18

Un aire dulce

Tan pronto como tuvieron sus maletas, alquilaron un Camry blanco y comenzaron el corto trayecto desde Omaha hasta el hospital de Betty, en Lincoln. Eran más de las cinco y el horario de visitas en el hospital ya se había terminado, así que no se dieron prisa. Tomaron el camino largo, a través de la parte baja de la ciudad, y luego se dirigieron hacia el oeste a lo largo de Cornhusker Road.

Tras unos pocos kilómetros, pasaron por el antiguo edificio de apartamentos de Audrey. No lo reconoció a simple vista, sino por la dirección de la calle. La pintura blanca estaba desconchada y su cornisa de hojalata se había aherrumbrado. La pensión de tres pisos que estaba por los alrededores se había convertido en pequeños apartamentos de estuco. En el jardín de enfrente, unas sillas plegables con los asientos de piel rajados y una barbacoa roja rota se oxidaban.

Redujo la velocidad mientras pasaban por delante. Qué gracia, al principio, cuando se mudó a Nueva York, echaba un montón de menos ese lugar. Se imaginaba sus paredes negras y los días que había pasado allí sin ninguna expectativa. Ahora, recordaba el agotamiento del hachís, las constantes llamadas telefónicas, siempre de la misma persona, Betty, y la soledad del viento contra una casa en la que se colaban las corrientes de aire por la noche. Había crecido tan acostumbrada a esas cosas que había confundido esa pocilga con la felicidad. A su lado, Saraub daba una cabezada. No lo despertó para señalarle el lugar mientras pasaban, ni siquiera para mirar atrás.

La señal de la carretera US-480 (que ahora rezaba U-80) señalaba hacia la izquierda, pero la costumbre guió su mano y giró a la derecha.

La calle parecía un centro comercial vacío: Appleby’s, Outback Steakhouse, Sizzler, Ihop… Entre los establecimientos había largas extensiones de tierra que no podían cruzarse a pie, sino en coche. Desde que se marchó, la mayoría de las tiendas de todo a cien y las humildes cafeterías que servían sándwiches de queso se habían venido abajo.

Audrey entró en uno de los solares y cogió una rápida y nerviosa bocanada de aire, como si hubiera tragado algo frío.

—Oye, ¿dónde estamos? —bostezó Saraub.

Ella miró fijamente a través de la gran cristalera que atravesaba todo el frente del restaurante. Camareras con uniformes azules y zapatos negros salían disparadas hacia la cocina y desde esta, mientras camioneros deformes comían el plato del desayuno para cenar. En la parte de atrás estaba ese maldito horno de convección que había quemado sus manos hasta dejarlas como garras. Recordaba el olor del lugar: grasa, sirope de mora y café. En aquella época tenía miedo de los gérmenes y utilizaba un trapo para recoger los platos sucios. Las propinas las metía en el bolsillo de su delantal y luego se lavaba las manos una o tres veces, nunca dos. A menos que Billy Epps la sacara de allí y se colocara. Entonces se relajaba. Aunque estar colocada había sido en parte la razón de que se quemara a sí misma.

—¿Este es tu antiguo trabajo? —le preguntó Saraub.

Ella asintió. Lo miraron durante un rato. Ella no se decidía, aunque su estómago le rugía y unas tortitas caseras sonaban bastante bien. En cambio, dirigió su barbilla hacia el cartel de Ihop, pintado de blanco y azul.

—Ya no gira, me pregunto por qué.

—Parece que ha tenido días mejores.

—Sí.

Audrey miró sus dedos. La mano derecha tenía más cicatrices que la izquierda, pero ambas eran demasiado grandes para su cuerpo, como manoplas de horno. La primera y única vez que Saraub la había llevado a casa con su familia, Sheila Ramesh había recorrido las costras de Audrey con sus dedos pulgar e índice, mientras temblaba.

«¿Eres una trabajadora?», le había preguntado, y lo primero que había pensado ella era que lo que quería decir era prostituta.

—Entremos. Puedes mostrarles a todos que ahora eres una persona importante —dijo Saraub. Su mano estaba en la puerta.

Audrey miró fijamente dentro del restaurante. Su antigua jefa los miraba a través de una de las ventanas agrietadas, como si estuviera atrapada dentro de una red gigante. Llevaba exactamente el mismo peinado cardado con laca que quince años atrás. Las mismas mujeres estaban sirviendo las mesas. Incluso la misma camarera esperaba en el podio de la entrada: había empezado el trabajo cuando estaba en el instituto y nadie había muerto todavía, por lo que no había conseguido un ascenso.

Y entonces… ¡Oh, no! No puede ser. Dos coches más allá, Billy Epps estaba apoyado contra su oxidada y cochambrosa furgoneta Volkswagen, fumándose un porro. Estaba calvo y su pecho se había hundido. Una vida dura. ¿Cuántos años tenía? ¿Cuarenta? Y aún era ayudante de camarero. Cuando ella se marchó, justo acababa de cambiarse del hachís a la metanfetamina. Parecía como si la hubiera estado fumando, porque la mayoría de sus dientes se habían caído.

«Estoy orgulloso de conocerte, Audrey Lucas», le dijo en su último día de trabajo. Si simplemente hubiera sabido cuan a menudo, durante esos primeros días de miedo en Nueva York, evocaba esas palabras en su cabeza y encontraba así el coraje. Encantador Billy.

—No puedo entrar ahí —dijo—. Es la misma gente con la que trabajaba. Me sentiría incómoda mientras nos sirven.

Saraub frunció el ceño confundido.

—Es su trabajo, no les importará.

Sacudió la cabeza. Saraub nunca había sido camarero, solo esperaba a que lo sirvieran. Eran momentos como este los que le recordaban la diferencia.

—Hazme caso, les importará. Ya no pertenezco a este lugar.

Salió de la zona y regresó a la carretera.

Unos cuantos giros después, estaban en la autopista. El cielo estaba despejado y azul. Mentalmente, dobló el paisaje del prado desde su parte superior para dotarlo de fronteras.

—¿Crees que puedes aguantar hasta llegar a Lincoln para cenar?

Él asintió, haciendo una mueca de dolor mientras giraba el cuello una y otra vez, como si tuviera tortícolis.

—Déjame —dijo ella. Extendió la mano hasta su cuello y lo frotó con los dedos pulgar e índice.

»Al menos puedo hacer algo por ti.

Él sonrió de una manera picarona.

—Tengo todo tipo de dolores.

—Ya veremos —dijo ella.

—Te tomo la palabra… ¿Cambiarías algo de este lugar?

—¿Qué?

—Quiero decir, de tu vida aquí. ¿Hubieras deseado haber ido a la escuela en Chicago y después a la universidad, o tener un padre?

Dejó de tocarle el cuello.

—Intento no pensar en ello. No hay nada que pueda hacer, ¿me entiendes?

—Sí, eso tiene sentido… Yo echo de menos a mi padre.

—¿Por qué nunca hablas de él?

Él se encogió de hombros.

—Está muerto. ¿Qué hay que decir?

Entonces cambió de tema.

—No esperaba que Nebraska fuera así. Hay algo aquí que es triste, como demasiado salvaje, expuesto, ¿me entiendes?

—Lo siento, nunca lo conocí. Alguna vez tendrás que contarme algo sobre él… —Le dejó algo de tiempo para contestar y, cuando no lo hizo, ella continuó—: Nebraska es la tierra de Dios. Al menos, así es como mi madre la llamaba.

Justo entonces, un camión de dieciséis ruedas lleno de pollos hacinados como ajustadas piezas de un puzle pasó por su derecha. Él le cogió la mano y se la puso en su cuello.

—¡Qué mimoso! —dijo ella mientras masajeaba a Saraub—. Desde que me has preguntado, he pensado una de las cosas que hubiera cambiado: ojalá hubiera intentado con más fuerza hacer amigos. Habría sido más feliz si no hubiera estado tan sola —dijo.

—¿Se burlaban de ti? —le preguntó Saraub.

Giró hacia el oeste en la US-80, en dirección a Lincoln y al hospital de Betty.

—¿Burlarse?

—Sí. ¿Quién se metió contigo?

Ella movió la cabeza.

—Nos mudábamos muy a menudo. No padecí acoso escolar. Es más, era invisible. No permanecí en ninguno de los colegios más de unos meses. A veces las chicas escribían cosas en las paredes de los baños, pero jamás nadie me dijo nada a la cara. Creo que lo sabían. Yo era demasiado débil como para defenderme y ellos no eran tan mezquinos. Has visto las cicatrices de mis muñecas. Eran mucho más gruesas entonces. No podía cubrirlas con un poco de maquillaje como hago ahora. Intentar matarse es mucho más importante que ser un inadaptado, ¿sabes? Eran gente decente. Me dejaron sola. Mi vida entera, hasta que te encontré, fui invisible. A veces iba caminando por la calle 42, después de ver una película sola en uno de esos grandes asientos de los cines, y alguien entre la multitud me empujaba por casualidad y seguía caminando. Yo tenía uno de esos momentos, ¿me entiendes?, en el que me preguntaba si me había visto o, incluso, si estaba viva.

—Yo te vi —dijo él.

—Lo sé —le respondió—. Eso es por lo que me das miedo.

Él se encogió de hombros.

—Gracias. Yo pensaba que era porque era hindú. Ya sabes, tampoco encajaba.

—¿No? —le preguntó ella.

Las señales de tráfico apuntaban hacia las colinas de Ashland. Otra ciudad donde Betty y ella habían vivido durante unos meses esperando un nuevo comienzo y, en cambio, habían encontrado el mismo viejo desorden.

—Pero tú eras defensa en el equipo de fútbol de Choate[6]. ¿Quién encaja mejor que un deportista?

El se ajustó el cinturón de seguridad para que la cinta no rozara contra su cuello y ella quitó la mano, porque la tenía cansada.

—No sé. ¿El «chico blanco» en Choate? —Dijo «el chico blanco» con un resentimiento que la sorprendió. Nunca le había visto guardar rencor por algo. El señor despreocupado y complaciente. Una vez comió pollo poco hecho en el restaurante de su primo segundo, en Queens, solo porque no quería quejarse. Al día siguiente tuvo que ir al hospital con salmonela.

»No ayudó que tuviera que ir y volver todos los días y que mis padres no me dejaran tener citas. —Dejó escapar un sonoro suspiro—. Algunos de ellos, ya sabes…

—¿Qué? No lo sé. La gente es como extraterrestre para mí. Nunca puedo adivinar lo que harán.

Saraub sonrió tan abiertamente que ella pudo ver el diminuto espacio entre sus incisivos, pero, una vez que comenzó a hablar, la sonrisa se volvió rígida.

—Bueno, ya sabes, las cámaras y yo. Estaba siempre grabando cosas, una especie de El fotógrafo del pánico.

—¿Y?

—Llevé mi cámara al vestuario después de un partido. Entrevisté a todo el mundo. Ya sabes, tonterías: «¿Cómo se siente estando en la división de campeones?». Pensé que a todo el mundo le gustaría. Hice copias para que todos pudiéramos recordar la temporada. Y entonces, no sé. Al día siguiente fui a mi taquilla y alguien había hecho una pintada con espray que decía «Marica».

Ella apretó el volante.

—¿Quién? ¿Quién lo hizo?

—Eran unas letras rojas hinchadas, como las de un grafiti de metro. Andrew Lafferty.

—Andrew Lafferty es un estúpido caraculo, lo odio, lo voy a encontrar y le voy a dar un puñetazo en la cara.

—Eso ayudaría, Audrey. Eso sí que arreglaría las cosas.

—Ahora mismo voy a meterme en su cerebro hasta que explote. Lo verás esta noche en las noticias.

Saraub asintió.

—Oh, Dios, estamos siendo mezquinos. Espero que Jill Sidenschwandt pille una diarrea explosiva. De verdad. Así que, ¿qué pasó después de eso?

—Bueno, Andrew pensó que yo había estado tirándole los tejos. Yo… yo supongo que me caía bien. Quería ser su amigo. El señor Capitán América. Cuando lo estaba entrevistando, no lo golpeé en el hombro, ¿sabes? En vez de eso… —Se estremeció con vergüenza—. Le di una palmada en el culo.

—¿Y? —preguntó Audrey.

—Parece que los hombres no se dan palmadas en el culo unos a otros en los vestuarios.

—Yo pensaba que sí, que todos hacíais esas cosas.

Él sacudió la cabeza.

—Yo también lo pensaba, porque los Giants lo hacían en el Monday Night Football. Pero no. Así que Andrew no dijo nada en el momento, pero imagino que no le gustó. Después del grafiti, comenzaron los rumores. Todo el mundo pensaba que era marica. La siguiente temporada, el equipo no quería cambiarse delante de mí. Quizás en realidad no se lo creyeron, tal vez era solo una excusa, porque yo era un chico hindú con un nombre extraño y que olía a curri.

Durante la narración, su voz fue bajando. En realidad, estaba maravillada de lo bien que estaba controlando sus sentimientos, apretados como las cuerdas de un piano.

—Resulta embarazoso cuando tienes que explicarle a tu entrenador que el motivo por el que tu equipo te margina es porque piensan que eres un pervertido.

Audrey sacudió la cabeza.

—Eres una buena persona. Te llevarías bien hasta con Hitler. Siempre imaginé que encajabas en cualquier sitio —le dijo.

Su sonrisa era una mueca vacía. Estaba sorprendida por ello.

—Gracias. Fue solo ese año. En su mayor parte, lo hice bien. Pero para ser honestos, nunca lo intenté del todo, tampoco. Me gustaban mis películas y el fútbol y, hasta que tú llegaste, eso era todo.

—Bueno, que les jodan, que les jodan a cada uno de ellos. —La rabia en su voz fue hasta una sorpresa para sí misma—. ¿Por qué querrías encajar con gente como esa?

Él movió la cabeza.

—Simplemente somos diferentes, los dos. Queremos cosas que a la mayoría de la gente no les importan. Con las cosas que hacemos, queremos cambiar el mundo. Queremos vivir para siempre. Es una manera divertida de ser vanidosos y no sé si eso nos hace mejores o peores.

—Da igual, eso no es excusa. Espero que todos esos perdedores que se burlaban de ti tengan hoy en día un pelo horrible, que lleven la raya en medio y tengan seborrea.

Me encantaría verlo.

—Sin pelo, como bolas de billar —dijo mientras peinaba con los dedos sus propias entradas. Eran casi un centímetro más grandes que cuando ella lo conoció. Se le ocurrió que sus pasados eran diferentes, pero, de una manera muy básica, eran parecidos. No se gustaban ellos mismos. O, mejor dicho, nunca estuvieron contentos con lo que eran y siempre estaban esforzándose por mejorar. Lo que ahora parece una tontería, ya que probablemente los chicos del equipo de fútbol construían santuarios para sus pelotas en sus desvanes, pero no hubieran sabido desenroscar una bombilla sin instrucciones.

—¿Lamentas ser hindú? —le preguntó.

La miró, sorprendido.

—A veces —dijo—. No solo por mi piel. En general, por mi aspecto —continuó, con las manos en la barriga. No era tan grande como él creía.

—Pero yo te quiero como eres —le dijo, y alargó la mano hasta su asiento y tiró con los dedos de su pantalón de lana.

Su voz era ronca.

—Gracias.

Salió de la autopista en Lincoln, pero mantuvo la mano en su regazo. Él la cogió y la apretó. El momento era demasiado bueno como para arruinarlo con palabras, así que no dijo nada.

Era la primera vez que iban junios en un coche, y era más real que cualquier cosa que hubieran hecho antes.

Como si los dos hubieran mudado sus caparazones de ciudad y la piel de debajo, desacostumbrada a la exposición, estuviera suave y fuera fácil de herir.

Dieciséis kilómetros después, la carretera se estrechó. Las granjas se extendían en todas direcciones. Ya no había coches. Solo el sonido de las ruedas en el cemento.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Saraub.

Ella sonrió, porque había pasado mucho tiempo desde la última vez que había olido ese aire dulce.

—Maíz. El resultado de trillarlo directamente en el campo. Los granjeros se vuelven locos si en verano no llueve en un par de semanas. Ciudades enteras se ponen de los nervios. Casi puedes oírlos por las noches rechinando los dientes como los grillos las alas. Rezan para que llueva y, luego, cuando lo hace, rezan para que pare. Esa es la razón por la que mi madre la llama la tierra de Dios.

—La tierra de Dios, me gusta.

Seguían con las manos entrelazadas. Se sintió segura con el calor que desprendía su barriga, en ese tranquilo coche en la oscura carretera y de camino a visitar a su madre enferma. Se preguntó si, al haber vivido tanto tiempo sin felicidad, ahora que la había encontrado, no sería capaz de reconocerla.

—¿Por qué golpeas las paredes?

Le soltó la mano y presionó su nariz contra la ventanilla del copiloto, por lo que ella no pudo verlo.

—¿Qué quieres decir?

—Las paredes de tu estudio, las golpeabas. Vi las marcas, había agujeros.

Era importante para ella saberlo. Quizás ella lo había llevado a ello, con sus interminables limpiezas con lejía y su constante enderezar las cosas. Tal vez ella también había conducido a Betty a sus hormigas rojas.

—Supongo que me vuelvo loco —dijo, aún mostrándole la parte trasera de su cabeza.

—¿Por mí?

Estaba a punto de llorar de nuevo, sorprendida de lo duro que había sido preguntar eso.

Él asintió.

—Sí.

Las lágrimas cayeron rápidamente por sus mejillas.

Él no se dio cuenta.

—Pero no solo por ti. Por un montón de cosas… Siempre lo he hecho. Golpeo cosas cuando estoy solo. Así nadie sabe cuándo estoy enfadado. ¿Te asusté?

Esperó un momento hasta que supo que su voz no se rompería.

—Sí —dijo—. No me había dado cuenta hasta ahora, pero sí.

Con el resplandor del reflejo del parabrisas, casi pudo ver a la asustadiza niña con el pelo grasiento que solía ser. No eran tan diferentes como le gustaba fingir. Cada uno de ellos guardaba sus miedos, una cosa que corroe por dentro.

—¿Por eso me dejaste? —preguntó Saraub.

Ella movió la cabeza y las lágrimas tornaron de nuevo.

—No es por ti…

—Es por mí —terminó él por ella. Entonces se rió con una risa amarga, sin sentido del humor, que le dejó conocer una parte de él que, al menos por ahora, había empeorado por su causa.

—Lo siento —susurró ella.

—Sí…

Casi cinco kilómetros después, en la intersección de la calle principal y el hospital psiquiátrico de Nebraska, había un motel. Pensó que había estado en él antes, pero no pudo recordarlo con seguridad. Esos hoteles parecían todos iguales. Esperó en el coche mientras él los registraba. Juntos, se dirigieron a la habitación. En silencio, deshicieron las maletas en armarios separados. En vez de cenar comieron Snickers de la máquina expendedora, hablaron por el móvil con sus respectivos trabajos en partes de la habitación diferentes y durmieron en camas separadas.