Por quién doblan las campanas
De regreso a su sitio, Audrey barrió el desorden de papeles rotos que había dejado en su mesa. Las gafas eran demasiado pesadas para su cara y le pinzaban la protuberancia de piel entre sus ojos, por lo que se las quitó y las puso en el bolsillo de su chándal. Entonces, lo pensó mejor y las partió por la mitad. La diferencia fue inmediata. Todo parecía más brillante y menos a como estaba viendo la oficina a través de un grueso cristal de acuario.
Su jaqueca regresó, pero el dolor la volvió a conectar con la tierra y disminuyó el efecto del Valium. Recordó que había tomado litio, que en gente sana puede inducir psicosis temporales. En sujetos con historial familiar de enfermedad mental, puede alterar permanentemente la química del cerebro y causar psicosis. También recordó que lo había estado tomando regularmente desde el sábado. No era muy inteligente por su parte.
Lo primero que hizo fue revisar los mensajes. Unos diez eran del equipo de la calle 59 y los otros cinco eran de los psiquiatras cuyas citas había perdido. La psiquiatra con el acento de Staten Island era la que sonaba más molesta: «¡Son las 18.30 y te estoy esperando!», anunciaba en el primer mensaje. Y luego, diez minutos más tarde: «¡Estoy mirando mi reloj, y son las 18.40!».
—¡Estoy mirando mi reloj, y es lunes! —refunfuñó Audrey. Luego le devolvió la llamada y le dejó un mensaje:
»He tenido una tragedia familiar, pero aún estoy loca y necesito verte.
En su mesa estaban las copias de los planos en los que había estado trabajando el pasado lunes. Estaban estropeados por dibujos de cientos de puertas. Le llevó un segundo recordar que había sido ella quien las había pintado. Se alejaban de sus garabatos habituales, ya que ninguna era uniforme. No todas eran rectángulos, sino que algunas eran madrigueras para hobbits, cuadrados e incluso figuras de cinco y seis caras. Comenzó a borrarlas, pero se paró y entornó los ojos. Algo interesante. Pegó el metro veinte de plano a lo largo de la pared de su cubículo y se echó hacia atrás para mirar.
La colocación de las puertas seguía el impreciso trazo de una espiral de caracola. Le aportaba movimiento al diseño, donde antes había estado rígido. ¿Y si los setos fueran curvos y disminuyeran en los lugares en que había dibujado las puertas para que los peatones pudieran ver claramente a través del siguiente seto? Así no sería un laberinto del todo. La gente nunca se sentiría perdida dentro de él porque, de puntillas, siempre podrían encontrar la salida. La variedad de alturas haría que pareciera que los setos estaban creciendo mientras la gente caminaba. Una sonrisa se desplegó por su cara. Un enigmático y alegre diseño. Por primera vez en su carrera, ¡había creado calidez!
Quitó los planos de la pared y comenzó a trabajar. Esbozó durante horas y se perdió en ello. El sentimiento era bueno y le devolvió un sentido de normalidad. Cuando lo terminó, miró su trabajo y sonrió de oreja a oreja, revelando una hilera de disparejas perlas blancas. El plano era bueno, exactamente lo que los hermanos Pozzolana estaban buscando. A menos que estuvieran borrachos, lo aprobarían. También la SAABA. Su sonrisa se hizo más grande, estirándose de oreja a oreja: ¡genial!
Eran las nueve de la noche y sabía que en muy poco tendría que irse. Pensó en la chica hawaiana de Jayne, que seguramente ya habría descubierto a esas horas, en el desinflado colchón de aire y en su ropa. No quería regresar al Breviary. Dormiría allí si pudiese, pero la seguridad se había vuelto más estricta en los últimos meses, después de que una pareja de empleados despedidos forzaran la entrada y la destrozaran. Después de medianoche, los de seguridad comprobaban todos los cubículos, e incluso los baños.
Decidió retrasar lo inevitable y revisó el correo. Entre el correo no deseado no había ni siquiera una breve nota de Saraub. Así que escribió una:
Querido imbécil:
Gracias por dejarme tirada en la habitación de un hotel. Al menos podías haber dejado unos dólares para la factura.
Borró eso y escribió:
Saraub:
Me quedé muy sorprendida con tu marcha, pero confío en que sepas lo que estás haciendo. Buena suerte con tu película y con todos tus futuros proyectos.
Lo borró.
En el siguiente intento, escribió:
Poco a poco, estoy siendo poseída por mi apartamento. Así que… ¿puedo quedarme en tu apartamento mientras estás fuera? Ya no tengo las llaves.
Borró eso también. Al final, escribió:
Te echo de menos. Mucho.
Presionó el botón de enviar rápidamente, antes de cambiar de opinión.
Después, su curiosidad sacó lo mejor de ella y buscó: «Edificio de apartamentos Breviary».
El primer enlace la dirigió a un artículo archivado del New York High Society de 1932: «La historia secreta de Nueva York a través de sus venerables grandes damas. Capítulo cuatro de seis». Lo ojeó por completo y se detuvo en las secciones dedicadas al Breviary:
En 1857, quince magnates del carbón tuvieron una idea. En vez de viajar a sus lejanas casas de verano en Long Island o en las montañas de Adirondack, construyeron su propia comunidad independiente en las colinas de Harlem. Un gran edificio de apartamentos aislado de las alcantarilladas calles de Washington Square y lo suficientemente cerca del bucólico río Hudson para sus baños diarios. No tenían la necesidad de llamar a los parientes y amigos: se llevarían la fiesta con ellos.
Le encargaron al popular arquitecto Edgar Schermerhorn el diseño del edificio y lo enlució con su marca registrada de detalles de naturalismo caótico, aunque el edificio en sí mismo no era un templo de esa religión. El Breviary tardó cinco años en ser erigido y sus dos grados de inclinación perpendicular lo convierten en una hazaña de ingeniería hasta la fecha.
En ausencia de un lugar de culto episcopaliano, los quince solicitaron que se construyera una iglesia en el vestíbulo del Breviary y una rectoría en su sótano. Los inmigrantes ilegales que ponían las piedras, resentidos de un Dios protestante, llamaron a su creación «la iglesia oscura». El nombre permaneció, pero su verdadero origen ha sido olvidado, por lo que los vecinos, equivocadamente, reivindican que el edificio está encantado.
El Breviary nació en medio de la agitación. El gran pánico de 1857 había conducido a una década de gran depresión económica. El valor del dólar descendió. La especulación con tierras hundidas, el precio del grano y la manipulación del valor del oro condujeron a los bancos a la quiebra. Nueva York cargó con lo peor de la crisis. Los disturbios, los más notables entre los Chicos de Bowery de la calle Bayard y los Conejos Muertos del distrito de Five Points, sumergieron a la ciudad en el caos. Durante semanas, los muertos fueron enterrados a lo largo de sucias calles en tumbas sin nombre. La violencia se extendió hacia el norte por la barriada Astor del Upper West Side. Ni los vecinos ni la policía estatal podían vencer la oleada de violencia. Finalmente, nuestro querido presidente Lincoln llamó al regimiento más cercano de la guerra civil de Bull Run para ocupar la ciudad y restaurar el orden.
Como todas las tormentas, la crisis pasó y la ciudad se recuperó, al igual que nosotros nos recuperaremos de nuestro propio martes negro. Cuando Manhattan bostezó, se estiró, se despertó de su pesadilla, y, por fin, dirigió su mirada al resplandeciente Breviary.
Es, con mucho, el más majestuoso edificio de su era. Si se camina por él, se verá que no está orientado hacia el oeste, pero gira ligeramente hacia él, como si posara con timidez para los transeúntes. Su piedra caliza está ahora gris por el hollín, pero sus gárgolas, distribuidas de modo dispar, permanecen aún angulosas como cristal tallado. Como la ciudad en que habita, su fuerza es un milagro.
Quizás el aspecto que más defina al Breviary son sus habitantes. Esos mismos quince inversores originales que encargaron el inmueble formaron sus familias en cada una de sus quince plantas, y son ahora sus nietos y bisnietos quienes residen allí. Son miembros de una clase refinada y en peligro de extinción que aún lleva tarjetas de visita y equipa a su portero con sombrero de copa. Dan fiestas todos los lunes por la noche saltando de planta en planta, en la pequeña ciudad que es su edificio. Muchos de ellos se formaron en Yale, Harvard, Radcliffe o Bowdoin antes de regresar a casa y casarse entre ellos. Cada año, en su fiesta anual de Nochevieja, recaudan dinero para los sin techo del barrio y los domingos de invierno salen con una olla de ron con especias, que sirven a los necesitados.
Reflejo de la ciudad en la que reside, el Breviary no solo ha sobrevivido al precario ambiente de su nacimiento, sino que ha prosperado. Somos ciudadanos de Nueva York y, después de todo, siempre perduraremos. Así que, si estás en el vecindario, deberías saludar a los residentes de la iglesia oscura de Harlem, y recuerda que ¡eres uno de ellos!
Leyendo esto, Audrey suspiró con alivio. Así que «oscuro» significaba «protestante». Podría vivir con eso. Tenía sentido que los habitantes del Breviary fueran raros. Todos los nativos de Nueva York lo son. Enciérralos en el mismo edificio durante ciento cincuenta años y lo raro se convertirá rápidamente en endogámico y loco.
Era tarde. El efecto de las pastillas se había pasado y la había dejado agotada y deprimida. Se había vuelto un poco chiflada. No era una sorpresa, dado el estrés y la automedicación, pero no era nada que doce horas de sueño no pudieran curar. Cerró el enlace y ya casi se iba de vuelta al 14B, pero todavía había otros nueve enlaces más en la página. No le gustaba dejar las cosas sin hacer. Era lo mismo que dejar las cosas abiertas. Entró en el segundo enlace y una sonrisa la inundó.
El artículo era un fragmento de una historia personal de la revista New Yorker, escrita por un autor cuyo nombre le resultaba familiar: Agnew Spalding. Había estado envuelto en algún tipo de escándalo, creía, pero no podía recordar los detalles. No quería leerlo, pero sabía que, si cerraba la aplicación en su pantalla, su imaginación se inventaría algo incluso peor.
El artículo rezaba:
Encima del antiguo Breviary: el final de un escritor
Había oído hablar antes de estas historias personales. Son pretenciosas y autoindulgentes. Mis ávidos lectores han llegado a esperar más de mí que simpáticos trucos de chistera, por lo que fue con algo de desgana que accedí a escribir este artículo. Esperemos que haga un mejor trabajo que mis ilustres predecesores. El listón, por lo menos, garantiza que no habrá grandes saltos. Intentaré no mencionar mis particularidades étnicas, a mi distante padre o mi primera experiencia sexual desastrosa, incestuosa u otra cosa.
Nací en Wilton, Connecticut, en 1961; estudié allí y luego asistí a la universidad de Brown, antes de mudarme a mi último lugar de descanso, Manhattan. Aunque no soy neoyorquino de nacimiento, he estado aquí lo suficiente para actuar como tal. No sé conducir, mi permiso caducó hace tiempo. No tolero esperar por nada, incluso tienen que entregarme en casa la ropa de la tintorería. Me gustan los cafés con extra de espuma y leche semidesnatada, no desnatada, y prefiero la cocina hindú a la tailandesa y la senegalesa. Resumiendo, soy un imbécil. Pero hay peores destinos para los ratones y los hombres.
No visito Wilton a menudo. Sus amplios espacios abiertos exacerban mi agorafobia. No estoy acostumbrado a los grandes cielos azules y a las calles sin números. Los viejos amigos de la familia y los vecinos, ahora casi irreconocibles, caminan con bastones y sus perplejos pasos me recuerdan demasiado el paso del tiempo. Me dicen que el Wilton del que escribo se parece poco al auténtico. En mis libros, los niños visten pantalones de campana, los acomodadores del cine revisan los carnés para evitar que los niños de quince años se cuelen en las películas de mayores de diecisiete, las madres se quedan en casa para criar a sus hijos y los padres viajan todos los días en el expreso de las 7.08 hasta la estación Grand Central para ganarse el pan. No es un lugar ideal para vivir, y sus valores y tabúes están claramente definidos.
Entre mi Wilton soñado y la realidad se encuentra el adorno de la nostalgia. No puedo decir qué detalles son ciertos y cuáles son dudosos. Sin embargo, retroactivamente, estoy construyendo mi infancia ideal y dándole puntadas a la que no estuvo a la altura. Juntas forman una nueva estructura. Ambas son visibles. Y como el niño en el caballito balancín que desea ir más rápido, ambas son ciertas.
Si pudiera, volvería a ese lugar de ensueño, simplemente a echar una ojeada. Pero parece imposible. Y, en consecuencia, en vez de eso, vivo en la calle 113 en Manhattan. Mis hijas, de nueve y once años, comparten una habitación estrecha, asisten a la escuela preparatoria de Columbia y citan las versiones del Reader’s Digest de Heidegger impresas en sus libros de inglés. Dudo que las entiendan, pero sus profesores me aseguran que la comprensión no es lo importante. Tampoco entienden las crisis mentales de sus estrellas de pop favoritas, ¿no? Pero, aun así, discuten sobre las marcas que quedan al pincharse heroína, como si se tratara de una de sus amigas. A menudo me quedo atónito cuando escucho sus cotorreos en la mesa acerca del padre de un niño que está en la cárcel por evasión de impuestos, de la chica que se quitó la camiseta enfrente de dos compañeros del colegio para ganar cinco dólares y cómo ellas han renunciado a la mantequilla, porque engorda mucho, pero, aunque suene cruel, ninguna vale mucho. Son pequeños adultos en cuerpos de niños. ¿Quién hubiera adivinado que la democratización de la información podría también democratizar la madurez? Ya no estamos en Wilton, Totó.
En mi idealizada vida de familia, mi esposa y yo nos arreglaríamos para cenar, discutiríamos dilemas intelectuales con nuestras hijas y, después de meterlas en la cama, nos sentaríamos en silencio mientras escuchamos Wagner frente a un whisky escocés, siendo esencial la parte del whisky. En vez de eso, paso la mayoría de las tardes en el ordenador, mientras mi mujer devuelve llamadas telefónicas. Tiene uno de esos teléfonos que se mete dentro de la oreja así que, cuando habla, a veces lo olvido y me pregunto si está teniendo un brote de esquizofrenia. ¿Quién puede culparla? Es planificadora de eventos y responde al menos doscientos correos electrónicos al día.
No utilizamos la cocina para cocinar, nosotros recalentamos. Ayer por la noche, después de que las niñas se fueran a dormir, vimos la televisión. El programa no era Masterpiece Theatre[8], sino un reality de celebridades en rehabilitación, protagonizado por famosos olvidados, que ya no sirven para nada, en todo su esplendor de drogadictos colgados, cuyos problemas se resolverían hábilmente en media hora. Aprendimos que el actor de una serie del año 2000 disfrutaba fumando crac con una pipa, mientras el niño estrella de la misma serie prefería autodestruirse mediante el comercio de sexo. ¿Hubo una conexión amorosa en las cartas de estos niños locos? Podrán vivir felizmente para siempre y sin drogarse o, lo más probable, cuando la cámara se apague y el primer plano, al cual son adictos, deje de brillar, se arrastrarán a sus antiguos montones de porquería, solo para ser noticia una vez más, esta vez con la historia de su sobredosis. ¡Quién puede resistirse a tal excitación!
Del mismo modo que Bradbury y Debord nos amonestan no por espiar a nuestros vecinos, sino por aprendernos sus nombres. Y, además, hemos instalado cámaras en prácticamente todas las habitaciones de nuestras casas, voluntariamente. No puedo evitar preguntarme si los quince minutos de Warhol, ahora truncados en quince segundos, señalan el fin de la mente humana. Donde una vez se interpretaban y reconocían modelos, hoy se reproduce de manera automática sin comprensión alguna.
El mundo moderno se define por la ausencia. La religión, la familia, el trabajo e incluso nuestra nacionalidad americana han perdido adeptos. En vez de encontrar reemplazos adecuados para el vado que su pérdida ha creado, negamos que estén enfermos y aferrados a sus restos podridos, completamente conscientes de la paradoja, la hipocresía y la inevitable corrupción. En 1966, la revista Time preguntó: «¿Dios está muerto?». Ahora la pregunta resulta francamente llamativa, ya que asume que Dios existió alguna vez.
La naturaleza de un vado es ser llenado. Nuestro gobierno lanza más bombas en más países cada año. Nuestros amigos, desleales y pasajeros, hacen de pobres sustitutos de nuestras rotas familias. Nos han enseñado que consumir es nuestra obligación patriótica y, en consecuencia, llenamos nuestro tiempo libre con la persecución de más y mejor ocio. Los centros comerciales se han convertido en nuestras iglesias.
Por lo tanto, vuelvo a las apocalípticas críticas sociales de la década de 1930, que han caído en el olvido en los últimos años, y me pregunto si sus pronósticos podrían ser correctos, después de todo. Quizás exista una razón para la obesidad, los juicios y para hacer la guerra que corroen nuestras murallas romanas. La gratificación fácil ha atrofiado nuestro desarrollo y nos ha vuelto eternos adolescentes. Encontramos lo antiguo y lo enfermo desagradable y, en consecuencia, lo apartamos de nuestra vista. En su ausencia, nos hemos acostumbrado tanto a tener nuestro propio camino, que ni siquiera podemos percibir nuestras propias muertes.
Nuestra riqueza nos ha evitado tener que sacrificar, o incluso elegir. Y al final, ¿qué nos separa de los animales, salvo elegir?
Es con estos pensamientos alegres que, como Joseph Mitchell antes que yo (creo que me halago a mí mismo con la comparación), algunas noches me quedo sin dormir y cavilo sobre mi espiral mortal. Las campanas de San Juan el Divino asisten a mis pensamientos repicando la hora y examino lo inimaginable hasta que me asusto tanto que debo renunciar a mi insomnio y despertar. Mis rodeos me llevan siempre al mismo lugar. Primero a la iglesia y luego al Breviary.
Para aquellos que nunca lo hayan visto, el Breviary es una maravilla de gárgolas y piedra tallada a mano. Entre el resto de modernos apartamentos acristalados del barrio, su fachada cubierta de hollín y su orientación hacia el oeste aparece como un retorcido y ennegrecido diente dentro de una reluciente y blanca sonrisa. Incluso el interior del lugar, aunque sus ventanas son altas y grandes, es oscuro.
En más de una ocasión, su amable portero con guantes blancos me ha permitido entrar a su vestíbulo y me he sentado en una de sus rojas sillas forradas de terciopelo hasta el alba. No puedo explicar por qué, pero su esplendor siempre me ha hecho sentir un poco cercano al mundo en el que deseo habitar. Una bifurcación en la carretera hace cuarenta años que me habría guiado a una vida y a un mundo bastante diferentes.
Supuso una gran tristeza recibir la noticia de la tragedia de Clara DeLea. No soy un ingenuo con respecto a la historia o la naturaleza humana. Aun así, ese monstruoso acto se apoderó de mí. Vivimos en tiempos civilizados. Decimos «por favor» y «gracias» y nos limpiamos la cara y el culo. Ni siquiera nuestras mascotas pueden mantener la mirada ante sus propios excrementos y, aun así, esta mujer asesinó a su propia sangre. Quiero saber bajo qué circunstancias pudo hacer tal cosa. Empecé a mirar a mi mujer y a mis hijas de manera diferente.
Investigué a DeLea y encontré unas cuantas respuestas. Un historial de alcoholismo y depresión, pero no estoy en posición de descartar otras opciones. Nunca había sido confinada en una institución mental, ni voluntariamente ni obligada. Se acabaron las cosas que investigar, así que volví la vista hacia la gárgola que me había dado la bienvenida dos veces al día, a menudo a última hora de la tarde, durante trece años.
Hay tantos edificios notables en Nueva York que el Breviary se pasa, a menudo, por alto. Pocas guías lo mencionan y casi nadie, salvo un especialista en historia del arte, podría identificar su diseño como naturalismo caótico. No obstante, es sorprendente que no haya conseguido un culto de seguidores, si no por su diseño, sí por su historia.
Terminado en 1861 en las tierras de cultivo de lo que una vez fueron las colinas de Harlem, el Breviary fue encargado por un grupo de emergentes magnates del carbón con dinero para gastar.
Sus ingresos aumentaron exponencialmente durante la guerra civil, cuando el carbón era la única fuente de energía disponible. Proveyeron a ambos bandos y, aunque fueron acusados de traición, las alegaciones nunca prosperaron. Hacia 1870, la mayoría de ellos había mostrado su buen juicio al empezar a excavar el oro negro de Texas.
El arquitecto del Breviary, Edgar Schermerhorn, tuvo una carrera muy impopular. Diseñó dieciocho edificios. Todos, excepto uno, fueron construcciones inestables que acabaron siendo demolidas. Nacido en Forest Hills, en Queens; su aprendizaje lo hizo en Europa del Este, y, cuando regresó a Boston y Nueva York, se trajo la nueva escuela del naturalismo caótico con él. Después de diseñar su único éxito, el Breviary, dibujó los planos para varios mataderos en el bajo Manhattan, que más tarde serían tachados de sádicos. Bajo su tutela, los animales se abrían en canal. Chillando, daban vueltas a un pequeño establo hasta que se desangraban hasta la muerte.
Schermerhorn afirmó que el diseño del Breviary no venía de él, sino, más bien, a través de él. Lo soñaba y, cuando se despertaba, en la mesilla de noche estaban los planos ya dibujados. Cada esfuerzo por plasmar estas ideas, aparte del Breviary, resultaba un desastre.
El edificio no tomó el nombre de la iglesia oscura, como algunos creen, porque a los irlandeses católicos que transportaban su mortero les molestara que su entrada fuera una iglesia episcopaliana, sino por lo que ocurrió después. En 1886, Edgar Schermerhorn se colgó de una viga del altar de la iglesia. El lazo no aguantó y descendió nueve metros. La sangre de su cráneo partido fluyó hacia el oeste, a lo largo de los dos grados de inclinación del edificio. Un año después, unas palabras de su esposa aparecieron en el New York Tribune afirmando que siempre que miraba dentro de los ojos de las vidrieras del Breviary, la locura de su creador la miraba fijamente. «Como un molusco cambiando de concha», había dicho, «estaba tan enamorado de su propia creación que se metió dentro de ella».
Para los no instruidos en toscas supersticiones, tales actos hacen que una iglesia sea no santificada. Aunque no soy un hombre religioso, merece la pena comentar que la iglesia no fue bendecida después de la muerte de Schermerhorn, aunque continuó albergando a montones de naturalistas caóticos, una religión a la que sus inquilinos se convirtieron en 1970. Ahora sirve como vestíbulo, en el que en este momento estoy sentado escribiendo este artículo.
Pasados los años, el escándalo se había extendido por el edificio. En 1916, un portero que vivía en el sótano desapareció. Dos semanas después, su cuerpo fue encontrado por un perro callejero en busca de comida en el terreno en el que ahora está San Juan el Divino. A los propietarios originales del edificio no les fue mucho mejor. De los quince hombres y sus familias que ocuparon sus correspondientes quince plantas, solo siete sobrevivieron a la gran depresión. El desplome de los mercados de valores fue en parte el culpable de los suicidios, que sucedieron mensualmente. El método empleado más frecuentemente fue el salto por la ventana, pero también hubo sobredosis de pastillas, ahogamientos (DeLea no fue la primera en utilizar una bañera para sus actos), ahorcamientos, cortes de muñecas y heridas de bala fatales (dos en la cabeza y una, poco eficaz, en la ingle). Las vacantes que estas muertes dejaban permitieron a los que permanecieron extenderse como el moho y apoderarse del resto del edificio.
De media, una de cada ciento veinticinco personas se suicida. Ese número varía cada año, pero ha continuado siendo fundamentalmente el mismo en el último siglo. En Nueva York, las probabilidades son ligeramente más altas: uno de cada ochenta y ocho. En el Breviary, ese promedio es de uno de cada diez. Piensen en ello. Desde que lo levantaron, dos mil trescientas veinte personas han vivido aquí. Muchos se mudaron, otros se quedaron. Doscientos treinta y dos acabaron con su propia vida y otros ciento nueve fueron asesinados.
Existen teorías acerca de que el suicidio es genético. Se hereda, como la hemofilia, a través de las familias. Un artículo de William Carlos, en Popular Science, cita dos genes específicos para la autoagresión, y su búsqueda está actualmente bajo estudio en las universidades de todo el país. Las familias que erigieron el Breviary aún los poseen. Salvo por los alquilados ocasionales, la misma sangre vive ahora como siempre ha vivido allí y, es posible, dado su linaje, que entre ellos sean parientes lejanos y carguen con el gen del suicidio.
Mi propia familia, por ejemplo, está marcada por la plaga. En 1968, mi abuelo, Thomas Spalding, se disparó con su propio revólver como un cobarde. Mi madre, que lo adoraba, lo encontró en un charco de sangre. En 1973, mi hermana Carrie, una estudiante de primer año de instituto y medalla de oro en salto de altura, se arrojó frente al ferrocarril en su trayecto hacia Manhattan. Hice una referencia indirecta en mi tercera novela y algunas críticas postulaban que su muerte es el ímpetu detrás de toda mi ficción. Debería corregir esto diciendo que no es el acto lo que me motivó, sino la normalidad con la que se bebió su zumo de naranja sin pulpa esa mañana y colgó su mochila en uno de sus hombros. En mi recuerdo ella se giró, después sonrió diciendo adiós, como si hubiera cambiado de opinión y quisiese decir más, pero no tuviera medios para expresarse por sí misma. Había mirado hacia mí, el escritor, para que me expresase por ella.
Fue el ataúd vacío lo que me persiguió, porque sus restos fueron limpiados del tercer raíl con una manguera de bomberos. Es la vida que podría haber llevado la que me persigue, y la posibilidad, como Clara DeLea, de que supiera algo que yo no sé. Ahí hay un secreto incomprensible. Posiblemente divino. Lo veo cada vez que paso por los gruesos muros del Breviary o pienso en 1973, cuando el mundo era nuevo, y el pitido del tren silbaba haciéndome pensar en el viaje y no en la tragedia.
Cuando el New Yorker me pidió que escribiese mi historia personal, comencé a preguntarme sobre la trayectoria de mi vida, real e imaginaria. Tengo prole: diez libros y dos niñas. Mi tercera esposa y yo hacemos buena pareja. Pero aún deseo que Carrie nunca hubiera escogido dar ese desgraciado salto. Si hubiera vivido, yo podría haberme quedado en Wilton y viviría una vida diferente y más satisfactoria. En vez de eso, intento contar su historia, un esfuerzo condenado desde el principio, que ha hecho de mí un hombre inquieto, incapaz de encontrar su propia paz. Si tengo que ser honesto, ninguno de mis sueños resulta como espero y mi gran decepción soy yo mismo.
Lo que pasa es que mi hermana y los trágicos habitantes del Breviary han recibido el regalo de mirar. Vieron hace cuarenta años esa bifurcación en la carretera que el resto nos perdimos y que el paraíso perdió. Percibieron el final de la humanidad y se cansaron de esperar.
He estado pasando por enfrente del Breviary cada vez más y más tarde. Me estoy consumiendo. Dado todo lo que allí ha pasado, me entretengo con fantasías de que está encantado.
Quizás devuelve lo que le han dado y la humanidad esté hecha de deficiente arcilla. O tal vez los humanos nos culpamos a nosotros mismos demasiado, cuando en verdad deberíamos mirar a nuestras estrellas. Sin embargo, hay cosas peores de las que el hombre puede imaginar y suplican a nuestros espectadores a través de lagunas en nuestras memorias y el camino no escogido y los antiguos edificios que parecen haber cultivado almas.
Paso mis noches en el vestíbulo del edificio y me olvido de dormir. Una desazón ha invadido mi estómago, una cosa fría y deslizante que me roe sin cesar y se autodenomina el Breviary. Cuando leas esto, puedes visitarme, si quieres. Estoy buscando mi historia personal aquí. Estoy intentando descubrir el secreto. Estoy escuchando el repiqueteo de las campanas y me pregunto si doblan por mí.
*Agnew Spalding es el ganador de un premio Pulitzer, autor de siete novelas, dos colecciones de ensayo y unas memorias: Cosas que llenan el vado: historia de un hombre que bebía (1984), Imitar: el centinela (1987), Persiguiendo al dragón (1988), Lugares oscuros (1991), El polvo del país de las maravillas (1994), Las aventuras de Perry Wellington (2002), La divina Devoe (2002), La escalera torcida (2009), El presentimiento de Petrucha (2012) y Cómo no construir tu propia bomba atómica (2012).
Su muerte, dos días después de la finalización de este artículo, fue una profunda pérdida para la comunidad literaria. Deja a su esposa Melinda y a sus hijas Danielle y Dominique.
Audrey leyó el artículo, luego lo releyó y entonces buscó «Agnew Spalding» y encontró su obituario. Suicidio en su apartamento, después de que sus hijas se fueran al colegio, pero antes de que llegara la asistenta, por lo que fue ella quien lo encontró colgando de una viga de la cocina y no su esposa. El artículo contaba que su apartamento tenía vistas al Breviary y su cadáver señalaba hacia él. Todavía más extraño: trituró el manuscrito en el que estaba trabajando, Generación inútil, luego lo hizo puré y le dio la forma de un sencillo y perfecto rectángulo con un agujero en él. Como había borrado todos sus archivos, el trabajo estuvo irremediablemente perdido.
Quería parar, pero no había marcha atrás. Hizo clic en los siguientes enlaces y encontró titulares como: «Asesinato-suicidio en los apartamentos Tony de Manhattan», con la fecha de hacía justo dos años; «Mujer se lanza a su propia muerte», 4 de septiembre de 2009; y, finalmente, el artículo más reciente, «Extraña construcción durante sus últimos días». La leyenda al lado de la foto rezaba:
Apartamento de DeLea, 4 de julio:
DeLea hizo una pila con sus extrañas pertenencias en esta sala de estar. Todo estaba cortado en pequeñas piezas. El arma aún no ha sido encontrada. El apartamento también sufría una seria plaga, lo que las autoridades creen que podría haber degradado mucho las pruebas.
¿Plaga?
La foto mostraba la sala de estar del 14B. Encima de donde estaba ahora el suelo de Audrey, había una capa indistinguible de lo que parecía basura.
Recordó lo que había hecho esta mañana. Su ropa, la pobre hawaiana de Jayne, las tijeras, la tarjeta, la foto arruinada, su favorita de Saraub y de ella. Lo recogería ahora.
—No —murmuró a sus destruidas caras negras—. Por favor, haz que no sea cierto.
Entonces, al final, agrandó la foto. La alfombra en la sala de estar era roja, de pelo largo, y las paredes también estaban pintadas de rojo. Los objetos de la pila se veían ahora más claramente. Pudo distinguir su tamaño y forma y, en algunos casos, lo que una vez habían sido: legos, sillas cuyo forro de terciopelo rojo estaba hecho trizas, lomos de libros y la parte alta de una mesa de comedor de nogal. Los examinó durante un rato, controló las permutaciones en su mente una y otra vez y supo que la pila de cosas no estaba hecha al azar. Cada objeto era una pieza de puzle. Solucionó el rompecabezas del largo objeto que se retorcía en la sala de estar del 14B.
El manuscrito de Spalding de repente cobró sentido. Cerró sus puños y dio uno, dos, tres, cuatro golpecitos. Su construcción nocturna estaba adquiriendo sentido, también. Antes de morir, Clara DeLea había construido una puerta.
Al final, buscó un nombre más. Miró la imagen con miedo de que la mirara fijamente. Nariz afilada y pómulos marcados. Traje hecho a medida de lana, tres piezas. En sus años mozos, había sido un hombre arreglado, pero en 1880, su largo y desgreñado cabello le colgaba por los hombros. Edgar Schermerhorn y el hombre del hueso como dedo con el traje de tres piezas de sus sueños eran la misma persona.
De repente, la imagen se acercó y Schermerhorn se agrandó dentro del recuadro. Su sonrisa se expandió.
—Tus hormigas rojas están apareciendo, querida.