15

La hora de los niños

No le afectó. No se lo creía.

—¿Estás seguro? ¿Betty Lucas?

Saraub asintió.

—Sí, Betty Lucas. Hospital psiquiátrico de Nebraska. Una sobredosis. Había estado guardando sus pastillas, o eso creen.

—Un suicidio. —Audrey se escuchó a sí misma. Su lengua estaba seca e inerte dentro de su boca—. Ha comenzado de nuevo.

Saraub espiró.

—Eso es lo mismo que dijeron… También dijeron que deberías ir allí si querías verla antes de que…

Ella asintió y se aclaró la garganta. La tenía seca.

—¿Te dijeron qué clase de pastillas o cuándo?

Él se encogió de hombros. Solo funcionaba una bombilla en el techo, por lo que la habitación estaba bastante oscura. La televisión seguía encendida, pero alguien había bajado el volumen. Su cara brillante y las lágrimas en sus ojos reflejaban la mezquina luz.

—No recuerdo qué pastillas eran, pero miré en los aeropuertos: hay un vuelo que sale del JFK mañana por la mañana a Omaha con escala en Twin Cities.

—¿Litio? ¿Depakote?

Él asintió.

—Eso es. Litio, creo.

Soltó una bocanada de aire. Mala señal. La mayoría de la gente no despierta de un coma de litio y, aunque lo hiciera, los daños cerebrales son fatales.

—Dijeron que… que se estaba muriendo. Así que, si quieres verla, tendrías que ir ya.

—Muriéndose —dijo. En su mente ordenaba cosas. Colocaba los platos uno encima de otro, amontonaba papeles, topiarios y muros de las lamentaciones con inscripciones. ¿Cuántos muertos a lo largo de los años? ¿De los siglos? Se amontonaban y se amontonaban, los fantasmas de este mundo. No había suficiente vida como para llorarlos.

—Sí, eso fue lo que dijeron.

En su cabeza, repetía todo lo que él le decía y lo escuchaba. Su madre y mejor amiga había intentado suicidarse.

Fue entonces cuando sus pensamientos caleidoscópicos se dividieron; bonitos y frágiles, como una vidriera. Miró alrededor de la habitación y, como un insecto, vio claramente cada segmento.

Estaba el Parkside Plaza verde, cuyo diseño era demasiado frío. Por primera vez, entendió por qué nunca le había gustado sentir la hierba entre los dedos de los pies, los perros o las encimeras desordenadas: les tenía miedo porque eran impredecibles, como su madre.

Estaba la Jayne amarilla, que había jugado a estar alegre para enmascarar su dolor durante tanto tiempo que ni siquiera ella podía distinguir a la mujer de la actriz.

Estaba el Saraub azul, sosteniendo su mano. Como su madre había predicho hacía muchos años, había roto el corazón de un hombre sin querer.

Estaba el Breviary negro, del cual supo, en ese preciso momento, sin lugar a dudas, que estaba encantado. El centro del caleidoscopio era rojo y en él vio el llanto de Betty Lucas. Una infeliz abandonada con una bata de hospital, sin familia, salvo una hija que nunca llamaba.

El caleidoscopio se estrechó hasta que solo estuvo Betty y, por un instante, todo lo que la rodeaba se volvió rojo también. El aire, el suelo, la camiseta de Saraub, el vendaje de Jayne. Todo era rojo como la sangre.

Saraub se arrodilló junto a su silla.

—Está bien —dijo, con los labios tan cerca de su oreja que pudo sentir su calor. Al principio, el sonido de su voz hizo eco y luego se fue muriendo, como si algo en las paredes estuviera robando sus palabras mientras resonaban. Supo en ese momento que Edgardo y los chicos de la mudanza habían estado en lo cierto. Ella era demasiado emocional. Su desengaño, primero con Saraub y ahora con esto, había despertado algo terrible.

Su pena hacia todas esas cosas claras y efímeras. Existían como una distracción, revoloteando sobre los recuerdos de Betty, que eran demasiado dolorosos para cargar con ellos.

Sus ojos se humedecieron y, para no ceder ante la llorera, pensó en todas las promesas rotas que Betty le había hecho años atrás. Esa foto perdida. Pensó en las marcas no advertidas de sus muñecas. Esos estúpidos monos con agujeros donde no debían.

Sus ojos se secaron y, en lugar de lágrimas, una cosa deslizante se expandió desde su estómago hasta los bordes de su piel. Se desplegó como si creciera una parra. Esporas negras de putrefacción en racimos de baya colgaron de sus ramas. Primero llenaron su pecho, luego sus miembros, el espacio entre sus orejas y sus ojos, por lo que perdió la percepción del color; y, finalmente, su boca, de modo que hasta sus deseos se esfumaron. Las esporas de ira eran secas y amargas. Marchitaban sus tripas, haciéndolas más y más pequeñas.

—Una enfermera la encontró esta mañana temprano —dijo Saraub—. Te he estado llamando durante todo el día… También vine antes al apartamento, pero aún no habías llegado a casa.

Imaginó a Betty en una cama, ella sola. En un momento era un ángel, al siguiente, una villana. Y la cosa era: ¿se culpa a la enfermedad o a su portadora?

Las esporas aumentaban. El moho la rebasó hasta que se sintió también seca y amarga. Había otros cazadores allí con ella. Cuatro niños y una mujer. Abrieron sus ojos de color azul, que se fusionaban en negro, como la tinta corrida. Sus bocas también se abrieron.

—Construye la puerta —susurró una voz. El hombre con el traje de tres piezas. ¿Ellos lo habían oído también?

Echó una fría mirada a sus visitantes. La borracha y fea Jayne que apestaba a cigarros y a estúpidas decisiones. Saraub: un felpudo. Le había dicho que era un fantasma. Se preguntaba con ironía si se quedaría atrapado allí para siempre si lo degollaba en ese mismo momento.

Breviary, ¿te gustaría eso? Se preguntaba mientras los miraba. ¿Los degolló para ti?

En su mente, los cubría con moho. Este crecía por fuera y por dentro de ellos, a través de la boca, las orejas y la nariz, hasta que todo estuvo negro. Hasta que la vid vistió sus pieles, los secó y se convirtieron en polvo. Todo como el polvo. El mundo entero como un lugar estéril.

—¿Necesitas un vaso de agua? —escuchó a Saraub preguntar desde lejos, como si estuviera sumergido en una bañera llena de agua.

—Tengo queso. Podría cortar la parte estropeada —se ofreció Jayne—. ¿Quieres un poco de queso o la mitad de un pan de pita?

Audrey movió la cabeza. Le sonreía a su estúpida amiga. Una sonrisa mezquina. Saraub le acariciaba el cuello con sus dedos demasiado calientes.

—Es cheddar o americano, no sé diferenciarlos —dijo Jayne. Luego empezó a rascarse bajo su vendaje.

Audrey la miró.

—No, gracias.

La sonrisa mezquina desapareció de su cara. Jayne estaba llorando y los ojos de Saraub estaban llorosos también. Ahí estaba ella, paralizada y furiosa, y ahí estaban sus amigos, llorando por ella. El efecto del vino comenzó a desaparecer.

—O té, podría hacer una taza de té… ¿Qué puedo hacer? —suplicaba Jayne, aún rascándose. Su herida se abrió y comenzó a sangrar.

—Deja de hurgarte —dijo Audrey—. Te harás daño.

—Oh, vale. Lo siento —dijo Jayne.

—No lo sientas, solo para de hacerte daño —le dijo Audrey.

La cara de Jayne se desmoronó mientras se subía el vendaje. Esquivó su mirada para no llorar. Audrey extendió la mano y le apretó el hombro.

—Ey, está bien. Gracias. Me estás ayudando, en serio.

Jayne asintió, con los ojos húmedos y sonrió desgarradoramente.

La vid se volvió a enroscar en sí misma, como un gusano al acecho. Audrey se giró hacia Saraub y, aunque aún no lo había sentido, sabía que pronto lo haría.

—Tenías razón. Es mejor enterarme por ti.

Saraub se inclinó y le dijo probablemente la única cosa que ella quería oír.

—Te quiero.

Se resbaló de la silla y fue en el suelo donde por fin enterró la húmeda nariz en su pecho. El puso un brazo alrededor de su espalda y el otro alrededor de su trasero, por lo que la tenía sujeta por completo. Allí, al fin, lloró con suaves sollozos.

—La odio, pero también la quiero.

—No tienes que explicarte —le contestó Saraub.

—Sé lo que quieres decir —dijo Jayne—. Duele más porque querrías que hubiera sido diferente. Y ahora jamás podrá serlo.

Audrey asintió.

—Ella era mala, pero cuando miro hacia atrás… yo tampoco fui muy buena. Siempre le he echado la culpa de todo. Incluso cuando tenía treinta años. Ella era prácticamente un vegetal, viviendo en una residencia, y yo quería que me dijese que estaba guapa. Quería que me hiciera la cena y arreglase todas esas cosas que durante tanto tiempo había estropeado. La culpaba por todo. Le metí en la cabeza que yo era camarera porque me necesitaba en la ciudad para ayudarla y que no había ningún trabajo de arquitectura en Omaha. Pero sí que había trabajo. Si no hubiera estado tan colocada todo el tiempo, podría haber solicitado alguno. Era solo que… era más fácil odiarla que hacer algo al respecto.

Jayne asintió.

—¿No es gracioso? Cuando uno tiene que formarse a sí mismo, termina de madurar.

—Supongo que podemos madurar ahora, si queremos, ¿no? —preguntó Audrey.

Jayne se encogió de hombros.

—Buena suerte con eso.

Audrey sonrió.

Saraub aclaró su garganta y ella advirtió que se sentía incómodo. Nunca se le habían dado bien las discusiones sentimentales ni, en realidad, criticar las de amor.

—¿Hay alguien a quien deba llamar? —preguntó.

No estaba segura de si le gustaba la pregunta. ¿Significaba eso que quería irse?

—Bueno… —dijo ella.

—¿Has estado viendo a alguien? —preguntó Saraub.

—¿A un psiquiatra? —preguntó.

Intentó esconder su regocijo cuando le preguntó, mirando hacia abajo:

—No, a un tío.

—Claro que no.

De repente, Jayne pegó un brinco.

—Voy a dejaros solos, chicos. Pero estaré en la puerta de al lado si me necesitáis.

Le guiñó un ojo a Audrey, no muy sutilmente.

—Vale —dijo Audrey. Entonces añadió, porque sabía que a Jayne le encantaría oírlo—: Ha sido… ha sido divertido. Lo he pasado muy bien contigo.

La cara de Jayne brillaba por completo. Cojeó antes de alejarse dando brincos con las muletas.

—Yo también. Sé que no es el momento oportuno y todo eso pero, si estás en la ciudad, deberías venir a mi actuación. Te levantará el ánimo. Además, necesitaré apoyo moral. Eso es lo que hacen los amigos. Compraré queso nuevo y cocinaré para ti.

Sujetándole las muletas, Saraub se puso al lado de Jayne y le agarró el brazo.

—Trato hecho —dijo Audrey mientras se levantaba y caminaba con ellos.

—Siento mucho lo de tu madre, Addie. Me duele el estómago solo de pensar que estás triste… pero no te olvides de mi actuación.

Le dedicó una gran sonrisa a Saraub y luego a Audrey.

—¡Los dos! —dijo Jayne al tiempo que decía adiós con la mano.

Ellos se despidieron también. Nuevos conocidos intentando ser amigos.

Si hubieran sabido las circunstancias en las que volverían a ver a Jayne, no hubieran dejado que se fuera.