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Los huesos se rompen constantemente

Una semana después de que Audrey descubriera el cuerpo de Jayne Young, Saraub Ramesh estaba colocado de vicodina, mirando las medias de los Vikings de Nueva York. Su cama del hospital era una de esas camas eléctricas Crafmatic, como las que había visto en la tele cuando era un niño. El partido no era ni siquiera tan desalentador como normalmente podría ser. Luego, de nuevo, la vicodina.

En la silla de madera a su lado, Sheila jugueteaba. Había venido todas las horas de visita cada día desde el accidente e incluso simulaba interés por el fútbol. El martes y el miércoles habían puesto una reposición de la temporada narrada por Mike Ditka. Sus hermanas y sus maridos habían aguantado hasta el final del programa. Su excusa había sido, mientras había estado en silencio viendo la tele en lugar de atenderlos, el estupor inducido por los calmantes, que provocó que hablar le fuera difícil y ver el canal de deportes, fácil. La verdad era que nunca se había preocupado mucho por las grandes muestras de afecto, y todos ellos lo miraban fijamente para, en el segundo en el que apartase la mirada de la pantalla, poder saltar con llantos y declaraciones de amor.

Sus primos, los nuevos Ramesh y Ramesh, habían ido el jueves y el viernes durante la reposición de los partidos de la NCAA. Le habían vacilado porque era la única persona herida de todo el avión.

—Siempre fuiste un torpe. —Luego se les habían humedecido los ojos, cosa que no se esperaba.

—¿Por qué siempre estás volando por todos lados? ¿Por qué no puedes quedarte quieto? —le había preguntado su primo Frank.

—Porque… —contestó Saraub.

Frank, un hombre con tres hijos, una casa bonita, un abrigo de cachemira y una inteligente y eficiente esposa había suspirado:

—Y tu chica lo aguanta. Te envidio.

Hasta ese momento, Saraub siempre se había considerado a sí mismo la oveja negra de la familia. Con los años, había visto menos de ellos porque en un nivel muy básico, habían dejado de entenderse. Ahora, estaba reconsiderando esa suposición y también los reconsideraba a ellos.

Ese fin de semana, los veintiséis miembros de su familia lo visitaron. Cuñadas, cuñados, primos, sobrinas, sobrinos, tías y tíos. Compraron varios ramos de flores de cientos de dólares, hicieron bulla y luego se pelearon por comer en el restaurante Ottomanelli. Su llegada le había hecho darse cuenta de lo que había estado faltando en su apartamento desde la ausencia de Audrey: el ruido.

Y hoy, lunes, una semana después del accidente, Sheila se sentaba a su lado con los ojos vidriosos fijos en el partido. A pesar de todo, para su sorpresa, y tal vez para la de ella, había sido su constante. Había animado a equipos que ni le importaban, chillado a las enfermeras para asegurarse de que tuviera sus medicinas a punto, interrogado a los médicos sobre su diagnóstico y, en general, había molestado a todo el mundo que trabajaba en el New York Presbyterian para que le dieran un trato especial. Era como si un extraterrestre la hubiera poseído y la hubiera obligado a actuar de nuevo como un pariente.

—Toma —dijo, y le dio un trozo de pan recién horneado mientras veían el partido.

A veces dormitaba y la encontraba al despertarse leyendo Vanity Fair o Casa y Jardín. Hasta ese momento, nunca hubiera imaginado que era capaz de entretenerse por sí misma. Siempre, en casa, pasaba su tiempo cenando con amigos, preparando comidas o en el teléfono hablando con sus hermanas, endilgándoles consejos sobre educación infantil e interrogándolas acerca de si sus maridos estaban pasando suficiente tiempo en casa.

Cogió el pan y lo masticó. La vicodina se desvanecía por las tardes y normalmente estaba un poco más coherente.

—¿Qué especia lleva? ¿Clavo?

—No lleva especias. Es pan italiano de la marca Pillsbury. Muy sencillo.

Él asintió. Ella puso la mano en el barrote de la cama, que era lo más cerca que había estado, hasta ahora, de tocarlo. Ni siquiera cuando llegó. Simplemente se había inclinado sobre la cama y había girado su cara hasta situarla cerca de la de él. Le había pedido que abriera los ojos, se supone que para asegurarse de que estaba vivo. Así que los abrió.

Hacía una semana que el aterrizaje había tenido final feliz. Si el piloto del 767 no hubiera cogido una racha de aire frío a mil metros de altura, se podrían haber estrellado. La mayoría de la gente resultó ilesa, pero, como un idiota, Saraub se había desabrochado el cinturón para intentar coger la jaula. Salió disparado, se rompió tres costillas, un pómulo y ambos brazos. Lo positivo era que había logrado salvar al estúpido pájaro.

Había permanecido esa noche en el hospital de Bethesda mientras esperaba a que el huracán Erebus pasara. Había estado malherido, pero ninguno de los daños era serio. En vez de esperar en el aeropuerto, su cámara, Tom Wilson, estuvo deambulando y luego apareció borracho en el hospital a la mañana siguiente.

—Tu película casi me mata —dijo con voz ronca. Se señaló un corte del tamaño de una picadura de mosquito en su frente—. ¡Te voy a demandar!

Saraub había mirado a los ojos ensartados en sangre de Wilson en ese preciso instante y le dijo lo que debería haberle dicho hacía mucho tiempo:

—¡Estás despedido!

Incoherente y furioso, Wilson no se marchó hasta que seguridad lo acompañó a la salida.

Después de que se fuera, Saraub no se sintió triste, aunque habían trabajado juntos durante años. Estaba aliviado.

Esa tarde, American Airlines lo trasladó en primera clase hasta el JFK y lo ingresó en el hospital New York Presbyterian con el seguro de la compañía. Probablemente, ya deberían haberle dado el alta pero, desde que había firmado un documento diciendo que no iba a denunciarlos, le estaban dando un tratamiento de lujo. Su habitación era privada, tenía su propia enfermera y su cena venía con una botella de cerveza gourmet de cuarenta y siete centilitros.

Su teléfono móvil y su portátil se destruyeron en el impacto, por lo que, aparte de su familia y su agente, no había hablado con nadie en una semana. Había llamado a Audrey cada día y le había dejado un mensaje desde el teléfono que había al lado de su cama de hospital. Hasta ahora, no había recibido respuesta. Últimamente habían pasado muchas cosas. Su novia se había marchado de su casa, casi había muerto en un accidente de avión, había despedido a su asistente y, repentinamente, su prometedora película se había convertido en una porquería. Esas cosas le habían presentado una nueva manera de ver la vida. Así que el silencio de Audrey no le había dolido, le había cabreado.

Le quedaba por hacer una entrevista para La línea Maginot, con el antiguo gerente general de Servitus. Desafortunadamente, había perdido la cita porque había estado en el hospital y ahora el tipo estaba en Europa en unas vacaciones indefinidas. Sunshine Studios no le devolvía las llamadas a su agente. Una recuperación idealista había puesto grandes esperanzas en un gran estreno, o al menos en un estreno, pero en vez de eso le tocaría ir pasito a pasito.

—¿Cordero? —preguntó Sheila. Luego sacó una tartera de su bolsa del museo Metropolitano. Parecía más mayor de lo que la recordaba, y más bajita también. Había dejado de teñirse el pelo de negro y lo tenía blanco. Ahora la admiraba más que nunca. Era una mujer fuerte y, en el quinto día de su vigilia, mientras había ahuyentado a la familia para que él pudiera descansar un poco, se dio cuenta de que, si hubiera actuado desde el principio más como un hombre, en vez de sacarle dinero y rogarle su aprobación porque el camino que había escogido era muy diferente a lo que la familia Ramesh podía entender, tal vez lo habría tratado como a uno más. Pero es tan parecida la naturaleza de los huesos y de las familias; ambos se rompen continuamente, pero cómo vuelven a unirse y si lo hacen, es lo que cuenta.

Sheila abrió la tartera.

—Lo horneé anoche —dijo.

Él sonrió.

—Aquí me dan de comer, mamá. Estoy lleno. Pero tal vez podrías dárselo a la enfermera y decirle que me lo sirva en lugar de mi cena. —En la televisión, Biddle interceptó un pase de Manning.

—Oh, no había pensado en eso. Buena idea —dijo, y metió la tartera en el bolso. Su mano se movió cerca de él—. No es por esa chica, ¿no? —le preguntó.

—¿Qué?

—No te puso a dieta, ¿no? ¿Por qué no viene? ¿Es su trabajo más importante que tú?

Saraub sacudió la cabeza. La había llamado al menos diez veces esa semana y estaba empezando a preguntarse lo mismo.

—No la metas en esto.

Sheila suspiró. Luego volvió a suspirar. Saraub la miró y se dio cuenta de que no estaba suspirando, sino llorando.

—¡Eh, para! No estoy muerto. Ni siquiera es algo serio. Te lo prometo.

—Lo siento. ¡Lo siento! —le dijo.

—¿Por qué? ¡Tú no hiciste que el avión se estrellara! Estoy bien, mamá, de verdad.

Su mano sujetaba la parte de sus dedos que asomaba por la escayola. Había echado de menos a su madre, y también al resto de la familia.

—¿Quieres a esa mujer? —le preguntó.

Él movió la cabeza, como si estuviera en desacuerdo consigo mismo.

—Sí, mamá.

—Bueno, entonces intentaré quererla yo también.

En la pantalla, los Giants marcaban un tanto, lo que, colocado por las pastillas, decidió que era una señal de Dios.

—Está pasando por un momento difícil. No le vendría mal que alguien fuera amable con ella.

Sheila asintió.

—Le asaré un poco de cordero.

Saraub sonrió. Sheila dejó su mano colgando. Durante el resto de las horas de visita, vieron a Nueva York robarle una victoria a Minnesota. Cuando se terminó, se acercó entre sus escayolas y le dio un abrazo de despedida.

—Me alegro de que estés de vuelta —le dijo.

—Yo también, cariño.

A solo tres kilómetros de allí, atrapada y sangrando, Audrey Lucas presionaba su cuerpo contra la ventana de la torrecilla cerrada del 14B y gritaba en el vacío.