Siempre he vivido contigo
Mientras dormía, esa cosa de su estómago se desplegó. Tras ella estaba la destartalada casa victoriana de Yonkers, con la valla descolorida a la que le faltaban tablones, como si fueran dientes rotos. Delante de ella, un lujoso patio con un salvaje mar de hierba que resbalaba entre los dedos de los pies. Por una vez, no pensó en el desorden. Pequeñas voces gritaban:
—¡Más alto! ¡Más! ¡Chicos, esperadme!
Bajo el gran roble, Saraub había hecho un columpio colgando un neumático. Quizás estaba demasiado alto, pero el niño de pelo oscuro se reía felizmente, por lo que les dejó seguir con su diversión. De repente, una pequeña mano se levantó y agarró sus dedos. Era una niña pequeña vestida con un peto de pana verde y con un corte de pelo a tazón. Tenía los ojos marrones de Saraub y los pómulos marcados de Betty.
El camino de entrada estaba pintado con tiza, con un número en cada cuadrado. ¡La rayuela! Solo había visto jugar en la tele, pero las reglas parecían sencillas. Audrey saltó dentro de uno de los cuadrados y convenció a la niña para hacer lo mismo. ¡Un paso! ¡Dos pasos! ¡Cuatro! Saltaban una y otra vez, riéndose, mientras en la distancia el chico gritaba:
—Más alto, papá, más alto. ¡Quiero volar!
Su familia nonata. Cómo los quería.
Pero las nubes grises de tormenta se tragaron los cúmulos blancos y ahuecados. El cielo se abrió y cayó un diluvio de color negro. Los pequeños y pegajosos dedos que agarraban su mano desaparecieron. La tiza se borró y el columpio de goma chirrió. La tristeza cavó un agujero en su estómago: Saraub se había ido también.
Una mujer demacrada con áspero pelo blanco y pasadores rosas de plástico la miraba desde la ventana. Betty. La sangre de Audrey se enfrió mientras bombeaba.
—Es un mal lugar ese donde vives, corderita —le dijo, y entonces Audrey pensó: Pero vivo contigo, mamá. Siempre he vivido contigo.
La mujer se alejó de la ventana hacia la oscuridad. Caía lluvia negra. Algo le pinchó los dedos de sus pies descalzos: puntiagudos alfileres y agujas. El suelo se hinchó con el agua negra. Las hormigas rojas se revolcaban buscando un terreno más alto. Trepaban por sus piernas en grupos dispares, por lo que parecían costras de heridas. Las apartaba, pero no lo suficientemente rápido. Minúsculas bocas la pellizcaban. Mordieron sus tripas hasta que estuvo hueca y sangrando como si hubiera sufrido un aborto de un feto ya formado.
Una vez dentro de ella, se encontraron con la cosa de su estómago y se expandieron. Se apoderaron de su mente y de su cuerpo. Sus ojos se volvieron negros. Contra su voluntad, caminó a través de la puerta de cartón de la casa victoriana. Al final de un largo y oscuro pasillo, había una sala: la del 14B. Ellos estaban esperándola allí. Clara y sus hijos de mejillas sonrosadas, el hombre del traje de tres piezas, la señora Parker y su estrecho vestido, Marty Hearst y sus puños peleones, Evvie Waugh y su bastón robado y el enmascarado señor Galton. El resto de los propietarios también estaba. Todos excepto Jayne. Se separaron como un mar dividido para mostrarle otra puerta. Estaba construida en una pendiente y su marco estaba hecho de madera satinada, en vez de cartón. Caminó hacia la puerta como una novia al encuentro de su novio, mientras, a los lados, los propietarios aplaudían.
Su familia nonata. Cómo los odiaba.
La puerta se abrió. Unos brillantes ojos negros la escrutaban desde su espalda, justo cuando el techo del 14B se torció y todo se derrumbó.
¡Pum!
Se sacudió en el asiento mientras el avión aterrizaba en el Eppley Airfield. Era martes por la tarde. Se restregó los ojos. El sueño se esfumó y solo recordó la lluvia negra y una puerta.
Una fila detrás, Saraub la miraba y agitaba la mano.
—¡Estamos aquí! —le dijo.
Se dio palmaditas en los muslos con las manos, exactamente a la vez. Una, dos, tres, cuatro veces, seis veces, hasta llegar al afortunado siete.
—Sí —dijo—. Ya estamos aquí.