Las alas de Ícaro se quemaron
Pasó el jueves y el viernes al lado de la cama de Betty, mientras Saraub trabajaba en el vestíbulo o en el hotel. El viernes por la noche cenaron un sándwich de beicon, lechuga y tomate en el Shorty Diner. En su mente, como un bajo nivel de contaminación acústica, unas pesadas alas se agitaban.
La camarera era una adolescente culona con las mejillas sonrosadas que pasaba su tiempo libre mirándolos mal desde la barra, al otro lado de la sala. Eran diferentes a todos los demás. En primer lugar, no llevaban vaqueros. Por otro lado, Saraub era hindú y, para rematar, ella había devuelto su sándwich de Bolonia y había preguntado si podían untarle la mantequilla en el pan. Al volver, había mirado si le había escupido en él, luego lo observó por si hubiera mocos, y al final decidió curarse en salud, ya que su corona dental provisional la molestaba, y no se lo comió.
La mesa donde se sentaron estaba pegajosa y un cable que sobresalía había arañado su media. Se secó con una servilleta y luchó contra la extraña tentación de probar el líquido rojo y salado.
—¿Cuándo vas a quitarle la respiración asistida? —preguntó Saraub.
Ella miró por la ventana, donde el cielo era demasiado grande. Se encontró a sí misma añorando el Breviary, cuyas protectoras paredes nunca permitirían tal pregunta.
—No, no lo haré.
—Pero ya oíste lo que Burckhardt dijo, no se va a despertar.
Recordó aquella foto, la lista de los lugares donde habían vivido y la promesa que le había hecho a Betty, la cual había roto. Era demasiado pronto, no podía mantener esa conversación ahora mismo. Quizás no la podría mantener nunca.
—Tu preocúpate de tu propia familia. No la voy a abandonar por un doctor. Ella es mi madre, y prometí no dejarla nunca.
Saraub abrió su boca como si fuera a hablar pero, en lugar de eso, se tragó una patata frita. Luego el resto de ellas, todas de unos cuantos mordiscos.
—Bob Stern, de la empresa Sunshine, llamó a mi agente —le dijo, cuando acabó de comérselas.
—¿Sí?
—Ya es un hecho. El contrato se firmó la pasada noche. Empiezo en Washington con el senador McCaffrey y luego regreso a Nueva York para entrevistar al antiguo gerente comercial de Servitus. Después de eso, comenzaré la edición. Probablemente en Los Ángeles, donde el alojamiento es más barato.
—¡Oh! —Aplaudió de alegría—. ¡Eso es fantástico!
El asintió.
—Me llamaron anoche. Tendría que irme mañana por la mañana, pero mi agente está intentando retrasarlo una semana.
Ella estaba tan contenta que sonreía abiertamente.
—Bueno, no la cagues por mí. La película es más importante.
—¿Lo es?
—Por supuesto, es tu sueño. ¿No estás encantado? Creo que podría mearme encima, estoy muy contenta por ti. ¿Por qué tú no lo estás?
Se inclinó hacia ella y supo lo que iba a preguntarle antes de que lo hiciera. Le dio vía libre.
—¿Por qué no quieres ser mi esposa?
Ella miró hacia abajo. Entonces acercó la mano a su bolsillo y sintió el duro anillo. Su cara se puso colorada, supo que debía mantener la bocaza cerrada. Pero lo había tenido en mente toda la semana. Lo había estado escondiendo de él cada mañana, cambiándolo de un bolsillo a otro. De todas maneras, ¿por qué lo había traído? ¿De verdad había pensado que alguna de las ricas brujas del Breviary iba a abrirle la cerradura?
—Deberías llevarte esto —le espetó.
El no lo iba a coger, así que lo puso en medio de ellos en la mesa de plástico, mientras la camarera adolescente miraba embobada desde el mostrador.
—No puedo hacer esto ahora —le dijo.
Él lo cogió y lo giró, con el diamante mirándolo a la cara.
—Deberías madurar.
—No, hagamos esto agradable.
Estaba llorando mientras lo decía, por lo que se tapó los ojos con la mano para no verlo.
—Mi padre murió dos meses antes de conocernos —le dijo—. Lo sabías, ¿no? O tal vez no. Estás tan atrapada en tu propia mierda que quizás nunca has hecho dos cosas al mismo tiempo. ¿Por qué crees que estaba buscando una mujer por internet? Porque me convertí en el hombre de la familia y mis tías, mis tíos y mi madre planearon una vida para mí que yo no quería. Así que encontré mi propia vida. Te encontré a ti. Tú eres lo que quiero. El paquete entero, con el TOC y todo lo demás.
—No sé qué decir —dijo ella.
—Inténtalo.
Ella movió su cabeza.
—Tienes que entenderlo. No puedo pensar con la cabeza. No soy yo misma en estos momentos… Desde el Breviary, creo que tengo una especie de fractura. Está esa puerta que he estado…
Se levantó de golpe de la mesa y lanzó un billete de veinte dólares. Luego se inclinó hacia ella, furioso.
—Después de todo lo que hemos pasado, lo tiras por la borda. Eres realmente una cobarde —le dijo. Su boca estaba tan cerca de su oreja que pudo sentir su aliento. Luego se largó del restaurante mientras la camarera de mirada atravesada seguía embobada.
Él estaba esperando en el Camry blanco cuando ella se subió. Probablemente no hubiera elegido ese método dramático para salir. Condujeron de vuelta al hotel. Por un instante, ella pensó que él planeaba llamar a un taxi desde el vestíbulo, pero la acompañó a la habitación número 7.
No se atrevió a encender la luz, ni a escuchar el buzón de voz o poner la televisión. En cambio, se sentó en la cama. El se sentó en la suya. Metro y medio de separación. Silencio. La habitación estaba tan oscura que ella podía ver el brillo de sus ojos.
—Siento todo esto —le susurró.
Él gimoteó. ¿Llanto o congestión? No podía ver lo suficiente para saberlo.
—No, no debí haber sacado el tema. Tienes otras cosas en la cabeza.
Pudo oír la frustración en su voz. El impulso fue fuerte, pero luchó y cerró los ojos. Intentó dormir. Imaginó que doblaba la distancia entre sus camas hasta que esta desaparecía. El sonido de sus sollozos era terrible. Le dolía por dentro como hielo fundiéndose.
Se levantó y palpó el camino hacia él. El hielo se derretía. Se subió a la estrecha cama. Ella estaba llorando de nuevo. Hipaba entre sollozos. Una pena sin nombre, sobre la que el pasado y el futuro se apilaban. Era la antigua Audrey, llena de dolor y sueños; y la nueva, llena de cicatrices y amargura.
Cogió su cálida mano. Era congestión, no lágrimas, después de todo. El se alejó, pero ella sujetó sus dedos con fuerza y los presionó dentro de su camisa. Después de un rato, él la miró. Ella cerró los ojos y sintió su aliento mientras peinaba el pelo de su nuca con sus labios. Ese momento era cada vez nuevo y aterrador. Como un truco de magia en el que tienes que confiar que funcionará una y otra vez. Las dudas. ¿Para qué molestar? No estaba de ánimos. Demasiado cansada, demasiado triste. De todas maneras, no era muy buena tocando.
Ella dudó y él esperó, reprimiendo sus sentimientos. La funda del edredón era de poliéster verde y picaba. Sucio, supuso. Lo quitó de la cama y lo dejó caer. Luego se quitó la camisa y el pantalón. Él hizo lo mismo. Ambos estaban desnudos en las sábanas. Se escondió, metiendo barriga y ella la recorrió con sus dedos. Luego besó su piel hasta que él suspiró y se dejó llevar.
«¿Qué es lo que te gusta?», le solía preguntar siempre. Nunca había sabido qué responder. En cambio, fingía, aun cuando eso la avergonzaba al mirarlo y, con su sonrisa, mentía. Nunca había llegado al orgasmo, ni siquiera con su propia mano. Y cada vez que hacían el amor, la mentira se hacía más grande y ella lo temía más. Pero la mentira era mejor que la verdad: estaba muerta por dentro. Era una persona arruinada que nunca sería normal. Nunca sentiría placer o aceptaría el amor. Hay tanto de lo que cualquier persona tiene que curarse.
Ahora, él la besaba y recorría con sus manos las curvas de su cuerpo. Las partes que le gustaban y las partes de las que se avergonzaba por sus imperfecciones: muslos llenos de bultos, pechos puntiagudos, caderas tan estrechas que parecían las de un chico… Él las tocaba, ella cerraba los ojos y le dejaba hacer. Siempre, en ese instante, había fingido placer, asilo distraía. Esa vez, se quedó quieta. Sin nada que perder, decidió ser honesta.
Ella no esperaba nada. Silencio. La noche se arruinaría y él sabría la extensión de su traición. Se marcharía por la mañana, como debía. No había sido justo pedirle que viniera a Nebraska.
Sus manos trabajaban despacio y luego rápido. Estaba tumbada y, mientras la tocaba, una cosa inesperada ocurrió. Una desconocida libertad. Su primer instinto fue desvanecerse, correr hacia el baño y esconderse, pero se quedó.
El no era como antes. Era menos indeciso. Se preguntó si, en su ausencia, había practicado con alguien nuevo. Algo sucedió. Un escalofrío en su interior creció. Inesperado y terrorífico. «Para», quería decirle, pero no lo hizo porque le gustaba.
Enseguida, los dos estaban respirando con rapidez. El escalofrío aumentó como una burbuja que, de repente, reventó. Se contuvo a sí misma, confundida y jadeando, pensando que había terminado, pero hubo más. La burbuja reventó otra vez, y otra. Ella gritaba, luego se reía, luego gritaba.
Después, cayeron exhaustos, sin decir palabra. Ella echaba de menos la sensación de su piel, su calor y su peso en la cama. Se quedaron así durante un buen rato.
—Umm —dijo ella, como si le dijera: «Maravilloso».
Pensó que se había quedado dormido, pero entonces él susurró con voz baja y resignada, como si algo dentro de él se hubiera roto:
—No puedo seguir contigo así más tiempo. Es demasiado duro.
Su sonrisa se fue tensando. Sus palabras le eran familiares. Ella recordó que, una vez, ella también había dicho lo mismo. No a él, sino a Betty.
—Lo entiendo.
La apretó con fuerza y luego la dejó marchar.
A la mañana siguiente se despertó para descubrir que él se había ido. No había dejado ni el anillo, ni un envoltorio tirado de un Snicker, ni siquiera una nota.