El sonido que una trampa hace cuando se cierra (I):
Hacia atrás y hacia delante ocurren las mismas cosas
La noche que había encontrado el cuerpo de Jayne era una imagen borrosa. Respiraciones rápidas y mareos. Una soga crujiendo. Su mano extendida por la suela de un zapato de mujer que se balanceaba. Lo sujetaba en su palma, como si le ofreciera consuelo, e imaginaba que los acontecimientos se invertían, la escalera metálica con la que había tropezado levantándose como una bestia que despertaba. El cuello de Jayne poniéndose derecho y la sangre fluyendo por su cara, por lo que su piel se volvía pálida y pecosa de nuevo. Sus pies consiguiendo agarrarse al último escalón. Sus manos girándose hacia el cuello y aflojando la soga. Una oración, quizás el padrenuestro, también rogándole.
Se había insertado a sí misma dentro del sueño. Esta vez, en vez de dejar que Loretta Parker la distrajera, salía del ascensor y llamaba a la puerta del 14E. La cara de Jayne echaba una ojeada fuera de la soga, con los ojos brillantes, justo cuando la sombra de Audrey aparecía en la puerta de la entrada, y agarraba a su amiga antes de que fuera demasiado tarde.
El sueño se marchitaba mientras los inquilinos se acercaban. Algunos caminaban, otros cojeaban y los demás se arrastraban por el pasillo. Llevaban trajes y vestidos hechos a medida, como si la muerte de Jayne fuera motivo de celebración.
—¡Ustedes hicieron esto! —gritó mientras se apartaba de la soga de Jayne y se desplomaba contra la pared con la rodilla rota. Sus caras artificiales se inclinaron sobre ella tan cerca que sus facciones perdieron proporción: amplios ojos, prominentes narices, labios estrechos, todo anguloso como las gárgolas.
—Déjalo aquí —ordeno una voz masculina granulada, y algo pasó a continuación. El hombre que estaba encima de ella tenía unas cejas grises recortadas de forma estrecha, ojos azules y la parte blanca del ojo amarillenta. Parecía apuesto y digno de confianza mientras levantaba la aguja.
—Ayúdeme —le dijo, articulando los labios.
Entonces vino un pinchazo. ¿En el codo o el antebrazo? Sus nervios estaban lanzando tantos impulsos que no podía notar la diferencia. El frío líquido goteó a través de su brazo, luego chapoteó en su camino hasta el pecho y aceleró su respiración. Su visión se volvió borrosa y se estrechó, una película inmóvil se tensó como la piel. Se apretó el corazón como para calmarlo mientras se desmayaba.
Cuando se despertó, un hombre cuyo aliento olía a mantequilla de cacahuete estaba inclinado sobre ella. Se estremeció e intentó apartarlo. Entonces sus ojos se volvieron a centrar y vio que no era uno de los inquilinos. Demasiado joven para tener cincuenta años. Su uniforme blanco decía: «Técnico de Emergencias Médicas».
Sobre su hombro vio a más técnicos vestidos de blanco. ¿Estaba en un hospital? ¿Una institución mental?
No, estaba Jayne. En lo alto, con su falda abierta como una flor. Los técnicos la pincharon. Las piernas de Jayne se balanceaban en diminutos semicírculos y entonces… ¡pum!, su zapato Oxford sin atar resbaló por sus dedos y aterrizó entre las rodillas de Audrey. Su falda de felpa parecía un disfraz y Audrey se preguntó si se habría vestido para su estreno como monologuista de hacía tres días, pero había perdido el coraje cuando llegó la hora y nunca hizo el espectáculo.
—¿Cuántos dedos tengo levantados? —preguntó mantequilla de cacahuete. Estaba alumbrando con una linterna sus ojos.
Susurró su respuesta.
—Parece un pulgar.
—Manos gordas. ¿Estás bien?
Asintió, luego se apoyó contra la pared y se levantó sin ayuda sobre lo que parecía una rodilla rota. No le dolía tanto como esperaba. Todo lo sentía lejano, como si fuera un espíritu encadenado a su cuerpo con telarañas.
Entró más gente a la sala. Un hombre y una mujer no uniformados con trajes de poliéster exhibieron sus placas.
—Suicidio —les dijo mantequilla de cacahuete—. Acabamos de llegar.
Alguien apartó la escalera de metal a un lado, mientras otro técnico de emergencias comenzó a cortar la soga.
El sonido era el mismo ¡creeeaaak!, y Audrey recordó, de repente, a la cosa que había estado en ese pasillo con ella. Delgados y oscuros huesos, que protegían el trofeo del cuerpo de Jayne.
Los ojos abiertos e imperturbables de Jayne estaban fijos sobre el largo pasillo. La orina había empapado los bordes de sus calcetines de croché. Audrey salió por el pasillo tan rápido como pudo, siguiendo su propio rastro de sangre, para no tener que ver a la chica mientras caía.
Unos pocos metros hacia delante y a su derecha estaba la habitación principal. Fotos de familia de pelirrojos cubrían el suelo. La cara de Jayne en todas ellas estaba tachada. Audrey mantuvo sus ojos enfocados en las manchas de tinta, yuxtapuestas contra un mar de voluptuosas sonrisas.
Loretta y Marty Hearst, el tipo con párkinson, la encontraron a medio camino. La cogieron por debajo de los hombros y caminaron con ella, con pequeños pasos de bebé.
—No —dijo ella mientras intentaba soltarse, pero el suelo irregular le daba vueltas.
La llevaron al pasillo común enfrente del ascensor, donde el resto de inquilinos esperaba. Más de diez, menos de veinte. Comenzó a contar, pero estaba confusa. Excepto la de Francis Galton, sus caras giraban. A tres metros de distancia, pudo oír el eco de su respiración bajo la máscara de porcelana.
Su corazón bombeó rápido y presionó su mano contra su pecho, para calmarlo. Sus pensamientos daban vueltas y desaparecían. Letras e imágenes de Rorschach se fusionaban y luego se separaban. Schermerhorn con su traje, solamente se habían multiplicado sus brazos y piernas, como una araña, mientras se posaba sobre una pila de huesos metálicos. El Breviary era un dios ávido. Clara sobre una bañera, cortando a lo largo y a lo ancho, de modo que su herida llevaría cuatro puntos. Betty atada a una cama de hospital, soñando con lo que podía haber sido, solo por haber nacido con unas alas negras demasiado pesadas para agitarlas. Jayne disfrazada, pero demasiado asustada para su actuación, por lo que se había quedado en casa y había tachado su cara. Los inquilinos en una fiesta, chillando con placer. Y entonces, en su mente, una terrible puerta se abrió y todo se volvió negro.
—Déjameeeee —susurró. Su voz arrastraba las palabras como si su boca estuviera llena de cemento húmedo endurecido—. Tooodos-gritan.
Sus caras de cerca eran peores de lo que recordaba. La piel era delgada como el papel y estaba tan estirada que parecía como si pudiera reventarse y sangrar.
Marty no tenía pestañas y se preguntó si era porque el doctor las había eliminado cuando le había estirado los ojos. Solamente sus manos mostraban su edad. Recordó, entonces, que Jayne sabía el nombre de Marty la noche que todos se habían amontonado en su puerta. El modelito que había llevado en la cita con el tipo madurito había sido demasiado informal para cenar en un restaurante o incluso para pasear por el parque y ahora supo por qué. La cita había tenido lugar dentro del edificio.
—¿Erasssstúuu? —preguntó al sin pestañas de Marty mientras una pareja de policías uniformados salía del ascensor—. Tú le hiciste daño a mi mejor amiga.
Marty parpadeó con sus pequeños ojos. El apretón en su brazo fue firme hasta que lo pellizcó y ella lo supo. Era él. El hombre que era tan bueno, amable y lleno de promesas, del que Jayne había tenido miedo de decir su nombre. Ahora lo miraba y veía su vanidad. Se había pintado la raya del ojo con lápiz marrón y su pelo falso estaba alisado con cera. Jayne, pobre Jayne. Había confiado demasiado.
Los técnicos de emergencias fueron los primeros en marcharse del 14E. Sacaron a Jayne en una camilla con una sábana blanca sobre su cuerpo. Uno de sus zapatos Oxford sobresalía. La suela estaba rota y su pie era diminuto, como el de una geisha. Audrey habría llorado, pero le dolía demasiado el pecho.
Después de hacerles algunas preguntas a los inquilinos, los policías uniformados también se marcharon. Ocurrió muy deprisa. Estaba tan agitada y sudando que no pensó en hablar o intentar detenerlos.
—No puedo creerlo. ¿Puedes creerlo? —preguntó uno de los inquilinos.
—Siempre estaba tan tranquila. No tenía ni idea —respondió Loretta.
—Casi todo se lo guardó para sí —añadió Eddie.
—¡Pobre chica! —dijo Galton mientras daba una palmadita, incapaz de contener su júbilo.
Los últimos en irse fueron los detectives, un hombre y una mujer con trajes marrones unas cuantas tallas más pequeños, como si los hubieran comprado al ascender y no se hubieran modernizado desde entonces.
—Su nombre era Jayne Young. Su familia era de Salt Lake City. Como les dijimos, Loretta la encontró y llamó al 911 —les dijo Marty—. Eso es todo lo que sé.
—Terrible —añadió Loretta—. Dejó la puerta abierta y la luz encendida. Ni siquiera tuve que entrar.
—El asesino —dijo Audrey. Marty y Loretta apretaron sus brazos. La sensación fue como la de un tensiómetro apretando.
—¿Asesino? —preguntó el detective. Tenía el pelo negro y canas en las sienes. Parecía cansado, como si lo hubieran despertado de un sueño profundo y aún estuviera decidiendo si le importaba una mierda la chica muerta de la falda de felpa.
—Ellos, todos ellos. Se metieron dentro de ella, Mader lo hizo. Un sacrificio, para abrir su puerta —dijo Audrey jadeando.
El hombre se acercó y Audrey vio que no la creía. La estaba mirando de la manera en que la gente solía mirar a Betty, como estrechando los ojos y con rostro imperturbable.
—¿Cómo lo hicieron? Porque parece como si se hubiera colgado ella misma —dijo él.
Audrey pestañeó. Pensó que había sentido caer una lágrima, pero sus mejillas estaban entumecidas. El lado izquierdo de su pecho latía con fuerza y se preguntó si la inyección que el hombre que parecía amable le había puesto podía inducirle un ataque al corazón.
—¿Sabe algo? —le preguntó.
—Ellos lo hicieron —dijo ella.
Miró a Audrey de arriba abajo, desde el estropeado chándal azul hasta los pies descalzos con sangre seca.
—¿Le gustaría venir al hospital? —le preguntó. Luego se giró hacia la otra detective—: ¿Donna? ¿Por qué no pides otra ambulancia para esta buena mujer?
Ella hizo una mueca. Buena mujer: código para loca. Esa ambulancia no iba al hospital, iba a Bellevue. Se dio cuenta entonces de que los detectives también estaban implicados. Así como los técnicos. Toda la gente del mundo, Saraub incluido, estaban metidos en eso. Una auténtica luz de gas, solo para volverla loca. Habían hecho lo mismo con Betty. Jayne ni siquiera estaba muerta. Los inquilinos le habían pagado. Todo era diversión y juegos para los ricos holgazanes.
Respiró profundamente. El suelo estaba dando vueltas. Las paredes eran irregulares. ¡Nada en ese edificio tenía sentido!
Donna descolgó su teléfono. Sonaba alegre, como si quizás cobrase una comisión por cada solitaria mujer que ayudara a encerrar.
—Una ambulan…
Audrey la interrumpió.
—No no-lo-ha… Estoy-bi… —Se mordió el labio—. Era mi amiga.
—¿Estás segura? —preguntó el hombre.
—Es mi nieta. Demasiados vodkas con tónica —dijo Loretta. Luego dio una palmada—. ¡De vuelta a Betty Ford!
El detective esperó a que Audrey respondiera.
—Estoy dolorida.
Buscó dentro de su bolsillo trasero y sacó una tarjeta de visita. Los ojos de Audrey estaban tan empañados que no pudo leer el número o el rango, solo el nombre: Aidan McGillicuddy.
—Bueno, cuando te sientas mejor, si piensas en algo que quieras decirme, llámame.
Aidan y Donna se metieron en el ascensor. Los inquilinos la rodearon. Ahora eran más de veinte, por lo menos treinta. El sabio hombre de pelo canoso sacó su aguja y el enmascarado Francis le estiró el brazo. Otro pinchazo. El líquido la embriagó. Sentía el lado izquierdo de su pecho oprimido como una contractura.
Los detectives cerraron la puerta de hierro del ascensor con un estrépito. Fue cuando se dio cuenta de su error.
—¡Espeeeren! —gritó ásperamente. Pero, para entonces, era demasiado tarde.