El caparazón
En el despacho de la sala B1 no había nadie. Audrey hizo sonar el timbre, pero nadie fue. Quería ver a su madre y no podía esperar. Siguió caminando. El sonido de las máquinas de oxígeno la precedía. Era como una aspiradora encendiéndose y apagándose. Pensó en las alas de hierro luchando por volar.
Había dos camas muy juntas metidas en una habitación pequeña y un cuerpo yacía en cada una de ellas. Durante sus años en Omaha, la medicina había dejado a Betty lenta y encorvada, así que Audrey se dirigió hacia la mujer alta acostada en la cama de al lado. Pero los labios de esa mujer eran gruesos y su pelo estaba teñido de castaño. Audrey se tapó la boca con la mano: ¿Un error? ¿Betty, viva?
Se dirigió hacia la otra cama, donde encontró a una mujer delgada, que sobrepasaba los cincuenta y ocho años de Betty. Los pliegues de piel se unían en la curva de su cuello como ondas en el agua. Su mandíbula colgaba como floja. Recientemente, alguien le había hecho un rápido e irregular corte de pelo (¿antes o después del coma?), por lo que su flequillo como de estropajo estaba irregular y en lo alto de su frente.
Audrey se acercó más. Labios finos, arrugas donde una vez hubo hoyuelos. En su hombro, un descolorido tatuaje de un conejito de Playboy y, a lo largo de los brazos, agujas sujetas con esparadrapos. Un respirador bombeaba despacio y rítmicamente. Audrey tragó saliva y se golpeó los muslos.
—Mami —dijo.
Cogió la mano de Betty. Pesaba. Las cuencas de sus ojos estaban hundidas y esqueléticas.
Betty Lucas, una loca que hacía pintadas en las caravanas, que prendió fuego a sus propios trastos enfrente de un bar para joder a los clientes y, sí, que una vez arrojó todas las pertenencias de Audrey a la calle porque había sido muy desagradecida al quejarse de que no tenía nada que ponerse.
Pero no había sido todo malo, ¿no? No, ella nunca se había permitido admitir eso, era demasiado doloroso. No había sido todo malo. No fue una coincidencia que, mientras crecía, ni un solo desconocido le hubiera puesto una mano encima a Audrey. Como un misil termodirigido, en cada lugar en el que habían vivido antes de Hinton, Betty se había hecho amiga del vecino con mayor corazón. En su ausencia, ese vecino había mantenido a Audrey a salvo del peligro. Por la noche, casi siempre compartían la cama. Los brazos de Betty siempre desvanecían sus pesadillas, incluso aunque la apretara demasiado fuerte. Además, Betty le había enseñado a dibujar y a leer. Dos tareas en las que había resultado ser muy mañosa.
Y había otra cosa. Aquello que había empujado tan directamente al fondo de su memoria y había olvidado. Había estado sola en la universidad de Nebraska. Dos compañeras de habitación le habían dado la patada. Por la noche, se sentaba dentro de su pequeño estudio y escuchaba a los chicos jugando en los pasillos. A veces, salía, fingiendo que necesitaba darse una ducha, para que la invitaran a ver la televisión o a jugar al juego de la botella. En vez de eso, se quedaban callados hasta que se iba. La rara de Audrey Lucas, que los había denunciado por hablar de madrugada y por llevar chanclas y ropa interior en la ducha. Sus muñecas estaban marcadas como mercancía defectuosa. Antes de que Betty regresara a su vida, había estado a punto de abandonar. Sin aquella aparición con la caja de bombones de cereza en su último curso, lo habría hecho.
Se sentó en la silla plegable y miró a su madre. Pasó una hora, luego dos. Saraub fue a por café, luego regresó; más tarde se fue a por algo de comida y volvió. Las enfermeras entraban y salían arrastrando los pies, vociferando a las mujeres dormidas, para mostrar que se preocupaban, y realmente lo hacían:
—¡Hora de la penicilina, queridas!
El día pasó y las horas de visita terminaron. Besó la mejilla de Betty y apoyó su cabeza en su hombro. Betty Lucas, belleza local. Artista talentosa. Rompecorazones insolente. Madre. Psicótica.
Ahora sabía la respuesta a la pregunta que se había estado haciendo la mayor parte de su vida. No era a su madre a quien odiaba. Era a la enfermedad, esa jodida enfermedad que las había estafado a ambas.