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Tus alas negras están asomando

El hospital psiquiátrico de Nebraska era un descomunal e impersonal monolito del tamaño de cuatro edificios de Manhattan. Un estéril polígono industrial al estilo caja de Walter Gropius, con sus alas extendiéndose desde el área de administración. Las alas eran largos pasillos con bloques de habitaciones a cada lado. Las áreas comunes, en los vértices de las alas, constaban de dos sofás, dos mesas de café y televisores empotrados a la pared, a los que los pacientes no llegaban y que los camilleros sintonizaban con reconfortantes antiguos programas que no requerían una gran comprensión: Andy Griffith y Embrujada. Aunque había tenido mucha suerte al poder internar aquí a Betty (era uno de los pocos hospitales que aceptaban pacientes con invalidez), Audrey lo odiaba y no le gustaba regresar.

A primera hora del miércoles por la mañana, Audrey y Saraub estaban sentados en la oficina de administración general del ala 3. Las luces fluorescentes dentro del endeble falso techo de escayola emitían un nauseabundo resplandor amarillento. Al otro lado del escritorio, el doctor Burckhardt escribía algo en la historia clínica de Betty. Medía alrededor de un metro ochenta y, aunque aún era joven, su cabellera se había vuelto blanca por completo. Ella había conocido a Burckhardt cuando firmó los documentos de responsabilidad de Betty y lo había catalogado como un agradable hombre sin gracia que tenía demasiadas cosas entre manos como para ayudar a alguien en particular. Su impresión sobre él no había cambiado. Desde que habían aparecido por su consulta, habían tenido que esperar al menos unos cinco minutos.

Ella contó las palabras de su diploma de la escuela de Medicina de la universidad de Creighton (106) y después alzó la vista, hasta que el doctor Burckhardt cerró su historia clínica.

—Bueno, entonces… —dijo él.

Audrey esperó y se recordó a sí misma que no debía ponerse muy nerviosa y soltarle una impertinencia.

—Betty Lucas. Usted es su hija, Audrey. Nos conocemos, ¿no?

Su voz era monótona y sin afecto. El nuevo apodo que le puso fue capitán Soso.

Ella asintió.

—Cuando tuve que internarla. Pero ¿era usted su doctor? Pensaba que era un chico de Texas.

Burckhardt garabateaba con su bolígrafo mientras hablaba. Líneas arriba y abajo que se cruzaban, sin curvas, lo que significaba que no tenía imaginación.

—Nunca fue mi paciente. Yo soy administrador. Organismos del estado como este tienen un alto movimiento de personal. Su madre ha tenido muchos médicos.

Ella asintió y ninguno de ellos mencionó que, si ella hubiera llamado de vez en cuando, estaría mejor informada sobre los cuidados de su madre.

Él miró su bolígrafo, luego garabateó y lo bajó.

—Su madre sufrió una sobredosis —dijo él.

—Sí —dijo ella.

Él continuó. De hecho, sin gracia.

—Una combinación de litio, Valium y depakote. Uno de nuestros camilleros la encontró el pasado domingo por la noche. Dejó de poder respirar por sí misma el lunes por la mañana. —Miró su historia clínica—. A las 3.18.

Algo sobre esa hora le resultaba familiar, pero era incapaz de situarla.

—Está con respiración asistida —dijo Burckhardt.

—¿Qué probabilidades hay de que salga del coma? —preguntó Saraub.

—No lo hará. Después de que la vean y se despidan, querría su permiso para desconectarla —respondió Burckhardt.

Ella se aclaró la garganta.

—Estuve leyendo anoche sobre esto en internet. La gente que sale de un coma, por lo general no tarda más de un mes. Así que creo que deberíamos esperar, solo para estar seguros.

Apretó fuertemente sus nudillos, sin ser consciente de que les estaba enseñando los puños a dos hombres.

Burckhardt cogió su bolígrafo de nuevo. Un Cross de plata con suave tinta azul. Tocaba el papel pero no escribía.

—Eso es un gasto muy grande. Tiene que considerar las posibilidades, y le estoy diciendo que son casi nulas. Su calidad de vida tampoco será la misma.

Su voz era suave, pero sin sentimiento. Posiblemente ensayaba. Quizás a la gente en ese lugar le daban sobredosis a menudo.

—Así que ¿hay una oportunidad? —preguntó ella.

Saraub cubrió sus puños cerrados con la palma de su mano. Ella se zafó. Tal vez Betty se despertara. Quizás se habían equivocado y ni siquiera Betty estuviese en un jodido coma, así que, ¿por qué demonios estaban teniendo esta conversación? ¿Qué hizo ese médico gilipollas por conocer a Betty Lucas? Ella había sobrevivido al fuego, a malos novios, a borracheras de fin de semana, a una hepatitis C que le contagió una sucia aguja de un salón de tatuajes, a un marido que la dejó, a unos padres que no la querían y a una hija que la había abandonado. Seguramente, como el ave fénix, resurgiría de eso.

Burckhardt soltó la historia clínica y miró directamente a Audrey.

—Señorita Lucas, existe una escasa posibilidad de que se despierte. Una entre mil. No hay absolutamente ninguna oportunidad de que recupere la función cerebral. ¿Le gustaría ver su tac?

—No lo entiendo. Solo ocurrió hace dos días. Es un coma. La gente se despierta de ellos a menudo, he leído sobre ello.

Burckhardt se frotaba las sienes con sus dedos gordos. Ella quería agarrar la silla de madera en la que estaba sentada y rompérsela en la cabeza.

—Se lo enseñaré —dijo. Entonces, encendió una luz empotrada contra la pared tras él e iluminó el tac en lo alto de ella. Parecía una especie de radiografía, solo que con más resolución, y mostraba el contorno de una esfera de doble capa: el cerebro. Había dos grandes óvalos superpuestos dentro de la esfera como alas de una mariposa negra. Los señaló.

»Como pueden observar, hay mucha hemorragia interna, luego hay tumefacción. Todas esas neuronas están muertas.

Audrey cerró los ojos, pero la luz había creado una impresión temporal en su retina. En la oscuridad vio el contorno de las alas y pensó, absurdamente: Ella intentaba volar, pero sus alas eran de hierro pesado y la atraparon aquí.

—No —dijo ella. Su voz era suplicante.

Burckhardt no lo entendió. Estaba mirando el tac y no a ella.

—Sí, hay una hemorragia cerebral. Puede verla claramente. Su lóbulo frontal está afectado por completo. Sería una zombi, sin habla, sin inhibición, sin razonamientos básicos. No la reconocerá, no lo hará.

Saraub le soltó la mano y se levantó.

—Apáguelo —le ordenó.

Burckhardt se alejó de la pantalla.

—¿Qué?

—¡Ella no quiere verlo!

Los dos la miraron y esperaron a que hablase por sí misma. Pensó sobre ello, luego se sentó hacia delante en la silla y puso la cabeza entre las rodillas. Contó diez hacia atrás.

Burckhardt apagó la luz y quitó la placa. Su voz por fin mostró una emoción: arrepentimiento.

—Ahora ya lo sabe.

—Deme un segundo —le respondió Audrey. Cerró los ojos y dejó atrás las lágrimas. Se recordó a sí misma que su madre necesitaba ayuda. Había trabajo por hacer. Todavía, en su mente, veía esas pesadas alas. Tras ella, la silla se tambaleó, como si el suelo que había debajo de ella se abriese de pronto y de él saliesen las hormigas rojas. Deseó estar de vuelta en el Breviary, donde todo era oscuro y tranquilo. Deseó haber construido la puerta.

Golpeó sus muslos. Una, dos veces. Parpadeó por la luz. Aclaró su garganta. Tomó un poco de aire. Vale, bien. ¿Suficiente? Tendría que serlo.

—¿Dónde está? —preguntó.

Nervioso, Burckhardt tardó un segundo en responder y Audrey supo que lo había juzgado duramente. Era el jefe de Psiquiatría y tenía que supervisar a más de doscientos pacientes. Sí había sido bueno en algo: se había guardado su compasión por ellos.

Aun así, su nuevo mote era: el gilipollas.

—Habitación 27, sala B1 de la UCI. Debe mentalizarse. Físicamente, no parece la misma que cuando ingresó.

Audrey se levantó. Saraub la siguió. Burckhardt le dio su tarjeta.

—Mi número está aquí, por si tiene alguna pregunta.

Luego le dio a Saraub un montón de papeles que llevaban dos firmas en la última página. Con la voz en un tono más bajo, añadió:

—Es para la señorita Lucas. Si lo reconsidera, puede revisarlo y firmar. A mi juicio, deberían quitarle el soporte vital.

Audrey apartó la mirada. Comenzaron a salir por la puerta. Pensó que Burckhardt podía acordarse de sus modales y mostrar algo de compasión, pero no lo hizo.