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Los corderos saben mejor que los cerdos

Con la parte baja de la ciudad inundada, el metro se quedó atascado en la calle Christopher. No había suficientes taxis, lo que convertía al huracán Erebus en el gran igualador social. Sus colegas neoyorquinos y ella se apiñaron como sardinas en el autobús M60. La corpulenta señora mexicana de su izquierda vestía una camiseta de talla pequeña que rezaba: «¡Americano, compra!». Desenroscó un tarro fangoso de manitas de cerdo en conserva y rasgó la carne con sus dientes, mientras masticaba. A su derecha, un caballeroso hombre de negocios con el pelo negro engominado y un lustroso traje italiano se aferraba ferozmente a la agarradera del techo. Parecía nuevo en el uso del transporte público y no iba a compartir con nadie más del autobús la agarradera.

Todos estaban mirándose unos a otros de arriba abajo. Con su chándal y sus zapatos rotos, Audrey quería esconderse. Aunque no tenía que molestarse: sucia y grasienta, nadie la miraba dos veces. Pero entonces, un delgado hombre negro con manos ajadas movió su bolsa rosada de Conway e hizo sitio para que se sentara.

—Aquí —le dijo, y reservó con su mano el espacio vacío, para que nadie más pudiera saltar y robárselo. Ella sonrió agradecida.

Era más de media noche. Tan pronto como saltó de su cubículo («¡Tus hormigas rojas están apareciendo!»), había salido pitando hacia la recepción, donde el de seguridad la había desalojado educadamente porque la oficina estaba cerrada. Cuando estuvo fuera del edificio, llovía demasiado como para hacer un plan seguro de carrera por el metro. Las puertas de la mayoría de los refugios de indigentes cerraban a las diez de la noche. No tendría dinero en efectivo hasta que el miércoles le ingresaran la nómina. El vuelo a Omaha y la factura del motel habían saturado su tarjeta de crédito, así que no podía hacer frente a otra noche en el Golden Nugget. Además, su única divisa era su billete del metro: se había dejado la cartera en el Breviary.

Mientras permanecía en la puerta de entrada a su oficina, lloviendo a cántaros, había hecho una llamada como último recurso desde su móvil:

—Hola, soy yo. La chica que querías y a quien dejaste tirada. Mil gracias. Perdona por hacer esto, pero estoy metida en un problema y necesito tu ayuda. Llámame, ahora.

Cuando le devolviera la llamada, planeaba mendigarle el juego de llaves que guardaba en el apartamento de Sheila para poder quedarse en su apartamento mientras él estuviera fuera de la ciudad. Vulgar, sí. Grosero, sin lugar a dudas. Pero necesario, también.

Pero esa noche, sus opciones eran limitadas. Estaba lloviendo demasiado fuerte para caminar por las calles. Supuso que, como Spalding, podría pasar el tiempo en el vestíbulo del Breviary. Aunque quizás eso fue lo que lo llevó a su final.

Podía llamar a la puerta de Jayne y preguntar, a pesar de lo de la hawaiana, si podía pasar la noche en el 14E. Seguramente el edificio entero estaba encantado (o más fácil, había perdido el juicio), pero al menos no estaría sola. Y si eso también fallaba, siempre estaba el hospital de Bellevue. De tal madre, tal hija. Lo bueno de los hombres con cazamariposas es que vienen a por ti.

El autobús no llegó a la calle 110 hasta después de la una de la madrugada.

Pasó corriendo por delante del hombre haitiano con guantes blancos y borlas en los hombros, que estaba leyendo lo que parecía una revista de niñas japonesas bondage: unas preadolescentes con trenzas y falditas cortas besuqueándose. A lo largo del techo del alto vestíbulo, que ahora sabía que había sido un altar, descubrió diez vigas de soporte expuestas y manchadas de marrón. Imaginó que la del medio era donde Edgar Schermerhorn había anudado su soga. Porque era el punto central del vestíbulo y habría querido que todo el mundo viera su cuerpo al salir del ascensor.

Su mente creó una imagen: un loco elegante con el pelo gris desaliñado y un traje de tres piezas, una chirriante soga que se balanceaba se iba friccionando y se rompía. La estaba mirando ahora, a través de los ojos del edificio. Podía sentirlo.

¿Y cómo sabía el Breviary tanto de ella? La sonda que se había tragado vivía en su estómago y la había estado escuchando todo ese tiempo. Agnew Spalding también lo sintió. Quizás se metía dentro de todo el mundo que pasaba tiempo allí. Cuanto más se quedaran, más devoraba su persona y más se parecían al Breviary.

El ascensor tardó una eternidad en subir. Mientras esperaba, mentalmente hacía las maletas: Lobezno, la caja de las cosas de su madre, la cartera y los pantalones sucios que tendría que enjuagar y ponerse mañana. Luego llamaría a la puerta de Jayne. Mendigaría un poco, quizás se disculparía, o le encasquetaría la culpa de la muñeca hawaiana destrozada a la extraña señora Parker del 14C.

En la tercera planta escuchó un ligero barullo. Las voces se hicieron más fuertes a medida que la caja del ascensor subía. Sonaban agradables: una fiesta. En la quinta planta recopiló fragmentos de conversación: la risa de una mujer, de tono alto y tintineante como el sonido metálico de una copa de cristal.

—Nena, eres la mejor.

Mientras ascendía por la séptima planta, vio un par de pies, luego unas piernas con pantalones y una blazer y, finalmente, una lisa y blanca máscara: Galton. Estiró el brazo y rozó la jaula de metal con los dedos. Había otros tres o cuatro que salieron al pasillo. Sus cuellos se estiraron mientras ascendía. Bonitos vestidos y fracs negros. Desde lejos, todos sus ojos parecían negros, como si los gusanos de su interior se hubieran vuelto gordos. Como si ya no fueran personas, sino cáscaras.

La conversación se reanudó cuando ella estuvo fuera de la vista. Un hombre con una voz rasposa de fumador gritó:

—Ahí va, tal y como te dije.

—Si no funciona esta vez, la construiré yo mismo, ¡arpía!

—¡Paf! ¡Buff! ¡Me gustaría verte intentarlo, picha floja! —respondió una mujer.

Entonces todos se rieron. El sonido se hizo más lejano a medida que el ascensor subía. Por el piso doce, percibió un ruido blanco de nuevo.

Las puertas se abrieron en el catorce. La bombilla de luz blanca parpadeante de esta mañana había sido sustituida por una de color rosa suave. Daba la impresión de ser un extravagante burdel de Las Vegas. Alguien había espolvoreado Love My Carpet en una línea por la alfombra roja, pero había olvidado aspirarla.

No quería salir. Bellevue, las calles mojadas, el Dunkin Donuts que abría toda la noche, los insólitos túneles del metro con la gente topo. Cualquiera de esas opciones habría sido más inteligente que venir aquí.

Pero ahora no podía regresar. Los adultos no huyen de sus problemas, los afrontan. Además de que no iría muy lejos sin su cartera.

Cuando salió, se encontró a la señora Parker en su esplendor, como una rata a dos patas, enfrente del 14B. A sus pies estaban los arenosos restos de la hawaiana. Cuando se percató de la presencia de Audrey, se le salieron los ojos.

—¡Ieee! —chilló como un ratón sorprendido, luego agarró la parte izquierda de su pecho con ambas manos, como si a su corazón le hubiera dado un reventón.

Audrey se apresuró a su lado.

—¿Está bien?

La mujer se agarró firmemente al brazo de Audrey con sus dedos huesudos, luego suspiró. Olía como a piel muerta.

—Oh, querida —jadeó—. ¡Me asustaste!

—Lo siento.

La mujer vestía un vestido de Diane Von Furstenberg de 1990 que le llegaba a la altura de medio muslo y con el cuello en forma de uve, enrollado. Sus rodillas eran como arrugadas crías de hámster y sus labios estaban manchados del color de las moras. ¿Sangre seca? No, vino tinto. Movió los párpados de sus ojos con cataratas unas cuantas veces, aún recuperándose, y luego dijo en un murmullo:

—¿Un chándal? Lo había visto antes.

Avergonzada, Audrey miró a los holgados pantalones, que olían, lo había notado desde el principio, como a cerveza pasada y estaban manchados con lo que parecía helado.

—Día de colada —dijo ella.

La mujer ladeó la cabeza como si no supiera de qué estaba hablando Audrey. ¿Estoy perdiendo la cabeza?, se preguntó Audrey.

—Se refería a este chándal, ¿no?

Loretta entrecerró los ojos, luego sonrió, como si pensara que quizás Audrey estuviera colocada.

—¿Por qué haría eso? Ahora, ¿serías tan amable de echarme una mano para llegar al ascensor? Tengo que asistir a una cosa en el séptimo piso. Soy Loretta Parker, por cierto. Mi familia data de la revolución americana. Nací en el Breviary, así como mi madre y mi padre. ¿Quién eres tú?

—Audrey Lucas, encantada de conocerla —le dijo. No se dieron la mano y Audrey se sintió un poco como la señora de la limpieza de alguien sin hogar. Sujetó a Loretta por el brazo. Caminaba con pasos diminutos, como de bebé. Lo luz del pasillo parpadeó. Todo parecía oscuro y nuevo, como si caminase a través de una casa desconocida y no supiera adónde conducían las puertas.

—¿Y qué tal te has instalado? —preguntó Loretta.

—No me gusta esto. Me voy. Esta noche, si puedo —dijo ella.

La mujer hizo un sonido como de negación.

—Oh, no habrás estado leyendo el periódico, ¿no? No esa bobada del escritor, ¿Agnew Spalding?

La piel de Loretta estaba brillante por la crema facial y era tan fina que parecía azul.

Audrey asintió.

—Agnew y también algunas cosas más.

Loretta movía su mano libre como si estuviera espantando a una mosca.

—No creas la mitad de lo que oyes, ni mucho de lo que lees. Era un mariquita con toda esa bobada quejica de la muerte de su hermana. Solía sentarse aquí toda la noche y farfullaba para sí, como si pagara el alquiler. Qué mala educación. Date tiempo, te encantará. Aparte, el Breviary te quiere, puedo decírtelo.

—Mmm.

Audrey se apartó de las zapatillas de deporte rosa neón de Colé Haan de la mujer. Bonitos zapatos, pero no una buena combinación con el conjunto. Tampoco lo era su collar de triple vuelta de abalorios rojos de plástico, que parecía que había salido de la máquina de chicles de un supermercado.

—¿Qué tal tu novio? No le pega una figura tan elegante con esa piel oscura.

Otro paso de bebé.

—Bien, supongo, ya no es mi novio.

—¿No me digas?

Audrey presionó la flecha para bajar, y esperaron.

La ropa le picaba. También olía… ¿De quién era?

—¡Bueno, entonces! —Loretta sonrió—. Tienes que empezar a venir a la noche de las películas. Un apartamento diferente cada semana, siempre los domingos. Se viene haciendo desde que tengo memoria. Vemos clásicos. Ya no los hacen como antes. Esta noche es mi elección: la original de Disney, Blancanieves y los siete enanitos. ¡Qué canciones tan bonitas! Ya casi me había olvidado. Cuando piensas en ello, realmente los pajarillos azules cantan. Aunque no puedes sino sentirte mal por la reina. ¿Cómo pretendían que comiera el corazón de un cerdo? El de cordero está mucho mejor.

El ascensor hizo un ruido metálico. Audrey no había estado escuchando. Había estado pensando en los huesudos dedos de esa mujer, que apretaban demasiado fuerte, como los de Betty. Se había estado imaginando enrollándolos desde la muñeca y mirándola aullar de dolor, pero entonces se sintió mal y parpadeó para hacer que la imagen desapareciera.

—¿Qué decía de un cordero? —preguntó Audrey.

La puerta de metal se apartó.

—Bueno, entonces, te veré pronto.

Loretta cesó su numerito de caminar despacio y saltó, inquieta como un demonio de la música disco, dentro del ascensor. Sonrió a Audrey como si se hubiera escapado con algo mientras se apartaba de la caja de metal de un portazo.

—¡Uhhh, adiós!