropa destrozada, se colocó la rótula y los apretó para evitar que pudiera salirse de nuevo. Se desmayó unas cuantas veces mientras apretaba el trapo, pero la insulina alivió el dolor y pudo terminar el trabajo.
Alargó los brazos, dobló las piernas y luego las estiró. Como si fuera una rana intentando nadar en tierra seca, se arrastró a sí misma fuera de la sala y por el oscuro pasillo. El dolor de la rodilla era lo suficientemente lacerante como para desear tener fuerza para arrancársela.
El suelo comenzó a tararear.
—¿Mamá? —Una voz de niña llamaba—. ¿Eres tú?
—Para —susurró mientras cogía otro impulso.
En el cuarto de baño, escuchó la llave de la bañera gorgoteando.
—No, por favor —dijo, mientras el suelo del pasillo, una vez enmoquetado y ahora desnudo, empapaba sus (los de Clara) pantalones de chándal con el agua de la bañera.
Demasiado cansada para continuar, permaneció en el suelo durante un rato. Veinte minutos. Con las manos sobre la cabeza, no podía mirar y simulaba estar quieta. Cuando el tembleque disminuyó y los músculos de su corazón se relajaron lo suficiente para respirar y moverse a sus anchas sin tener que luchar, lo intentó de nuevo. Se arrastró metro y medio más. Luego se volvió a parar. Contó cincuenta hacia atrás. No estaba preparada. Contó cien hacia atrás y comenzó a arrastrarse otra vez.
Recordó días más felices, incluso mientras los niños de Clara balbuceaban. Pensó en la colcha de lana que la irritaba y que Saraub adoraba, y en el mando a distancia alojado dentro de los pliegues más profundos del futón. La vez que su madre y ella habían robado en el 7-Eleven los granizados y los perritos calientes y luego se los habían comido en la parte trasera del Chevy. Con el estómago vacío, los perritos calientes con queso del Ball Park parecían la mejor comida del mundo. Pensó en su trabajo, en su despacho, en la vista desde la terraza de Vesuvius y en todas esas cosas bonitas que había planeado construir dentro de los agujeros de Nueva York.
En su cabeza, ya estaba escabullándose de culo por las escaleras de emergencia. Escurriéndose por la entrada, sin ser vista. Llamando a la policía e incriminando a esos cabrones por el asesinato de Jayne. La esperanza era una burbuja en su estómago, autocontenida, invencible. Eso era todo lo que necesitaba para recorrer ese último metro y medio.
Había luz a través de la mirilla. ¡Luz! ¡Ay, cómo amaba la luz! Quería vivir con todas sus fuerzas. Quería sentir la hierba húmeda con los pies descalzos y construir ciudades. Quería casarse con Saraub y llenar su casa en Yonkers con hijos, nietos y columpios hechos con neumáticos. Quería escapar de allí tan rápido que quiso volar.
Contó tres hacia atrás, luego diez, veinte. Con un resoplido, apoyó su pie contra la puerta inclinada y se puso de pie. Su rodilla se resintió.
—Auuuuuuuuuuuuuuuuuu —susurró, mientras las lágrimas le caían y sus nervios volvían a la vida; un traje de piel apretado y punzante. Aun así, se agarró al adorno dorado de madera y luego al pomo de cristal. Respirando rápido pero en silencio, retorció el picaporte. No giró. Tiró de él, lo apretó. Pero no. Estaba cerrado desde fuera.
Echó un vistazo por la mirilla. Un ojo negro con una delgada capa de cataratas miraba fijamente tras él. Luego la figura se alejó y vio que era Loretta Parker. Movía su dedo índice arriba y abajo.
—¡Cerda!