31

¿Las ovejas negras sueñan?

¡Fuera!

Cerró la puerta del 14B de un portazo. El sudor le chorreaba por las cejas y los brazos, y la espalda le dolía por el peso de la barra. El pasillo estaba iluminado de color rosa, como si fuera la habitación de una niña pequeña. Golpeó el botón del ascensor, decidió que le llevaría mucho tiempo y corrió por las escaleras.

Mientras corría, pasó por el 14E, que estaba oscuro y entreabierto. Jayne. ¿No le había mencionado que tenía pesadillas desde la muerte de Clara? ¿Y que no dormía? ¿No había estado colgada en ese miserable lugar toda la semana con la rodilla herida?

Audrey empujó la escalera de emergencia. Jayne era adulta. Podía cuidar de sí misma.

La escalera metálica traqueteó. Los pies descalzos le quemaban mientras sus heridas se reabrían, y dejó tras de sí un rastro de sangre. Sabía lo que iba a hacer desde que salió corriendo. Llamar a Saraub desde el Tom Diner y, si se negaba, llamar a la policía.

Ruido. Ruido. La planta número doce. Aflojó la marcha y pensó en algo. La muñeca hawaiana aplastada yacía aún formando un montoncito en el pasillo. Dado su abundante tiempo libre, tenía que haber una razón por la que Jayne no hubiera llamado a su puerta, escrito una nota o limpiado los restos.

Jayne. Esa estúpida pelirroja. Audrey la maldijo y regresó corriendo a la planta catorce. Abrió el 14E.

—Jayne, ¿estás aquí? —gritó.

No obtuvo respuesta, pero algo allí dentro crujió. Sonaba como una cuerda. Aunque el pasillo común estaba iluminado por la bombilla rosa, una vez que entró dentro en el 14E, la luz se fue. Miró detrás de ella. Vio la alfombra roja y la puerta del 14B cerrada. Luego se volvió a girar hacia la entrada del apartamento de Jayne, donde estaba tan oscuro que ni siquiera podía verse las manos.

¡Creeeaaak! El sonido provenía de lo alto, como a unos seis metros de ella. ¿Qué era eso?

Buscó una luz. Sus manos palparon la fría escayola. Entonces recordó que, a diferencia de su apartamento, no había interruptor, solo un cable colgando de una bombilla unos cuatro metros y medio más adelante. Se adentró con las manos extendidas por completo. Abarcaban todo el ancho del torcido pasillo, mientras deslizaba los pies a lo largo del suelo irregular, en vez de levantarlos, para evitar tropezarse. Con cada deslizamiento, las heridas de las plantas de sus pies se abrían más, y entre sus dedos se escurría la sangre viscosa.

—Haz que esté bien, haz que estemos bien —murmuraba, aunque sabía que era mejor no hablar, no romper el silencio. Su corazón latía más rápido que cuando había destrozado la puerta, porque en ese oscuro movimiento a cámara lenta, no tenía tiempo de pensar. El sudor corría por sus cejas, como si aún estuviera haciendo trizas la puerta, e intentaba no pensar de dónde venía, porque lo que le esperaba podía ser peor.

Shhp-shhp era el sonido que sus pies hacían al deslizarse. Cuanto más avanzaba, más lejano parecía el pasillo común. La luz era apenas una chispa. Deseaba con todas sus fuerzas salir corriendo y encontrarla. Vivir en la luz, donde estaba segura. Se mordió el labio inferior para no hiperventilar y se recordó a sí misma que tenía que respirar. No podía irse, porque más adelante olía a cigarrillos Winston recién fumados: Jayne estaba allí.

¡Creeeaaak!

¿Qué era eso? Una parte de ella lo adivinó, pero el resto no quería saberlo. Se movió más rápido. ¡Shhp-shhp! Entonces se mordió el labio y escuchó. El sonido continuaba.

¡Shhp-shhp!

—Ohhh… —comenzó a decir, cuando se tapó la boca con la mano para reprimir su propia exclamación: algo estaba allí con ella.

¡Shhp-shhp! Avanzó un poco más cerca. El sonido era como papel de lija contra el mármol. Venía de detrás, lo que significaba que la tenía atrapada dentro. Aguantó la respiración, el gemido del principio de una llorera, y se apretó la boca y la nariz para estarse quieta. Quizás tampoco lo que la perseguía podía ver en esa oscuridad. Tal vez si permanecía en silencio…

Levantó los pies. Los echaba delicadamente hacia atrás mientras caminaba. La cosa siguió. ¡Shhp-shhp!

Demasiado oscuro. Ay, Dios, y el aire era demasiado húmedo. ¿Dónde estaba Jayne?

¡Shhp-shhp!

¿Qué era eso? Dejó que su boca y su cuerpo reaccionaran antes de que su mente pudiera censurarlos.

—¡Jayne! —gritó tan alto y sin concierto que le dolió el pecho ante la expulsión del aire.

Le contestó el silencio. Y entonces… ¡Shhp-shhp!, ¡Shhp-shhp!, ¡Shhp-shhp! Se movía más rápido y con más urgencia. ¡Venía a por ella!

Siguió caminando. Los pies descalzos pisaban con cuidado a través de los objetos desperdigados. Algo blando. Otra cosa, dura, que casi cortaba. Las lágrimas le caían como el agua de la ducha. Quería deslizarse por la pared y rendirse. Encogerse como un balón, tal y como hacía en el medio este, para esperar que su madre no la viera.

¡Shhp-shhp! ¡Shhp-shhp! Estaba demasiado cerca. Podía sentir sus ojos buscándola.

Extendió las manos y sintió la pared a ambos lados. Aceleró el paso. Detrás de ella, como una pareja de baile a gran distancia, el monstruo se movía rápido también: ¡Shhp-shhp!

De repente, la pared de escayola de la izquierda se acabó. Su mano colgaba. Se le escapó una respiración de tono alto que hizo un sonido, como «¡huuhoooh!».

A la izquierda, había un pequeño dormitorio. Tenía mucha luz, como la pantalla de una película en un cine oscuro, aunque el pasillo continuaba negro como la tinta.

—¡Oh! —dijo—. ¡Oh, no!

Todas las revistas que Jayne había coleccionado ya no estaban dispersas por el suelo. Estaban amontonadas y pegadas juntas en un cuadrado de ciento veinte por sesenta centímetros contra la pared. Alguien había intentado desgarrar un agujero a través de ellas para crear un pomo, pero el papel era demasiado grueso. Una puerta diminuta.

Dejó escapar un grito.

—¡Aaahh! —dijo, luego se mordió el labio inferior, porque la cosa estaba aún más cerca. Podía olerlo: piel vieja y seca.

¡Shhp-shhp! ¡Shhp-shhp!

¡Más rápido! Otro paso. Y otro. Tan rápido como pudo, empapó el suelo con su sangre. Su mano colgaba de nuevo. Otra habitación. La habitación principal. También había mucha luz allí. La cama sin hacer, el colchón de látex húmedo. Todas las fotos que habían estado sujetas con imanes a la nevera ahora yacían dispersas por el suelo. En cada una de ellas, la cara de Jayne había sido tachada con un grueso bolígrafo rosa.

Otro paso… y otro. Corrió. Se le encogió el pecho como si tuviera un ataque al corazón, pero aun así continuó.

¡Shhp-shhp! ¡Shhp-shhp! La cosa estaba tan cerca que pudo sentir el suelo vibrando mientras corría. En un ataque de pánico, se rindió al silencio:

—¡Jayne!

Delante de ella, algo crujió.

—Aguanta, Jayne. ¡Por favor, aguanta!

Jadeaba y chorreaba sudor. Su corazón se movía ahora despacio, aunque estaba más aterrorizada que nunca, porque su cuerpo estaba agotado. Solo un poco más lejos, se prometía a sí misma. Solo unos pasos más. Porque ya llevaba… ¿cuántos? Once. El cable de la luz tenía que estar cerca. Supuso que unos ocho pasos más.

Siete, seis, cinco.

¡Shhp-shhp! Si extendía los brazos, podía alcanzarlo y agarrarlo. Aceleró el paso e intentó poner distancia entre ellos. Dios, tira abajo este lugar, rogaba en una silenciosa y absurda oración. Trágatelo, devóralo, de modo que nunca sea y nunca vuelva a ser.

Tres pasos más ¡y le habría tomado la delantera! Pero entonces, ¡mierda! Su pie derecho se enganchó dentro de algo frío y duro. Lo giró, pero lo frío no la dejó irse. Perdió el equilibrio. Cayó en algo hueco y metálico. El ruido hizo eco por toda la pared. ¡Muy alto!

¡Shhp-shhp! ¡Shhp-shhp!

Había metal por todos lados en los que alcanzaba a tocar. Su primer pensamiento fue que había aterrizado en la tumba de los inquilinos que habían muerto en el Breviary. Durante años, sus huesos, las varas y los tornillos que los habían mantenido juntos se habían ido apilando allí. La cosa que hacía ese sonido (¡Shhp-shhp! ¡Shhp-shhp!) era un espectro humano, protegiendo la guarida del tesoro.

Sonrió con un firme y apretado rictus, luego intentó ponerse de pie, pero fue atrapada por más metal (¡huesos!).

¡Shhp-shhp! Estaba cerca de nuevo. A la distancia de un brazo.

—¡Ayuda! —gritó. Nadie le respondió. Ni siquiera un vecino fisgón. ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba todo el mundo?

»¡Jayne! —gritó. Sin respuesta. Silencio. Completamente sola, como si siempre lo hubiera estado.

¡Shhp-shhp! Pudo sentir al muy hijo de puta consiguiéndolo. Sobre su cabeza, continuó ese crujido. Un sonido terrible.

Se giró. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Vio a un hombre, o al menos una vez lo había sido. Un traje de tres piezas. Se arrastraba con las manos y las rodillas. Edgar Schermerhorn. Sus ojos eran negros, la piel le colgaba floja y podrida de sus torcidos y arácnidos huesos. Sus brazos eran tan largos como sus piernas.

Con un profundo gruñido, se levantó a sí misma apoyándose en la pared. Saltó con una pierna, pero tropezó de nuevo con el anillo metálico y se cayó de nuevo. Aterrizó en el mismo lugar. Se le salió la rótula. El sonido fue como un tarro hermético girando para abrirse. Un estallido de chispas.

—¡Aaauuuuuuu! —Dio alaridos mientras su cuerpo entraba en un frío shock, pero se puso de pie con las manos y la pierna sana, arrastrando al vagabundo detrás de ella.

Dos pasos más. Uno más. Ya no más pasos. La soga tenía que estar allí, en el centro del salón.

¡Shhp-shhp!, se arrastraba detrás de ella. Pudo oír su respiración resollando. Algo frío y blando rozó la parte trasera de sus pies. Tal vez un dedo. O una pata de araña.

—¡Vete! —gritó mientras se levantaba a sí misma de nuevo, utilizando su pierna buena y dejando la otra colgando. Olas de dolor se sucedieron muy deprisa. Llorando, se giró y alcanzó el interruptor. No sabía que estaba hablando, ni lo que estaba diciendo, mientras sus manos oscilaban por el aire:

—Yujuuu. Puedes-hacerlo-Audrey-por-favor-hazlo-sé-que-puedes. Yujuuu…

Pánico. Otro frío y blando dedo. Esta vez, rozaba su cuello. ¡El cordón! ¿Dónde estaba?

¡Creak! Algo caliente y húmedo se escurría por encima. Le goteaba por el nacimiento del pelo. ¿Una tela de araña? Sintió el aire desplazado como la suave brisa de un ventilador en verano y entonces Schermerhorn se puso sobre ella. La empujó por los hombros hacia el suelo.

Su aliento era de viejo y de borracho. Demasiado indescriptible como para gritar. Luchó, arrancando sus partes blandas mientras los dedos de él apretaban su garganta. Quizás fuera su ropa, o puede que su piel, pero sabía que él la estaba mirando. Ojos de araña. Robaban toda la luz, por lo que hasta su reflejo se había ido, y entonces comprendió por qué el pasillo había estado tan oscuro.

—¡Nadie sale de aquí! —gritó.

Apretó más fuerte. Se agitó en la oscuridad, con los pulgares levantados, buscando aplastar sus ojos y deseando haber conservado el anillo de compromiso, para morir con algo de él cerca.

Y entonces, de repente, el pasillo se iluminó. Todo se volvió luminoso. El hombre-cosa se fue. El pasillo estaba vacío. Conmocionada, sacudió el aire.

—¡Aaaaah! ¡Aaaah! —gritó, sus piernas encogidas cerca del cuerpo, la rótula salida, los pies sangrando. Boxeaba con un fantasma.

A lo largo de todo el pasillo estaban los rastros de su sangre, como si hubiera caminado sola. Los inquilinos la miraban desde fuera del 14E. Se dio cuenta de eso en un destello, luego giró la cara hacia el techo del Breviary. Algo goteaba y crujía.

Se levantó. Unos chispazos de dolor fuerte, como si fueran corrientes de un desfibrilador, latían en su piel. En lo alto, unos zapatos Oxford se balanceaban en círculos concéntricos. Sus suelas estaban cubiertas por una fina capa de goma y, enrollado alrededor de una rodilla, había un grueso vendaje. El pelo rojo teñido, pendientes de diamantes falsos infectaban una parte del lóbulo izquierdo, como decoración. Una falda abierta, de fieltro, larga y suelta como una flor, mostraba unas pálidas y magulladas piernas. Las bragas blancas estaban mojadas y sucias.

Goteo, goteo. La orina golpeaba la frente de Audrey, porque cuando la gente muere, la vejiga se relaja.

Vio con lo que había tropezado. No eran huesos, sino la escalera metálica por la que Jayne había subido y a la que luego había dado una patada. La soga no estaba atada correctamente. Su cuello no se había roto. Esa era la razón del balanceo y el motivo de que la soga hubiera chirriado. Demasiado floja.

Parecía sentirse sola mientras se balanceaba, por lo que Audrey la alcanzó y tocó la suela de su zapato izquierdo.

—Estúpida —dijo. Luego rompió a llorar, mientras los inquilinos del Breviary se acercaban.