Te odio
Audrey se giró hacia el 14B y sacudió la cabeza, como si la vaciara: ¿qué acababa de ocurrir? La alfombra bajo ella se tambaleaba. No había dormido la noche anterior y hoy se había tomado las pastillas. ¿Le estaba produciendo el litio una alucinación? ¿Había existido ese artículo de Agnew? Se sentía muy cansada y mareada.
Pisó la muñeca hawaiana, pobre muñeca. Incluso la bombilla estaba destrozada. La puerta se abrió sin necesidad de usar la llave. La luz que brillaba a través de la grieta formaba dos triángulos dentro del pasillo, oscuro y brillante, yuxtapuestos uno contra el otro.
Entrecerró los ojos. ¿No había cerrado con llave? No podía recordarlo. Pero ella siempre cerraba las puertas. Se quedó en el umbral. Una parte de ella se sintió tentada de sentarse en el descansillo y esperar a que fuera de día. Pero los pantalones de chándal de Clara… tenía que cambiárselos. Y Lobezno necesitaba agua. Y ella su cartera. Tomó aire y se sumergió. Sus bailarinas rotas hicieron ruido a lo largo del largo pasillo. Se le escurrían mientras caminaba y se dio cuenta por primera vez de por qué sus pies habían estado tan fríos todo el día. El agua de la lluvia se había filtrado a través de las rajas que la muñeca hawaiana había hecho en sus zapatos.
En la sala de estar, todo estaba como lo había dejado. La ropa formaba una alfombra extendida. El colchón estaba desinflado. El piano brilló atractivamente y, de inmediato, pensó en Saraub cantando un desentonado Heart and Soul: «¡Estoy enamorado de ti locamente!». Estúpido, lo cantaba de broma, pero lo sentía de verdad.
Fue a la torrecilla, lo primero. Fuera de la ventana el M63 abrió sus puertas. La una y media de la madrugada de un martes tormentoso. Los pasajeros se desparramaban y los paraguas florecieron como flores fúnebres en la fuerte lluvia. Presionó la nariz contra la cristalera. ¿Y qué pasaba si al final este lugar no estaba encantado y ese espectro del que huía era ella misma?
«¡Va-detrás-de-nosotras-corderita!», le había gritado Betty esa tarde en Hinton, casi veinte años atrás. Sus manos goteaban sangre en el suelo blanco diamante de la cocina. En la memoria de Audrey, la perfecta visión de sí misma era que había estado en el colegio todo el día. Pero la verdad era que había estado bebiendo de una botella robada de Canadian Mist detrás del restaurante donde limpiaba los platos y luego había ido dando traspiés por la ciudad, con piernas de goma. Cuando encontró a Betty con ese cuchillo, aún estaba borracha. No era tan sorprendente que Betty no la hubiera reconocido de primeras, dado cuán diferente debía de haber parecido de esa pulcra niña pequeña que una vez había sido en Wilmette.
¿Le pondrían los médicos una camisa de fuerza si ingresaba en Bellevue? ¿Estaría atrapada como Betty? ¿Podría Bethy averiguarlo desde la oficina y extender la noticia como un exacerbado predicador: «¡Audrey Lucas está loca!»? Sus ojos se humedecieron mientras lo pensaba. Renunciaba a Bellevue. No quería vivir si eso significaba compartir el destino de Betty. Porque el daño que había visto en esa resonancia no había ocurrido de la mañana a la noche. No, eso había llevado años de medicinas para resistir esos agujeros en la mente de su madre. Y la cosa es que, si pierdes tu alma tan despacio, ¿todavía te pertenece?
Lo decidió entonces. Haría las maletas y se iría esa noche. Cuidaría de sí misma, como siempre. Si todo eso estaba en su cabeza, pues bueno, el tiempo lo diría. Pero el primer paso para averiguarlo era salir del Breviary.
Entonces fue cuando se dio cuenta de que la repisa de la torrecilla estaba vacía. ¿Dónde estaba Lobezno? Inspeccionó la sala. Lo que captaron sus ojos era demasiado inquietante para asumirlo, así que, en vez de eso, se centró en la ropa desgarrada que crujía como las plumas de paloma cuando se pisan, que estaba cerca del conducto del aire caliente. En el borde del colchón inflable había dos pares de zapatos alineados como una pareja de vals, incluso más perfectos. Los pantalones sucios que había olvidado poner en remojo o siquiera doblar estaban tirados en el suelo. Una armadura de barras de acero de un metro con tejido vivo atrapado en sus alambres estaba apoyada en el piano. Después de mirar esas cosas, su mirada regresó a lo primero que había visto: la puerta.
Desde que se había ido esta mañana, alguien la había sacado del armario y la había apoyado contra la pared de detrás del piano. Era más grande que cuando la había visto por última vez, antes de Nebraska. Todas las cajas deshechas que le sobraban estaban pegadas ahora a esa estructura de ciento ochenta y dos por doscientos cuarenta y tres centímetros, y su pomo había sido creado empotrando la llave del agua caliente de su bañera. Tenía cuatro radios redondos como formando una cruz con la letra hache en el centro.
Pero la llave del baño no era la parte más perversa de todo ello. Ni la aparición mágica de las barras de acero sanguinolentas, ni la puerta que había aumentado durante la noche, ni siquiera la comprensión, mientras trazaba la distancia entre el apartamento y el ascensor en su cabeza, de que Loretta no se había sobresaltado del todo. Había saltado porque Audrey la había pillado abandonando el 14B, donde había sacado la puerta del armario y depositado la barra. Probablemente, también había sido la que le había puesto el chándal de Clara y las gafas en el armario, mientras Audrey estaba fuera de la ciudad.
Pero no, eso no era lo peor, lo peor era que en el centro de la puerta había dos montones húmedos superpuestos como de un puré verde en forma de alas alargadas. Estaban pegados al cartón por diminutas espinas. No quería creerlo. Cuánto hubiera deseado que no fuera verdad. Pero ahora recordaba, como si fuera desde un sueño, lo que Schermerhorn le había dicho la noche anterior mientras trabajaba: «Tienes que hacer tu puerta con cosas que quieras, o nunca se abrirá».
Sus doloridos dedos llenos de pinchazos cobraron sentido de repente.
—Lobezno, lo siento.
Ahora veía que había fallado. Era la misma vieja canción que había sonado toda su vida, aunque se daba cuenta ahora. El Breviary estaba encantado. Los inquilinos estaban en ello, quizás incluso poseídos por él. Desde el momento en que puso los pies en ese edificio, había estado en peligro. No estaba loca y nunca lo había estado. Solo dañada, como todos en este mundo. Sabía eso desde el principio, justo como había sabido veinte años atrás que tenía que dejar a Betty y empezar una vida propia. Pero nunca había confiado en sí misma lo suficiente como para seguir sus instintos y por eso había cometido un montón de auténticos errores estúpidos.
Era el momento de dejar ese lugar y no mirar atrás.
Eso ocurrió cuando la pared en la que estaba apoyada comenzó a murmurar. El bajo tono cargaba una síncopa que sonaba como la voz de Schermerhorn.
—Audrey —susurró.
No estudió la situación, ni espero otra palabra, ni se preguntó si se lo estaba imaginando, ni siquiera buscó sus zapatos. Corrió hacia la puerta. Al tercer paso, tropezó sobre el colchón inflable. Luego caminó hacia atrás como los cangrejos, fuera de la sala de estar.
El suelo y las paredes zumbaban suave y tranquilizadoramente. El cosquilleo se esparció dentro de su pecho y su mente, y el retorcido gusano se despertó.
—Shhh, Audrey, no nos dejes —la reprendía. El acento no era británico, como ella pensaba, simplemente anticuado y sofisticado, como si hubiera sido educado en la Europa de la década de 1840.
Se movió rápido y entonces el suelo retumbó:
—Audrey, querida. —Esta vez no era Schermerhorn, sino Clara, los niños (¡Keith, Olivia, Kurt, Deirdre!), Loretta Parker, Martin Hearst, Evvie Waugh y Francis Galton. También los otros inquilinos, muertos y vivos. Diferentes tonos, demasiado disonantes para ser armoniosos, pero ninguno completamente humano. Le recordó al lenguaje de las langostas en verano.
Salió todavía más deprisa. Las vibraciones bramaban a través del suelo, encontrándose con la punta de sus dedos y transportándose a su pecho. Caliente y horrible. El gusano la mordía. Lo notaba subiendo por su barriga y extendiéndose por su pecho, serpenteando.
Y entonces, en la sala de estar, unas luces de proyector parpadearon. Contra la puerta de cartón, una película en blanco y negro brillaba. La película mostraba un rancho de dos pisos con una valla rota. Un hombre rubio y una bella mujer con el pelo largo y oscuro, y con hoyuelos. Sujetaban a un bebé que maullaba en sus brazos.
Audrey dejó de mirar. La imagen la sacudió ligeramente, pero supo lo que contenía. Su familia antes de que se rompiera.
—Audrey. —Una voz la llamó a través de las paredes y el suelo, e incluso del aire del 14B. Solo esta vez, su sonido ofrecía consuelo. Las lágrimas llenaron sus ojos. Esta vez era Betty.
—¿Mamá? —preguntó Audrey.
La imagen en blanco y negro hizo zum sobre la mujer y la niña. El hombre desapareció, así como la casa, con su valla rota. En la imagen, diminutas hormigas rojas se arrastraban por la piel del bebé.
—Termina la puerta, Audrey, así podremos estar siempre juntas.
Las vibraciones susurraban a través del suelo, acariciando sus manos y rodillas como una manta caliente mientras, contra la puerta, la imagen de Betty estaba en silencio. Solo se movían sus ojos. Seguían a Audrey como el reloj con forma de gato de Cheshire.
El gusano roía sus órganos con diminutos y pequeños mordiscos.
—No eres mi madre. Betty se marchó. Me abandonó —gimoteó Audrey.
—Olvidaste tu promesa, pero yo no. Guardé aquella foto de segundo curso. Tú y yo, para siempre. Me traicionaste, corderita. Me dejaste sola en ese terrible lugar. Pero te perdono. Termina la puerta —contestó Betty.
La luz del pasillo parpadeó y luego se apagó. Todo se volvió oscuro, excepto la imagen de Betty sujetando al bebé. La cámara amplió el zum. Los bonitos hoyuelos, una sonrisa vacía. Audrey recordó la resonancia, las alas negras y el día de las hormigas rojas en Hinton, cuando su vida entera cambió.
—Era tu locura persiguiéndonos. Nunca fue tras de mí, mamá, porque yo no estoy loca —susurró Audrey.
—Eras tú, Audrey. —Las paredes hacían eco con la voz de Betty.
Recordó ese día de hacía veinte años. Había más en la historia de lo que siempre se había dejado creer a sí misma.
El cuchillo de Betty contra su garganta. Las gotas de sangre.
«Shhhh, mamá», había susurrado la borracha y joven Audrey cuando finalmente había mostrado el coraje para hablar. «Shhhh, soy tu Audrey».
Betty había bajado el cuchillo un poco, pero no lo suficiente, por lo que Audrey había puesto sus dedos entre la hoja y su piel, y luego se fue agachando hasta que se arrodilló sobre el suelo roto.
—Te ayudaré, mamá —le dijo—. Mira, lo haremos juntas.
Y levantó un pedazo de suelo sucio. Había hecho agujeros en su propia casa simplemente para apaciguar a la maníaca de su madre.
«¡Mira, ahí está el monstruo!», había gritado Betty hacía veinte años, solo que no había ningún monstruo, sino una colonia de hormigas, de la que había salido un enfadado grupo. Habían inundado las blancas baldosas. Audrey estampó su pie hasta que el suelo se volvió rojo, mientras Betty escapaba. Cuando terminó, el suelo estaba hecho un desastre por la sangre, como si Audrey hubiera cometido un asesinato.
El policía que apareció no solo le había dicho que llevara jersey de cuello vuelto. Le había anotado el número de un refugio para niños. Pero, como siempre, se había quedado, había limpiado el desorden y, cuando Betty regresó seis semanas después presumiendo de un supurante tatuaje del conejito de Playboy en su hombro, con un grave caso de hepatitis C en desarrollo, ella lo había limpiado también.
—Ésa es la razón por la que siempre huíamos, mamá. Las hormigas estaban siempre persiguiendo tus agujeros. No tenían nada que ver conmigo —dijo Audrey mientras cambiaba de dirección y se arrastraba sobre las rodillas de nuevo dentro de la sala. Los ojos de gato de Cheshire de Betty se movían a la izquierda y luego a la derecha. Izquierda, derecha.
—Te echo de menos, nena —respondieron las paredes con la voz de Betty mientras la cámara acercaba el zum. Desde el fondo de la imagen en blanco y negro los insectos empezaron a arrastrarse. El bebé chilló.
—Estás enferma, mamá. No eres buena para mí, ni para nadie más —dijo, porque lamentaba no habérselo dicho antes, en vez de seguirle siempre la corriente para mantener la paz. Siempre fingiendo que las cosas estaban bien, incluso cuando sus muñecas habían teñido la bañera de rojo.
Las hormigas cubrían la hinchada cara del bebé mientras lo mordían. La imagen seguía, pero el sonido se transportaba a través del suelo y las paredes. Un llanto y un furioso gemido.
—Estamos atrapadas aquí, corderita. Sácanos —dijo Betty mientras la imagen se agrandaba y el bebé desaparecía—. Si construyes la puerta, regresaremos a Wilmette, antes de que las hormigas rojas llegaran. Solo tú y yo. Viviremos allí para siempre y podrás ser siempre mi niña. Construye la puerta.
Sollozando, Audrey se tapó los oídos. El zum de la cámara se acercó más. Ahora solo estaba Betty, treinta y cuatro años antes: guapa, con el mundo a sus pies. Contra la imagen quieta, una hormiga rondaba a través del blanco del ojo y su piel se retorció.
Audrey tocó la imagen proyectada en el cartón. Era suave, como la piel de su madre. Con la mano que le quedaba libre, alzó la barra de acero. Un palo de acero enrollado con un alambre tenso y puntiagudo. Su lado opuesto estaba obstruido con gordos pedazos de lo que parecía teja.
—Nadie te va a querer como nosotros. Nadie lo hará. Te dejarán, cada uno de ellos. Saraub, Jill… Incluso Jayne ya se ha ido. Pero nosotros estamos aquí, corderita mía.
Si golpeaba la barra contra el piano, podía utilizar la madera para construir un marco robusto. Pero lo sabían, ¿no? Loretta y los habitantes del Breviary. Por eso le habían dejado ese sangriento regalo. Esa era la razón de que le hubieran preguntado por Saraub: querían estar seguros de que estaba sola. Era el motivo por el que la habían dejado vivir allí por tan poco dinero, y por el que Edgardo había desaparecido: la había advertido.
—¿No estás cansada de luchar? Nadie debería tener que trabajar tanto para conseguir tan poco. Te lo mereces. Construye la puerta y podrás descansar. Mamá cuidará de ti.
Audrey miró la construcción de cartón y se dio cuenta de que estaba mal. Demasiado plana, demasiado robusta. No se adhería a la inclinación del Breviary. Igual que en su sueño de la puerta de Clara, se caería tan pronto la abriese. Necesitaba curvas y un caos funcional. Necesitaba una arquitecta en vez de una cantante de ópera o un estirado autor de historias personales. Sonrió cuando comprendió que el 14B la había elegido porque era la chica especial.
Audrey alzó la pesada barra. El zum aumentó. Las hormigas salieron disparadas. Fuera de pantalla, un bebé chillaba como si estuviera siendo quemado. La cara de Betty se hundió. Sus ojos se volvieron negros. Algo estaba dentro de ella, vistiendo su piel como si fuera un abrigo.
—Hazlo ahora, Audrey. No hay mucho tiempo. Incluso los edificios tienen su principio y su final.
Audrey pestañeó. Miró por la ventana a la lluvia torrencial. Sus manos estaban llenas de diminutas heridas de cactus. Recordó el sueño que tuvo la noche que Betty murió: «Es mejor que corras, corderita». Y esas hormigas rojas en Hinton las había olvidado, pero habían sido reales. Habían salido de una colonia de debajo del suelo. Quizás incluso era verdad que habían perseguido a Betty a cada ciudad, porque nadie es lo suficientemente afortunado para nacer completo. Tal vez algunos demonios eran reales.
«Estoy cansada de luchar, corderita», decía la nota.
Entendió entonces que esa cosa no era su madre. Ni Clara, ni los inquilinos, ni siquiera Schermerhorn. Esa cosa que la llamaba era el Breviary. Pero había algo que el Breviary no sabía, porque ella no lo había averiguado por sí misma hasta ahora.
Odiaba a Betty Lucas. Deseaba su muerte. Siempre la había deseado. Algunas noches en Yuma, en Hinton e incluso en Omaha se había imaginado poniendo una almohada sobre la cara de Betty mientras dormía. Y cada vez que se fumaba un porro, se iba a dar un largo paseo, se emborrachaba, limpiaba una habitación veinte veces o incluso se cortaba, no había sido por odio a sí misma, sino para calmar a sus propias hormigas rojas, porque así no perdía su buen humor y clavaba un cuchillo en la garganta de Betty.
Levantó la barra de acero. La sangre corría caliente por sus venas mientras se balanceaba.
—¡Yo…!
La barra retumbaba en sus manos. Los alambres que la recubrían vibraban contra la palma de su mano, pero sus callosidades estaban tan duras que no se cortaba. Se balanceó de nuevo.
—¡Te odio…! —Y otra vez se balanceó—. ¡Ahhhh! ¡A ti!
Su cuerpo entero la golpeó y luego tembló junto con la barra. Se volvió a balancear.
—¡Te odio!
Una y otra vez.
—¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡No quiero regresar! No quiero arreglarlo, se terminó. Está muerto. ¿Por qué tú no lo estás?
Rompió en pedazos la cara de Betty Lucas. Sus ojos de película en blanco y negro se le salían de las órbitas en una expresión de locura y sorpresa. La imagen expulsó sangre negra por debajo de la puerta. Mientras encharcaba el suelo del 14B, se volvía roja. Lo rojo se convirtió en diminutas y pellizconas hormigas rojas que marchaban dentro del agujero podrido y de las paredes del Breviary. La línea se hacía más delgada mientras la sangre de Betty se iba agotando.
—¡Yuju! —gritó, mientras la última de las cajas caía—. ¡Adiós!
Lobezno se convirtió en un montoncito al caer al suelo. El grifo del agua rodó de manera desigual de punta a punta, y sus gritos se convirtieron en gruñidos y sonidos sin sentido. Y luego, simplemente jadeó.
Toda su vida había soñado con levantarle la voz a Betty. Gritarle, recitarle uno de los cientos de discursos que había memorizado, o simplemente preguntarle: «Esta vida que me has impuesto, ¿de verdad te has convencido a ti misma de que lo haces porque me quieres?». Pero siempre se había reprimido a sí misma. Siempre había dejado que Betty siguiera con su numerito. Hasta ahora.
Siguió golpeando hasta que las cajas fueron diminutas piezas en el suelo que se mezclaban con su ropa y se pegaban a sus reabiertas y sangrantes heridas como tiritas caseras. Jadeando, demasiado cansada para golpear una vez más; bajó la barra de acero.
La puerta se había convertido en una pila.
—Que te jodan —gritó a su madre, al 14B, al Breviary e incluso a Dios, quien debería, de vez en cuando, tomar partido.
—Audrey. —Las paredes susurraron a través de vibraciones en el suelo. Ya no era la voz de su madre, a quien ya había vencido. Eran Schermerhorn, Clara y los niños. También eran los inquilinos del pasado y del presente. Podía oír sus pensamientos. Un intenso pensamiento. El suelo formó un estruendo. Las paredes se sacudieron. Las vibraciones creaban un grito furioso:
—¡Constrúyela, zorra!
Por una vez, confió en sí misma y no dudó. Corrió. Tras ella, las paredes se volvieron rojas. El agua se vertía por la puerta abierta del baño mientras pasaba. Su curiosidad no pudo con ella. No miró dentro de la bañera. Solamente escuchó el sonido del forcejeo. La empalagosa voz de la niña que, en su miedo, había ahogado accidentalmente a su hermana en sus brazos.
—Apreté demasiado fuerte, mamá. —Olivia gritaba a altibajos.
Y entonces, la respuesta del monstruo. Su voz era extrañamente amable, como si les estuviera haciendo un favor a todos.
—A la bañera contigo, preciosa Olivia, y todo se habrá terminado. Estaremos siempre juntos.
Audrey giró el pomo y escapó del 14B.