Las islas colisionan
A trabajar. ¡Ay-jo!
El huracán convirtió el día en noche. El viento arrancaba todo lo que había entre los huecos de los edificios y empujó a Audrey Lucas a lo largo de las marcadas grietas de las aceras de hormigón. Las goteras y los viajeros apretujados en trajes de merino dejaban olor a animal en el metro. Lentamente, la gente se separaba de ella, como si ellos fueran el mar y ella Moisés. El suelo donde pisaba estaba rojo y pensó que el tren era algo con vida, que sangraba, con dolor. Entonces se dio cuenta de que eran las plantas de sus propios pies, heridas por la muñeca hawaiana. Se secaron mientras el vagón serpenteaba su camino hacia la parte baja de la ciudad, así que, a la altura de Times Square, dejó de sangrar.
En Union Square, el Valium le hizo efecto. El litio también. La gente a su alrededor no la miraba ni se acercaba. Se sintió como un pollo herido, esperando a que el resto del grupo la picoteara hasta la muerte. Para cuando llegó a la oficina, el jet lag y las pastillas habían endurecido sus piernas como el cemento. Tuvo que agarrarse a las paredes, mientras caminaba, para sostenerse. Cuando apretó los botones y se abrió la puerta, Bethy saltó de detrás de la recepción y la abrazó.
—¡Estamos muy tristes por ti! —dijo ella.
La cosa del estómago de Audrey se retorció. Roía y masticaba su suave tejido con dientes afilados. La guapa Bethy Astor, con sus mejillas rosadas, falda de tubo y su bolso de Prada de dos mil dólares. La tonta de Bethy, cuyo corazón sin examinar era duro como una piedra. Iba a los bailes benéficos para afecciones inventadas, como el síndrome del temblor de piernas, pero nunca había cogido el metro, ni dado dinero a un mendigo. Tras una reunión de la junta de la compañía, había comentado:
—Los sin techo deberían morir en vez de gastar los impuestos de todos. —La mitad de la audiencia había sonreído con regocijo, porque ella había expresado lo que ellos eran demasiado sofisticados para decir.
Un repaso por las declaraciones más necias de Bethy: «Los hombres negros son vagos. Prefieren a las mujeres blancas porque suben su estatus social. También, porque somos mucho más guapas». «Las mujeres no deberían trabajar pasados los treinta, porque tras eso, sus óvulos se pudren y sus hijos terminan siendo retrasados». «Los hombres se vuelven gais cuando sus madres están demasiado necesitadas». «Los judíos roban cada vez que te das la vuelta. También provocaron guerras». «No, en el club de golf de mi papá ¡solo cristianos!».
Lo peor de todo es que Bethy no era capaz de pensar por sí misma, lo que significaba que estaba repitiendo como un loro los pensamientos de otro. Los de sus padres, los de sus profesores del colegio privado o los de sus colegas, mientras comían sándwiches de champiñones portabella y ensaladas picadas en finos trozos, después de un partido de tenis en el Westchester Country Club, o los de los ejecutivos gilipollas de Vesuvius, que sonreían en tu cara de paleta, como si tú y tu novio hindú fuerais la única excepción en su desprecio por todo lo que fuera diferente.
Bethy se separó de ella y se percató del chándal extragrande y de las gafas de Audrey.
—Qué interesante tu nuevo aspecto —dijo—. ¿Lo has cosido tú?
—No, no lo hice —contestó Audrey. Se imaginó sacándole los ojos a Bethy. El líquido correría por su cara. No estarías tan guapa entonces, querida. Papá tendría que comprarte un zoo de cristal, a lo Sandy Duncan. Entonces pestañeó e intentó disipar la imagen. Los grandes ojos marrones y los pulgares de Audrey estaban enterrados profundamente. Era tan fácil como cerrar un puño. El sonido sería un rápido y carnoso estallido. El líquido la salpicaría mientras gritaba. La imagen iría desapareciendo como lágrimas secas y se preguntaba entumecida qué era la insignificante cosa que se arrastraba dentro de ella, sembrando veneno.
—¿Necesitas algo? —preguntó Bethy.
—¿Qué tal un aumento? Creo que lo podrías sacar de tu fondo fiduciario, ¿no, Bethy? Porque así podría ir al dentista —le dijo.
Bethy entrecerró los ojos confundida, como si se le hubiera congelado el cerebro al comer muy deprisa un helado, y Audrey siguió caminando.
En su mesa encontró un ramo de lirios blancos. Un par de pequeños capullos aún estaban cerrados, pero dos se habían abierto. Alguien había cortado los tallos en diagonal para mantenerlos frescos y luego los había puesto en un jarrón redondo lleno de agua. Nunca antes le habían regalado flores, ni había poseído una pieza de cristal. Era más pesado de lo que esperaba. La nota adjunta decía: «Lo siento, amiga. Anímate. Jill». Al lado de los lirios había dos tarjetas. Una, con una foto de un caniche sin título, del jefe de Recursos Humanos. Dentro ponía: «Querida, hazme saber si hay algo que pueda hacer. Atentamente, Collier».
La segunda nota era una simpática postal Hallmark. En la parte exterior había unos claveles y, en el interior, en letras negras, se leía: «Sentimos tu pérdida». Todos los miembros del equipo de la calle 59 la habían firmado.
Se sentó en su silla, exhausta. Podía sentir su pulso moviéndose despacio, como si la sangre de su interior estuviera coagulándose. Recordó vagamente lo que había hecho con la lámpara de Jayne y con su ropa. Estaba asustada por ello. Podía ver que se había vuelto una trastornada. Pero, más que nada, estaba enfadada.
Abrió el cajón y sacó una pluma. Línea a línea, una y otra vez, tachó cada firma de la tarjeta. El resacoso Craig, que pasaba cinco horas todas las noches en el irlandés The Dead Poet, en el Upper West Side, bebiendo su peso en whisky y luego tirándose todo el día pedos tóxicos en su cubículo. El llorón de Jim y sus excusas, que fanfarroneaba sobre el original de Lichtenstein, Mujer en el baño, que colgaba de la pared de su apartamento en Park Avenue, como si convertirse en miembro de una clase decadente e inútil fuera una insignia de honor. El celoso Simon, cuyos diseños eran más fríos e impersonales que un Gropius. Louis, Mark, Henry y David, el cuarteto incompetente. Hablaban de deportes la mitad de la mañana, pasaban tomando cafés la mitad de la tarde y luego lloriqueaban porque nadie les daba un estímulo nunca. Lo siento chicos, estáis en lo cierto, los despidos vienen pronto este año.
Garabateó hasta que todo lo que dejó fue una tarjeta húmeda y pesada por la tinta. Luego tiró todas las cosas que había pegado en su cubículo durante los últimos siete meses en Vesuvius. El calendario de David Hockney. Con las tijeras, lo cortó en pequeños pedazos que revolotearon en la papelera. El artículo del New York Times sobre su premio. Lo dobló sobre sí mismo antes de cortarlo, como haciendo diminutos copos de nieve. La foto de ella y Saraub en el paseo marítimo de Long Beach. Después de que la señora de los perritos calientes sacase la foto, él había levantado a Audrey sobre su hombro y la había cargado hasta el océano, como si fuera a lanzarla. Levantó la pluma y, línea tras línea, tachó la cara de él. Luego la suya. Entonces siguió hasta que el brillo desapareció y el negro de la tinta se filtró por el papel en una mancha indeleble.
Su teléfono sonó. Alguien del equipo de la calle 59, sin lugar a dudas. Tal y como Betty había hecho, la estaban exprimiendo. También como Betty, querían más. Se imaginó agarrando sus tijeras y cortándoles las arterias alrededor del cuello. Mirando la sangre salir a borbotones y la sorpresa en sus caras de sabelotodos. Cogería también a Randolph y a Mortimer. Los cortaría en trozos pequeños, hasta que fueran una pila de carne llena de moscas en el suelo de la oficina. Pintaría de rojo las paredes de ese edificio. Luego sorprendería al inconstante Saraub en su apartamento. La había engañado y ahora despegaría el amor de sus huesos.
El teléfono siguió sonando. Lo descolgó. Era la voz de Jill.
—Audrey, ¿podrías venir a mi despacho?
Jill, con su falsa preocupación y toda esa mierda de no hacerla socia porque era una mujer. Tal vez simplemente no podía cortarla.
—Necesito hablar contigo.
—Sí —dijo Audrey. Colgó y se puso de pie.
Que le jodan a Vesuvius. Que le den a la azotea conmemorativa, a los edificios, a los cementerios, a las placas, a los lirios, a las empalagosas gipsófilas que se amontonan cerca de las nubes y a los dolientes que exageran su dolor porque necesitan sentirse vivos. Que les jodan a las viudas y a sus lamentos, y a los niños sin padres, como si los muertos hubieran siempre superado en número a los vivos. Que les jodan a todos los agujeros alrededor de esta ciudad, y a su vida, también.
Caminó sintiendo sus miembros pesados como el plomo. Sus pensamientos eran de arrepentimiento y se movían demasiado despacio como para ser registrados. El Valium los coaguló en su cerebro como diminutos derrames, así que se desataban y morían sin alcanzar conclusión: la hawaiana de Jayne, su ropa, su madre, que en ese momento respiraba aunque no quisiese, y, sobre todo, el 14B. Le estaba haciendo esto a ella, tenía que ser eso.
Esos pensamientos racionales murieron mientras la cosa de su estómago se alimentaba y crecía. Se imaginó a Jill. Las cejas arqueadas y su apestoso aliento: ¡Bebe un vaso de agua, mujer! Se imaginó separando sus miembros del tronco, uno a uno, y luego echando lo que quedaba al fuego. Se erizó ante lo grotesco de tal idea, pero se tranquilizó a sí misma con la conciencia de que no estaba sola. Seguramente el Breviary la entendería.
Audrey se detuvo ante el despacho de Jill. Cierro los puños y golpeó la puerta abierta. La habitación era amplia, diez veces el tamaño del cubículo de Audrey. Al principio no se dio cuenta de que Jill estaba de pie en la ventana. Solo se fijó en las vistas: Ellis Island iluminada por el huracán Erebus y coches como pequeñas cajas de cerillas a ambos lados de las venosas autopistas de Manhattan. Se imaginó un rayo golpeando el punto más alto y prendiendo fuego a la ciudad entera, viéndola venirse abajo. El polvo sería como un invierno nuclear.
Había lágrimas en sus ojos. Sintió su frío en las mejillas. Esas cosas que estaba pensando, las odiaba.
—Tengo que hablar contigo, Jill —le dijo. Su voz sonaba unos pocos decibelios más alta de lo normal, pero Jill no se giró, ni saltó sorprendida. Su nariz estaba aplastada contra el cristal de la ventana, mientras abajo las duras olas grababan blancas cicatrices en el agua.
Se quedaba clavada en la entrada del despacho de su jefa, como tantas veces le había pasado, demasiado asustada para hablar o para llamar su propia atención, solo esperando que, al cabo de un rato, Jill notara su presencia. Levantó sus dedos índices bajo las gafas de Clara para enjugarse las lágrimas y se preguntó: ¿De quién es el chándal que llevo?
Se dio cuenta por primera vez de que estaba sujetando unas tijeras. Sus hojas afiladas, perfectas para material para maquetas, medían unos trece centímetros de largo. No recordaba haberlas llevado desde su escritorio, pero ahí estaban, en sus manos apretadas, enseñando la punta como si estuviera lista para apuñalar. Las bajó mientras permanecía en el despacho de Jill.
—Lo dejo —dijo, en el mismo momento en que el teléfono sonó y ahogó sus palabras. Jill dio un brinco, pero no contestó. Ni siquiera se apartó de la ventana. Seguía zumbando, agudo y discordante. Perforó los oídos, el pecho y la mente de Audrey. La despertó, y la cosa líquida siguió retorciéndose.
Las lágrimas volvieron. Quizás nunca se habían ido. Su madre estaba en el hospital con las alas de hierro. Saraub se había ido, la había abandonado. El lugar en el que vivía, el Breviary, la asustaba. Se asustaba de sí misma.
Dio una patada a las tijeras hacia el rincón más cercano e intentó no mirarlas. Luego se dio unas palmaditas en las rodillas, cerró los puños, cerró los labios e imaginó la habitación en su totalidad: mesa, silla, estantería, sofá de cuero, dos lámparas de pie, fotos de Wallace Neff de antiguas casas glamurosas de Hollywood, extravagantes como el palacio de Joan Crawford. Al final, devolvió todo a donde ahora reposaba y decidió que como Jill lo había ordenado estaba mejor, lo que la tranquilizó. Por fin alguien a su alrededor era bueno en su trabajo.
El teléfono dejó de sonar. Audrey aclaró su garganta y consideró huir. Salir corriendo del despacho y del edificio, hacer todo el camino de vuelta hasta el Breviary.
Jill se dio la vuelta y pegó un salto.
—Audrey —dijo—, ¿cuánto tiempo llevas ahí?
En vez de su habitual traje de pantalón marrón, Jill vestía vaqueros y una camiseta de un concierto de The Who. El logo de la banda, la bandera del Reino Unido, estaba estampada atravesando el pecho y, bajo él, con un descuidado bolígrafo rojo, alguien había escrito: «The kids are alright». Bajo la bandera, cuatro nombres estaban escritos a mano con diferentes rotuladores de colores, como si se hubieran ido añadiendo con los años: «Clemson, Markus, Xavier, Julian».
—Solo estaba aquí —dijo Audrey—. Necesito hablar contigo.
Jill se agarró a un lado de la mesa y se sentó tan encorvada que se dobló sobre sí misma. Audrey emergió de su propia pena lo bastante como para compadecerla. Luego, de nuevo, recoges lo que siembras: ¿quién demonios tiene cuatro hijos hoy en día excepto una egocéntrica?
—Yo también necesito hablar contigo. Quería decirte que siento lo de tu madre —dijo Jill. La camiseta parecía desgastada, como si la hubiera comprado en los noventa, cuando todo el mundo escuchaba grunge.
Audrey miró por la ventana. Esas tijeras. ¡Dios mío! ¿Qué había estado a punto de hacer? ¿Matar a su jefa por enviarle flores?
—Tengo que firmar los papeles para desconectar la respiración asistida, pero no puedo hacerlo. Aún está allí, en Nebraska. Atrapada en esa cama. Mi prometido me dejó, también. Creo que iba a decirle que quería volver con él, pero me dejó en un hotel de mala muerte en Lincoln, Nebraska, antes de que tuviera la oportunidad.
Jill pestañeó. Su cara estaba pálida. Audrey se dio cuenta por primera vez de que las cosas de su escritorio estaban organizadas en ángulos de noventa grados. Ni un solo lápiz torcido.
—¿Te dejó en un hotel? —le preguntó.
—Sí, la noche anterior tuve mi primer orgasmo, también. No sabía que fueran reales, ¿tú sí? —Soltó eso, se oyó a sí misma, se puso colorada y bajó la cabeza. Pero decirlo le sentó bien. Se sentía como si fuera el miembro de una especie diferente mirando a los humanos a través de un cristal.
Jill se limpió la boca con la palma de la mano. Sus ojos se agrandaron y luego ocurrió algo inesperado. Se rió. El sonido fue un rápido hipo.
—¿Nunca hablas de esto con nadie?
Audrey negó con la cabeza. Las tijeras en el rincón brillaban como una acusación y, antes de que tuviera tiempo para pensarlo, las cogió y las empujó bajo una pila de bocetos del escritorio de Jill, para no tener que verlas más. Jill se dio cuenta, pero no lo comentó.
—No salgo mucho —dijo Audrey.
—Eres una isla —le contestó Jill.
—No quiero serlo. Lo estoy intentando.
—No tienes que serlo.
Audrey resolló.
—Sí, lo sé.
Si miraba a Jill de reojo, no tenía esos terribles pensamientos. Las tijeras no volaban de debajo de la pila de papeles y la cortaban.
—Bueno, como te dije, amiga: anímate —dijo Jill—. No sabía que llevabas gafas.
Audrey ajustó la montura negra en el puente de su nariz.
—Son de mi madre. Era cantante de ópera.
Jill asintió. Luego hizo un extraño sonido, como si un animal estuviera chillando atrapado en su garganta. Miró a lo lejos con rapidez, pero no antes de que Audrey viera su mirada perdida. La cara seca, el ceño fruncido, una sonrisa apretada a punto de rajarse. Su dolor era tan profundo que lo irradiaba en ondas.
—Oh, Dios —susurró Jill. Se sujetaba la parte baja del vientre con las dos manos. Audrey se dio cuenta de que esos cuatro nombres de la camiseta tenían que pertenecer a sus hijos.
—Oh, no —dijo Audrey.
Jill cogió el teléfono de su mesa como si fuera a llamar a alguien, pero, en cambio, lo lanzó por la habitación. Audrey se encogió. Se rompió en grandes pedazos de plástico negro y cables.
—Lo siento —dijo Jill.
Audrey no respondió. En cierta manera, eso la tranquilizó. Quizás, a veces, todo el mundo se vuelve un poco loco.
—Tengo que pedir una excedencia. Unos días, al menos.
Jill se agachó para recoger una pieza del teléfono, pero, en vez de eso, lo aplastó con su zapatilla de deporte. Se rompió con un simple chasquido.
—Lo compré por él, por si pasaba algo. Odio los móviles. Solo son otra excusa de mis estúpidos hermanos para llamarme a medianoche y hablarme sobre sus problemas de dinero. Quizás si dejaran de contratar a sus parientes, no estaríamos en números rojos.
—Lo siento —dijo Audrey.
Jill asintió. Luego se pellizcó el puente de su nariz hasta que sus ojos se despejaron.
—Tengo que hablar contigo de algo.
—¿Qué? —preguntó Audrey, completamente segura de que Jill lo sabía. Las tijeras, su apartamento. Lo que había hecho en su cubículo con las tarjetas de condolencia. Había tan poco, excepto ese trabajo, que la mantuviera atada a este mundo.
—Los Pozzolana han vendido la compañía a una corporación con sede en la India. Van a anunciar despidos al final de la semana.
La boca de Audrey se secó, y se dio cuenta, por primera vez en mucho tiempo, de cuánto le gustaba su trabajo. Cuán orgullosa estaba de haber terminado finalmente aquí, junto a los grandes.
Jill movió las manos.
—Ah, no. Tú no, pero perdemos parte del equipo. Tengo que fijar la reunión del Parkside Plaza con los Pozzolana antes del viernes, obviamente. Pero me cojo una excedencia y alguien tiene que controlarlo. Estaba pensando en Simon Parker. —Jill dejó eso en el aire.
Audrey se encogió de hombros.
—Le di un trabajo. ¿Cómo lo resolvió?
—No del todo bien, no es un creativo. Pero no tengo opción, a menos que planees volver esta semana.
—¿Cuánto hemos avanzado desde que me fui?
Jill movió la cabeza muy despacio, para transmitir la gravedad del problema.
—Algunas ideas. Al menos conseguiste que adelantaran. Pero yo no he estado por aquí, ni tú tampoco. No hay dirección suficiente… Tú eres buena. Debería habértelo dicho antes. Me veo reflejada en ti, aunque quizás no es lo que quieres oír. ¿Quieres tener un puesto intermedio el resto de tu vida?
Audrey tomó un cauteloso respiro.
—En verdad, no.
Jill bajó las manos de sus sienes, se giró hacia Audrey, la miró durante un rato y le sonrió muy ligeramente.
—A veces me gustaría tirarte por la ventana.
Audrey asintió.
—Me pasa lo mismo contigo.
—O haces tú la presentación o la hace Parker. Si los Pozzolana no llevaran este lugar como un club de campo y despidieran a los hijos de sus amigos, esto no sería un problema. Pero no es así como funcionan. El resto de nosotros hacemos el trabajo por los que no pueden.
Audrey gimió. Pensó en todo el trabajo que había hecho y que se perdería si Simon fastidiaba la presentación y el cliente pasaba. La SAABA contrataría a otra compañía. Jill perdería su ascenso, así que, en realidad, sería Audrey quien tendría más papeletas para un ascenso serio el próximo año. No bromeaba antes, cuando había estado hablando con Bethy: su corona dental tenía ya tres años. Necesitaba un dentista. Quizás quedarse en el trabajo era lo mejor. Recordó cómo había actuado toda la mañana. ¿De verdad quería volver a casa, quedarse a solas consigo misma y con el Breviary?
—Creo que puedo hacerlo, pero no puedo prometértelo.
—Buena chica —dijo Jill—, sabía que lo conseguirías. Siempre lo haces.
Audrey estaba emocionada. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien le había dado su aprobación.
—Gracias.
—Es la verdad. Ah, vale, lo otro. —Jill garabateó algo en un pósit amarillo y se lo entregó a Audrey—. Mi número de casa. Estaré ocupada, por supuesto. Pero si hay algo urgente sobre el trabajo, o si destrozas de nuevo tu casa, llámame.
Los ojos de Audrey se humedecieron. ¿Era esa mujer, después de todo, su amiga?
—Ay, para —dijo Jill—. Odio las lágrimas.
Intentó devolverle la amabilidad.
—¿Cuál es su nombre? ¿El del que está enfermo? —preguntó.
—Era —dijo Jill—. Acabo de recibir la llamada.
Intentó sonreír. Su boca era como las cuerdas de un piano tensadas.
Audrey contuvo un grito sofocado. Sabía que si mostraba alguna emoción, se extendería por el aire como un estornudo y Jill comenzaría a llorar.
—¿Cómo se llamaba?
Los ojos de Jill se llenaron de lágrimas. Se los enjugó con la palma de su mano y se dirigió hacia el escritorio, como si fuera la única cosa que la sostenía.
—Julian. A mis espaldas… la gente siempre dice que debes enfrentarte al cáncer con coraje. ¿Por qué dicen algo así? ¿Cuál es la diferencia?
Los malos pensamientos de Audrey se fueron, y también su ira. Todo parecía tan insignificante frente a tragedia de Jill.
—No entienden la enfermedad. Esa es la razón. Quieren aparentar que ellos son afortunados, que nunca enfermarán o envejecerán. Creen que es algo con lo que puedes luchar cuando, en realidad, como en el caso de mi madre, es algo que tienes que aceptar.
La voz de Jill se rompió.
—Sí, creo que tienes razón.
—Julian —repitió Audrey—, un buen nombre.
—¿Y tu madre? —preguntó Jill.
—Betty Lucas —respondió Audrey.
—Betty Lucas. Lo recordaré —dijo Jill.
Audrey dio un paso hacia Jill. Jill salió de detrás del escritorio. Estaban cerca. Audrey fue la primera en extender la mano. Le dio un apretón en el hombro y Jill miró hacia abajo, por lo que no vio sus lágrimas.
—Gracias —gimoteó.
Si hubieran sido otras mujeres, aquello se habría convertido en un abrazo, pero, para ellas, esto era igual de bueno. Cuando se separaron, asintieron, como si se deseasen suerte la una a la otra.