25

Los gusanos vuelven

Otro lunes por la mañana en el Breviary. ¡Vamos, arriba, a espabilarse!

Se deslizó del desinflado colchón. El sueño se esfumó rápido. Continuaba con un profundo pánico. ¿Había herido a alguien? ¿Heriría a alguien?

Le dolía el cuerpo. Las rodillas, las caderas, los hombros, incluso las bolsas de los ojos. Extendió las manos por el suelo. Se hundieron en algo húmedo. ¡La bañera! Pero no, solo era el agujero podrido del suelo… ¿Había crecido? Parecía unos diez centímetros más ancho y su madera rota estaba ahora irregular, como si formara una dentadura.

¡Zzzz! ¡Zzzz!

Mientras se incorporaba, un láser de dolor abrasador cortó sus lóbulos temporales en dos. Las partes separadas palpitaban sin sincronización como los ventrículos del corazón.

—¡Oh! —gritó, y se apretó el cráneo como si lo sujetara—. ¡Oh, caray!

Estaba en el 14B, en el Breviary, en vez de en Nebraska. Las lágrimas brotaban de sus ojos. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo había llegado allí? ¿No tenía planeado abandonar el Breviary y volver a mudarse con Saraub? ¿No había dejado los papeles para firmar en Lincoln? Betty. El coma. ¿De verdad la había dejado allí sin desenchufarla?

—Mierda —gimió.

¡Zzzz! ¡Zzzz!

Y la habitación, ¡ay, Dios! Al principio no supo por qué el suelo estaba cubierto con una densa alfombra que ondeaba cerca del conducto de la calefacción como si fuera un campo de mariposas. Pero una fracción de segundo más tarde, lo entendió. Era toda la ropa de su maleta, y también el resto de la que tenía en casa. La había acumulado durante años. El chaquetón marinero de Saraub, su nunca estrenado pero amado bikini de lunares, sus pantalones y blusas de segunda mano, la túnica de la graduación y su camiseta de I ♥ NY. Cada uno de ellos representaban un evento al que había sobrevivido: otra mudanza, otro episodio con Betty, los exámenes finales en la universidad de Nebraska, la blusa de cachemira estampada que había vestido en el Film Forum la noche que conoció a Saraub. Todo se había terminado. Todo lo que poseía, excepto la ropa de su vuelta, se había ido.

La tela de su antigua ropa estaba esparcida en jirones por el suelo. No solo había sido desgarrada, sino hecha pequeñas trizas como pétalos de flores. Rojo, rosa, verde, gris, negro, azul: un variopinto arcoíris. Mientras caminaba hacia la torrecilla, con la brisa que creaba su propio cuerpo los iba arrastrando con ella. ¡Zzzz! ¡Zzzz!

Se dio cuenta de que el sonido provenía de sus pantalones. ¿Un bicho? ¿La uña de un pie arañando? ¿Estaba aún durmiendo? Metió la mano rápidamente en el bolsillo de atrás. Su móvil, vibrando.

—¡Maldita sea! —susurró. Entonces lo abrió rápidamente.

—¿Hola? —preguntó la mujer al otro lado de la línea.

—Sí —dijo. Su voz era ronca, como si hubiera estado gritando toda la noche.

Hubo una pausa de uno o dos minutos. Luego se oyó:

—¿Audrey?

—Sí.

Miró alrededor de la habitación. Un desastre. Se tocó la entrepierna para estar segura de que no se había hecho pis encima. Deseó no haberla tocado porque su mano regresó húmeda. ¿En serio? ¿Otra vez?

¿Qué era lo último que recordaba? Al taxista que olía a pachuli y a líquido de permanente para el pelo. Y luego, las letras de latón del 14B. Estuvo plantada frente a ellas, sin querer abrir la puerta, pero sin ningún otro lugar adonde ir. La puerta estaba sin cerrar, más bien estaba abierta. Y dentro… un escalofrío recorrió su espalda. El hombre del traje de tres piezas había estado esperándola. Tocaba el piano, Heart and Soul. ¿Estaba despierta o dormida?

—¿Audrey? —preguntó la mujer al otro lado del teléfono. Parecía Jill—. ¿Estás bien?

—No —dijo ella—. Estoy jodida. Pero ya te lo imaginabas, ¿no? Es bastante obvio.

Fuera de la torrecilla, la tormenta había llegado. Una ráfaga de viento empujaba la lluvia hacia los lados. Se dio cuenta de que no sabía si era por la mañana o por la tarde. Los pájaros negros atrapados en la vidriera de la ventana la miraban. Golpeó a uno de ellos con el puño, pero el cristal no se rompió.

Al otro lado de la línea, Jill no hablaba. Comenzó a cerrar la tapa del teléfono y entonces escuchó:

—Sí. Bueno, chica, ¿quién no está jodido?

Ella suspiró.

—He estado sonámbula. No me ocurría desde que vivía con la loca de mi madre. Me acabo de despertar justo ahora y esto está hecho un desastre. He destrozado mi propio apartamento.

Otra pausa, porque nunca nadie sabía qué demonios decirle cuando contaba esa mierda.

—¿Estás herida? —preguntó Jill. Audrey pudo oír la frustración en su voz. La imaginó sentada en su escritorio con un montón de trabajo, buscando a alguien a quien putear.

—No —dijo—, estoy entera.

Otra pausa, y luego:

—¿Necesitas un terapeuta? Puedo darte unos cuantos nombres. Mi segundo hijo tiene problemas emocionales. Falta de sentimientos, más bien. Va a uno muy bueno.

Audrey sacudió su mano con el teléfono. Los ricos de Manhattan…, les encantaban sus psiquiatras.

—Creo que empezaré por limpiar este desorden.

—¿Estás sola?

—¿Por qué te preocupa? —Evidentemente, se había olvidado de que estaba hablando con su jefa.

—Bien, Lucas. Esa actitud te llevará muy lejos. Te lo estoy preguntando porque necesito tu colaboración, pero, si quieres, puedo salir ahora y ayudarte a limpiar mientras hablamos sobre esto. También, como prójimo, me preocupo por ti.

Audrey frunció el ceño, luego apartó el teléfono y lo inspeccionó, como si estuviera defectuoso. ¿Jill Sidenschwandt mostrando corazón? Volvió a ponerse el teléfono en la oreja.

—No, pero gracias. Yo lo limpiaré. Pero eso es… bueno, es muy amable.

—Entonces, otro día será —dijo Jill.

Esta vez, Audrey miró alrededor, a las paredes del Breviary, y se preguntó si estaban gastándole alguna broma, hablando a través del teléfono.

—Eso suena bien…

Otra pausa, y luego el momento que ambas habían estado esperando y que hizo saber a Audrey que aquella era su jefa y no su amiga preocupada:

—Sé que hay tormenta, pero ¿te encuentras bien como para venir a la oficina?

La cara de Audrey se arrugó. No respiró, porque supo que sonaría entrecortada y empezaría a llorar. En la oficina la mirarían fijamente. Sabrían que había perdido la cabeza como Betty. O, peor, fingirían que no la veían, porque durante ese último mes se había convertido en una enferma de baja que andaba con una calavera clavada en el pecho.

—¿Audrey?

Se llevó la mano al bolsillo para consolarse. El anillo. Pero en vez de eso, sacó tres Valium y un litio. Se los tragó a palo seco mientras hablaba. La pastilla más grande no bajó, así que la masticó en pequeños pedazos que disolvió en la lengua.

—He estado sonámbula esta noche —repitió, como si lo verificara para sí misma. Solamente recordaba pequeños fragmentos, ¿no? Las tijeras de tela que solía utilizar para cortar la ropa, la música y las cajas. Había trabajado de nuevo en la puerta, ¿verdad? Y cuando había terminado, la había metido en el armario como un secreto para sí misma, porque algo de todo eso era muy malo. Algo sobre matar aquello que amas.

Su cara empalideció mientras se le drenaba la sangre y la cosa de su estómago comenzaba a deslizarse. La golpeó para mantenerla en su sitio y tapó el teléfono, por lo que Jill no escuchó el sonido mientras la silenciaba. ¿Había estado durmiendo o poseída la noche anterior?

—Puedo salir para comer si eso te va mejor —dijo Jill. En su mente, Audrey dobló la habitación sobre sí misma. Hizo una caja que se volvió más y más pequeña. Se metió dentro, donde estaba a salvo del mundo y donde, también, el mundo estaba a salvo de ella.

—¿Audrey? Estás en el East Side, ¿no? Te veré a medio camino. ¿Qué te parece en Smith y Wollensky? Invita la empresa, obviamente.

Se imaginó un cuchillo en la cabeza de Jill Sidenschwandt. De oreja a oreja, perfectamente simétrico. Si lo hiciese bien, el punto se alinearía con los colmillos y los lóbulos temporales. Seguiría hablando unos minutos antes de desangrarse hasta morir. El cerebro no lo sentiría. Sin dolor. Sería interesante ver qué facultades perdería y cuáles permanecerían intactas.

—No tengo hambre.

—Vale, ¿la oficina? Odio tener que hacer esto, pero has estado fuera toda la semana pasada. Vi el trabajo que le diste a Simon y a David. No son tan rápidos como tú. Además… te vendrá bien salir. No pareces tú misma.

Audrey sonrió ampliamente de la manera en que los niños de su sueño lo habían hecho: con amargura. Seguramente, estaba de bajón y necesitaba una mano. Le cortaría la cabeza a esa zorra.

—Estaré allí —dijo y colgó el teléfono bruscamente.

Su ducha fue rápida. No vio su propio reflejo en el espejo, solo negro. A veces el agua era rosa. Un bonito color, tenía que admitirlo. Especialmente la manera en que lo rojo se diluía en jirones. Había cortado su ropa, pero en la habitación principal, en el armario empotrado, encontró un chándal azul extragrande. Lo recordaba de la foto que había visto de la familia DeLea en el New York Post. El monstruo de las gafas negras lo llevaba. Se lo puso y se apretó el cordón de la cintura muy fuerte. El suave forro parecía que la abrazara.

En el fondo del cajón había un par de gafas. Su cabeza aún latía como si alguien le hubiera metido un picahielos a través de la sien. Se puso las grandes gafas negras, Jackie Kennedy, solo bajo prescripción. La jaqueca se calmó inmediatamente.

—Gracias, Breviary —susurró. El gusano se retorció como respondiendo y se dirigió hacia la puerta.

Fuera del 14B encontró un regalo envuelto en un papel plateado y brillante. Lo rasgó para abrirlo. Sacó una lámpara de cerámica cuya base era una bailarina hawaiana. Su falda y la pantalla estaban decoradas con dibujos de maracas. La nota decía:

Querida Addy:

Maracas para las que están como una maraca, ¡como nosotras! Mejórate.

Tu amiga,

Jayne

La gratitud penetró su mirada. Sonrió. La dulce y dócil Jayne y su pelo rojo teñido. Puede heredar la Tierra. Luego se giró y pensó en la nota. En su mente, oyó a los niños de su sueño riéndose.

¿También pensaba Jayne que estaba loca?

A través de las gafas, todo parecía más oscuro. La cosa retorcida se alimentaba de sus tripas con dientes afilados. Corroyendo y corroyendo.

Puso en el suelo a la bailarina hawaiana. Pelo negro y cuerpo flexible. La parte de arriba del bikini era como la que había perdido en el suelo del 14B. La lámpara hizo un ruido sordo mientras aterrizaba en la moqueta roja de pelo. En su cabeza, no era una moqueta, sino hormigas rojas. Se amontonaban, melodiosas e insensatas.

Miró a la chica hawaiana de piel color carne e imaginó que era Jayne. La misma Jayne, que pensaba que una orca era un dinosaurio, Beirut, un grupo musical, y los hindúes de Irán. La alegre y despreocupada Jayne, cuyo trabajo en L’Oréal era probablemente de chica de los recados y las fotocopias, a sus cuarenta años. De acuerdo que podía quedarse hasta tarde bebiendo, teniendo citas con abuelos y pasando el tiempo en bares de drogatas; a nadie le importaba una mierda si al final aparecía. La irritante Jayne que no sabía que debería ser miserable.

El pasillo estaba en silencio. Ni un sonido. La lámpara de arriba parpadeaba y zumbaba como una langosta. Miró las letras de latón de detrás de ella: 14B.

Sabía que estaba mal, pero la compulsión fue fuerte. La frágil falda de hierba, las pequeñas uñas pintadas de rojo, el estúpido hoyuelo de la sonrisa, como aquellos monstruosos niños. En su cabeza, la moqueta roja del pasillo brillaba como una arteria, con la sangre fluyendo.

Miró la lámpara y se vio a sí misma haciéndolo. Reprodujo la imagen una y otra vez, hasta que se volvió inevitable, como una cosa ya hecha. Finalmente, pisoteó a la chica de cerámica con ambos pies.

Silenciado por la moqueta, el sonido fue delicado, como cáscaras de huevo agrietándose, o como los huesos de Jayne. «¡Uno, dos, tres, cuatro! Y con Audrey, ¡cinco!». Lo hizo una y otra vez. Imaginó la cara de Jayne bajo sus pies, cortada en pedazos y estropeada por los fragmentos de cerámica.

La tonta de Jayne, que por casualidad tropezaría con una vida mejor, esa por la que Audrey había estado luchando y rompiéndose el lomo. En un año estará recorriendo el pasillo con el madurito mientras las damas de honor pelirrojas con horteras trajes rosas de tafetán lanzan arroz. Dando un paseo por el país de nunca jamás, donde los putos mirlos pían. Y Audrey seguiría allí, retenida en el 14B, viendo la tele en la oscuridad.

Mientras pisoteaba la lámpara, recordó una bañera. ¡Keith, Olivia, Kurt, Deirdre! Pero ese no era el orden correcto, ¿o sí? No, primero había ido Keith, luego Kurt, la última Olivia, que por el terror que sentía había apretado al bebé tan fuerte, que cuando llegó al agua, ya estaba muerto.

¿Cómo sabía eso? No importaba, la verdad era lo importante. Olivia, Clara, Jayne, Betty, Jill. Esas zorras necesitadas siempre aprietan demasiado fuerte.

El sonido no se propagó, fue suave como un secreto. Nunca hubieras sabido qué estaba ocurriendo a menos que estuvieras ahí, mirando. Durante su relación con Saraub, ella había escondido sus secretos. Al menos, ahora que no estaba con él podía dejar de fingir que era feliz, o incluso que alguna vez lo había amado. El amor no era más que una mentira que la gente necesitaba creer para mantener a salvo su propio pescuezo. Las personas solo podían ser idiotas o morfinómanos y, si no eras una cosa, mejor que fueras la otra.

La lámpara cortó la suela de sus zapatos, pero ella seguía. La pisó tanto que sus pies sangraron. No le molestó sacar los fragmentos de las heridas. El dolor era la prueba de su devoción. Un regalo al Breviary.

Cuando terminó, miró el desorden. Una pasta roja y polvorienta con cables y una pantalla rota. Se imaginó a Jayne regresando a casa y encontrándola y, por un momento, recobró sus sentidos.

—Oh —gimió en un rápido remordimiento, y se inclinó para levantar los pedazos, pero lo reconsideró rápidamente.

La estúpida de Jayne y su dependencia de la amabilidad de los desconocidos. Alguien debería enseñarle a dejar de llamar a la puerta.

—Que te den, Jayne —gritó, caminando por el pasillo. Luego apretó el botón del ascensor. Con los pies sangrando, cerró de un portazo la puerta de hierro y bajó.

Si hubiera alcanzado a atisbar el pasillo o se hubiera parado el suficiente rato como para escuchar la dificultosa respiración de los inquilinos, podía haber reconsiderado el procedimiento: ingresarse a sí misma en un manicomio o llamar a la policía. Quizás reunirse con Saraub en Washington. Pero no miró, o no vio los fríos ojos tras las puertas cerradas de la planta catorce, que miraban tras las hendiduras artificiales de su piel.

Después de que el ascensor bajara, los inquilinos abrieron sus puertas y comenzaron a aplaudir.