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Y con Audrey, ¡cinco!

El hombre con el traje de tres piezas tocaba Heart and Soul en el piano mientras los niños corrían en círculos: Keith, Olivia, Kurt y Deirdre. Audrey estaba allí mirando, deseando solo por una vez en su vida poder unirse a la diversión. Jugaban al corro de la patata, al escondite, a la rayuela… a todos los juegos que nunca había aprendido cuando era una niña.

—¡Uno, dos, tres, cuatro! —gritaban mientras saltaban de cuadrado en cuadrado.

Todo el mundo estaba en la fiesta. Loretta Parker, del 14C, Galton con su máscara, Marty Hearst con los ojos rojos y llorando como un gatito. Evvie Waugh, del 14D, balanceaba una barra en lugar del bastón de Edgardo. Su cabeza era como un coágulo de pelo y carne. El resto de los inquilinos estaban allí también, elegantes y sujetando firmemente unos cócteles caseros en copas de cristal. Incluso sus pieles eran creaciones propias El hombre del traje de tres piezas arañaba las teclas del piano. Esta vez, su piel se había desprendido, revelando una descolorida calavera, como si hubiera estado muerto durante mucho tiempo.

—¡Uno, dos, tres, cuatro! —gritó. Los hijos de Clara corrían al compás, saltando de cuadrado en cuadrado, y Audrey se armó de valor y se unió a ellos. ¡Qué divertido!

Después de unas pocas estrofas, el piano comenzó a sonar solo y el hombre enrolló sus huesudos dedos hasta convertirlos en un puño.

—¡Uno! —gritó y extendió el hueso de su dedo meñique—. ¡Dos! —Su dedo índice—. ¡Tres! —Su dedo corazón—. ¡Cuatro! —Su dedo anular. Finalmente, abrió su mano entera hacia ella—: Y con Audrey, ¡cinco!

Los propietarios aplaudían, enfundados en sus mejores y descoloridos trajes vintage: dedos de la mano derecha sobre las palmas de la izquierda, como delicados y sofisticados asistentes a la Metropolitan Opera.

—Y con Audrey, ¡cinco! —gritaron.

Ella sonrió ante el sonido de su nombre (¡era famosa!) y se separó del resto de los niños, que tenían los cuellos rojos y los pijamas mojados. Luego amontonó las cajas sobre el agujero del suelo podrido creando la forma de una puerta.

—¡Tachán! —anunció con los brazos extendidos—. Mirad, chicos, ¡lo hice!

Los niños pararon de jugar cuando vieron lo que había hecho. Pies inmóviles sobre cuerpos que se balanceaban, y charcos a sus pies. Pequeñas y compungidas pupilas azules mirando fijamente al suelo mientras tiritaban. Pequeños mocosos. No debían de comprenderlo. Al menos, el agua no los había quemado. Como cualquier buena madre, Clara habría comprobado la temperatura en su muñeca.

Curioso. ¿Cómo lo sabía? Y, si esto era un sueño, ¿por qué le dolían tanto los brazos?

Los niños lloraban. Dedos regordetes y hoyuelos en las mejillas: solo con mirarlos se podía decir que nunca se habían saltado una comida. Pijamas con personajes de cómics. El mayor tenía a Iron Man; la niña, Pepper Pots. La envidia de Audrey se retorció en su estómago como un gusano y se hacía más grande mientras este se movía.

Los niños corrían en círculo alrededor de ella y de la puerta. Sus manos estaban juntas formando una rueca. Giraron una, dos, tres, cuatro veces mientras cantaban con preciosas voces: «¡La vida es un duro golpe para nosotros!».

Mientras corrían, la habitación cambió y el tiempo retrocedió. Un mueble rojo forrado de terciopelo, que no era de ella (¿de Clara?), se abalanzó hacia el centro de la sala. Envoltorios de helados vacíos, botellas de vino y pañales sucios cubrían ahora el suelo enmoquetado. Las moscas zumbaban. Hacía calor. Pleno verano, julio. Era una planta catorce con las ventanas cerradas y sin aire acondicionado.

Los niños seguían formando el corro y, mientras corrían, sus cuerpos se demacraron y sus ropas se ensuciaron. El mueble recubierto de terciopelo se desmoronó y se convirtió en un amasijo en el centro de la habitación, que subía hacia el techo y cubría la construcción de cartón de Audrey. El amasijo tomó forma y se convirtió en una puerta hecha de roble de cerezo y nogal, un rompecabezas, un puré de libros de autoayuda y juguetes. Estaba mal hecha y no tenía marco. Vibraba como si fuera a derrumbarse.

Los niños pararon de dar vueltas. La puerta comenzó a canturrear. Y entonces, desde el largo y oscuro pasillo, la voz profunda de una mujer gritó:

—¡Keith, Olivia, Kurt, Deirdre! ¡No os escondáis de mamá! —Su voz se oía fuerte y resonante. Pertenecía a una soprano.

Los niños chillaban mientras corrían: gritos de tono alto, ladridos y gemidos. El rojo de sus gargantas se convirtió en huellas dactilares. Los pulgares por delante: lo mejor para estrujarlos, queridos.

¿Algo malo pasó aquí?

—¡Keith, Olivia, Kurt, Deirdre! —El monstruo cantaba mientras los propietarios vitoreaban con sus correctos y medidos aplausos.

Audrey se agachó de camino a la torrecilla e intentó hacerse pequeña.

Los chicos, sujetando a Deirdre, huyeron de la sala hacia el pasillo, mientras que la niña permaneció allí. Era más delgada de lo que Audrey se había imaginado y no era rubia, sino morena de ojos verdes. Su garganta estaba sangrando. Se inclinó hacia Audrey como si fuera a susurrarle un secreto pero, en vez de eso, gritó:

—Cuidado, ¡lo eres!

Luego salió deprisa de la habitación y se marchó. Todos se fueron. No pudo verlos, pero sí oírlos. Su estómago dio un vuelco. La cosa que estaba dentro comenzó a roerla. El hombre del traje de tres piezas tocaba la misma combinación de do y mi bemol agudo, una y otra vez. Tintineante y discordante. Desentonando, los propietarios cantaban: «¡Lo eres! ¡Lo eres! ¡Lo eres!».

La puerta chapucera crujió al abrirse. La abertura creó un vacío. Partes de la puerta, el mueble forrado de terciopelo y los juguetes de los niños colapsaron unos encima de otros. El vacío también aspiró la luz y robó hasta el mismo reflejo de sus ojos. Cuando lo miró directamente, todo lo que vio era negro.

Los niños gritaban. Los propietarios vitoreaban:

—¡Lo eres! ¡Lo eres! ¡Lo eres!

Do y mi bemol agudo, do y mi bemol agudo.

El gusano se volvió más grande y redujo sus órganos. Odiaba el sonido de esa gente. Odiaba sus miradas. Odiaba la puerta. Odiaba su vida.

Se abalanzó por el pasillo con las manos extendidas, pero su cuerpo se había vuelto pesado y esos renacuajos eran rápidos. Se tambalearon fuera de su alcance. Revisó las camas: vacías. Luego revisó bajo la mesa de la cocina y el fregadero. Las paredes se pusieron rojas mientras iba dando tumbos. El techo también. Sangre, hormigas o simplemente pintura, no podía decir qué era.

Corría, jadeaba. Hacía mucho calor allí. Pleno verano. El volumen extra que cargaba dificultaba su respiración.

—Un, dos, tres. Por mí y por todos mis compañeros. Podéis salir. ¡No os escondáis de mí! —gritó. Su voz era la de una dulce soprano.

Los niños gritaron. El sonido no hizo eco. Pero quizás no fueran gritos, tal vez se estaban riendo. Finalmente, los vio mientras correteaban: Keith, luego Olivia, sosteniendo al bebé de la mirada perdida, y por último Kurt. Los siguió, sin aliento, por el pasillo. Se hizo más largo, más oscuro.

—¡Keith, Olivia, Kurt, Deirdre! —gritó. Su voz era más encantadora que un conjuro. Pertenecía a una soprano, había cautivado a presidentes. Pertenecía al otro lado de la puerta, donde sus adorados admiradores la esperaban. Si simplemente esos pequeños bastardos jamás hubieran nacido…

Uno a uno, los niños se zambulleron en el agua. Keith, Kurt. Cuerpos inmóviles. Olivia, sosteniendo a la pequeña Deirdre, fue la última en saltar. Audrey arañó la planta de su pie y tiró de ella por el tobillo. La agarró como un pez escurridizo y entonces apretó su garganta sangrante. Los pulgares de frente, los dedos atrás. Un ruido terrible. Tintineando sus cócteles, los propietarios la aclamaban en la entrada:

—Mata tu amor. ¡Es la única manera de abrir la puerta!

El trabajo fue duro e ingrato. La niña se defendía.

—¡No puede respirar! —declaró Loretta con regocijo. El hombre con el traje de tres piezas tocó Heart and Soul desafinando y desentonando, mientras Evvie Waugh daba golpes con su bastón siguiendo el ritmo.

Ella miraba mientras los ojos de la pequeña y encantadora Olivia se abultaban. Siguió mirando, para asegurarse de que la niña no se estaba haciendo la muerta. Cuando estuvo segura, se miró las manos, que estaban mojadas con sangre, y luego miró el espejo de encima de la bañera. Clara DeLea sonreía y sostenía mustia en sus brazos a una pequeña morena con un peto color tostado cuya garganta sangraba como si nunca hubiera parado. La joven Audrey Lucas, muerta.