21

¿Adónde van cuando la luz abandona sus ojos?

La antigua habitación de Betty estaba en el ala C4. Después de que Audrey se recompusiera, se dirigieron allí. El decorado le era familiar, solo que más deprimente. Aparentemente, la recesión había afectado también al hospital. En los últimos cuatro años, las paredes blancas se habían tornado de un gris sucio. En vez de oler a desinfectante Lysol, el ala entera olía como a crema de maíz.

Mientras Betty se adaptaba a la vida en el hospital, Audrey la visitaba una vez a la semana. Solían ver la tele en la sala común, que sintonizaba relajantes programas como Las chicas de oro y Seinfeld.

—¿Por qué no se callan sus estúpidos problemas? —le había preguntado Betty mientras untaba un bizcocho de Ihop en margarina—. Quiero ver películas de vaqueros, corderita.

Saraub hojeaba el documento que Burckhardt le había dado mientras caminaban.

—Lo he repasado: está bien. Pero dice que no los demandarás por mala praxis. La cosa es que, ¿cómo consiguió todas esas pastillas? Y por cierto, ¿qué tipo de médico utiliza la palabra «zombi»?

El pasillo era largo, de casi medio kilómetro. Estaban a medio camino y la única ventana estaba en el otro extremo. El ala C estaba tranquila. Nadie estaba gritando que era María Antonieta o huyendo de su habitación porque arañas negras gigantes estaban persiguiéndolo. Echó un vistazo dentro de las puertas que estaban abiertas y vio algo incluso más inquietante: pacientes sentados tranquilamente. En una perfecta postura recta, mirando a la nada, vistiendo batas de hospital con la espalda abierta o ropa de calle: vaqueros y desaliñados vestidos. No importaba su manera de mirar, todos ellos actuaban de la misma manera. Miraban a las paredes grises con ojos muertos, aguardando pacientemente hasta el inevitable y negro final.

—Fue un suicidio —susurró Audrey—. No los voy a demandar. No es lo suficientemente mayor como para tener un asistente social. La mayoría de los lugares no la habrían admitido.

El administrador con uniforme azul se apartó para abrirles la puerta de la habitación 38 y luego salió corriendo para contestar al teléfono.

Audrey se detuvo de golpe en la puerta. Podía oler a su madre: cigarrillos Winston y colonia de bebé. Había dos camas. Una mujer grandota que vestía la bata naranja y negra de Betty estaba sentada lejos de la puerta. Su pelo era una maraña blanca alborotada.

—¡Oh! —gritó Audrey—. ¿Mamá?

La mujer se giró y Audrey vio que se había equivocado. Esa no era Betty. Su piel era demasiado pálida y su cara muy larga. Gruesos copos de caspa empolvaban sus hombros.

—¿Usted quién es? —preguntó Audrey.

La mujer se tomó su tiempo para contestar. Gruesos pelos blancos sobresalían de su barbilla y sus ojos estaban como vacíos por las drogas. Era posible que ni siquiera estuviera colocada por las medicinas. Una generación entera de esos antiguos pacientes habían sido lobotomizados y muchos de ellos fueron a parar a instituciones para el resto de sus vidas. En los años cuarenta, a lo largo de todo el país, los médicos habían metido picahielos en los extremos de las cuencas de los ojos de sus pacientes, les habían raspado los huecos hasta los lóbulos temporales y los habían dejado incontinentes, infantiles y, ocasionalmente, desalmados. Los abortos de cerebro eran el último grito. Incluso Rose Marie Kennedy tenía uno.

La mujer se giró hacia ella. Audrey vio las cicatrices blancas en los extremos de sus ojos y se estremeció. Sí, una lobotomía.

—Vivimos juntas en este bonito lugar —dijo ella con una sonrisa de ensueño.

—¿Mi madre? Ese es su vestido —señaló Audrey.

—Aquí hay televisión y paredes negras donde nunca pasa nada terrorífico y ese aire dulce que tanto te gusta. Puedes estar aquí para siempre, corderita. Todo lo que tienes que hacer es construirla. Ella está esperando, todos lo estamos.

Audrey tragó saliva una, dos y hasta tres veces. Se golpeó la pierna izquierda con la mano izquierda y la derecha con su correspondiente mano. Miró la cama vacía, sobre la que había una pila de batas de Betty cuidadosamente dobladas. Al lado, había una caja con extrañas baratijas. Sus efectos personales.

—¿Qué acaba de decir? —preguntó Audrey. La mujer sonrió, pero no le contestó.

Audrey tenía ganas de sacudirla. Sintió algo cálido y pegó un brinco. Era la mano de Saraub en la parte baja de su espalda.

—Los hermanos siameses son de Siam —dijo la anciana.

—¿Qué? —preguntó Audrey, recordando vagamente su sueño.

La mujer sonrió abiertamente. Algo en su expresión le resultaba familiar y no tan vacío, después de todo. Sus pupilas estaban dilatadas y oscuras. Le recordaron a las del hombre del traje de tres piezas del Breviary.

Audrey apartó la vista. Se frotó los ojos. Ese no era momento para la histeria.

—No me hable, anciana —murmuró.

—Vamos —dijo Saraub, y la condujo hasta la cama vacía. Estaba solo el colchón. Respiró hondo y levantó la pila de papeles de la caja. En primer lugar estaba su certificado de nacimiento. Decía Audrey Rachel Lucas, lo cual era divertido, porque nunca hubiera adivinado que tenía un segundo nombre.

También había un álbum de fotos. La garganta de Audrey emitió un sonido. Una risa, un llanto o algo intermedio. La primera página del álbum mostraba un recorte de prensa del Columbia University Record (¿cómo lo habría encontrado?) que narraba su premio en arquitectura de las Voces Emergentes de Nueva York. En la siguiente página, había dos columnas con nombres de ciudades escritos con la letra de Betty, acompañados por números:

1. Yuma: 7

2. * Sedona: 8

3. Des Moines: 8

4. * Torrington: 8

5. * Scottbluff: 9

6. * Cheyenne: 9

7. Fort Collins: 9

8. Oberlin: 9

9. * Plainville: 10

10. * Trenton: 10

11. * Maco: 10

12. * Ladysmith: 10

13. Winnona: 10

14. Epworth: 11

15. Cascade: 11

16. Belle Place: 11

17. Muscatine: 11

18. Leavenworth: 11

19. Lockney: 11

20. Carlsbad: 11

21. Mescarolo: 12

22. Las Cruces: 12

23. Duncan: 12

24. Clifton: 12

25. Maricopa: 12

26. * Yuma: 12

27. * Sedona: 12

28. Solana Beach: 13

29. San Clemente: 13

30. Blythe: 13

31. Prescott: 13

32. Winslow: 13

33. * Grand Junction: 14

34. * Aspen: 14

35. * Lincoln: 15

36. * Sioux City: 15

37. * Spenser: 15

38. * Masoón City: 15

39. * Rochester: 15

40. Hinton: 16

41. Cedar Rapids: 16

42. Hannibal: 16

43. Ashland: 17

44. Marshaltown: 17

45. Fort Dogde: 17

46. ? ¿18-20?

47. * Omaha: 21-31

Había escrito todos los lugares en los que habían vivido durante más de una semana. Le llevó un rato comprender el porqué de los números, pero al final lo entendió. Representaban la edad que Audrey tenía cuando habían vivido allí. Los asteriscos indicaban las ocasiones felices y las caritas tristes, las miserables. Era curioso ver que Betty se daba cuenta de que en algunos lugares habían sido desgraciadas y en otros felices. Nunca hubiera adivinado que su madre pudiera distinguir la diferencia.

En la siguiente página del álbum, encontró algo que no había visto en mucho tiempo, su fotografía de clase de segundo grado. Llevaba un chapucero flequillo que se había cortado ella misma y un vestido azul que Betty le había hecho. Las esquinas brillantes de la foto estaban recubiertas con papel, como si Betty la hubiera llevado en su cartera cada día de los últimos veintisiete años.

Así que Betty no había olvidado la promesa que había hecho en Wilmette: labrar su destino juntas. Todo ese tiempo, esos años que había estado sola en ese lugar de mala muerte, había estado pensando en su hija.

Audrey iba a pasar otra página del álbum pero sabía que, viera lo que viese a continuación, podía hacerla llorar de nuevo. Lo cerró de golpe, lo volvió a meter en la caja con el resto de la ropa y los papeles y se puso a mirar alrededor de la habitación vacía.

—Trae —dijo Saraub y le entregó los papeles del doctor Burckhardt, entonces hizo ademán de llevarse la caja y la ropa fuera de la habitación.

—Solo un segundo —le dijo ella, porque sabía que esa habitación la atormentaría. Se le grabaría en la memoria como aquella mariposa-cerebro de la radiografía que aún le quemaba los ojos. Quería estar segura de que observaba cada detalle, para que su culpa no rellenara las grietas ocultas con imágenes incluso más horribles que la verdad.

Empezó por el colchón. Le habían dado la vuelta hacía poco, por lo que lo volvió a girar y encontró manchas de orina. Luego metió los dedos donde la tela estaba rajada, pero no encontró ni excrementos de cucarachas ni manchitas rojas de chinches.

Al lado de la puerta estaba el armario. Arrastró una silla hasta allí y toqueteó el contrachapado buscando escondites. Encontró uno en la repisa de los suéteres. Era lógico, sí lo estabas buscando, lo que significa que nadie se había preocupado lo suficiente en mirar. Su mano regresó con un puñado de Valium de cinco miligramos, que se guardó en el bolsillo.

—Mierda —dijo Saraub.

—Sí, pero era fácil haberlo adivinado. Betty siempre escondía cosas para los tiempos difíciles. Quiero estar segura de que no hay una nota. Si esto fue un suicidio, la habría escondido para que yo la encontrara porque no querría que nadie más la leyera. No alcanzo a ver esta repisa. ¿Me aúpas?

Saraub se agachó y juntó sus manos. Ella se quitó las bailarinas y se subió a sus palmas. Con un resoplido, la subió por encima de la repisa. Recorrió con sus dedos los polvorientos bordes en busca de una nota. Nada. La bajó. Recorrió el perímetro de la habitación y echó un vistazo debajo de las dos camas. La anciana estaba sentada, con las manos entrelazadas y sonriendo, como si estuviera esperando su gran primer plano. Audrey se subió encima de la silla del escritorio y desenroscó el cristal de la lámpara del techo. Las pastillas cayeron como lluvia. Golpearon el suelo, rebotaron y rodaron en todas las direcciones.

¡Pastillas del cielo!, pensó ella.

—¿Por qué en tantos lugares? —preguntó Saraub mientras ambos se agachaban y jugaban a recoger las cuarenta con Valium y litio: ninguno quería que la compañera de habitación de Betty siguiera su ejemplo cuando ellos se fueran.

—Es lo que hacen los reclusos. Almacenan porque es la única manera en la que pueden tener algo de control… En realidad, eso es por lo que la gente con trastorno obsesivo-compulsivo también cambia las cosas de sitio, para controlar lo desconocido.

Se quitó la chaqueta de lana y se la anudó a la cintura. Había pasado mucho tiempo desde que tuvo dinero para hacerse un traje a medida y vio que el forro estaba lleno de agujeros de polillas.

—Esa es una manera terrible de vivir —dijo él.

—No se puede tener todo —dijo ella. Le pasó a Saraub algunas de las pastillas que había recogido de debajo de la cama, por lo que ambos tenían un puñado.

»Ahora podemos ser camellos.

Estaba a punto de dejarlo, pero descubrió un último escondite. El escritorio atornillado a la pared. Extrajo el cajón central y le dio la vuelta. Había un sobre cerrado pegado entre las tablillas de madera. En él, Betty había dibujado a una mujer joven con una media sonrisa. Era más guapa que Audrey, con una cara más cálida y simétrica, pero en ciertas cosas Betty siempre había sido amable. Debajo del dibujo había escrito con una caligrafía impoluta:

Audrey Rachel Lucas

La cara de Audrey ardió. Su respiración se aceleró. Justo entonces, la anciana saltó de la cama. Era sorprendentemente ágil. Tras un movimiento fluido, Audrey y ella estaban cara a cara.

—¡Eso es mío! —gritó—. ¡Te rajaré la garganta! —Borbotones de saliva salían de su boca—. ¡Vete, ahora esta es mi casa!

Audrey cerró el puño. Saraub también lo hizo. Pero entonces recordaron que era una anciana.

Llevaba unas medias marrones. La bata de Betty le quedaba holgada como una bolsa de basura.

—Mía —gruñó.

Las babas le colgaban de la barbilla y la caspa flotaba en el aire como si fuera nieve. No tiene alma, pensó Audrey. Por eso está actuando de manera tan extraña. Desde la cirugía tiene un agujero donde antes estaba el alma y a través del vacío su ausencia se marchó, algo se deslizó.

—¡Dámelo! —gritó la mujer.

—¡No, es mío! —respondió Audrey, cerrando el puño de la mano que tenía libre. Se encararon. Solo unos centímetros las separaban.

El aliento de la mujer olía a pienso para animales. Fue la primera en acobardarse. La vivacidad se esfumó de sus ojos marcados. Se retiró y volvió a sentarse. Luego sonrió inexpresivamente, como si su arrebato nunca hubiera ocurrido.

Audrey presionó el papel contra su pecho para alisarlo y lo metió en su bolsillo junto con las pastillas.

—Salgamos de aquí —dijo Saraub.

Ella asintió.

—¡Ohhhhh, sí!

Salieron de allí y, mientras lo hacían, la mujer gritó:

—¡Sé quién eres! Tú eres la única que construye, pero lo estás haciendo todo mal. ¡No eres buena para nadie!

Audrey se mordió el labio y apretó la nota con fuerza.

Cuando las puertas del ascensor se cerraron, presionó su cara boquiabierta contra el grueso brazo de Saraub, dejándole una marca húmeda en su camisa y llorando sin lágrimas.

Cuando llegaron al aparcamiento, se sentaron en el coche, pero no lo arrancaron. El amplio hospital se dispersaba como un espejismo, tan lejos como pudo ver. Nacimiento y muerte y, en medio, nada que se asemejara a la vida.