Gipsófilas
Seis días después de que Audrey descubriera el cuerpo de Jayne Young colgando de una soga, el teléfono de Jill Sidenschwandt sonó. Eran las dos de la mañana y su dormitorio de la avenida Madison parecía ébano líquido. Tom se agarró a la cama extragrande y golpeó la antigua y giratoria mesilla de noche príncipe Eduardo, luego la cubrió con su brazo y la apretó.
Jill hundió su cara en la almohada.
—Nooooooo —gimió. Tenía que ser uno de los hermanos Pozzolana. Ni siquiera los clientes chinos de Tom tenían los huevos de llamar tan tarde.
—¿Están de broma? —preguntó Tom, luego movió rápidamente la lámpara de Tiffany. Fragmentos de cristales de colores se encendieron como un arcoíris.
»Tienes que dejarlo. Monta tu propio negocio. Acabarás pagándolo caro con esa gente.
La mitad de la oficina había aparecido en el funeral que se había celebrado hacía tres días. Incluso Mortimer había hecho acto de presencia. Pero Randolph y él probablemente pensaban que su período de luto había terminado. La querían de vuelta en su despacho.
Se desplomó sobre su espalda. El techo estaba agrietado, se acababa de dar cuenta. Tenía forma de hueso de la suerte. Se estremeció, y resistió la tentación de pedir el único deseo que le importaba.
—No están bromeando, simplemente son idiotas —dijo ella. Luego recordó que el auricular estaba descolgado y podrían oírla.
—Gaaa —murmuró mientras lo cogió, luego preguntó—: ¿Diga?
Nadie respondió al otro lado, pero pudo escuchar lo respiración de alguien. El sonido era distante, como si la persona del otro lado estuviera sosteniendo el teléfono a la distancia de un brazo.
—Ya no puedo dormirme —dijo Tom mientras se sentaba a su lado—. Todas estas flores me están matando con la alergia. Me hubiera gustado que solo hubieran enviado tarjetas.
Jill apretó con fuerza a Tom para hacerlo callar. Él le devolvió el apretón, para dárselas de listo.
—¿Diga? —preguntó de nuevo. Más respiraciones. Sonaban más lejos aún que antes—. ¿Julian? —preguntó aún medio dormida.
A su lado, Tom se puso tenso. No era él, ella sabía que no era Julian. Pero ¿cómo podía preguntárselo a sí misma y no preguntar?
Cuando murió, ambos estaban en el trabajo y la enfermera se estaba tomando un café en la cocina. Sus últimas palabras hacia él esa mañana: una suerte de despedida. Con los ojos lagrimosos y asustados, le había preguntado si creía en la vida después de la muerte. Eso la había tocado profundamente, aunque debería haber entendido, tan pronto como los doctores dejaron de darle la quimio, que su hijo se iba a morir.
«Cállate y deja de preocuparte», le había dicho. «Tienes que ser valiente y hacer frente a esta lucha o nunca conseguirás nada mejor». Lo había odiado solo por un momento, por haber venido al mundo y llevarla a ese momento en que había fallado como madre por no haberlo mantenido a salvo.
—¿Julian? —preguntó de nuevo, aunque sabía que era imposible. Todavía podía ser una llamada del pasado y aquel era el sonido de su muerte. Podía corregir lo malo, escucharlo y consolarlo ahora, como debía haberlo hecho entonces.
Gimoteos.
—Buu… —dijo la voz. Sonaba femenina y estaba seguida de jadeos.
—¿Quién es? —preguntó, mientras Tom encendía la luz. Su propia habitación estaba inundada con flores blancas funerarias que olían peor cada día que pasaba. Un aire rancio y dulce.
—Huh, huh, huh… —Sonaba como una mujer, medio respirando, medio llorando, al otro lado.
—¿Quién eres? ¡Dime quién eres! —dijo Jill.
—Ayúdame —suplicó la mujer. Luego la línea enmudeció.
El estómago de Jill dio un vuelco. Algo urgente. Algo terrible. Ella misma, quizás, llamándose desde un futuro paralelo, para advertirse de lo que estaba por venir. Solo que era demasiado tarde. Su hijo estaba muerto.
Se levantó rápido y comenzó a caminar por el pasillo comprobando que el resto de sus hijos estaba bien.
Tom y ella habían comprado el apartamento con el fondo fiduciario de él a finales de los noventa. Doscientos quince metros cuadrados en un edificio con portero en el East Seventies. Un largo pasillo conectaba todas las habitaciones. Hasta ayer, el lugar había estado abarrotado de parientes. La manera en la que cocinaban y repartían abrazos no era la mejor, pero al menos distraía. Pero los parientes de Tom habían cogido un coche para regresar a Greenwich, Connecticut, la noche anterior y, por primera vez desde la muerte de Julian, su consumida familia estaba a solas con su dolor.
Primero fue a la habitación de Xavier y abrió de golpe la puerta sin llamar. Una mano agarraba firmemente una revista Hustler, la otra yacía escondida entre las sábanas. Un estudiante de primer año de la universidad de Nueva York que no había estado preparado para dejar el nido y vivir en una residencia de estudiantes. Ella había esperado que la universidad lo ayudara a hacer amigos, o sacara a la luz algún talento latente, pero hasta ahora, nada de eso había pasado. Su torso desnudo no tenía pelo y era pálido. Algo sobre su suavidad parecía amorfo. Había un vacío detrás de sus ojos. Le gustaba pensar que era un distraído, pero sospechaba que era más que eso. Su mente viajaba a solitarios e incomprensibles lugares. No importaba cuántos regalos o abrazos tuviera, siempre estuvo convencida de que el mundo lo había hecho mal.
Había estado tan ocupada con Julian, que solo se le había ocurrido en el funeral, cuando Xavier se había sentado lejos de su familia y lejos de sí mismo, que quizás era algo peor que el síndrome del niño consentido.
—¿Por qué Mercedes no ha venido a limpiar hoy? —preguntó después del entierro—. Necesito que alguien aspire mi habitación.
Ahora, en su propio mundo, como de costumbre, bombeaba bajo la manta sin verla. Incluso en eso, sus movimientos eran clínicos. Aunque sujetaba la revista, ella no creía que estuviera pensando en la mujer negra de pezones rosados de la portada, ni siquiera en un chico. Nada tan humano como eso. Solo era un picor que se rascaba. Cerró de golpe la puerta y siguió, odiándose a sí misma mientras lo pensaba, pero sin embargo pensándolo: ¿Por qué Julian? ¿Por qué no Xavier?
Después, la habitación de Clemson. Lo encontró durmiendo profundamente. Había venido a casa de su último año en Harvard para el funeral y debería volver en unos pocos días. Pensaba que se habría vuelto un chulo con esa panda de cerebritos y guapitos, pero no. Como Tom, hacía méritos haciendo sentir bien a la gente. Algo menos que Tom, pero siempre tenía que ganar, en el lacrosse, en el curso o cortejando a la chica más guapa del club de la universidad. Si tenía alguna queja, era que era demasiado perfecto. Uno siempre se pregunta qué mentira esconde la gente así. Probablemente, ellos se lo preguntarán también.
Continuó por el pasillo. No encendió la luz y, en vez de eso, buscó el camino con las manos a través de la oscuridad. El año pasado, cuando sus padres la habían visitado desde Dayton durante la primera ronda de quimio de Julian, su padre le había preguntado:
—¿Cuánto te cuesta la hipoteca de este sitio al mes? ¿Cuarenta de los grandes? ¿Sabes?, hay niños hambrientos en África.
Luego la miró de arriba abajo como si no fuera su hija, sino una desconocida, y le dijo algo que aún no había olvidado:
—Hay niños con cáncer, con leucemia. Vende este lugar por otro que sea la mitad y dona la diferencia a la caridad, podrías salvar algunas vidas. Tal vez si empiezas a ir a la iglesia de nuevo y le ofreces una oración a san Judas Tadeo puedas salvar su vida.
—Cierra tu bocaza antes de que te la cierre yo —había respondido la madre de Jill, pero para entonces, Jill ya estaba llorando. No había pasado un solo día desde entonces en que no hubiera recordado esas palabras, preguntándose si sería verdad.
Finalmente, revisó la de Markus. Se había trasladado a la habitación de Julian después del diagnóstico, para hacerle compañía. Dormían en camas estrechas, separadas por una mesita de noche, como un viejo matrimonio, y tras unas pocas semanas, terminaban las frases del otro. Gemelos irlandeses separados por diez meses. Markus había estado más presente durante la enfermedad de Julian, y quizás era el único que comprendía cuánto había importado ese tiempo. Pero las fases finales lo habían hecho polvo. Por solidaridad con Julian, o quizás por pena, Markus había perdido tanto peso que sus costillas sobresalían. Incluso se había afeitado la cabeza. En cuestión de meses, ambos chicos se habían consumido dentro de sus pieles, como la imagen de unos fantasmas en un espejo.
Abrió la puerta y vio que Markus no estaba solo. Había traído a hurtadillas a su novio Charles, a través de la puerta de servicio. Dormidos, estaban apretujados en la cama más alejada de la puerta. Suspiró.
Podría haber encontrado a Charles más agradable si no fuera tan afeminado y loco. Demasiado fácil de intimidar con una simple subida de ceja. El chico era un desbocado que Markus había conocido en Times Square. Sus padres lo habían repudiado a los quince años y se hubiera convertido en un chapero si Markus no lo hubiera ayudado a conseguir un trabajo sirviendo mesas. Ahora vivía con un grupo de chicos en un apartamento en el Bronx, no iba al colegio y se teñía el pelo de rubio platino. Una sábana blanca de algodón ocultaba su desnudez.
Se aclaró la garganta. Hermano muerto o no, si hubiera hecho algo como esto de vuelta a Dayton, su madre se hubiera sacado el cinturón y luego la hubiera enviado a un convento. Pensó que se había equivocado. Enfermeras, niñeras, la casa en Amagansset, colegios privados, la Ivy League… La metedura de pata del año pasado no tuvo nada que ver con el dolor de espalda. Las dietas constantes que dejaban la nevera pelada: cuatro (ahora tres) niños en edad de crecer y ni un solo sándwich preparado. Su trabajo en Vesuvius, que le proporcionaba la excusa para desatender a su familia, cuando en vez de eso debería haberlo dejado tan pronto como se había quedado embarazada y así los habría criado correctamente.
Si hubiera estado alrededor de ellos más a menudo, Xavier podría no haber estado tan en su mundo. Clemson no sería tan engreído. Markus podría haber aprendido a querer al sexo opuesto. Tom podría no haberla engañado con su secretaria ni casi perder su trabajo después de que el juicio por acoso sexual le hubiera costado a la compañía millones. Las cosas que había concedido, todo por vanidad.
La mañana que Julian murió, sabía que ocurriría. Había sido capaz de oler el aroma en su holgada piel. Había entreabierto la ventana, aunque estaba helando, solo para aliviar un poco la peste de esa impaciente muerte. Comprendió que debía quedarse, pero muchas veces esos últimos veintidós años, sus intuiciones habían probado ser falsas. Eran producto de preocupaciones infundadas y el sentimiento de culpa por no haber estado allí con suficiente frecuencia. Así de fácil, el día podría ser mañana, o la semana que viene, o dentro de quince años. No podía sucumbir a tal preocupación cuando tenía trabajo en su despacho y una vida por vivir. Así que dejó a su hijo con la enfermera y, seis horas después, recibió la llamada de que estaba muerto. Esperó más de un día para llamar a la familia y los amigos porque no quería decirlo en voz alta.
«¿Hay vida después de la muerte?», le había preguntado, y ahora deseaba haberse tragado su pánico y haberle dicho: «No te preocupes mi amor. Hay un cielo para ti al otro lado de las estrellas y, si no está, yo te haré uno».
¿Dejarlo morir solo sería su mayor arrepentimiento? O habrá más que, incomprensiblemente, se apilará durante los años, así que cuando muera de anciana, verá dos vidas, la que ha vivido y la sombra del camino, lleno de todas las cosas que debería haber hecho. La verdad que su padre había insinuado: si hubiera sido una persona más honrada, su hijo favorito no habría muerto.
En la antigua habitación del enfermo, Markus abrió los ojos. Ni listo, ni tonto. Con ninguna habilidad en especial excepto la de hacer sentir bien a la gente, porque rara vez hablaba, pero siempre escuchaba. Era el comodín de todos sus hijos, más fuerte de lo que su delicado cuerpo hacía parecer y también más amable que los demás. Se le sobresalieron los ojos y se asustó. A su lado, el amanerado de Charles resopló.
—Lo siento —dijo, articulando los labios.
Le agitó la mano, para hacerle saber que no pretendía montar una escena. La punta de sus dedos se detuvo al unísono. «La madre de hielo», le había llamado una vez Julian y, para su consternación, los otros se habían reído. Julian era el único que alguna vez le había tomado el pelo y ahora se preguntaba si el resto, incluido su marido, le tenía miedo.
Se apoyó en la puerta. La cama de Julian estaba vacía y despojada de sábanas. En el escritorio había montones de ropa que planeaba llevar a la beneficencia. Un póster de las torres de Dubái estaba pegado a la pared con chinchetas, porque arañaban el cielo y a Julian le recordaban a la de Babel. Había querido construir puentes y rascacielos. Diseñar las ciudades del futuro. Podía olerlo. Pobre Markus, esa habitación estaba encantada por un fantasma.
Markus se incorporó. Sus ojos estaban húmedos por el dolor, o quizás por la pena, como si creyese que por esa transgresión con Charles, ella podría quererlo menos. Aún durmiendo, Charles se acurrucó contra el pecho desnudo de Markus y lo besó. Para su sorpresa, no estaba enfadada. Simplemente estaba agradecida a Charles por transformar esa miserable habitación, que viviría para siempre en la memoria de Markus, en algo agridulce. Al menos no tendría que estar solo en esa terrible noche.
—Te quiero —le susurró, porque se parecía mucho a Julian, porque lo quería. Porque, después de todo, había una razón por la que había dejado Ohio, y se había creado una nueva vida en Nueva York.
Cerró de golpe la puerta. Cuando regresó, Tom estaba vestido. Había apilado las flores blancas en una bolsa negra de basura. Asintió con aprobación y luego se sentó a su lado en la cama.
—¿Qué era todo eso? —preguntó él.
—La persona del teléfono estaba muy triste. Me preocupé por si alguno de los chicos estaba herido. Entrelazó los dedos entre los suyos y apretó. Esos últimos días no habían sido capaces de dejar de tocarse. A su manera, era la forma de volver al origen de su hijo fallecido.
»Debí haber estado aquí para él. No fui una madre lo suficientemente buena —dijo ella.
El suspiró y ella no estaba segura de si estaba de acuerdo o estaba demasiado cansado para contestar.
—No —dijo finalmente. Cuando ella abrió la boca para responder, él la interrumpió—. No, no, no, no, no.
Ahora le tocaba a ella suspirar.
Su cara estaba bien afeitada y su pelo recién lavado. Eran parecidos en eso: incluso en la tragedia, creían firmemente en los rituales de la vida. Durante la semana pasada, ni un solo recibo había dejado de pagarse, ni una nota había quedado sin revisar y ni un correo electrónico sin contestar.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una cita? —preguntó él.
Ella movió la cabeza.
—Son las tres de la mañana.
—Por lo menos hace un año. Desde que se puso enfermo. Vamos a Monteleone a por una Guinness fría.
—¿Está abierto?
Tom lanzó un par de chaquetas en su dirección, junto con su camiseta de hace veinticinco años de The Who. Era lo que llevaba puesto cuando se conocieron y, no importaba cuánto había cambiado desde entonces, le dijo que siempre la recordaría de esa manera: una chica inocente de Ohio que aún escribía una carta al mes a su abuela y a quien le encantaba la canción Pinball Wizard. La única chica que había conocido que hacía esperar a los hombres en la entrada de su edificio en vez de invitarlos a subir. Lo que ella no le había dicho era que había estado trabajando setenta horas semanales: no había tenido tiempo para citas. Él era el único hombre que se había quedado el tiempo suficiente para averiguar cómo era su apartamento en Queens. Era agradable que uno de los dos recordara su juventud con tanto cariño.
Se puso la camiseta y se abrochó el abrigo. Cuando se puso de pie, presionó un lado de su cara contra el brazo de su marido. Estornudó por encima de ella. Luego dijo:
—He dejado los lirios porque sé que te gustan, pero vamos a tirar el resto de las flores cuando salgamos.
Tom y ella habían sobrevivido a grandes peleas y a grandes egos, a malos entrenadores de perros, a parientes enfermos, a hijos enfermos y a un largo año de separación. Sabía que podrían sobrevivir a esto también. Eso la tranquilizaba tanto que podía creer en ello, podía creer en él. Se había equivocado, la semana pasada, cuando le había dicho a Audrey que nada termina porque no todo muere. A veces el amor perdura.
—Olvida Monteleone. Acabaremos llorando en nuestras cervezas. Caminemos por Broadway hasta que nos entre hambre.
—Hecho —dijo él.
No se le ocurrió hasta tres horas después, mientras se sentaba al lado de su marido a comer tortitas en el restaurante Around the Clock, en la Octava con Astor Place, que la voz del otro lado del teléfono pertenecía a Audrey Lucas.