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Algunas personas queman sus propias alas

El lunes por la mañana, a la misma hora en que el móvil de Audrey vibraba en su bolsillo, Saraub Ramesh miraba por la ventanilla del avión 767 de American Airlines. Su asistente de cámara, Tom Wilson, se embutía en el asiento de al lado, apretujado como la espuma de poliestireno. Estaban estacionados en una de las pistas del aeropuerto Dulles, de vuelta al JFK. La costa este estaba a punto de ser golpeada por el huracán Erebus: según decían, la peor tormenta de la estación. En ese momento, las gotas de lluvia golpeaban su pequeña y redonda ventanilla y el cielo estaba negro. El despegue se había retrasado treinta minutos hasta el momento y estaban esperando un anuncio del capitán sobre si al final podrían despegar.

Esta complicación con el tiempo no le sorprendía. Desde que Bob Stern había refrendado el contrato para adquirir La línea Maginot, nada había salido bien: ni la película y sus asuntos, ni su cámara, ni siquiera Audrey Lucas, la primera y única mujer a la que le había ofrecido su corazón.

El anillo le arañaba el muslo desde el interior del bolsillo de su pantalón. No estaba seguro de otro lugar donde ponerlo, y no era digno ni que Wilson lo robara. Así que permaneció en su bolsillo. Cuando Audrey lo había dejado en la mesa de aquel barucho en Lincoln, se había sorprendido de lo pequeño que era. También le resultó más brillante de lo que recordaba. Se preguntó si ella se habría desprendido de él con tanta facilidad si la piedra hubiera pesado más de medio quilate, o si la base hubiera sido de platino y no de plata de ley. También se había estado preguntando si debió tirárselo a la cara.

El consejo de Daniel se reproducía ahora en su cabeza: «Eres muy blando, colega. Si mostrases un poco de tu lado fuerte, no tendrías estos problemas. Dale una palada y volverá arrastrándose. Mejor aún, encuentra a alguien más joven, a la que Nueva York no haya machacado».

Esa era la razón por la que la había dejado en el motel el viernes por la mañana. La devolución del anillo lo había empujado a sobrepasar su límite. Se había enemistado con su familia por ella, había comido espinacas e incluso le había dejado ordenar sus jarras de cerveza formando estúpidas pirámides en la mesa de la cocina. Pero cada vez que se había rendido, ella había exigido más. Había tirado a la basura el felpudo, escondido sus cómics y cerrado las puertas tan pronto como llegaba a casa porque decía que necesitaba tiempo para estar sola. Lo más extraño era cómo movía las cosas fracciones de centímetros cuando él no estaba mirando. Una lata centrada, un escritorio movido sigilosamente hacia la derecha, las tazas de café colocadas tras las jarras de cerveza, en vez de estar delante como la semana anterior. Al principio pensó que se estaba volviendo loco. Luego pensó que había estado haciendo una guerra encubierta pasivo-agresiva, solo que era tan pasiva que no se había dado cuenta. Hace muy poco se había dado cuenta de que era una obsesión por la perfección. Era una chica que cuidaba más las apariencias que lo esencial. En ese preciso momento, debería haber comprendido que estaban condenados.

Por supuesto, las cosas habían empezado bien. Habían sido un equipo. Nick y Nora sin el perro. Pero para cuando ella se mudó a su apartamento, ya había comenzado a tratar todo lo que él hacía con desprecio: que le diese la mano con demasiado entusiasmo a los desconocidos («¡No estés tan deseoso por complacer!»), su postura encorvada («¡Ponte recto!») o incluso la manera en la que siempre se quedaba sin aliento cuando alcanzaban el rellano de la escalera de su tercer piso sin ascensor («¡Espero que no te dé un patatús!»). Con el tiempo, ese desprecio se había traducido en más puertas cerradas, más limpiezas y, finalmente, en maletas hechas. A veces atisbaba el desprecio en sus ojos, mientras ella le torcía el gesto, y comprendía que estaba buscando razones para dejarlo. Y ¿cómo luchas con alguien que no te quiere seguir amando?

Así que, sí, tienes que ir tras lo que quieres. Sí, el amor es todo paciencia. Pero quizás era el momento de cambiar sus fichas y volver a empezar. Se conformaría con un cariño indiferente, incluso de la sonriente pero sin sentido del humor Tonia, su antigua prometida, con tal de no ser nunca más el felpudo de nadie.

Justo entonces, el avión comenzó a rodar por la pista. En el exterior todo estaba gris, como si la lluvia no fuera limpia, sino algo negro diluido. Grandes jaulas de metal en el aire. Para él no tenía sentido que los aviones no se estrellasen contra el suelo.

—¿Qué te pone de los nervios? —preguntó Wilson.

—Todo —contestó Saraub.

—Lo que no entiendo es cómo no lo viste venir —respondió Wilson.

Al principio Saraub pensó que estaba hablando sobre Audrey. No quise verlo, casi contestó, pero entonces comprendió que Wilson estaba hablando sobre La línea Maginot.

La mayoría de las llamadas habían llegado el fin de semana, más o menos en cuanto había aceptado el trato de Sunshine Studios: el jefe de Relaciones Públicas del Banco Mundial, asuntos internos de Servitus, un miembro de la Oregon House, dos granjeros de las afueras de Búfalo e incluso el portavoz de la Agencia de Protección del Medioambiente. Como si hubiesen sido entrenados, cada uno de ellos dijo lo mismo: habían decidido retirar su apoyo a la película. Y si él insistía en incluir sus testimonios en la película o cualquier material promocional, lo demandarían.

Al principio les había argumentado que un consentimiento era un consentimiento, no se podía rescindir. Luego había suplicado, porque no importaba qué contratos hubieran firmado, si querían, podían paralizar la película en los tribunales durante años. Al final, tras dieciocho llamadas, que había hecho mientras yacía, literalmente, entre las almidonadas sábanas de la cama doble del Comfort Inn, se había rendido. Para esa mañana, más de la mitad de sus entrevistas se habían echado atrás y, de las que le quedaban, solo tres valían la pena. No era suficiente para una película. Ni siquiera era suficiente material para un anuncio.

—No consigo gente —dijo Saraub, no tanto a Wilson, sino más bien a la parte trasera del asiento de delante—. Algunos de esos tipos se pusieron en contacto conmigo. Querían hablar. Pensaban que estaban haciendo lo correcto. ¿Qué ha podido cambiar?

Wilson se encogió de hombros y Saraub hubiera jurado que una parte de él estaba disfrutando, porque eso probaba su cinismo.

—Algún gilipollas que no conoces de algún tugurio, cuyo jefe es uno de los principales objetivos de tu película, compra tu película. Dos días después, la mitad de la gente de la película se retira. No hace falta ser un genio. Utilizaron todas tus notas para contactar con los tipos y les enseñaron algo sin pulir.

—No puedo creer que se hayan molestado —dijo Saraub.

—Luchas contra el ayuntamiento y el ayuntamiento te sepulta —dijo Wilson. Tomó un sorbo de una cerveza amarillenta Reheingold que pudo birlar de la bandeja de servicio antes de embarcar en el avión. Olía mal, y Saraub decidió que había pecados más grandes que ocupar demasiado espacio en un asiento: podías ser Wilson.

—Tres años de mi vida para nada. No puedo creer que esto esté ocurriendo —dijo.

No solo estaba pensando en la película, sino en Audrey y en la casa de sus sueños, que había sido tan estúpido de imaginar.

Wilson medio resoplaba, medio se reía. El sonido era demasiado alto para hacerlo en público y la mujer de la fila de delante se giró y lo fulminó con la mirada.

—No te hagas el tonto, ¡los has jodido! Claro que van a por ti. Quieres que el gobierno empiece a regularizar multinacionales y estás tocando las narices al lobby del carbón, al del petróleo y a los grandes granjeros que consiguen la irrigación subvencionada. Servitus tiene cincuenta abogados rapaces en nómina para ocuparse de tipos como tú.

—Pero esto no se parece a ninguna película, es una revelación. Todo el mundo sabe que estamos perforando más rápido de lo que tiene sentido —dijo Saraub.

Wilson sacudió la cabeza.

—No digas todo lo que sabes, no mires lo que no debes. Si nadie tiene que pensar sobre esto, no está pasando. Esto es América, colega, no Calcuta.

Saraub frunció el ceño. Esa generación de los sesenta, qué rápido se dieron la vuelta.

—No es justo —dijo él—. Tampoco voy a dejarles salirse con la suya. Estoy rodando la película como es y no me importa lo que hagan.

Mientras lo decía, supo que sus amenazas estaban vacías: estaba jodido.

Wilson eructó de nuevo. La noche anterior había estado bebiendo y aún estaba pedo. Sin afeitar, y con chaqueta y pantalones vaqueros manchados de aceite, se parecía un montón a Ted Kaczynski[7], lo que explicaba por qué por una vez fue el chico blanco y no Saraub quien había sido interrogado y registrado en la puerta antes de embarcar. «Si tanto odias despedir a la gente, simplemente deberías darle la carta de despido la próxima vez que se presente a trabajar borracho», le había aconsejado Audrey una vez. «Deja que lo pille».

—¡Ey! Tal vez no tenga nada que ver con la película. Solo es que no les gustas —dijo Wilson.

—Gracias —contestó Saraub.

—Muchos de vosotros no gustáis.

Wilson se rió entre dientes de una manera mezquina y sin molestarse en disimular lo que quería decir.

Saraub suspiró pensando qué contestar pero, en cambio, decidió mirar por la ventanilla. Cuatro Air Canada 727 avanzaban de manera pesada y torpe a través de la tormenta y descendían hacia la pista de aterrizaje, como si fueran un dinosaurio volador.

Podía haber contratado a un especialista hacía dos años pero, en vez de eso, siguió con Wilson, a quien no necesitaba decirle cuándo usar el zum y que intuitivamente comprendía los efectos de las luces y de las sombras. Por otro lado, había una razón por la que Wilson había ido de las películas de Hollywood a los anuncios de televisión y ahora había acabado en lo más bajo de la pirámide, los documentales: a menudo llegaba tarde y siempre estaba colocado.

El sábado, Wilson había aparecido tarde en el edificio Hart del Senado y casi se habían perdido la entrevista con McCaffrey. Dijo que su vuelo había llegado con retraso, pero la verdad era que había parado en un par de bares por el camino.

Para ahorrar dinero, Wilson y él compartían habitación en los hoteles. A raíz de eso, Saraub había llegado a conocer a Wilson bastante más de lo que le hubiera gustado. Su aliento después de comer comida china era mortal. Lo peor de todo era que se fumaba un porro cada noche para dormir. Generalmente, Saraub mantenía la boca cerrada y se centraba en algún objeto. Siempre que la película progresara, Wilson podía pedir un equipo de prostitutas travestís colocadas vestidas de payaso. Pero la noche anterior, mientras estaba intentando dormir, Wilson se encendió uno. El suave humo le había picado en la garganta hasta que se le hinchó y había pasado un mal rato intentando respirar. Con la película cayendo hacia el olvido y Audrey en su cabeza, le había espetado:

—Abre una ventana mientras te fumas eso o te juro por Dios que te romperé la boca —le había gritado en la habitación a oscuras. Luego había añadido—: Y gracias por preguntarme todas las veces si me molestaba. Porque sí, me molesta.

Luego se giró e intentó dormir.

El anciano metió las piernas en unos calzoncillos tiesos y se puso una camiseta interior amarillenta. El delgado Wilson se había tropezado en la oscuridad yendo hacia la ventana. Había intentado abrirla, pero estaban en una planta alta, por lo que, por supuesto, permanecía cerrada. Tras mirar el porro durante un segundo o dos, resopló; se vistió rápidamente, dejó la habitación y no regresó hasta la mañana siguiente. Saraub intentó dormir, pero no pudo. Desde un punto de vista general, había reaccionado desproporcionadamente. No era nada del otro mundo. El problema era que no había estado exagerando. Si Wilson no hubiera apagado ese porro, realmente Saraub podía haberse levantado y haberlo golpeado hasta que sangrase. Eso era un poco terrorífico.

En el silencio de su habitación vacía, cerró los puños y golpeó el colchón, preguntándose todo el rato si Audrey había estado en lo cierto teniendo miedo de él, lo que solo le hizo golpear el colchón más fuerte.

—Vamos, eres un amigo, ya lo sabes —le decía ahora Wilson, como disculpándose.

—Sí —respondió Saraub. Otro avión enfrente de ellos despegó. Sus alas se tambalearon de lado a lado y, por un momento, pareció que podría darse la vuelta. En vez de eso, recuperó el equilibrio y se elevó. Estaba maravillado. ¿Cómo podían hacerlo?

El silencio se propagó y Saraub decidió hacer las paces por el bien del rodaje final del día siguiente en Manhattan. Probablemente no había muchas razones para seguir yendo, pero así podría terminar lo que había empezado.

—Lo siento si anoche fui brusco contigo. De todas maneras, ¿adónde fuiste? —le preguntó Saraub.

—¿De verdad te importa? —le espetó Wilson.

—Claro que sí.

—No, no creo que te importe —le respondió Wilson.

Saraub miró detrás de su asiento. Se habían acercado poco a poco a la pista de despegue y ahora eran los terceros en la cola. Los veloces relámpagos iluminaron todo y luego se volvió oscuro. La lluvia caía en cortinas traslúcidas a través del cristal. Sabía que debía disculparse. Así, el ego de Wilson estaría calmado y la grabación podría reanudarse. Terminarían la última entrevista y ya se llamarían algún día. Así era como habían trabajado siempre. Wilson le pasaba sus mierdas y él se las comía por el bien de la película. Pero el anillo en el bolsillo le estaba cortando el muslo y, después de todo lo que había pasado con Audrey, y ahora con el documental, estaba dándole a la gente lo que quería.

—Tienes razón, no me importa una mierda —dijo.

El ambiento se podía cortar con un cuchillo, era hiriente y tenso. En el asiento de al lado, los ojos de Wilson ardían como agujeros de rabia.

—Que te jodan —le dijo Wilson.

Saraub cruzó las piernas y abrió y cerró la boca. La lluvia apedreaba la ventanilla circular. Buscando un entretenimiento, abrió su portátil y reprodujo el último metraje de Washington D. C, mirando hacia la pantalla con los ojos entrecerrados e intentando hacer su visión pequeña, para no tener que mirar a Wilson.

La entrevista había salido bastante bien, aunque McCaffrey, el senador superior de Virginia Occidental, sudaba un montón, lo cual nunca quedaba bien en pantalla. Saraub había rodado el fragmento en unos veinte minutos. El senador McCaffrey, de ojos azules, estaba empapado como un fideo.

—El problema —dijo el senador— es que regulando estas compañías empieza a parecer que se escogen las flores antes que el pan.

—Pero el pan es una flor —contestó Saraub detrás de la cámara—. Es un grano, lo acabo de ver en Nebraska. Sale de la tierra. Nosotros exterminamos la tierra y esta no da frutos. No podremos comer.

McCaffrey asintió.

—Ese es el otro problema, que nadie está pensando sobre esto a largo plazo. Estamos vendiendo nuestras fuentes al mejor postor y, en veinte años, miraremos atrás y nos daremos en la frente por la estupidez que hemos hecho. Mire Sudáfrica e Iraq, ¡por Dios! Pero ahora mismo, ya sea porque no vemos las serias consecuencias de nuestras acciones o, quizás, porque, de algún modo, hemos perdido nuestros propios instintos de supervivencia, seguimos haciéndolo.

McCaffrey miró directamente a la cámara cuando dijo esto:

—Queremos competir con las grandes armas de China, pero dicen que, en diez años, la cuota anual de muertes en China por la lluvia ácida alcanzará los tres millones. Y el tema es que lo que ellos respiran, nosotros lo respiramos. El mundo gira, ¿sabe? ¿Por qué nadie reconoce que el mundo gira?

Un escalofrío recorrió la espalda de Saraub y cerró el portátil de golpe. El metraje era bueno, sin duda. Lo que, a su manera, amplificó su angustia. Su película estaba muerta. No podía volver a hacer todo eso de nuevo. Tenía treinta y cinco años, estaba soltero y desganado. No tenía nada que enseñar por su duro trabajo excepto un sucio apartamento. Suspiró. Por primera vez en su vida, habían podido con él.

A su lado, finalmente Wilson habló. Su voz sonaba entrecortada y furiosa y Saraub notó que sus ojos no estaban completamente centrados.

La pupila izquierda holgazaneaba más hacia su ceja que la derecha. Lo que le había ocurrido, y no era la primera vez, era que tanta bebida provocaba daños cerebrales.

—Ese tipo, McCaffrey, debe de estar trepando por su cruz. Hay ganadores y perdedores y él solo es un loco en el lado equivocado.

Saraub se topó con los ojos inyectados en sangre de Wilson.

—¿Y qué eres tú? ¿Un ganador o un perdedor?

Durante un segundo o dos, Wilson no contestó, porque su descenso cuesta abajo había empezado a los treinta años: sus hijos y sus dos exesposas no le hablaban, su apartamento alquilado en la ciudad de Jersey estaba lleno de cucarachas y Saraub era la única persona que le había dado trabajo este año y, por el momento, era una lástima, porque su trabajo era una mierda.

—No distingues tu culo de tu codo. Estos inmigrantes ilegales paletos de Virginia Occidental, que piensas que es tu trabajo proteger, son un puñado de don nadies —dijo Wilson—. Preocúpate de tu culo, preocúpate de mí.

Lágrimas de furia llenaban los ojos de Saraub.

—¿Para qué te molestas en levantarte por las mañanas, si de verdad piensas eso? ¿No ves hacia dónde se dirige esto? Muy pronto el país estará en quiebra, ni siquiera seremos un país. ¿Piensas que el rico será feliz con el trato que ha hecho cuando ya no quede nada y sus hijos estén enfermos por el humo de las fábricas porque la Agencia de Protección del Medioambiente desapareció? Nadie quiere esto y todo el mundo sabe que está sucediendo, pero simplemente no sabemos cómo pararlo. Así es como los cambios ocurren: gente como nosotros que los fuerzan. Tenemos que intentarlo o arderá Troya. Este es el único motivo para estar vivo. Como este avión, o el Empire State: es muy estúpido construir algo como esto, cuando lo más probable es que se caiga. Es muy estúpido intentar volar cuando tus pies funcionan bien. Pero seguimos haciendo cosas como estas. Cambiamos nuestras culturas, nuestras vidas, incluso nuestra biología, porque como sobrevivimos es con el cambio. Si dejamos todo eso solo porque es estúpido, no volveremos a ser humanos. Seremos animales.

»No es sobre esos granjeros o sobre la gente de Virginia Occidental, que siguen defendiendo sus propios intereses para sacar tajada, incluso aunque se estén muriendo de un enfisema. Ni tampoco sobre las compañías de energía, cuyo rendimiento es menor cada año porque dicen que no pueden permitirse construir nuevas plantas, aunque los huracanes cada vez sean más devastadores y esté creciendo moho tropical en Misisipi. Esto es sobre nosotros.

—No sabes una mierda —le escupió Wilson.

El avión cogió velocidad. La sonrisa de Wilson se retorció en una fina línea. Aplastó la lata y eructó de nuevo.

—Te estás matando a ti mismo, y ya he visto suficiente —dijo Saraub. Sus palabras le sorprendieron, pero estaba contento. Al final había sido un alivio decirlo.

—Entonces mira hacia otro lado —susurró Wilson. Levantó la cerveza aplastada, pero recordó que estaba vacía, así que la puso en el bolsillo del asiento de delante. Una propina de níquel para la azafata. Seguro que iba a estar agradecida.

Saraub se dio cuenta entonces de que debería haber despedido a Wilson hacía tiempo. También debería haberse enfrentado a Audrey. Pero había esperado demasiado y ambas situaciones se le habían escapado de las manos. El avión rodó rápido. A su lado, Wilson cerró los ojos y echó una cabezada, o pretendía echarla. El avión se adentró en el cielo. El aire corrió bajo el casco, haciéndolo momentáneamente ligero, y Saraub se maravilló ante el milagro de los hermanos Wright, tan improbable como la civilización en presencia de bárbaros. El anillo de compromiso de su bolsillo se apretaba contra su muslo. Una cosa fría y dura. Al otro lado de la ventanilla, la lluviosa ciudad de Washington se hizo pequeña. Ascendían sobre las nubes negras y se introducían dentro de algo más negro. No podía ver nada, aunque era de día.

De repente, el avión hizo un movimiento brusco. Se agarró al reposabrazos con fuerza. El morro del avión chocó contra un frente de aire caliente y descendió. Los compartimentos para el equipaje se abrieron de golpe. Las luces de lectura de las filas se fueron apagando y las de emergencia parpadeaban en toda la cabina, en un histérico color naranja. Las cosas guardadas en los portaequipajes salían disparadas hacia el pasillo y caían sobre las cabezas: un bolso de viaje rojo, maletas pequeñas con ruedas, un póster del grupo Twisted Sister, el periquito de algún imbécil en una minúscula jaula. Estaba demasiado asustado como para piar. Estiró el brazo para rescatarlo, pero para cuando sus dedos estaban en el pasillo, ya se había ido.

El avión siguió descendiendo. Su piel se estiró en una sonrisa plástica como si estuviera en la montaña rusa de un parque de atracciones. ¿Ciento sesenta kilómetros por hora? ¿Trescientos veinte? Cuanto mayor era la caída libre, más velocidad alcanzaban, y menos sentido tenía saltar sin paracaídas. La fuerza de la aceleración golpeaba su respiración. Con cada cuarto de segundo que pasaba (quién habría imaginado que el tiempo pudiera pasar tan terriblemente lento) le rogaba al avión que se enderezase, pero no lo hizo.

Los coches, del tamaño de una caja de cerillas, y las diminutas casas se volvieron grandes de nuevo y el morro del avión iba en picado hacia la tierra. Su cabeza daba vueltas a través de imágenes en milésimas de segundo que no registraba en su estado consciente. La vez que había robado veinte dólares a su padre del traje y había mentido sobre ello. La primera chica con la que había echado un polvo, una prostituta llamada Vanity que su tío le había pagado como regalo de graduación en el instituto. La línea Maginot. Si salía de esta, haría la mejor película que pudiera y, si no funcionaba, haría otra, porque nunca hay una buena razón para dejar lo que quieres cuando la vida es corta.

Su mente atisbaba imágenes de toda la gente de su vida. Su madre y hermanas, ¿quién cuidaría de ellas? Y entonces, dejó de saltar de un pensamiento a otro y se asentó en Audrey Lucas. Se dio cuenta de lo afortunado que había sido al encontrar a alguien a quien amar.

El avión seguía cayendo. Wilson comenzó a despertarse y se giró hacia Saraub con expresión de terror y los ojos fuera de las órbitas. El calor comenzó debajo de él, mientras Wilson se meaba su conjunto vaquero.

—¿Qué…? —Su boca se abrió para hablar mientras el avión continuaba en descenso.

El pis de Wilson calentó el asiento, el pájaro enjaulado intentó volar y Saraub pensó en la nota que debería haber dejado en Lincoln, por si acaso lo que había ocurrido entre ellos aquella gran noche no había sido una despedida, sino otra oportunidad. «Vuelve a casa», debería haber dicho la nota. «Eres el amor de mi vida».